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Con un último estirón, Mooney alisó por completo la pieza de terciopelo negro. Eran las once de la mañana del sábado. Sobre la mesa del patio, al lado del terciopelo extendido, había preparado unos cuantos bocetos a lápiz y botes de pintura tornasolada, llenos a rebosar. Hoy quería pintar una batalla espacial.

El patio medía un par de metros cuadrados, y ningún sonido salía de su casa. Lleno de paz, Mooney tomó un sorbo de té con hielo y mojó el pincel en la pintura metalizada. A la izquierda colocaría una nave como BEX, la gran astronave robot, que sería atacada desde el ángulo derecho por un carguero espacial pertrechado como un acorazado. Pintaba con rápidas y breves pinceladas, la mente en blanco.

Pasó el tiempo y la nave robot en forma de cuña empezó a perfilarse. Con gran economía de medios, Mooney retocó las apenas esbozadas portillas con rojo luminoso. Sólo movía las manos. La débil brisa que soplaba trajo el rumor lejano del oleaje.

El teléfono empezó a sonar. Mooney siguió pintando durante un minuto, confiando que su esposa ya hubiera regresado de pasar la noche en el sex-club. El teléfono continuó sonando. El anciano que estaba tendido en el suelo gruñó y se removió. Mooney pasó por encima y descolgó el auricular.

—¿Sí?

—¿Eres tú, Mooney?

Reconoció la voz serena y gelatinosa de Action Jackson. ¿Por qué tenia que llamarle a Daytona Beach un sábado por la mañana?

—Sí, soy yo. ¿Qué te ocurre?

—Tenemos a tu chico aquí. Llegamos con el tiempo justo de salvarle de ser el invitado de honor en la Fiesta del Cerebro del Niño Travieso al estilo sureño. Alguien le oyó y nos dio el soplo por teléfono.

—Oh, Dios. ¿Está bien?

—Tiene un corte encima del ojo y puede que esté algo drogado. Debo ponerlo bajo tu custodia.

El viejo se quejaba y trataba de incorporarse. Mooney quiso hablar más alto y le salió un grito destemplado.

—¡Sí, por favor, hazlo! ¡Envíalo en un coche de la patrulla para asegurarte de que llegará aquí! ¡Y gracias, Action! ¡Muchas gracias!

Mooney temblaba de pies a cabeza. Una y otra vez veía la horrible imagen de los ojos agonizantes de su hijo contemplando a Los Pequeños Bromistas masticar sus últimos pensamientos. La lengua de Mooney se movió nerviosamente, como apartando de un empellón el sabor del tejido cerebral, hormigueante por efecto de las neuronas, ácido a causa de los agentes químicos. Sintió un repentino deseo de fumar un cigarrillo. Hacía tres meses que no compraba, pero recordó que el viejo fumaba.

—Dame un cigarrillo, Anderson.

—¿Qué día es hoy? —pregunto Anderson.

Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá. Se lamió los labios con la lengua para quitarse la sal y los mocos.

—Sábado. —Mooney se inclinó hacia adelante y le cogió un pitillo del bolsillo de la camisa. Tenía ganas de hablar—. Anoche os llevé a ti y a tu novia a Gray Area, ¿recuerdas?

—No es mi novia.

—Quizá no. Joder, se fue con otro tío mientras estabas en el servicio. Vi como se marchaban. Parecía tu hermano gemelo.

—Yo no tengo…

Cobb se interrumpió a mitad de la frase, recordando de golpe un montón de cosas. Inspeccionó la habitación con la mirada. Debajo de… la había puesto debajo de algo. Deslizó su mano bajo el sofá y sintió el tacto reconfortante de una botella.

—Exacto —dijo Cobb, retomando el hilo de la conversación—. Ahora me acuerdo. Se lo llevó a mi casa para ponerme celoso. Ni siquiera conozco al tipo —afirmó con convicción.

Mooney exhaló una nube de humo. Anoche se encontraba demasiado fatigado para comprobar la coartada de Anderson. ¿Y si era el otro el que había irrumpido en el almacén? Es probable que aún estuviera en la cama de Anderson. Tal vez debería…

La imagen de los ojos agonizantes de su hijo le aturdió de nuevo. Fue a la ventana y miró el reloj. ¿Cuánto tardaría la patrulla en traerlo de vuelta?

Cobb recuperó a hurtadillas la botella de debajo del sofá. La agitó junto a su oído y percibió un exquisito sonido. Había sido una buena idea convencer a Mooney de que le hospedara en su casa.

—No bebas más de esa mierda —dijo Mooney, de espaldas a la ventana.

—No te preocupes —respondió Cobb—. La terminé justo después de desenterrarla.

Volvió a colocar la botella bajo el sofá.

—No entiendo por qué permití que salieras a buscarla. —Mooney meneó la cabeza—. Debía sentirme culpable de que no tuvieras un lugar donde dormir. Pero no puedo acompañarte a casa; mi hijo llegará dentro de media hora.

Cobb había deducido del final de la conversación telefónica de Mooney que su hijo tenía algunos problemas con la policía. No le importaba cuánto se retrasaría la vuelta a casa, por la sencilla razón de que no estaba dispuesto a volver. Iba a ir a la Luna si podía tomar el vuelo semanal de esta tarde, pero no sería prudente decírselo a Stan Mooney. El tipo todavía sospechaba de Cobb a pesar de que el camarero había confirmado la coartada al cien por ciento.

La irrupción de alguien por la puerta de entrada interrumpió sus pensamientos. Una rubia despampanante de medidas simétricas frunció la boca de forma ordinaria. La esposa de Mooney. Llevaba un vestido de lino blanco abotonado por delante. Muchos botones estaban sueltos. Cobb vislumbró por un momento unos muslos firmes y bronceados.

—Hola, forastero. —Bea saludó musicalmente a su marido. Valoró a Cobb de un vistazo y le señaló con un movimiento de cadera—. ¿Quién es la antigualla? ¿Uno de los compañeros de borracheras de tu padre?

Les dedicó una sonrisa radiante. Todo en ella rezumaba satisfacción. Había tenido una gran noche.

—Action Jackson acaba de llamar —dijo Mooney. La sonrisa desafiante y provocativa de su esposa le enfureció. Deseó, más que nada en el mundo, alterar su serenidad—. Stanny está muerto. Le encontraron en la habitación de un motel. Le habían quitado el cerebro.

Empezó a creerse sus propias palabras. Le cuadraba bien ese final a su hijo. Le cuadraba a la perfección.

Entonces Bea empezó a chillar, y Mooney le dio cuerda frenéticamente…, le proporcionó toda clase de detalles, la acusó de ser culpable por no haber contribuido a la felicidad del hogar y, por fin, la sacudió y abofeteó con el pretexto de que intentaba calmarla. Cobb asistía a la escena algo confuso. No tenía sentido. Aunque, de hecho, casi nada lo tenía.

Recuperó la botella escondida y se la puso bajo la camisa, con el gollete dentro de los pantalones. Parecía el momento apropiado para marcharse. Mooney y su esposa se estaban besando con franca dedicación. Ni siquiera abrieron los ojos cuando Cobb pasó a su lado y salió por la puerta.

El sol quemaba. Mediodía. Alguien le había dicho anoche que el vuelo a la Luna salía cada sábado a las cuatro de la tarde. Se sentía aturdido y confuso. ¿Cuándo eran las cuatro? ¿Dónde? Miró a su alrededor sin comprender. El gollete de la botella le estaba apretando. Sacó la botella y se metió en el garaje de Mooney. Frío, oscuro. Había un tablero de herramientas colgado en la pared trasera. Fue hacia él, cogió un martillo y destrozó la botella sobre el banco de trabajo de Mooney. El fajo de billetes continuaba en perfecto estado. Quizá se olvidaría de la Luna y de la promesa de inmortalidad de los robots. Podía quedarse en la Tierra y gastar el dinero en un nuevo y bonito corazón artificial.

¿Cuánto había? Cobb apartó los trozos de vidrio y empezó a contar los billetes. Tal vez habría veinticinco, o mil. ¿O sólo cuatro? No estaba del todo…

Una mano cayó sobre el hombro de Cobb. Profirió un grito gutural y aferró el dinero con ambas manos. Una esquirla de vidrio se le clavó. Se volvió y se encontró frente a un hombre flaco, cuya silueta se recortaba contra la luz que entraba por la puerta del garaje.

Cobb se guardó el dinero en el bolsillo. Al menos no era Mooney. Tal vez aún podría…

—¡Cobb Anderson! —exclamó con sorpresa, la sombría figura. De espaldas a la luz no había manera de reconocer sus facciones—. Es un honor conocer al hombre que puso los robots en la Luna.

Era una voz suave, sin inflexiones, posiblemente sarcástica.

—Gracias —dijo Cobb—. ¿Quién es usted?

—Soy… —La voz se desvaneció en una risita apagada—. Soy una especie de pariente del señor Mooney. Casi un pariente. Vine para encontrarme con su hijo, pero tengo tanta prisa… Quizá podría hacerme un favor…

—Bueno, no lo sé. Tengo que irme al puerto espacial.

—Exactamente. Lo sé. Pero yo he de llegar antes y arreglarle algunas cosas. Lo que quiero que haga es que se traiga al hijo de Mooney. Los polis le mandarán aquí de un momento a otro. Dígale que le acompañe a la Luna. Se supone que debo suplantar a ese chico.

—¿Eres un robot también?

—Correcto. Voy a entrevistarme con el señor Mooney para que me consiga un puesto de vigilante nocturno en los almacenes. Por lo tanto, su hijo debe desaparecer. Los Pequeños Bromistas iban a encargarse de ello, pero… no importa. Lo principal es que usted se lo lleve a la Luna.

—Pero ¿cómo…?

—Aquí hay mucho dinero, lo suficiente para pagar su billete. Debo marcharme.

La flaca y ligera figura depositó un fajo de billetes en la mano de Cobb y desapareció por la puerta trasera del garaje. Por un instante Cobb pudo ver su rostro. Grandes labios, ojos astutos.

Hubo un repentino estrépito. Cobb se volvió, mientras guardaba el dinero extra en el bolsillo del pantalón. Un coche patrulla avanzaba por la avenida. Cobb se quedó donde estaba, sin poderse mover. Un poli, una especie de prisionero en el asiento trasero.

—Hola, abuelo —le llamó el poli, bajando del coche. Probablemente tomaba a Cobb por un colguera al servicio de Mooney—. ¿Está el señor Mooney en casa?

Cobb comprendió que el chico tembloroso debía de ser el hijo. Tendría tantas ganas de pirarse como él. Se le ocurrió un plan.

—Me temo que Stan ha salido para ayudar a un vecino —dijo Cobb, saliendo del garaje. La imagen de Mooney y su esposa jodiendo sobre el piso de la sala de estar pasó como una exhalación ante sus ojos—. Está instalando el sistema de riego.

El poli miró al viejo con suspicacia. El jefe le había dicho que Mooney le esperaría. El viejo parecía un vagabundo.

—¿Quién es usted? ¿Lleva encima alguna documentación?

—En casa —dijo Cobb con una sonrisa de indiferencia—. Soy el padre del señor Mooney. Me dijo que venían hacia aquí. —Se calló y le dedicó una mueca severa al rostro que asomaba por la ventanilla trasera del vehículo. El mismo rostro que había visto en el garaje—. ¿De nuevo en jaleos, Stan Junior? Si no vas con cuidado acabarás como tu abuelo. Ven adentro y te prepararé algo de comer. Un bocadillo caliente de los que a ti te gustan.

Antes de que el poli pudiera abrir la boca. Cobb abrió la puerta trasera del coche. Sta-Hi salió, preguntándose de dónde demonios había salido el colguera. Pero cualquier cosa que le evitara ver a sus padres estaba bien.

—Eso suena de coña, abueli —dijo Sta-Hi con una sonrisa de cansancio—. Me comería una puta.

—Dale las gracias al oficial por acompañarte, Stanny.

—Gracias, oficial.

El policía asintió secamente, subió al coche y se fue. Cobb y Sta-Hi permanecieron en la avenida hasta que el cloqueo del motor de hidrógeno se apagó. De la esquina más próxima surgió un camión del Señor Helado.

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