Stalin

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IV. El señor de la guerra » 44. ¡Victoria!

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En las primeras horas del 9 de mayo de 1945 el locutor de radio Yuri Levitan dio la noticia que todos anhelaban oír. La guerra con Alemania había terminado. El entusiasmo popular había ido en aumento durante varios días. Cuando llegó el momento, tumultuosas celebraciones tuvieron lugar en toda la URSS y en todos los países que habían combatido el Nuevo Orden de Hitler. El gobierno soviético había dispuesto el lanzamiento de fuegos artificiales al anochecer en Moscú, pero la gente había comenzado a festejarlo varias horas antes. Millones de personas llenaron los barrios del centro. Por todas partes había cantos y bailes. Cualquier hombre que vistiera el uniforme verde del Ejército Rojo tenía muchas probabilidades de ser abrazado y besado. Una multitud se reunió ante la embajada de los Estados Unidos coreando: «¡Viva Roosevelt!». Se identificaba tanto al presidente norteamericano con la Gran Alianza que pocos recordaban que había muerto en abril. No se reprimió esta conducta. Se bebió en abundancia; la policía pasó por alto a los jóvenes que orinaban contra las paredes del Hotel Moskvá. Los restaurantes y las cafeterías estaban repletos de clientes; la comida era escasa pero había gran cantidad de vodka[1]. Todos se alegraban de que el nazismo hubiera sido aplastado por los tanques del Ejército Rojo.

La hija de Stalin, Svetlana, le telefoneó después de la transmisión de radio: «¡Papá, te felicito: victoria!». «Sí, victoria —respondió—. Gracias. También te felicito. ¿Cómo estás?». El distanciamiento entre padre e hija se borró en la calidez del momento[2]. Jrushchov tuvo menos suerte. Cuando hizo una llamada telefónica similar, Stalin lo reprendió. «Dejó bien claro —sugirió Jrushchov— que estaba haciéndole perder su valioso tiempo. Sencillamente me quedé helado. ¿Qué era lo que pasaba? ¿Por qué? Me lo tomé muy mal y me maldije con ganas: ¿para qué le habré llamado? Después de todo, conocía su carácter y pude haber sospechado que de él no saldría nada bueno. Sabía que desearía demostrarme que el pasado era el pasado y que ahora pensaba en otros asuntos importantes»[3].

Stalin pronunció un «discurso al pueblo» que comenzaba: «¡Camaradas! ¡Hombres y mujeres compatriotas!»[4]. Ya no estaban los amables vocativos que había empleado en la transmisión de radio al comienzo de la Operación Barbarroja. La URSS se había salvado y por fin podía flamear la «gran bandera de la libertad de los pueblos y de la paz entre los pueblos». La Gran Guerra Patria había terminado[5]. Pero, si bien el estilo era solemne, también fue condescendiente, al menos para los oyentes rusos. En un banquete para los comandantes del Ejército Rojo el 24 de mayo, declaró[6]:

Camaradas, permitidme proponer un último brindis.

Quisiera proponer un brindis a la salud de nuestro pueblo soviético y sobre todo del pueblo ruso, porque es la nación más destacada de todas las que forman parte de la Unión Soviética.

Propongo este brindis a la salud del pueblo ruso porque en esta guerra se ganó el reconocimiento general como la fuerza directriz de la Unión Soviética entre todos los pueblos de nuestro país.

Previamente nunca había favorecido inequívocamente a una nación entre el conjunto de las muchas que componían la URSS. A muchos rusos les parecía que el horno de la guerra había fundido el metal que había en él y había producido un Líder inoxidable que merecía su confianza y admiración.

Eran palabras poco sinceras, ya que Stalin temía tanto a los rusos como estaba orgulloso de ellos. Pero le pareció bien colocar al pueblo ruso en un pedestal oficial todavía más alto que antes de la guerra. Parece que entendió de forma intuitiva que necesitaba garantizar la legitimidad de un patriotismo nacional que el marxismo-leninismo aceptaba con reservas. Al menos lo hizo por un tiempo (y tal vez incluso él se dejó llevar un poco por la euforia del momento). Lo que había parecido completamente inconcebible en el verano de 1941 había sucedido. Hitler estaba muerto. Casi toda la mitad de Europa oriental estaba bajo control militar soviético. La URSS había sido tratada por los Estados Unidos y por el Reino Unido como un árbitro más del destino del mundo.

Supuestamente Stalin había querido capturar a Hitler con vida y estaba molesto por su suicidio, y corría el rumor de que Zhúkov había jurado hacerlo desfilar en una jaula en la Plaza Roja. Esto en realidad pudo haber sido una bravuconada típica de un comandante ante su jefe político, pero no es muy probable que Stalin hubiera permitido semejante espectáculo: todavía deseaba evitar ofender innecesariamente a sus aliados. La meta de los Estados Unidos y del Reino Unido era la desnazificación metódica de la vida pública alemana y esperaban convencer a los alemanes de que abandonaran su afecto por Hitler. Los conquistadores habían humillado por última vez a sus líderes enemigos de esa manera durante los triunfos de los generales romanos victoriosos. Como no pudo capturar a su presa con vida, Stalin ordenó a sus agencias de inteligencia que le llevaran los restos de su cadáver. Se hizo en el más absoluto secreto; una vez que se certificó que las partes chamuscadas de un cadáver quemado que se encontró fuera del búnker de Hitler pertenecían al Führer, fueron enviadas a la capital soviética. La actitud de urgencia de Stalin derivaba de sus preocupaciones políticas. No tenía que quedar nada en suelo alemán que más tarde pudiera convertirse en foco de atracción de la nostalgia del régimen nazi.

Aunque peculiar, se trataba un involuntario gesto de respeto por Hitler, ya que Stalin daba a entender que su enemigo muerto todavía era peligroso. Aparte de Churchill y Roosevelt, la mayoría de los otros líderes del mundo le inspiraban condescendencia en el mejor de los casos (lo que pensaba de Mussolini sigue siendo un misterio, pero al único italiano al que tomó en serio fue al líder del partido comunista Palmiro Togliatti). El sucesor de Churchill, Clement Attlee, apenas le dejó huella. Ni siquiera Truman logró impresionarlo. Mientras que Roosevelt había despertado su curiosidad personal, apenas si pensó en su sucesor. No hay nada en los registros de las conversaciones de Stalin que indique que apreciaba las cualidades de Truman. Valoraba más a Churchill, aunque el Reino Unido, como expertos económicos de Stalin como Jeno Varga le demostraron, ya no era la potencia mundial que había sido antes. Churchill podía chillar y resoplar, pero la casa de la URSS no se caería. Stalin se consideraba una de las figuras más destacadas de la historia. Cuando se encontraba con personajes dominantes de su misma índole como Mao Tse-tung, se negaba a tratarlos decentemente. Mao llegó a Moscú en diciembre de 1949 después de tomar el poder en Pekín y se le dijo de una forma no muy cortés que la URSS esperaba grandes concesiones por parte de China. En ningún caso Stalin, en la cresta de la ola de la posguerra, tenía la intención de permitir que otro comunista rivalizara con él en el prestigio. Amo del mundo comunista y líder de un estado triunfante, deseaba que la admiración del mundo se concentrara en él.

El día señalado para celebrar el triunfo sobre el nazismo fue el 24 de junio de 1945. Habría un desfile en la Plaza Roja frente a decenas de miles de espectadores. Los regimientos victoriosos que habían regresado de Alemania y de Europa del Este desfilarían triunfales ante la muralla del Kremlin. A Stalin se le ocurrió que debía ocupar el lugar de honor montado en un caballo blanco, según la costumbre tradicional rusa (éste era el modo en que los generales rusos habían encabezado los desfiles militares en Tbilisi). Se encontró un corcel árabe y Stalin intentó montarlo. El resultado fue humillante. Stalin espoleó mal al corcel, que se encabritó. Stalin se agarró mal de las crines y fue arrojado al suelo. Se lastimó la cabeza y el hombro y cuando logró levantarse estaba furioso. Escupiendo con rabia, declaró: «Que Zhúkov conduzca el desfile. Es un veterano de caballería»[7]. Unos días antes del desfile mandó llamar a Zhúkov, que había regresado de Berlín, y le preguntó si sabía montar a caballo. Zhúkov había pertenecido a la Caballería Roja durante la Guerra Civil, pero su primer impulso fue protestar afirmando que Stalin debía encabezar el desfile como comandante supremo. Sin revelarle sus dificultades ecuestres, Stalin replicó: «Estoy demasiado viejo para encabezar desfiles. Usted es más joven. Hágalo usted»[8].

Las disposiciones para la ceremonia se tomaron con meticulosidad el mismo día. Mientras Stalin y otros líderes políticos se mantenían de pie en lo alto del mausoleo de Lenin, por debajo del muro del Kremlin, el mariscal Zhúkov cruzó a caballo la Plaza Roja para saludarlo. Se elogiaba todo el esfuerzo militar soviético realizado entre 1941 y 1945. Un regimiento de cada frente marchaba detrás de Zhúkov. Todos saludaban a Stalin. La compacta multitud, compuesta por gente a la que las autoridades deseaban recompensar, rugía con entusiasmo. El climax de la ceremonia llegó cuando las banderas de la derrotada Wehrmacht se llevaron hasta el espacio adoquinado para ser arriadas justo frente a Stalin. No hacía buen tiempo; poco antes había caído un chaparrón[9]. Pero el aplauso a Stalin y las fuerzas armadas soviéticas hizo que la oscuridad se disipara. Se había elevado a la cima de su carrera y se le reconocía como el padre de los pueblos de la URSS.

Todo salió como estaba planeado ese 24 de junio, aparte de la inoportuna lluvia, y el orden soviético parecía más fuerte que nunca. El Ejército Rojo dominaba Europa hasta el Elba. Europa oriental y centro-oriental estaba sujeta a su control político y militar y, como la guerra continuaba en el Pacífico, las fuerzas rojas se aprestaban a tomar parte en la ofensiva final contra Japón. Además, la URSS intensificaba en secreto sus investigaciones tecnológicas para obtener su propia bomba atómica. Su industria armamentística ya era capaz de abastecer a las fuerzas armadas de todo lo que necesitaran para mantener el poder y el prestigio soviéticos. El sistema económico y político consolidado antes de la Segunda Guerra Mundial permanecía intacto. El partido, los ministerios y la policía ejercían una autoridad firme y las tareas de la reconstrucción pacífica de la industria, la agricultura, el transporte, la educación y la salud parecían en consonancia con la capacidad de la URSS. La jerarquía y la disciplina estaban en su mejor momento. El país tenía la moral alta. El despotismo de Stalin parecía una ciudadela inexpugnable.

Al día siguiente, en la recepción que el Kremlin ofreció a los participantes en el Desfile de la Victoria, se mostró triunfante[10]:

Ofrezco un brindis por toda esa gente sencilla, corriente y modesta, para los «pequeños engranajes» que hacen funcionar bien el mecanismo de nuestro gran estado en todos los campos de la ciencia, la economía y las cuestiones militares. Hay muchísimos; su nombre es legión porque esa clase de gente se cuenta por millones.

La «gente» para él eran meros engranajes en la maquinaria del estado y no individuos o grupos de carne y hueso con necesidades y aspiraciones sociales, culturales y psicológicas. El estado estaba por encima de la sociedad.

Sin embargo, Stalin, mientras concebía una imagen de omnipotencia para el estado soviético, en realidad no creía en ella. La URSS tenía problemas acuciantes. Ordenó a las agencias de seguridad que reunieran información con vistas a reclamar indemnizaciones cuando tuviera lugar la próxima conferencia de los aliados. Se confeccionaron catálogos de la devastación sufrida. En la Segunda Guerra Mundial habían perecido 26.000.000 de ciudadanos soviéticos. Stalin no estaba libre de culpa: sus políticas de detención y deportación habían contribuido a la cifra total (al igual que su desastrosa política de colectivización agrícola, que obstruyó la capacidad de la URSS para autoalimentarse). Pero la mayoría de las víctimas habían muerto en el frente o durante la ocupación nazi. Se había confirmado que aproximadamente 1.800.000 civiles soviéticos habían sido asesinados por los alemanes en la RSFSR; en Ucrania se registraba el doble de ese número[11]. Los muertos no eran la única pérdida humana. Millones de personas quedaron malheridas o desnutridas, sufrieron daños irreparables. Incontables niños quedaron huérfanos y tuvieron que arreglárselas solos sin apoyo del estado ni caridad privada. En los territorios fronterizos occidentales había regiones enteras que se habían despoblado de manera tan drástica que había cesado toda actividad agrícola. La Unión Soviética pagó un precio muy alto por su victoria y tardaría años en recuperarse.

Mientras la NKVD completaba su tarea de recopilar y catalogar la información (al mismo tiempo que no dejaba de lado su cometido de arrestar a todos los enemigos de Stalin y del estado), se iba haciendo visible la dimensión de la catástrofe. En la zona de la URSS que había estado bajo ocupación alemana, apenas alguna fábrica, mina o empresa comercial había escapado a la destrucción. La Wehrmacht no era la única culpable: Stalin había adoptado una política de tierra quemada después del 22 de junio de 1941, a fin de que Hitler se viera privado de ventajas materiales. Pero la posterior retirada alemana entre 1943 y 1944 había tenido lugar durante un período todavía más largo y esto le había dado a la Wehrmacht tiempo suficiente como para llevar a cabo una destrucción sistemática. El registro reunido por la NKVD es casi inverosímil. Los alemanes habían asolado no menos de 1.710 ciudades soviéticas y aproximadamente 7.000 pueblos. Incluso en los lugares en que la Wehrmacht no había quemado ciudades enteras, había podido incendiar hospitales, emisoras de radio, escuelas y bibliotecas. El vandalismo cultural fue casi tan absoluto como lo podría haber hecho el mismo Hitler. Si Stalin sufría una crisis de disponibilidad de recursos humanos, se enfrentaba a un conjunto de tareas igualmente atroz como consecuencia de la devastación de los recursos materiales.

No sólo eso: la estructura administrativa era mucho más endeble de lo que lo había sido antes de la guerra. Por todas partes había gente desplazada y cuando comenzaron a regresar las tropas de Europa, el caos se incrementó. No se autorizaba que la descripción de todo esto apareciera en los periódicos ni en los noticiarios. Lo que seguía destacándose era la valentía y eficiencia del Ejército Rojo en Alemania y en los otros países ocupados de Europa oriental y centro-oriental. La realidad era muy diferente. El orden soviético pudo restaurarse con mayor facilidad en las ciudades más grandes, en especial en aquellas que nunca habían estado bajo dominio alemán. Pero la intensa concentración en las tareas militares durante la Gran Guerra Patria había llevado a descuidar los aspectos de la administración civil que no estaban estrechamente conectados con la lucha contra los alemanes. En la zona anteriormente ocupada por la Wehrmacht había un completo caos organizativo. En algunos lugares era difícil creer que alguna vez hubiera existido el orden soviético, ya que los campesinos volvieron a un modo de vida que se remontaba a antes de la Revolución de octubre. El comercio privado y las costumbres sociales populares habían vuelto a imponerse a los requerimientos comunistas. Las disposiciones de Stalin eran indiscutibles en Moscú, Leningrado y otros centros urbanos, pero en las localidades más pequeñas, especialmente en los pueblos (donde todavía vivía la mayoría de la población), el brazo de las autoridades no era lo suficientemente largo como para afectar a la vida cotidiana.

Pese al triunfo del Ejército Rojo en Europa, había problemas en varios países bajo ocupación soviética. Las agencias políticas, diplomáticas, de seguridad y militares de la URSS, ya tensadas hasta el límite antes de 1945, tenían que habérselas con las responsabilidades de la paz. Yugoslavia constituía un caso particular, en tanto sus propias fuerzas internas, bajo la dirección de Tito, la habían liberado de los alemanes. Pero en todas las demás partes los rojos habían jugado el papel fundamental en la derrota la Wehrmacht. La victoria resultó ser más simple que la ocupación posterior. Poca gente de Europa oriental y centro-oriental deseaba ser sometida al orden comunista. Stalin y el Politburó sabían que Hitler y sus aliados habían sido muy efectivos erradicando a los comunistas y también que los líderes comunistas emigrados y residentes en Moscú tenían muy poco apoyo en sus respectivas tierras natales.

De algún modo Stalin tenía que encontrar la manera de ganarse la simpatía popular en esos países ocupados mientras resolvía un gran número de tareas urgentes. Era necesario encontrar suministros de alimentos. Había que regenerar las economías y establecer administraciones postnazis. Había que comprobar si los funcionarios eran políticamente de fiar. Había que reconstruir las ciudades derruidas y los caminos y vías férreas dañados. Al mismo tiempo, Stalin estaba decidido a obtener indemnizaciones de sus antiguos enemigos, no sólo de Alemania, sino también de Hungría, Rumania y Eslovaquia. Esto necesariamente comprometía la tarea de ganar popularidad para sí y para el comunismo. Los aliados occidentales también constituían una dificultad. Se había llegado a un entendimiento en la cuestión de que una línea irregular atravesase Europa de Norte a Sur separando la zona de influencia soviética de la zona que iba a ser dominada por los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Pero no estaba claro cuáles eran los derechos de las potencias victoriosas a la hora de imponer sus modelos ideológicos, económicos y políticos en los países que ocupaban. Las potencias victoriosas tampoco habían especificado qué métodos de gobierno eran aceptables. A medida que se iban depositando las cenizas de la guerra, surgían tensiones entre los aliados.

La rivalidad entre los aliados estaba abocada a incrementarse después de aplastar a sus enemigos alemanes y japoneses. Los ejércitos de Stalin habían llevado a cabo el embate más fuerte en Europa, pero el poder norteamericano también había sido decisivo y estaba creciendo allí. En el Extremo Oriente, el Ejército Rojo había contribuido poco hasta los últimos días. Además, los Estados Unidos eran la única potencia nuclear del mundo. La administración del orden mundial de posguerra presentaba muchas amenazas para la seguridad soviética y Stalin comprendió enseguida el peligro.

Si su régimen era impopular en el extranjero, no era mucho más atractivo para los ciudadanos soviéticos. Había una paradoja en esto. Indudablemente, la guerra había hecho maravillas para mejorar la reputación de Stalin en la URSS; se le consideraba en gran medida la encarnación del patriotismo y la victoria. Incluso muchos que lo detestaban habían llegado a tributarle cierto respeto —y cuando se entrevistaba a disidentes de la Unión Soviética se notaba que estaban de acuerdo con algunos valores primordiales propagados por las autoridades—. El compromiso con la educación, la vivienda y la salud, así como el pleno empleo, contaban con un apoyo duradero. Pero los oponentes dentro de la URSS eran realmente numerosos. La resistencia armada se expandía en Estonia, Letonia y Lituania, en Bielorrusia occidental y en Ucrania occidental. Eran zonas de reciente anexión. En otras partes el régimen seguía controlando la situación de manera estable y pocos ciudadanos se animaban a organizarse contra Stalin y sus subordinados. La mayoría de los que sí se animaban eran gente joven, especialmente estudiantes, que no habían vivido el Gran Terror. En las universidades se formaron grupúsculos clandestinos. Se caracterizaban por dedicarse a purificar la ideología y el comportamiento marxista-leninistas de la contaminación estalinista: el adoctrinamiento estatal había llevado a los jóvenes más brillantes a apoyar la Revolución de octubre. Era fácil infiltrarse en esos grupos y disolverlos.

Más preocupante para las autoridades era la esperanza que prevalecía en la sociedad de que a la consecución de la victoria militar seguirían enormes cambios en los aspectos político y económico. Stalin era un estudioso de la historia rusa; sabía que la entrada triunfal del ejército imperial ruso en París en 1815 después de la derrota de Napoleón había llevado a la inestabilidad política en Rusia. Los oficiales y las tropas que habían experimentado la mayor libertad civil de que se disfrutaba en Francia nunca volverían a ser los mismos, y en 1825 tuvo lugar un levantamiento que estuvo a punto de derrocar a los Románov. Stalin estaba decidido a evitar que se repitiera la revuelta decembrista. El Ejército Rojo que asaltó Berlín había sido testigo de imágenes terribles en Europa oriental y centro-oriental: cámaras de gas, campos de concentración, hambruna y devastación de ciudades. El impacto del nazismo era inconfundible. Pero esos soldados también habían podido vislumbrar un modo de vida distinto y atrayente. Las iglesias y las tiendas estaban abiertas. Los bienes de consumo, que en la URSS sólo se vendían en lugares reservados para las élites, estaban disponibles, al menos en la mayoría de las ciudades. La dieta era más diversificada. Los campesinos, aunque no fueran bien vestidos, no siempre tenían un aspecto miserable. La reglamentación rígida de la URSS también estaba ausente en los países por los que habían pasado, incluida la propia Alemania.

Stalin no recibió informes explícitos acerca de todo esto: las agencias de seguridad habían aprendido largo tiempo atrás que debían presentarle la verdad en términos ideológicamente aceptables, y Stalin no quería ni oír hablar de que la vida era más agradable en el extranjero. Lo que le dijeron ya era bastante alarmante. El botín que se trajeron los soldados incluía toda clase de objetos, desde alfombras, pianos y cuadros hasta discos, calcetines y ropa interior. Los soldados del Ejército Rojo habían adquirido el hábito de coleccionar relojes de pulsera y con cierta frecuencia se los ponían todos al mismo tiempo. Incluso los civiles que no habían ido más allá de las viejas fronteras soviéticas, pero que habían estado sometidos al gobierno militar alemán, habían experimentado otro modo de vida que no les había resultado desagradable en todos los aspectos. Las iglesias, las tiendas y los pequeños talleres volvieron a funcionar después del éxito inicial de la Operación Barbarroja. Estos ciudadanos soviéticos no contaban con un botín de guerra ni con la experiencia de un viaje al extranjero, pero tenían grandes expectativas de que las cosas cambiaran en la URSS. En realidad, a lo largo y ancho de toda la Unión Soviética había un sentimiento popular de que había valido la pena luchar en la guerra sólo si se llevaban a cabo las reformas[12].

Y así, bajo las drapeadas banderas rojas de la victoria el peligro y la incertidumbre acechaban a Stalin y su régimen. Él entendía la situación mejor que nadie cercano a él en el Kremlin. Tanto esta conciencia como su perenne aspereza hicieron que fuera tan cortante con Jrushchov después de la caída de Berlín. Se daba cuenta de que se aproximaban momentos críticos.

Con todo, no habría sido humano si ocasionalmente no se hubiese visto dominado por sentimientos más afables. En las ceremonias públicas sacaba pecho. Las numerosas delegaciones de dignatarios extranjeros que llegaron a Moscú al final de la Segunda Guerra Mundial captaron el sentido de su actitud. En tales ocasiones dejaba que el orgullo se impusiera sobre las preocupaciones. Stalin, el Ejército Rojo y la URSS habían ganado la guerra contra un enemigo terrible. Como era habitual, comparaba las condiciones actuales con las que habían prevalecido bajo su admirado predecesor. Esto se desprendía claramente de lo que dijo a los visitantes yugoslavos[13]:

En su época Lenin no soñó con la correlación de fuerzas que ahora hemos conseguido en esta guerra. Lenin contaba con que todo el mundo iba a atacarnos y con que sería bueno que por lo menos algún país distante, por ejemplo, los Estados Unidos de América, pudiera permanecer neutral. Pero ahora resulta que un grupo de la burguesía fue a la guerra contra nosotros y otro estuvo de nuestro lado. Antes Lenin no creyó posible que pudiera establecerse una alianza con un ala de la burguesía y luchar contra otra. Esto es lo que hemos logrado (…)

Stalin se enorgullecía de haber dado un paso más adelante de lo que Lenin había considerado posible. Mientras que Lenin había tenido la esperanza de preservar el estado soviético manteniéndose fuera de los conflictos militares entre las grandes potencias capitalistas y dejando que lucharan unas contra otras, Stalin había convertido a la URSS en una gran potencia por derecho propio. Tal era su fuerza que los Estados Unidos y el Reino Unido se habían visto obligados a buscar su ayuda.

Sin embargo, ¿durante cuanto tiempo se mantendría la alianza después del fin de las hostilidades con Alemania y Japón? Acerca de esto, Stalin se mostró tranquilo y categórico cuando se encontró con una delegación comunista polaca[14]:

Nuestros enemigos están difundiendo intensamente rumores de guerra.

El inglés

[sic] y los norteamericanos están usando a sus agentes para difundir rumores con el fin de asustar a los pueblos de aquellos países cuyas políticas no les agradan. Ni nosotros ni los angloamericanos podemos entrar en guerra en este momento. Todos estamos hartos de guerra. Más aún, no hay intenciones de ir a la guerra. No nos estamos preparando para atacar Inglaterra y Norteamérica, y ellos tampoco van a correr ese riesgo. Ninguna guerra es posible por lo menos hasta dentro de veinte años.

A pesar de lo que decía en público acerca de las tendencias beligerantes de los aliados occidentales, esperaba que hubiese un largo período de paz a partir de 1945. La Unión Soviética y los estados afines a ella en Europa del Este afrontarían tiempos difíciles. La devastación producida por la guerra y las complicaciones de la consolidación en la posguerra agotarían las mentes y las energías del movimiento comunista durante muchos años. Pero la URSS estaba segura en su fortaleza.

Para muchos, especialmente para aquellos que no eran conscientes de las actividades criminales de Stalin, no habría habido victoria soviética en la Segunda Guerra Mundial sino hubiese sido por su contribución —y tal vez Alemania habría estado fustigando al continente europeo de forma permanente—. También en la URSS se habían intensificado los elogios hacia él, aunque sería un error pensar que el grado exacto de apoyo con que contaba era perceptible. No sería incorrecto suponer que la mayoría de los ciudadanos tenían sentimientos contradictorios hacia él. Durante toda la guerra había evitado identificarse con políticas específicas. Había cometido ese error durante la colectivización agrícola a finales de la década de los veinte y la maniobra de autodistanciamiento de «Mareados por el éxito» no había logrado salvarlo del oprobio del campesinado. Por lo tanto, para todo el mundo no estaba claro quién era en realidad el responsable de los horrores que habrían podido evitarse durante la guerra. Millones de ciudadanos estaban dispuestos a concederle el beneficio de la duda: deseaban una distensión del régimen y suponían que llegaría tan pronto como terminara la guerra.

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