Solaris

Solaris


Oxígeno líquido

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OXÍGENO LÍQUIDO

No sé cuánto tiempo estuve tumbado a oscuras en mi habitación: aturdido y ensimismado, miraba la iluminada esfera del reloj que llevaba en la muñeca. Me concentré en mi propia respiración, pensando en algo que me había sorprendido, pero todo aquello —tanto el ensimismamiento como la sorpresa— me producían una indiferencia que atribuí al cansancio. Me puse de lado, la cama me parecía demasiado ancha, echaba en falta algo. Contuve la respiración. Se hizo un completo silencio. Me quedé inmóvil. No se oía ni el más mínimo susurro. ¿Harey? ¿Por qué no la escuchaba respirar? Empecé a palpar las sábanas: estaba solo.

Quise llamar a Harey, pero oí unos pasos. Se acercaba alguien grande y pesado como…

—¿Gibarian? —pregunté tranquilo.

—Sí, soy yo. No enciendas la luz.

—¿No?

—No hace falta. Será mejor para los dos.

—¿Pero no habías muerto?

—No importa. ¿Es que no reconoces mi voz?

—Sí. ¿Por qué lo hiciste?

—Tuve que hacerlo. Llegaste con un retraso de cuatro días. Si hubieras venido antes, quizás no habría hecho falta, pero no te lo recrimines. No estoy mal.

—¿De veras estás aquí?

—Ah, ¿crees estar soñando conmigo, como sueñas con Harey?

—¿Dónde está?

—¿Cómo sabes que lo sé?

—Me lo imagino.

—Guárdatelo para ti mismo. Digamos que estoy aquí en su lugar.

—Pero yo quiero que ella también esté.

—Eso es imposible.

—¿Por qué? Escucha, ¿sabes que en realidad no eres tú, sino que soy yo?

—No. Soy yo de verdad. Si quieres ser meticuloso, puedes seguir diciendo que no soy yo. No malgastemos las palabras.

—¿Te marcharás?

—Sí.

—¿Y entonces ella volverá?

—¿Te importa? ¿Qué significa para ti?

—Es asunto mío.

—Pero le tienes miedo.

—No.

—Y te da asco…

—¿Qué quieres de mí?

—Apiádate de ti, no de ella. Ella siempre tendrá veinte años. ¡Deja de fingir que no lo sabes!

De pronto, sin saber por qué, me serené. Estaba escuchándolo, completamente calmado. Tuve la impresión de que ahora estaba más cerca, a los pies de la cama, pero seguía sin distinguir nada en la oscuridad.

—¿Qué quieres? —pregunté en voz baja. Mi tono le sorprendió y, durante un instante, no dijo nada.

—Sartorius ha convencido a Snaut de que le habías engañado. Ahora te están buscando. Con el pretexto del aparato de rayos X, están construyendo un aniquilador de campo.

—¿Dónde está ella?

—¿No has oído lo que te he dicho? ¡Te he avisado!

—¿Dónde está ella?

—No lo sé. Ten cuidado: necesitarás un arma. No puedes contar con nadie.

—Puedo contar con Harey —dije. Oí un ruido lejano y continuo. Gibarian se estaba riendo.

—Por supuesto que puedes contar con ella. Hasta cierto punto. Al fin y al cabo, siempre puedes hacer lo mismo que yo.

—Tú no eres Gibarian.

—Ya. ¿Y quién soy? ¿Quizás tu sueño?

—No. Eres su pelele, pero no lo sabes.

—¡¿Y cómo sabes quién eres tú?!

Aquello me hizo pensar. Quería levantarme, pero no fui capaz. Gibarian seguía hablando. No entendía lo que decía, tan solo escuchaba su voz, luchaba desesperadamente contra la debilidad de mi cuerpo; después de un último intento, me desperté. Tragaba aire como un pez medio asfixiado. Era noche cerrada. Había sido un sueño. Una pesadilla. Un momento… «el dilema que no sabemos resolver. Nos perseguimos a nosotros mismos. Los Polytheria emplearon únicamente una especie de amplificador selectivo de nuestros pensamientos. Empeñarse en buscar el origen de este fenómeno sería caer en el antropomorfismo. En un lugar en el que no hay seres humanos, tampoco existen motivos accesibles a los seres humanos. Con tal de continuar con el plan de la investigación, sería preciso destruir los propios pensamientos o, en todo caso, su realización material. Lo primero no está en nuestro poder. Lo segundo guarda demasiado parecido con un asesinato».

Me dediqué a escuchar en la penumbra aquella voz, regular y lejana, cuyo timbre había reconocido inmediatamente: era Gibarian hablando. Extendí las manos y comprobé que la cama estaba vacía.

«Me he despertado dentro de otro sueño», pensé.

—¿Gibarian? —dije. La voz se interrumpió inmediatamente, en mitad de una frase. Algo sonó muy bajito y sentí el soplo del viento en la cara.

—Hay que ver, Gibarian —murmuré mientras bostezaba—. Me vas acosando de sueño en sueño… ¡cómo eres!

Oí un susurro a mi lado.

—¡Gibarian! —repetí más alto.

Los muelles de la cama crujieron.

—Kris… soy yo —escuché un murmullo muy cerca.

—Eres tú, Harey. ¿Y Gibarian?

—Kris… Kris… pero si él está… tú mismo dijiste que había muerto…

—Puede estar vivo dentro de un sueño —dije, hablando muy despacio. Ya no estaba tan seguro de que se tratara de un sueño—. Me ha estado contando cosas. Ha estado aquí —solté. Tenía un sueño atroz. «Si tengo sueño, será que estoy durmiendo». Mientras pensaba en esas estupideces, deslicé los labios por el hombro de Harey y me acomodé. Para cuando me respondió, yo ya lo había olvidado todo.

A la mañana siguiente, el sol iluminaba en rojo la habitación y recordé los acontecimientos de la noche. Había soñado que conversaba con Gibarian, pero ¿qué pasó después? Había oído su voz, podría jurarlo, aunque no recordaba bien qué había dicho. No parecía una conversación, sino, más bien, una conferencia. ¿Una conferencia?

Harey se estaba lavando. Podía escuchar el chapoteo del agua en el baño. Eché un vistazo debajo de la cama donde, unos días atrás, había arrojado el magnetófono. Ya no estaba allí.

—¡Harey! —grité. Su cara chorreando agua asomó por detrás del armario.

—¿No habrás visto, por un casual, un magnetófono bajo la cama? Uno pequeño, de bolsillo…

—Había varias cosas. Las puse todas allí. —Señaló una estantería junto al botiquín y desapareció en el baño. Me levanté de un salto, pero mi búsqueda resultó infructuosa.

—Has tenido que verlo —dije cuando regresó a la habitación. No contestó, se estaba peinando delante del espejo. Fue entonces, mientras nuestras miradas se cruzaban en el espejo, cuando me fijé en lo pálida que estaba y en cómo me miraba, escrutándome.

—Harey —insistí, como un borrico—, el magnetófono no está en la estantería.

—¿No tienes nada más importante que decirme?

—Lo siento —murmuré—, tienes razón. Es una tontería.

¡Solo me faltaba una pelea!

Después, fuimos a desayunar. Ese día, Harey lo hacía todo de forma distinta a la habitual, pero no fui capaz de definir la diferencia. Miraba alrededor, en varias ocasiones no oyó lo que le estaba diciendo, totalmente ensimismada. Y, una vez, al levantar la cabeza, me di cuenta de que le brillaban los ojos.

—¿Qué te ocurre? —bajé la voz hasta susurrar—. ¿Estás llorando?

—Oh, déjame. No son lágrimas de verdad —gimió. Quizás no hubiera debido bastarme esa respuesta, pero no había nada que temiera más que las «conversaciones sinceras». Además, tenía otra cosa en la cabeza: aunque estaba convencido de que las intrigas de Snaut y Sartorius no habían sido más que un sueño, me pregunté si en la Estación habría algún tipo de arma de fácil manejo. No me planteaba qué hacer con ella, simplemente quería hacerme con una. Informé a Harey de que tenía que pasar por la bodega y por los almacenes. Me siguió en silencio. Revisé las cajas, rebusqué entre los cohetes y, una vez en el sótano, no pude evitar echar un vistazo dentro de la cámara frigorífica. Sin embargo, no quería que Harey entrara allí, por lo que entorné la puerta y barrí el cuarto con la vista. La oscura lona se abombaba, cubriendo la alargada silueta, pero desde mi ubicación no era capaz de ver si la mujer negra aún seguía allí. Me pareció que estaba vacío.

No di con nada que me sirviera. Seguí dando vueltas, cada vez de peor humor, hasta que de repente me di cuenta de que Harey no estaba conmigo. No tardó en volver —se había quedado en el pasillo—, pero el mero hecho de que intentara alejarse de mí, lo cual, incluso aunque fuera un instante, le costaba mucho, debería haberme dado que pensar. Sin embargo, yo seguía comportándome como si estuviera enfadado, sin saber con quién, o simplemente como un cretino. Empezaba a dolerme la cabeza, pero no encontré ninguna pastilla y, rabioso, puse patas arriba el contenido del botiquín. Tampoco tenía ganas de acudir a la sala de operaciones, estaba muy raro aquel día. Harey deambulaba por el camarote como una sombra, desapareciendo de vez en cuando, y por la tarde, ya después de comer (lo cierto es que ella no había comido nada y yo, sin apetito por culpa de la cabeza que me estallaba, ni siquiera traté de animarla), se sentó inesperadamente a mi vera y comenzó a deshilachar la manga de mi jersey.

—¿Qué pasa? —murmuré mecánicamente. Quería subir, porque me había parecido oír, por las tuberías, el débil eco de unos golpes que indicaban que Sartorius andaba maquinando algo con los aparatos de alta tensión, pero se me quitaron las ganas de golpe al pensar que tendría que llevarme a Harey, cuya presencia, medio justificada en la biblioteca, allí, entre los aparatos, podría ocasionar algún desafortunado comentario de Snaut.

—Kris —susurró—, ¿estamos bien juntos?

Suspiré sin querer, no se puede decir que aquel día yo fuera feliz.

—Mejor que nunca. ¿Qué pasa ahora?

—Me gustaría hablar contigo.

—Dime. Te escucho.

—Así no.

—¿Entonces cómo? Vale. Ya sabes que me duele la cabeza, te he dicho que tengo un montón de problemas…

—Muestra un poco de buena voluntad, Kris.

Me obligué a sonreír, seguro que fue penoso.

—Sí, cariño. Dime.

—¿Me vas a decir la verdad?

Arqueé las cejas. No me gustaba cómo empezaba aquello.

—¿Por qué iba a mentirte?

—Quizás tengas tus razones. Serias razones. Pero si quieres que… bueno, ya sabes…, entonces, no me mientas.

Guardé silencio.

—Yo te contaré una cosa y tú a mí otra. ¿Vale? Será la verdad. Sea cual sea.

No estaba mirándola a los ojos, fingí no darme cuenta de que su mirada buscaba encontrarse con la mía.

—Ya te he dicho que no sé cómo he llegado hasta aquí. Quizás tú sepas algo. Espera, me toca a mí. Quizás tampoco lo sepas. Pero si lo sabes, y ahora no puedes decírmelo, tal vez lo hagas más adelante, en otro momento. No sería lo peor. En cualquier caso, me darás una oportunidad.

Tenía la sensación de que una corriente gélida me atravesaba el cuerpo.

—Mi niña, ¿qué estás diciendo? ¿Qué oportunidad? —balbuceé.

—Kris, sea quien sea, seguro que no soy una niña. Me has hecho una promesa. Responde.

Aquel «sea quien sea» hizo que se me pusiera un nudo en la garganta, así que no podía hacer otra cosa que mirarla fijamente, como un tonto, negando con la cabeza, como si me resistiera a escucharlo todo.

—Te estoy diciendo que no tienes por qué contármelo. Bastará con que me digas que no puedes.

—No te estoy ocultando nada… —contesté con voz ronca.

—Entonces, perfecto —replicó al tiempo que se levantaba. Yo quería decir algo, sentía que no podía dejarla así, pero todas las palabras quedaban ahogadas.

—Harey…

Estaba de espaldas a mí, junto a la ventana. El océano azul marino yacía bajo el cielo desnudo.

—Harey, si piensas que… Harey, sabes perfectamente que te quiero…

—¿A mí?

Me acerqué a ella. Intenté abrazarla. Se liberó, apartando mi mano.

—Eres tan bueno… —dijo—. ¿Me quieres? ¡Preferiría que me pegaras!

—Harey, ¡cariño!

—¡No! No. Será mejor que no digas nada.

Se acercó a la mesa y se puso a recoger los platos. Yo miraba el vacío azul marino. El sol estaba bajando y la enorme sombra de la Estación se mecía rítmicamente sobre las olas. Uno de los platos se le escapó a Harey de las manos y cayó al suelo. El agua gorgoteaba en el fregadero. El color bermejo, al llegar a los bordes del firmamento, se transformaba en un oro con tonos de rojo sucio. Si hubiera sabido qué hacer. Oh, si lo hubiera sabido… De repente, se hizo el silencio. Harey se colocó justo detrás de mí.

—No. No te des la vuelta —dijo, bajando el tono de voz hasta el susurro—. Tú no tienes la culpa de nada, Kris. Lo sé. No te preocupes.

Estiré mi mano hacia ella. Se escapó al fondo del camarote y cogiendo una pila de platos, dijo:

—Qué pena. Si pudieran romperse, los rompería, ¡oh, los rompería todos!

Por un momento pensé que de verdad los iba a arrojar al suelo, pero me lanzó una rápida mirada y sonrió.

—No tengas miedo, no te voy a hacer una escena.

Me desperté en mitad de la noche, tenso y alerta; me senté en la cama; la habitación estaba a oscuras y por la puerta entraba la tenue luz del pasillo. Algo silbaba con persistencia y el sonido fue aumentando, acompañado por unos golpes sordos y amortiguados, como si un objeto grande aporreara el otro lado de la pared. ¡Un meteoro! —se me pasó por la cabeza—. Ha debido de atravesar la coraza. Al escuchar un prolongado estertor, me di cuenta de que había alguien allí.

Me despejé del todo. Estaba en la Estación, no en un meteoro ni en un cohete, ¡aquel horrible ruido debía de ser…!

Salí disparado al pasillo. La puerta del pequeño taller estaba abierta de par en par, la luz encendida. Entré corriendo.

Me envolvió un tremendo soplo de aire frío. Un vaho que cuajaba el aliento, y lo transformaba en nieve, llenaba la habitación. Numerosos copos sobrevolaban un cuerpo que, envuelto en un albornoz, se golpeaba débilmente contra el suelo. Apenas pude distinguirla en medio de aquella nube gélida; me abalancé sobre ella, la agarré por la cintura; la bata me quemaba las manos y ella gemía. Salí corriendo al pasillo; pasé junto a varias puertas y ya no notaba el frío; solo su aliento, que le salía de la boca en forma de nubecillas de vaho, me seguía quemando el hombro como el fuego.

La deposité sobre la mesa, desgarré el albornoz a la altura del pecho y, por un segundo, me quedé mirando su cara congelada y temblorosa; la sangre coagulada cubrió los labios despegados con una capa negra y varios cristales de hielo brillaron sobre su lengua…

Oxígeno líquido. Había oxígeno líquido en el laboratorio, en los vasos de Dewar. Cuando levanté a Harey, noté cómo el cristal crujiente se partía bajo mis pies. ¿Cuánto pudo haber tomado? Qué más daba. La tráquea quemada, la garganta, los pulmones, todo: el oxígeno líquido es más corrosivo que los ácidos. Su respiración, chirriante y seca como el sonido del papel rasgado, se volvía cada vez más superficial. Tenía los ojos cerrados. Estaba agonizando.

Vi los enormes armarios acristalados llenos de instrumental y de medicamentos. ¿Una traqueotomía? ¿Intubarla? ¡Si carecía ya de pulmones! Estaban quemados. ¿Medicarla? ¡Había tantas medicinas! Filas de frascos de colores y de cajas se amontonaban en los estantes. El estertor llenaba toda la sala, la niebla seguía brotando de su boca entreabierta.

Los termóforos…

Me puse a buscarlos, pero antes de que consiguiera dar con ellos, alcancé a zancadas el segundo armario: removí, dejándolas caer, cajas de viales; ahora, una jeringuilla, ¿dónde?, en los esterilizadores; no conseguía montarla, tenía las manos congeladas, los dedos estaban tiesos y no se doblaban. Empecé a dar golpes desesperados contra la tapa del esterilizador, pero no sentía ningún dolor, si acaso un leve hormigueo. Ella, tumbada, gimió con más intensidad. Me acerqué de un salto.

Tenía los ojos abiertos.

—¡Harey!

Ni siquiera era un susurro. No podía decir nada. Mi cara era una cara ajena, hecha de yeso, incómoda. Sus costillas se movían deprisa bajo la blanca piel; el cabello, empapado por la nieve derretida, se esparció por el cabecero. No dejaba de mirarme.

—¡Harey!

Fue todo cuanto pude decir. Estaba de pie, rígido como un tronco, con aquellas manos de madera que no me pertenecían; los pies, los labios, los párpados comenzaban a escocerme cada vez más, pero apenas lo notaba; una gota de sangre licuada por el calor resbaló por su mejilla dibujando una diagonal. Su lengua tembló y desapareció, aún seguía gimiendo.

La cogí de la muñeca, apenas tenía pulso, le abrí aún más el albornoz y acerqué mi oído a su cuerpo helado, justo por debajo del pecho. A través de un zumbido que sonaba a incendio, escuché el galope de sus latidos, demasiado rápidos para poder ser contados. Mientras me inclinaba, con los ojos cerrados sobre ella, algo me tocó la cabeza. Era ella, que había enredado sus dedos en mi pelo. La miré a los ojos.

—Kris —gimió. Agarré su mano, me respondió con un apretón que casi me la aplasta, su cara se retorcía en una tremenda mueca. Entonces se desmayó, entre los párpados entornados se veía el blanco de sus ojos, de la garganta escapó un estertor y el cuerpo entero se estremeció a causa de los vómitos. Colgada del borde de la mesa, apenas si conseguí asirla. Se golpeó la cabeza repetidas veces con el borde de un embudo de porcelana. Yo la sujetaba, presionando su cuerpo contra la mesa, pero ella conseguía liberarse con cada espasmo. Enseguida empecé a sudar y me flaquearon las piernas. Cuando cesaron los vómitos, intenté volver a tumbarla. Cogía aire a bocanadas roncas. De pronto, en medio de aquella horrible y ensangrentada cara, los ojos de Harey se iluminaron.

—Kris —gimió—, ¿cuánto… cuánto tiempo, Kris?

Empezó a ahogarse y a echar espuma por la boca; de nuevo, los vómitos retorcieron su cuerpo. Recurrí a las pocas fuerzas que me quedaban para inmovilizarla. Sus dientes castañearon cuando se tumbó.

—No, no, no —repetía deprisa con cada respiración y cada una de ellas parecía ser la última. Los vómitos regresaron una vez más y de nuevo se retorció entre mis brazos, mientras, durante los breves intervalos entre un ataque y el siguiente, aspiraba el aire con tanta dificultad que parecía que las costillas se le iban a salir del pecho. Por fin, los párpados cubrieron sus ojos ciegos, entreabiertos. Se quedó rígida. Creí que aquello era el final. Ni siquiera intenté eliminar los restos de espuma rosa de sus labios; seguía inclinado sobre ella y, a lo lejos, oía el sonido de una enorme campana, mientras aguardaba su último aliento para, justo después, derrumbarme en el suelo; pero ella seguía respirando, ya casi sin estertores, cada vez más bajo, y la parte alta del pecho, que había dejado de temblar, se movía al ritmo enloquecido de su corazón. Derrotado, vi cómo su cara empezaba a sonrosarse. Aún no comprendía nada, únicamente las palmas de las manos me sudaban y me pareció que me estaba quedando sordo, tenía la sensación de que algo mórbido, elástico, me tapaba los oídos; pese a ello, seguía escuchando las campanadas, ahora ya ahogadas, como si el badajo se hubiera partido.

Abrió los ojos y nuestras miradas se cruzaron.

«Harey», quise decir, pero echaba en falta la boca, mi cara parecía la de una momia y solo podía mirar; sus ojos recorrieron la habitación y movió la cabeza. El silencio era casi absoluto; a lo lejos, en otro mundo, el agua goteaba rítmicamente de un grifo mal cerrado. Se incorporó sobre el codo. Yo retrocedí, mientras ella me observaba:

—¿Qué…? —dijo— ¿Qué…? ¿No ha funcionado? ¿Por qué? ¿Por qué me miras así?

Y de repente, gritó con estrépito:

—¡¿Por qué miras así?!

Se hizo el silencio. Ella se miró las manos y movió los dedos.

—¿Soy yo…? —dijo.

—Harey —pronuncié sin aliento, solo con los labios. Levantó la cabeza.

—¿Harey…? —repitió. Se deslizó despacio hasta el suelo y se puso de pie. Se tambaleó, recuperó el equilibrio y avanzó unos pasos. Ejecutó todas aquellas acciones con estupefacción, mirándome sin verme.

—¿Harey…? —repitió despacio nuevamente—. Pero… yo… no soy Harey. ¿Quién soy… yo? ¿Harey? ¡¿Y tú, y tú?!

De repente, se le dilataron las pupilas, le brillaban, y la sombra de una sonrisa de sorpresa absoluta le iluminó la cara.

—¿Quizás, tú también? ¡Kris! ¡¿Quizás, tú también?!

No dije nada, apoyaba la espalda contra el armario, hacia donde me había empujado el miedo.

Extendió los brazos.

—No —dijo—. No, porque tienes miedo. Escucha, yo no puedo. Así no se puede. No sabía nada. Ahora sigo sin entender nada. Eso no es posible. Yo —apretaba sus manos blancas contra el pecho— no sé nada, aparte de…, ¡aparte de que soy Harey! ¿Crees que estoy fingiendo? No estoy fingiendo, palabra de Dios, no estoy fingiendo.

La última frase se transformó en un gemido. Cayó al suelo, sollozando; aquel grito me rompió por dentro, la alcancé de una zancada, la cogí en brazos; se defendía, me apartaba, llorando sin lágrimas y gritando:

—¡Suelta! ¡Suéltame! ¡Te doy asco! ¡Lo sé! ¡Así no quiero! ¡No quiero! Tú mismo estás viendo que no soy yo, no soy yo, no soy yo…

—¡Cállate! —grité mientras la sacudía; ambos chillábamos como desquiciados, de rodillas el uno frente al otro.

La cabeza de Harey se agitaba, golpeándome el hombro, mientras yo la abrazaba contra mí, con todas mis fuerzas. De repente, nos quedamos inmóviles, jadeando. El agua seguía goteando rítmicamente del grifo.

—Kris… —balbuceó escondiendo el rostro en mi hombro—, dime qué he de hacer para dejar de existir, Kris…

—¡Para! —grité. Levantó la cara. Me clavó la mirada.

—¿Cómo…? ¿Tú tampoco lo sabes? ¿No se puede hacer nada? ¿Nada?

—Harey… por el amor de Dios…

—Quería… tú mismo lo has visto. No. No. Suéltame, ¡no quiero que me toques! Te doy asco.

—¡No es verdad!

—Estás mintiendo. Tengo que darte asco. Yo… yo misma… también. Si pudiera. Si solo pudiera…

—¿Te matarías?

—Sí.

—Pero yo no quiero, ¿entiendes? No quiero que te mates. ¡Quiero que estés aquí conmigo, no necesito nada más!

Sus enormes ojos pardos me estaban devorando.

—Qué bien mientes… —dijo muy bajito.

La solté y me levanté. Ella se sentó en el suelo.

—Dime qué tengo que hacer para que creas que estoy diciendo lo que pienso. Que es la verdad. No hay otra.

—No puedes estar diciendo la verdad. Yo no soy Harey.

—¿Y quién eres?

Guardó silencio durante un buen rato. Su barbilla tembló varias veces antes de que, inclinando la cabeza, susurrara:

—Harey…, pero… Pero sé que no es verdad. No soy yo a quien… querías allí, hace tiempo…

—Sí —dije—. Lo que existía, ahora no está. Ha muerto. Pero a ti, aquí, sí te quiero. ¿Comprendes?

Sacudió la cabeza.

—Eres bueno. No pienses que no sé valorar todo lo que has hecho. Lo has hecho lo mejor que has podido. Pero con esto no se puede hacer nada. Sentada en tu cama, hace tres días, por la mañana, esperando a que te despertaras, no sabía nada. Tengo la sensación de que ha pasado mucho tiempo. Me comportaba como si estuviera fuera de mis cabales. Tenía una niebla en la cabeza. No recordaba lo que había sucedido antes, ni después, y nada me sorprendía, como ocurre después de una anestesia o de una larga enfermedad. Incluso llegué a pensar que había estado enferma y que tú no querías decírmelo. Sin embargo, más adelante, cada vez sucedían más cosas que me hacían pensar. Sabes a qué cosas me refiero. Caí en la cuenta tras aquella conversación que mantuviste, en la biblioteca, con el tal Snaut. Dado que no querías decirme nada, me levanté por la noche y encendí el magnetófono. Fue la única vez que mentí, porque lo escondí después, Kris. ¿Cómo se llama el que habla?

—Gibarian.

—Sí, Gibarian. Entonces lo entendí todo, aunque, a decir verdad, sigo sin entender nada. Hay una cosa que ignoraba, que yo no puedo… que no soy… que acabará así… no tiene fin. De eso, no proporcionó detalles. Quizás sí lo hizo, pero te despertaste y apagué la cinta. De todas formas, había oído lo suficiente como para averiguar que no soy un ser humano, sino un instrumento.

—¿Qué estás diciendo?

—Sí. Destinado a examinar tus reacciones, o algo por el estilo. Cada uno de vosotros posee a uno o una como yo. Se basa en los recuerdos, o en las ideas, reprimidos. Algo así. Tú lo sabes mejor que yo. Él habló de cosas tan horribles, tan increíbles que, si no fuera porque todo encajaba, ¡no lo habría creído!

—¿Qué es lo que encajaba?

—Pues que no necesito dormir y que tengo que acompañarte en todo momento. Ayer por la mañana, aún pensaba que me odiabas y eso me hacía infeliz. Dios, ¡qué tonta fui! Pero, di, dímelo tú mismo, ¿hubiera podido imaginar lo que estaba sucediendo de verdad? Si él no odiaba a su visitante, ¡pero de qué forma hablaba de ella! Fue entonces cuando entendí que cualquier cosa que hiciera daría igual, porque, independientemente de todo, para ti tenía que ser una tortura. O, en realidad, mucho peor, porque el utensilio de tortura es inanimado e inocente como una piedra que puede matar al caer. Y me fue imposible imaginar que una herramienta pudiera vivir bien y amar. Me gustaría decirte, al menos, lo que sentí yo después, cuando lo entendí todo, mientras escuchaba la cinta. Quizás te sea útil. Incluso he intentado apuntarlo…

—¿Por eso encendiste la luz? —pregunté, con una voz sofocada que me salía a duras penas de la garganta.

—Sí. Pero no sirvió de nada. Porque yo buscaba en mí, sabes… a ellos… a otra cosa, estaba completamente enloquecida, ¡te lo juro! Durante un tiempo, me pareció que no tenía cuerpo bajo la piel, que algo distinto me habitaba, que tan solo, tan solo era una superficie. Una superficie destinada a engañarte. ¿Entiendes?

—Entiendo.

—Cuando te pasas horas acostado de noche, sin dormir, en ocasiones puedes llegar muy lejos con el pensamiento, y a lugares muy extraños, ¿sabes?

—Lo sé.

—Pero sentía mi corazón; además, recordé que habías analizado mi sangre. ¿Cómo es mi sangre? Dímelo, dime la verdad. Ahora sí puedes.

—Igual que la mía.

—¿De veras?

—Te lo juro.

—Y eso, ¿qué significa? Después, pensé que había algo oculto en mi interior, que era… que puede ser muy pequeño. Pero no sabía dónde. Creo que, en realidad, solo estaba tratando de excusarme, porque tenía mucho miedo de lo que iba a hacer y buscaba otra salida. Pero, Kris, si mi sangre es igual… si es cierto lo que dices… entonces… No, es imposible. Ya estaría muerta, ¿verdad? Por tanto, hay algo, pero ¿dónde? ¿En la cabeza? Mi manera de pensar es bastante corriente… y no sé nada. Si pensara con ello, debería saberlo todo inmediatamente y, en vez de amarte, solo fingiría, consciente de estar fingiendo… Kris, por favor, dime todo lo que sepas; ¿a lo mejor hay algo que se pueda hacer?

—¿Y qué crees que se puede hacer?

No dijo nada.

—¿Quieres morir?

—Creo que sí.

De nuevo, el silencio. Ella se había encogido, mientras yo, de pie, recorría con los ojos el vacío interior de la sala, las blancas placas del equipamiento, los brillantes utensilios esparcidos, en busca de algo muy necesario que no lograba encontrar.

—Harey, ¿puedo decirte algo yo también?

Esperó a que yo prosiguiera.

—Es cierto que no eres del todo como yo. Eso no significa que seas peor. Al contrario. Puedes pensar lo que quieras, pero gracias a esto… no has muerto.

Una sonrisa infantil, penosa, se apoderó de su cara.

—¿Quiere decir eso que soy… inmortal?

—No lo sé. En cualquier caso eres mucho menos mortal que yo.

—Es terrible —susurró.

—Quizás no tanto como parece.

—Pero no me envidias…

—Harey, es cuestión más bien de tu… destino; lo definiría así. Aquí, en la Estación, tu destino es en realidad igual de oscuro que el mío y que el de cualquiera de nosotros. Los otros tienen pensado seguir adelante con el experimento de Gibarian y todo puede ocurrir.

—O nada.

—O nada. Pero te diré que preferiría que no sucediera nada, no tanto por el miedo (aunque quizás también eso desempeñe un papel importante, no lo sé), sino porque no serviría de nada. De eso estoy completamente seguro.

—¿No serviría de nada? ¿Y por qué? ¿Se trata del… océano?

Se estremeció.

—Sí. Del Contacto. Creo que, en esencia, es increíblemente sencillo. El Contacto significa un intercambio de experiencias, de términos o, al menos, de resultados, de ciertos estados, pero ¿y si no hay nada que intercambiar? Si un elefante no es una enorme bacteria, un océano no puede, por tanto, ser un cerebro muy grande. Claro que ambas partes pueden, por supuesto, llevar a cabo ciertas acciones. Y la consecuencia de una de esas acciones es que, ahora mismo, te estoy mirando e intento explicarte que para mí vales más que los doce años que he dedicado a Solaris y que quiero seguir estando contigo. Quizás tu aparición pretendiera ser una fuente de tortura, o quizás un favor, o tan solo un análisis microscópico. ¿Muestra de amistad, un golpe astuto o una burla? O todo a la vez, o (lo que me parece más probable) algo completamente distinto; pero ¿qué pueden importarnos, a ti y a mí, las intenciones de nuestros padres, por muy distintos que fueran? Puedes decir que nuestro futuro depende de estas intenciones y estaré de acuerdo contigo. No puedo prever lo que sucederá. Ni tú tampoco. Ni siquiera puedo asegurarte que te querré siempre. Han pasado tantas cosas que todo puede ocurrir. ¿A lo mejor mañana me convierto en una medusa verde? No depende de mí. Pero estaremos juntos en lo que dependa de nosotros. ¿Te parece poco?

—Escucha… —dijo—, hay algo más. ¿Me… me parezco… mucho a ella?

—Antes sí, te parecías —dije—, pero ahora ya no lo sé.

—¿Cómo?

Se levantó del suelo y me miró con sus enormes ojos.

—La has superado.

—¿Y estás seguro de que no es a ella, sino a mí a quien quieres? ¿A mí?

—Sí. A ti. No sé. Puede que, si de verdad fueras ella, no podría quererte.

—¿Por qué?

—Porque hice algo terrible.

—¿A ella?

—Sí. Cuando estábamos…

—No lo digas.

—¿Por qué?

—Porque quiero que sepas que yo no soy ella.

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