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El pinchazo de un alfiler despertó a Sta-Hi. Sueños de barro… barro marrón toda la noche. Trató de frotarse los ojos. Sus manos no respondieron. Oh, no, otra vez un sueño de parálisis no. Pero algo le había pinchado, ¿no?

Abrió los ojos. Parecía que su cuerpo hubiera desaparecido. Ya no era más que una cabeza depositada sobre una mesa redonda roja. Había gente mirándole. Engominados. Y la chica que había estado con él últimamente…

—¿Estás despierto? —preguntó ella con frágil dulzura; tenía un ojo amoratado.

Sta-Hi no respondió inmediatamente. Había ido a casa de la tía, sí. Tenía una cabaña en la playa. Se habían emborrachado juntos con burbon sintético. Lo cierto es que se había emborrachado y, probablemente, había perdido el sentido. Lo último que recordaba era que rompía algo… un proyector holográfico. Pateaba los chips de silicio y gritaba. ¿Qué gritaba?

—Te sentirás mejor en un minuto —añadió la chica con el mismo falso tono halagüeño.

Oyó gimotear al cachorro por la habitación. Conservaba un vago recuerdo de haberlo tirado por los aires en una curva parabólica impecable y peluda. Y ahora recordaba también que había atizado a la tía.

Uno de los hombres sentados junto a la mesa se balanceaba en la silla. Usaba gafas oscuras y tenía el pelo corto. No llevaba camisa. Otro día de calor, por lo visto.

El hombre le dio un ligero puntapié en la barbilla. Después de todo, Sta-Hi todavía tenía un cuerpo. Lo que pasaba era que el cuerpo estaba atado bajo la mesa y su cabeza sobresalía a través de un agujero practicado en la cabecera. La mesa estaba hundida, con bisagras a un lado y un gancho en el otro.

—Cepos y nudos —dijo finalmente Sta-Hi. Había un desagradable instrumento sobre la mesa, conectado a la pared. Intentó sonreír—. ¿Cuál es la historia? ¿Enfurecidos por lo del… lo del proyector? Os daré el mío.

Esperaba que el perrito no estuviera malherido. Al menos se encontraba lo bastante bien como para andar gimoteando.

Nadie, excepto la chica, le miraba a los ojos. Daba la impresión de que les avergonzara lo que iban a hacer con él. La mierda que le habían proporcionado le tenía bien agarrado. Mientras su cerebro se aceleraba, la escena que transcurría ante sus ojos parecía ralentizarse. El hombre sin camisa se puso en pie a cámara lenta y atravesó la habitación. Vio unas palabras tatuadas en su espalda, alguna estupidez sobre el infierno. Era muy difícil leerlas. El hombre había ganado tanto peso desde que se hiciera el tatuaje que las palabras resbalaban blandamente a sus costados.

—¿Qué queréis? —preguntó Sta-Hi—. ¿Qué vais a hacerme?

Había cinco, contando con la chica. Tres hombres y dos mujeres. El pelo de la otra mujer era rojizo con reflejos verdes. La tía que se había ligado era la única de todos que tenía pinta de clase media. El cebo.

—¿Alguno quiere fumarse un canuto de killah? —preguntó uno de los hombres, arrastrando las palabras.

Llevaba un bigote de rufián y marcas de viruela en la cara. Del cuello le colgaba una cadena cromada con su nombre en letras grandes: BERDOO. Y de la cadena colgaba una bolsa de malla llena de cigarrillos liados a mano.

—No seré yo —dijo Sta-Hi—. Estoy en lo mejor de la vida.

Nadie rió.

El hombretón descamisado regresó del otro extremo de la habitación. Sostenía cinco cucharas de acero barato.

—¿De verdad que vamos a hacerlo, Phil? —le preguntó la chica del pelo verde cuando pasó junto a ella—. ¿De verdad que vamos a hacerlo?

Berdoo le pasó una línea a su vecino, un tipo calvo al que le faltaban la mitad de los dientes. Exactamente la mitad, de manera que un lado de la cara era fláccido y ahuecado, mientras el otro todavía se mantenía terso y opulento. Esnifó largamente y cogió la máquina que descansaba sobre la mesa.

—Ábrele la tapa de los sesos, Mitá-Mitá —le animó la chica del ojo morado—. Destroza a ese bastardo.

—¡Lo vamos a hacer de veras! —exclamó la chica de los cabellos verdes, riendo estruendosamente—. ¡Nunca comí sesos vivos!

—De primera calidad, Arcoiris —le dijo Phil. Parecía estúpido, tan gordo y con el pelo casi rapado, pero se expresaba con precisión y seguridad. Debía de ser el líder—. Tiene que ser un cerebro estupendo. Imagino que lleno de productos químicos.

Mitá-Mitá no conseguía poner en funcionamiento la máquina de cortar. Era una hoja de potencia variable. Iban a cortar la parte superior del cráneo de Sta-Hi y comerían su cerebro con aquellas cucharas de acero barato. Podría ver cómo lo harían… al principio.

Alguien empezó a chillar. Alguien trató de erguirse, pero lo sujetaron con más firmeza. La hoja de potencia variable se puso en acción, a un centímetro de su objetivo. El grosor del cráneo.

Sta-Hi movió la cabeza desesperadamente, adelante y atrás, cuando Mitá-Mitá se inclinó sobre él. No había forma de descifrar la expresión del rostro estragado.

—¡Estáte quieto, maldito! —rugió la chica del ojo amoratado—. ¡No estará tan bueno si tenemos que golpearte!

De hecho, Sta-Hi no estaba en condiciones de escucharla. Su mente se había divorciado del cuerpo… temporalmente. Continuaba gritando y removiendo la cabeza. El sonido de su estridente voz era como rejas cayendo a su alrededor. Sólo trataba de aumentar el grosor de las rejas.

—¡Corta sus berridos! —gritó la chica del pelo verde—. ¡Está chillando como un condenado!

—No —dijo Phil—. El ruido es como… una parte del viaje. Conecta pequeña. Los chinos utilizaban este método con los monos. Se contorsionan de tal manera cuando sacas con la cuchara los centros del lenguaje y la lengua del tío para de moverse… Es como…

Se calló y los pliegues de su cara compusieron una sonrisa.

Mitá-Mitá se inclinó de nuevo. Un ligero aroma a carne chamuscada se elevó cuando la hoja penetró por encima de la ceja derecha de Sta-Hi. El cachorro atravesó con determinación la estancia, atraído por el olor a comida. Intentó saltar por encima del cable de la hoja eléctrica, pero no lo consiguió. El enchufe se soltó de la pared.

Mitá-Mitá profirió una apagada y balbuciente exclamación.

—Dice que saquéis al perro de aquí —tradujo Berdoo—. Piensa que no es higiénico operar con perros por en medio.

La chica del ojo morado se levantó, malhumorada, para coger al cachorro. El repentino dolor de la herida devolvió la razón a Sta-Hi. Había parado de gritar sin darse cuenta. Los vecinos, en caso de que los hubiera, ya deberían haberle oído.

Pensaba intensamente. La hoja cauterizaría la herida al tiempo que se abría camino en la carne. Esto significaba que no sangraría cuando desprendieran la parte superior del cráneo. ¿Y qué? ¿Qué cojones le importaba?

Otra oleada de pánico le invadió. Tiró hacia arriba con tanta fuerza que la mesa se desplazó medio metro. El borde del agujero practicado en la mesa se hundió en su cuello. ¡No podía respirar! Vio puntitos luminosos y la habitación se oscureció…

—¡Se está estrangulando! —gritó Phil.

Saltó y empujó la mesa hacia atrás sobre el suelo desnivelado. La mesa chirrió y vibró.

Sta-Hi volvió a tirar con todas sus fuerzas antes de que Mitá-Mitá consiguiera poner en marcha la hoja eléctrica. Cualquier cosa con tal de ganar tiempo, aunque no tuviera sentido. Pero la vibración de la mesa había abierto de un golpe el pequeño pestillo del gancho. Las dos mitades de la mesa se doblaron y Sta-Hi se precipitó al suelo.

Tenía los pies trabados y las manos atadas a la espalda. Tuvo tiempo de advertir que aquellos tipos usaban zapatos de goma de colores chillones con letras en los bordes: Los Pequeños Bromistas. Siempre había pensado que eran una invención de los telediarios.

Alguien golpeaba la puerta con violencia. Sta-Hi vio los cinco pares de zapatos de los tíos salir corriendo de la habitación. Oyó que una ventana se abría y que la puerta saltaba hecha astillas. Más pies. Zapatos negros de lazo bien lustrados. Zapatos de poli.

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