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Había llegado en invierno a la isla y, casi sin darme cuenta, ya era verano. Para entonces, mis expectativas vitales se veían totalmente colmadas con el estilo de vida isleño. Disfrutaba del surf, de la playa, conociendo gente nueva y trabajando. Dedicaba muchas horas al hotel para conseguir una organización efectiva. Intentaba transmitir a los clientes y las agencias una imagen de calidad con un estándar de servicios alto. Configuré las redes de comercialización sobre todo en países europeos, aunque también teníamos clientes de las islas y de la península. Mentalizaba al personal para ofrecer un trato atento y personalizado que fuese cercano pero formal. Hice un trato muy ventajoso con el dueño para quedarme con un diez por ciento de la facturación neta, restando algunos costes de producción. Mi dedicación era total y durante los primeros seis meses trabajé sin recibir ni un solo euro a cambio. Había hecho una apuesta en toda regla.

Cuando le presenté las cuentas a Antonio fueron todo alegrías, aunque me costó bastante hacerle entender la importancia de concentrar la inversión en servicios para tener un retomo cualitativo y cuantitativo. Él se había dedicado a los productos. Encargar construcciones para luego venderlas. Un promotor inmobiliario básicamente suma los factores necesarios para que una construcción salga adelante. Localiza el terreno, habla con el banco, encarga un proyecto al arquitecto, lo presenta al Ayuntamiento para obtener permisos y contrata a una constructora para que materialice la obra. Un entorno muy ventajoso para hacer negocios provocó el boom inmobiliario en España durante años. Nadie ponía pegas a nada. El resultado fue un país entero, cuya economía giraba en tomo a la construcción y a las ayudas de la Unión Europea. Pero la burbuja nos estalló en la cara y nos ató a todos la soga al cuello para hacer frente a esos lastres financieros, ecológicos, paisajísticos y sociales. La falta de previsión hizo que nadie se preocupara de crear otro tejido industrial. Habría jurado que en el colegio nos explicaron lo de las curvas de Gauss y los ciclos de la economía. Pero está claro que alguien debió de saltarse unas cuantas clases o quizá lo que ocurrió simplemente fue que para ser político solo hay que certificar haber pasado el instituto haciendo pellas. Y lo de la universidad ni lo hablamos, porque no es ni siquiera un requisito…

Antonio me contó que había construido más de quinientas casas en la isla y que había comprado la parcela donde se situaba el complejo por cuatro millones de euros. Yo le pregunté si había tenido en su cuenta bancaria esa cantidad y él me dijo que sí, que se había gastado todos sus ahorros en esa promoción inmobiliaria. Cuando le pregunté el porqué, me respondió que no sabía hacer otra cosa y que quería más. Aquella respuesta me dejó pensativo unos días. Puedes vivir en una isla preciosa donde lo único que hay que hacer es ir a la playa, que es gratis, o compartir un asadero con amigos y que, aun así, no creas tener nunca suficiente dinero en tu cuenta bancaria. Eso me hizo darme cuenta de que vivimos en un paraíso con fecha de caducidad, la propia insatisfacción humana hará que todo se termine.

«El hombre es lo que hace», leí en algún sitio. Pero el hombre que hace lo que hace porque no tiene otra cosa que hacer, ¿qué es? No tengo muy claro si esa frase está en lo cierto, pero tampoco si las cosas podrían ser de otra manera.

El propietario tenía enchufado en el hotel a su hermano. Tenía pinta de tener diez años más de los que aparentaba y diez primaveras menos de las que debería, malvividas bajo el achicharrante sol de Canarias. Su mente era un cúmulo de misterios, algo así como un agujero negro inaccesible para cualquier ciencia. No era tanto por la forma ovalada y extravagante de su cabeza, o su papada cimbreante, sino por imaginar el efecto del eco producido por extraños pensamientos rebotando en su interior que luego reproducía en forma de palabras. Su interacción con los clientes era pésima. Con una convicción demoniaca hablaba en una especie de inglés a los clientes, que no era más que español hablado muy lento, a voces, repetido varias veces y acompañado de numerosos gestos con las manos. Abroncaba a los blanquísimos europeos del norte por bañarse en la piscina habiéndose echado crema de protección solar. Como si pudiesen no achicharrarse sin crema en estas latitudes cercanas al Sahara y como si la piscina no tuviese depuradora. Astutus Maximus hacía mi labor de apaciguador de la clientela muy sencilla, cuando después de la bronca, la otra parte sentía simplemente «comunicación terrícola».

Como para entonces me había convertido en un yonqui del surf, programaba presuntas reuniones fuera del hotel para acabar en el agua alimentando al monstruo, ansioso de intensidad. Siempre había una ola más grande y perfecta en algún sitio, había que encontrarla, buscar, predecir, recorrer caminos, tragar polvo, romper coches, bajar rocas, helarse en el agua, arañarse los pies, golpearse con la tabla, rozar el fondo, pisar la arena, sentir el viento, absorber sol, inspirar atardeceres, cagarse de miedo, gritar de alegría, esforzarse hasta el límite, rendirse, cabrearse, maldecir, reír a carcajadas, llorar de alegría, gritar de gusto, llenarse el alma, buscar olas…

Aún recuerdo el día que volví a verla en la playa. Sus pasos eran diferentes, la arena no le pesaba, se tomaba su tiempo para llegar. Alada, sigilosa en la distancia, grácil, cada pisada era una oportunidad para que su cuerpo la siguiera, así como mi mirada. Me preguntaba que veía en ese mapa de destellos, de brillos acuáticos sobre la fina cama de arena donde se acuestan el uno sobre el otro, el mar y la tierra, amantes esporádicos, eternos, entregados a su ir y venir, lamiéndose sin parar, a golpes violentos y también a suaves idas y venidas, como mi imaginación recorriendo su contorno ondulante, bello. Si su bronceado no fuera más que un espejismo lo sabrían pronto mis manos, aclarando hasta el último rincón de su cuerpo, de su intimidad solar.

Cuando se acercó a su toalla ya no me quedó duda, era ella, Ona, sabía que volvería a verla. Me acerqué despacio, ella se había quitado la parte de arriba del biquini y su precioso pecho quedaba al descubierto.

—Hola, Ona —dije con suavidad al acercarme. Ella, sin sorprenderse demasiado, me devolvió el saludo con toda naturalidad.

—Hola.

—¿Te importa que me siente? —Ella hizo un gesto invitándome a sentarme a su lado.

Tras un rato de charla relajada sobre la temperatura del agua, las olas, el calor, el trabajo y la gente que ambos conocíamos, nos decidimos a damos un baño. Ella se puso el top del biquini para aliviar el único punto de tensión entre nosotros. Nos envolvimos en un baño de sonrisas aparentemente indiferentes mientras nos manteníamos a una distancia prudencial. Cuando salimos del agua, llevé mis cosas junto a ella y disfrutamos juntos del suave calor del atardecer. Con la puesta de sol, comenzó a refrescar. Ella se puso una camisa y se acurrucó hecha un ovillo muy cerca de mí hasta quedarse dormida. Me quedé observando con detenimiento su pelo rubio y fino caer sobre su cara relajada y pecosa y sentí cómo un deseo intenso me movía a abrazarla y protegerla. No lo hice, claro.

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