Solaris

Solaris


Los monstruos

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—Sí, soy yo —contestó. Tenía la voz ronca y bolsas bajo sus enrojecidos ojos; llevaba puesto un reluciente delantal antirradiactivo de goma, con tirantes elásticos; por debajo le sobresalían las sucias perneras de su pantalón de siempre. Recorrió con la vista la sala circular, iluminada uniformemente, y se quedó inmóvil al ver a Harey, al fondo, de pie junto a la butaca. Intercambiamos una rápida mirada, entorné los ojos, él hizo una leve reverencia y yo, empleando un tono sociable, dije:

—Es el doctor Snaut, Harey. Snaut, ella es Harey… mi mujer.

—Soy… un miembro de la tripulación muy poco visible y por eso… —la pausa se alargó peligrosamente—, no he tenido ocasión de conocerla… —Harey sonrió, alargó la mano que él, a mi modo de ver con cierta estupefacción, estrechó. Parpadeó varias veces y permaneció de pie, mirándola hasta que lo tomé del hombro.

—Discúlpeme —le dijo y luego se dirigió a mí—.

Me gustaría hablar contigo, Kelvin…

—Por supuesto —contesté con gran desenvoltura; la escena parecía sacada de un vodevil, pero no podía hacer otra cosa—. Harey, cariño, no te molestes. El doctor y yo tenemos que hablar de nuestros aburridos asuntos.

Sin esperar más me lo llevé, agarrándolo del codo, hacia una zona de pequeñas butacas, al otro lado de la sala. Harey se sentó en el sillón que yo había ocupado antes, pero lo colocó de forma que, con solo levantar la cabeza del libro, podía vernos.

—¿Qué pasa? —pregunté en voz baja.

—Me he divorciado —contestó en el mismo tono, quizás un poco más alto. Es posible que me hubiese echado a reír de haberme contado alguien una historia que empezase de aquel modo, pero en la Estación mi sentido del humor estaba anulado—. Desde ayer he vivido varios años, Kelvin —añadió—. Unos cuantos años. ¿Y tú?

—Nada… —contesté, tras un breve silencio porque no sabía muy bien qué decir. Me caía bien, pero presentía que tenía que tener cuidado con él, o más bien, con lo que le había empujado a venir a verme.

—¿Nada? —repitió con el mismo tono—. Entonces, ¿es tan…?

—¿A qué te refieres? —fingí que no entendía. Snaut entornó los ojos inyectados en sangre, se inclinó tanto que noté el calor de su aliento sobre mi cara y susurró:

—Nos estamos estancando, Kelvin. Ya no puedo comunicarme con Sartorius, lo único que sé es lo que te escribí, lo que me dijo después de nuestra memorable conferencia…

—¿Ha desconectado el visófono? —pregunté.

—No. Ha sufrido un cortocircuito. Puede que lo haya provocado él mismo, o… —Hizo un movimiento con el puño, como si estuviera rompiendo algo. Lo miré sin pronunciar palabra. La comisura izquierda de sus labios se alzó en una sonrisa desagradable.

—Kelvin, he venido a verte porque…

No terminó la frase.

—¿Qué piensas hacer?

—¿Te refieres a la carta? —pregunté lentamente—. Puedo hacerlo, no veo motivo para echarme atrás; precisamente por eso me he metido aquí, para hacerme a la idea de…

—No —me interrumpió—. No me refería a…

—¿No? —dije disimulando la sorpresa—. Entonces, te escucho.

—Sartorius —murmuró pasados unos instantes—. Parece convencido de haber encontrado el camino… ya sabes.

No apartaba la vista. Permanecí sentado con tranquilidad, esforzándome por adoptar una expresión de indiferencia.

—En primer lugar, está aquella historia con el aparato de rayos X. Lo que Gibarian hizo con él, ¿te acuerdas? Es posible introducir una modificación…

—¿Cuál?

—Se limitaron simplemente a dirigir un haz de rayos sobre el océano y a modular su intensidad según diferentes modelos.

—Sí, ya lo sé. Nilin ya lo hizo. Y muchos otros.

—Sí, pero emplearon radiación débil. Aquella otra fue muy poderosa, lanzaron contra el océano todo lo que tenían, toda la potencia.

—Esto podría tener consecuencias desagradables —apunté—. Es una clara violación de la Convención de los Cuatro y de la ONU.

—Kelvin… no finjas. Eso no tiene ahora ninguna importancia. Gibarian está muerto.

—Ya. ¿Sartorius quiere echarle toda la culpa?

—No lo sé. No lo hemos comentado. No importa. Sartorius cree que si los «visitantes» aparecen únicamente cuando nos despertamos será porque el océano nos extrae la fórmula mientras dormimos. En su opinión, nuestro estado más importante es el del sueño. Por eso actúa así. Y por eso Sartorius quiere hacerle llegar nuestro estado de vigilia, nuestros pensamientos conscientes, ¿entiendes?

—¿Cómo? ¿Por correo?

—Déjate de chistes. El haz de rayos será modelado por las corrientes procedentes del cerebro de uno de nosotros.

De pronto, lo vi todo claro.

—Ah —dije—. Y se supone que ese alguien soy yo, ¿verdad?

—Sí. Él ha pensado en ti.

—Muchas gracias.

—¿Qué te parece?

Me mantuve en silencio. Él, sin decir nada, observó atentamente a Harey, que seguía absorta en la lectura, y volvió a mirarme a la cara. Me estaba poniendo pálido. No podía controlarlo.

—Entonces, ¿cómo…? —dijo.

Me encogí de hombros.

—Me parece que la utilización de los rayos X para soltar un sermón acerca de la grandeza del hombre es una ridiculez. Y a ti también te lo parecerá. ¿O quizás no?

—¿Sí?

—Sí.

—Pues muy bien —dijo y sonrió como si hubiera cumplido uno de sus deseos—. ¿Estás en contra, entonces, del proyecto de Sartorius?

Aún no comprendía cómo había sucedido, pero por su mirada deduje que me acababa de llevar donde pretendía. Guardé silencio, ¿qué más podía añadir?

—Perfecto —dijo—. Porque existe otro proyecto: transformar el aparato de Roche.

—¿El aniquilador?

—Sí. Sartorius ya ha realizado unos cálculos iniciales. Es factible. Y ni siquiera requerirá mucha potencia. El aparato funcionará las veinticuatro horas, por un tiempo ilimitado, generando un campo negativo.

—¡Espera…! ¡¿En qué consistirá?!

—Muy sencillo. Consistirá en un campo negativo de neutrinos. La materia común no sufrirá cambios. Lo único que se desintegrará serán… las estructuras de neutrinos, ¿comprendes?

Sonreía con satisfacción, mientras yo lo miraba con la boca abierta. Poco a poco, su sonrisa fue desapareciendo. Me escrutaba con la frente arrugada, a la espera.

—Queda entonces descartado el primer proyecto «Pensamiento», ¿verdad? En cuanto al segundo, Sartorius ya está en ello. Lo llamaremos «Libertad».

Cerré los ojos por un momento. De pronto tomé una decisión. Snaut no era físico. Sartorius había desconectado, o quizás destruido, el visófono. De acuerdo.

—Yo, más bien, lo llamaría «Matadero» —dije despacio.

—Tú mismo actuaste de matarife. ¿O no? Ahora se trata de algo completamente distinto. Nada de «visitantes», nada de criaturas F, nada. Ya desde el mismo instante de la materialización se producirá la desintegración.

—Hay un malentendido —contesté, negando con la cabeza mientras sonreía de un modo que esperaba que resultara lo suficientemente indiferente—. No son escrúpulos morales, sino instinto de supervivencia. No quiero morir, Snaut.

—¿Qué?

Estaba sorprendido. Me miraba con recelo. Saqué del bolsillo el arrugado folio con las fórmulas.

—Yo también he estado pensando en ello. ¿Te sorprende? Fui yo el primero en plantear la hipótesis de los neutrinos, ¿no es cierto? Fíjate. El campo negativo puede ser provocado. Resulta inofensivo para una materia común, es cierto. Pero en el momento de la desestabilización, cuando la estructura de neutrinos se desintegra, tan solo se libera el exceso de energía de sus enlaces. Si admitimos, por cada kilogramo de sustancia en reposo, 108 ergios, obtenemos por cada criatura F entre cinco y siete veces 108. ¿Sabes lo que significa? El equivalente de una pequeña carga de uranio que explotará dentro de la Estación.

—¡Qué estás diciendo! Pero… seguro que Sartorius lo habrá tenido en cuenta…

—No necesariamente —negué con una sonrisa maliciosa—. Verás, se trata de lo siguiente: Sartorius pertenece a la escuela de Frazer y Cajolli. Según ellos, toda la energía de los enlaces queda liberada, en el momento de la desintegración, en forma de radiación lumínica, que se manifestaría, simplemente, como un fuerte resplandor, no del todo seguro, pero tampoco destructivo. Sin embargo, existen otras hipótesis, otras teorías acerca del campo de neutrinos. Según Cayatt, según Avalov, según Siona, el espectro de la emisión es mucho más amplio y el máximo recae en las radiaciones gamma. Está bien que Sartorius confíe por su parte en sus maestros y en su teoría, pero existen otras, Snaut. Y te diré algo más, Snaut —seguí al comprobar que mis palabras lo habían impresionado—. Habrá que tener en cuenta también al océano. Si ha hecho lo que ha hecho, con seguridad habrá empleado el método óptimo. En otras palabras: su actitud me parece un argumento a favor de la otra escuela, en contra de Sartorius.

—Déjame esa hoja, Kelvin…

Se la tendí. Inclinó la cabeza, intentando descifrar mis garabatos.

—¿Qué es esto? —señaló con el dedo.

Cogí el folio.

—¿Esto? El tensor de la transmutación de campo.

—Dámelo…

—¿Para qué? —pregunté, sabiendo lo que iba a contestar.

—Se lo tengo que enseñar a Sartorius.

—Como quieras —contesté con indiferencia—. Puedo dártelo, pero verás: nadie lo ha comprobado mediante experimentos, aún no conocíamos semejantes estructuras. Él confía en Frazer y yo he hecho mis cálculos según Siona. Te dirá que yo no soy físico y que tampoco lo es Siona. Al menos, según su criterio. Pero esto es discutible y yo no estoy dispuesto a mantener una discusión a consecuencia de la cual podría evaporarme, para mayor gloria de Sartorius. A ti, sí puedo convencerte, a él no. Y no lo intentaré.

—¿Qué piensas hacer entonces? Él ya está trabajando en ello —dijo Snaut sin expresión. Se encorvó, completamente desanimado. No sabía si confiaba en mí, pero me daba igual.

—Lo que haría cualquier hombre si intentaran matarlo —contesté en voz baja.

—Trataré de contactar con él. Quizás tenga en mente algún tipo de protección —murmuró Snaut. Me miró—. Escucha, ¿y si, de todas formas…? El primer proyecto, ¿qué me dices? Sartorius estará de acuerdo. Seguro que sí. Quiero decir… En cualquier caso… es una oportunidad…

—¿Lo crees de veras?

—No —contestó enseguida—. Pero ¿qué más da?

No quería ceder demasiado pronto, eso era precisamente lo más importante. Necesitaba que fuera mi aliado a la hora de ganar tiempo.

—Lo pensaré —dije.

—Entonces, me voy —murmuró al incorporarse. Todos sus huesos crujieron cuando se levantó del sillón—. ¿Te dejarás hacer un encefalograma? —preguntó, frotándose los dedos contra el delantal, como si intentara eliminar una mancha invisible.

—Está bien —dije. Sin prestar atención a Harey (observaba la escena en silencio, con su libro en el regazo), se acercó a la puerta. Cuando la cerró, me levanté. Extendí la hoja que sujetaba en la mano. Las fórmulas eran correctas. No las había falsificado. Dudo que Siona hubiese reconocido mi desarrollo. Seguramente no. Me sobrecogí. Harey se me acercó por detrás y me tocó en el hombro.

—¡Kris!

—Dime, cariño.

—¿Quién era?

—Ya te lo dije, el doctor Snaut.

—¿Qué tipo de persona es?

—Lo conozco poco. ¿Por qué lo preguntas?

—Me miraba de una forma…

—Seguro que le gustas.

—No —sacudió la cabeza—. No era ese tipo de mirada. Me miraba como si… como…

Se estremeció, me miró, pero enseguida bajó los ojos.

—Vayámonos de aquí…

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