Silver

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Silver

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–Padrastro. –Remarcó la chica—. Y no me ofende, lo es. –Intentó devolverle el pañuelo, él le hizo el gesto de que se lo quedase–. Siento el espectáculo de antes, soy Sharon Epps.

–Misha Silver. Y no tienes porque disculparte. Desde que entré en su hotel, he tenido ganas de rebanarle el cuello.

– ¿Sabe, Misha? No es común que un hombre como usted caiga tan bajo como para hospedarse en un cuchitril como esta mierda. ¿Qué ha hecho?

–Solo he tenido mala suerte. –le contestó. Se fijo en las llaves de su mano–. No iras a la ciudad ¿verdad?

 

El trayecto fue corto, sin palabras cruzadas entre ellos. Misha necesitaba pensar en los recovecos de su plan si no quería que le explotase en la cara. Además, hoy era un día soleado, y se sentía débil. Estaba empezando a darse cuenta que no eran solo preferencias, ahora él era oscuridad y salir por el día no le estaba reportando nada bueno. A partir de ese momento, todo lo que hiciera debía ser por la noche.

Sharon le dejo frente a la droguería, dónde tenía que hacer el primer recado, comprar un matarratas para el motel, algo qué era de agradecer. Silver se bajó, no sin antes birlarle al viejo de la chica las gafas de sol que se había dejado en el auto, a Sharon no pareció importarle. Antes de marchar, creyó conveniente darle las gracias por evitarle un largo camino andando.

—Gracias por el trayecto. —le dijo, antes de bajarse—. Si alguna vez tu padrastro se pasa de la raya, avísame y le recordaré que no se maltrata a la familia.

—No te preocupes, puedo ocuparme de él –le dijo, quitándole hierro al asunto. Quien nacía rodeada de hierro, acababa considerando una espada un mero juguete, pensó Silver—. ¿Quiere que le espere?

–Oh, no hace falta. Mis asuntos van a llevarme casi todo el día. Además, un colega va a dejarme su coche dentro de nada. Gracias de todos modos, Sharon.

–Espero volver a verte, Misha Silver. No eres cómo los tipos que suelo conocer.

Y dicho esto, se metió en la tienda. Silver así lo había preferido, sería mejor para ella no saber cuáles eran las intenciones del hombre con el que había compartido vehículo.

 

Lo bueno de este primer jinete era que no necesitaba indagar nada sobre él, lo sabía todo, donde vivía, que lo hacía solo, sus costumbres... tenía lo suficiente y más para hacer pagar a ese hijo de perra. Pero el camino completo iba a ser largo y necesitaba dinero, un coche no le vendría mal, y sabía cómo obtener al menos uno de sus objetivos. En tres pasos pudo ver el bar checheno que le interesaba. Todo hombre del Este sabía que en ese lugar se cocían asuntos turbios, más él como abogado, aunque jamás tuvo el calibre como para culpar o defender a alguno de esos hombres. Sus nuevos poderes sombríos no estaban al cien por cien, no le hacía falta.

Al cruzar la puerta, los tres hombres que ya estaban dentro le miraron con gesto feroz, pero el corderito no estaba para intimidaciones. Fue directo al grano, se sentó en uno de los taburetes, dándole la espalda a dos de los hombres y se dirigió al camarero en la barra.

– ¿Dónde tenéis el dinero? –El camarero disfrazó su estupor con una sonrisa de desprecio. Silver le devolvió una mayor.

– ¿De qué diablos hablas, payaso? –le contestó con un acento marcado del norte de Europa. Eso no le amilanó.

–Ya sabes, las armas, la trata de mujeres, la droga... – Misha sintió como los dos hombres se levantaban de sus sillas. Seguro que estaban mosqueados, creyó oír como una navaja se abría–. Seguro que, tras esa puerta, tenéis a esclavos contando un montón de billetes pequeños y no consecutivos. Este es mi único traje y no quiero ensuciarlo, así que os ofrezco un trato: dadme el dinero y yo no os mataré.

–Eres un demente, tío.

Silver no supo si lo dijo de corazón o solo era una distracción mientras uno de los hombres intentaba apuñalarle. Ágil como nunca antes lo había sido, Silver se apartó, girándose hasta la posición de su atacante. Le golpeó en las costillas, dejándole incapacitado para poder resistirse a tiempo. Justo para no perder más de eso, le rodeó el cuello y se lo rompió, tal como había visto hacer a algún miembro del ejército en las películas. Antes de que el cadáver cayera, recogió el cuchillo y lo lanzó hacia su compañero. Oyeron el crujido de su cráneo rompiéndose, entre los dos globos oculares, antes de caer.

–La verdad, desde hace relativamente poco, no hacen más que repetírmelo –le dijo al camarero mientras le sacaba el cuchillo al desgraciado. Había llegado hasta uno de los ojos, el sonido que hizo al ser liberado no fue muy agradable–. Es más, solo hace dos días, si mal no recuerdo. El dinero está ahí ¿verdad?

Fue una pregunta que no requería respuesta, aunque la obtuvo antes de terminar también con su vida. Pocos eran los que se dejaban caer por ese bar, pero alguno si había, así que le tocaba actuar deprisa. Abrió la puerta y bajó hasta el sótano. Encendió una bombilla que titileo antes de afirmarse ante tal negrura. En una mesa, junto a varias mochilas de deporte, le esperaban más fajos de los que se esperaba. La suerte le sonreía, pero lo que sacó su sonrisa fue otra cosa.

–No me jodas. –En una esquina, todavía en bolsa y etiquetadas, ropa recién comprada o robada–. Soy un puto genio con suerte –dijo mientras miraba en su interior. Una camiseta fina negra y unos tejanos, algo con lo que llamar menos la atención.

Por fin iba a dejar de ser un muerto andante. O por lo menos, dejaría de parecerlo.

 

4. Risker, Dave

 

Cuando la antigua estrella del porno Liv Palmer, condenada al ostracismo y la soledad por su ya más que conocida enfermedad venérea de uno de sus bien pagados pero poco higiénicos trabajos, se desgañitaba por intentar convencer a algún ingenuo para que entrase en una timadora ronda de juegos nocturnos; la cerveza medio vacía de Dave decidió derramarse en el pecho de su dueño.

—Mierda. –Se levantó de un salto, recogiendo el botellín junto al poco líquido que le quedaba y posándolo en su mesa antes de mirar el estropicio—. Maldita sea, la acababa de lavar.

Otro punto más para decir que su vida era una desgracia completa. Odiaba su trabajo, odiaba toda su mísera vida. Pero no tenía otra que aguantar, no valía para mucho más. Dave había dejado los estudios demasiado temprano, siguiendo los malos consejos de sus amigos. Por supuesto, ellos tenían planes mejores, vender droga en los suburbios con los que comprarse buenas televisiones de plasma y una compañía agradable de la que poder vivir un poco mejor aún, ya fuera con el dinero de papá o con su esbelto cuerpo vendible. Pero, claro, él quería ser un chico decente y honrado, orgullo de su madre. Pensó que el mundo le daría oportunidades, agradecido por sus intenciones de cambiar el mundo, consiguiendo uno mejor con trabajo y tesón.

Y el mundo no tardo nada en darle por culo sin vaselina.

Lo bueno es que era un ahorrador nato, a pesar de sus problemas de deudas y juego le seguía quedando algo de dinero de aquel trabajo hecho en negro. Había sido un asesinato, normal que no contribuyera a las arcas públicas con él.

David Risker era un hombre envidioso, odiaba su trabajo y odiaba a todos los que tenía por encima, lo que le llevaba a odiar a todo el bufete. ¿Quién puede haber más bajo que el chico del carrito, el becario de más de treinta años, repartiendo correo aquí y allá, aguantando los desprecios de los abogados de traje y corbata?

El bufete estaba lleno de gilipollas, pero su odio siempre se centró en ese abogado de medio pelo. Misha Silver no estaba en la lista de los chicos de oro de la empresa, incluso así, su vida era de lujo. Dave los había conocido en una merienda de empresa, la delicada mujer y el niño de ojos azules que formaban la familia de ese maldito con suerte. Stephanie Silver le llamó la atención nada más verla. Lista, culta, hermosa, poseía todas las cualidades que la hacían inalcanzable para un tipo como Risker. Entonces, el odio hacía ese mindundi creció sin ningún modo de salir. Hasta que ese trabajo apareció. Él se había pedido a la mujer, pero ese bastardo lo jodió todo.

Dave estaba seguro de que el resto del equipo se había fundido ya el dinero, si no en putas, en drogas o algo por el estilo. Y luego estaba el cavernícola vigoréxico, ese se lo inyectaría en esteroides. No era normal aquella fuerza sin un chute de esos que te descubrían con la orina. <<Es toda tuya>> le dijo cuando acabó con ella, pero se negaba a meterla detrás de ese cavernícola. A saber que le pasaba, así que declinó la oferta, dejando que la estrangulara a gusto. Estaba seguro que sus pataleos, los intentos de la mujer por desembarazarse de la masa humana que la aplastaba habían excitado más a ese animal que habérsela follado.

 

Aburrido, Dave iba a beber un trago de la cerveza para así acabarla cuando alguien llamó a la puerta. Tres veces, con firmeza. ¿Quién diablos le necesitaba a esas horas? El joven curioso se dirigió a la puerta. Se lo tomaba con calma, pero nadie se lo recriminaba. No había más llamadas de impaciencia, serian los críos de la vecina, pensó. No era la primera vez que se aburrían y decidían tocarle los cojones.

— ¿Qué os he dicho sobre tocar los timbres ajenos, niñatos de los...? –Sus maldiciones se quedaron paradas en cuanto terminó de abrir la puerta. Su piel se erizó a la vez que su corazón se detenía, incluso su respiración había dejado de sentirse. La botella se resbaló de sus dedos, impactando contra el suelo. Hizo un ruido moderado, sus pies se mojaron con el líquido que restaba.

Pero no le importaba. No le sobraba atención para eso. Frente a su puerta, en la pared del pasillo, alguien había pintando con sangre una frase. Solo una, que decía demasiado.

 

Te prometí que te atraparía

M.SILVER

 

No podía ser. Justo estaba pensando en él, ¿era casualidad? Nadie lo sabía, se había asegurado. Seguía libre ¿no? Además, él estaba muerto.

Cerró la puerta con celeridad, tenía que buscar algo con lo que borrar eso antes de que alguien más lo viera. Se giró hacia su casa, topándose de bruces con un hombre que le sonreía por haberlo encontrado tan rápido.

—Sorpresa, gilipollas. 

Le dio tiempo a reconocer el rostro antes del golpe, pero no podía aceptarlo. No, no podía haberlo visto bien, sus ojos le engañaban. Él era pasto de los gusanos. Entonces… ¿Por qué su mente seguía gritándole que Misha Silver le acompañaba en ese instante?

 

5 Oh, rata, ratita

 

Me falla la memoria, ¿cómo se llamaba aquella chica? Ah, sí.   Sharon. Debo regalarle una caja de bombones por lo menos. Sin ella, no se me habría ocurrido esta singular manera de hacer sufrir a Risker.

Lo tenía todo bien planteado, Dave seguía roncando, bien atado a esa mesa suya de dudosa calidad. Me vi obligado a voltearla, para que las cuerdas quedaran bien sujetas a las patas metálicas. Aunque antes me vi obligado a quitarle la ropa de la parte superior del cuerpo para mí… llamémosle experimento.

Le eché otro vistazo al cubo que había traído conmigo. Su inquilina me miró, con ojos curiosos. Es curioso como en una gran ciudad, aséptica de la naturaleza, es sumamente fácil encontrar a estas damas de alcantarilla.

Vaya, el principito estaba despertando. No sabía que se iba a arrepentir de eso, junto con muchas otras cosas.

–Hola, bella durmiente –le saludé–. ¿Te has cansado de esperar el beso del príncipe?

Risker tardó en darse cuenta de su situación. Me miró a los ojos, valiente perro. Intentó tartamudear, su miedo me provocaba una gran satisfacción. Comencé a reír, sin poder controlarme. No, tranquilo Misha. Aquí hay vecinos.

– No, no, no, no –repitió, una vez tras otra. Niégame todas las veces que quieras. No soy un hada, no voy a desaparecer–. Tú, estás muerto.

–Pues me muevo demasiado para ser así ¿no crees, Dave? Venga, una lumbrera como tú debe saberlo. ¿Estoy muerto, Davey? –Me levanté de la silla y torcí mi torso para acercarme a él. Casi sin dame cuenta empecé a gritarle–. ¿Así es como querías verme, pedazo de mierda, pudriéndome? ¿Querías mearte en mis putos huesos o follarte a mi cadáver? ¿Es así, mariconazo?

Mi oscuridad se apoderó de mi cuerpo, extendiéndose por todo el piso, no me di cuenta hasta que la tele explotó. Es difícil controlar una ira que lleva tanto tiempo queriendo salir a flote. Cerré los puños y exhalé aire. Relájate, Silver. Por tu puta vida, relájate.

Ya más calmado, recogí el cubo y lo dejé en la mesa vuelta, quería que Dave empezara a intuir su destino. Debía hacerlo con cuidado, en mis propósitos no estaba el que muera pronto, no antes de darme lo que quería. Es entonces, cuando Risker la vio.

– ¿Qué hace esa puta rata ahí? ¿Qué vas a hacer, Silver?

– ¿No te gusta reencontrarte con tus semejantes? –Mientras le hablaba, cogí un cuchillo y le rajé el abdomen, algo limpio y superficial. Solo quería atraer a la rata a su festín–. Este tipo de tortura la usaban en los Gulags de la Unión Soviética, aunque fueron los chinos quienes la inventaron. Las ratas son muy asustadizas. Y si no tienen un sitio por donde escapar ¿Sabes que hacen? Excavan.

El terror en los ojos de Risker ya era más que pronunciado. Esto empezaba a gustarme demasiado.

–Sí, excavan, y lo hacen de puta madre. No creo que este trozo de piel sea algo que te cueste roer, pequeña –le dije a la rata. A la adorable.

–No te atreverás. –Me desafió, algo que no me gustaba. Qué demonios, ¿por qué mentía? Me encantaba.

– Pruébame.

Y encerré a la rata en su cuerpo. Al principio estaba tranquila, era un lugar más acogedor que los que solía frecuentar. Pronto, desorganicé todo aquello. No dejé de dar golpes al cubo metálico hasta que Dave comenzó a chillar. Las ratas odiaban los ruidos muy fuertes, igual que el calor, incluso más me atrevería a decir. Me deleité oyéndole pedir piedad, retorciéndose de dolor mientras mi amiga roedora le rasgaba la piel y los músculos con sus afilados dientes. Como disfrutaría viéndole morir mientras ella se deleitaba con sus intestinos, sintiendo una cuarta parte de mi dolor, casi el único sentimiento que permanecía en mí. Mas, por desgracia, le necesitaba vivo unos instantes más. Levanté con rapidez el cubo con la rata dentro. Bajo su sombra, la sangre ya tintaba el cuerpo. Buen trabajo, compañera.

–Dime los nombres de tus amigos de esa noche y puede que sea benevolente contigo.

–Estás loco –me chilló, llorando–, eres un puto sádico chalado, Silver.

–Saluda al monstruo que creaste, Davey. ¿No te lo dijo mami? No toques a los niños ni violes mujeres, o el coco vendrá a por ti. Pues aquí me tienes. ¿Me vas a dar la información que quiero o prefieres decírsela a nuestra amiga?

Dave Risker era un cobarde, un envidioso que se arrastraba por las esquinas con el rabo entre las piernas. Me lo contó todo. Su miedo al dolor era más fuerte que otra cosa.

–Ahora ¿qué vas a hacer conmigo? –sollozaba igual que una colegiala a la que su novio le había pegado la herpes. Me acerqué a él, el cuchillo que sostenía desde hace rato, el que use para dar los golpes, se deslizo por la piel de ese miserable.

–Te vi entrar en la habitación después del otro. ¿Tocaste a Stephanie? No me mientas, lo sabré.

–No, te lo juro. Yo solo miré lo que ocurría.

–Y me apuñalaste por la espalda. No te quites merito, hijo de puta.

Si seguía tragándome mi ira, no iba a poder responsabilizarme de lo que pasará. No quería que me consumiera, así que la solté, así sin más. El cuchillo se clavó en su corazón, la sangre manó de su boca y sus gorgoritos eran esperpénticos. Mientras veía como su último aliento se extinguía, y me miraba con ojos de carnero degollado, me apoyé en la mesa y me acerque a su rostro.

–No tengas miedo, Davey. Ya he hablado con el diablo y te ha hecho un hueco en sus dominios. Nos vemos en el infierno, escoria.

6 El héroe en las tinieblas

 

Cuando se levantó a las seis y media y se tomó sus tostadas con su habitual café negro, nada hacía vaticinar a Desmond R. Price los misterios con los que se iba a topar a partir de ese día.

Con más de veinte años de experiencia y una idea lejana en cuanto a su retiro como detective de homicidios, su carrera en el cuerpo estaba repleta de alabanzas de superiores, cariño y agradecimiento de las víctimas y medallas de honor por su prometedora carrera.

El caso Allen fue sin duda alguna el que lo había encumbrado en su sección. Cuatro años atrás, una serie de violaciones y asesinatos habían aterrorizado a los barrios pudientes de Nueva York. El modus operandi del asesino consistía en vigilar a una pareja a conciencia, de alto standing. Una vez obtenía la oportunidad idónea y la contraseña de la alarma, el marido siempre recibía un preciso y mortal disparo en el pecho, mientras que a la mujer le quedaba otra tortura aún mayor que ver morir a su amante frente a ella. Ese hijo de puta les reservaba el ser violada repetidamente hasta que el asesino se desvanecía y desaparecía entre las sombras, dejándola viva, pero con el corazón muerto. El cabrón poseía la maldita habilidad para que, aún sin mascara de ningún tipo, las mujeres estuvieran tan aterrorizadas que les era imposible reconocer su rostro. Pero, un detalle curioso, si oían su voz. Todas distinguían en su agresor un acento árabe, lo que provocó la ira contra este sector en la ciudad una vez se filtró a la prensa.

Eso fue lo primero que hizo sospechar a Desmond; no cabía duda de que era un tipo inteligente, usaba protección para que no le pudieran identificar por sus fluidos. Entonces; ¿a qué venía esa sistemática metedura de pata? ¿De verdad era un hombre incapaz de mantener la boca cerrada? ¿O había algo más oculto en todo eso?

Price optó por seguir las pistas en base a esa última pregunta hasta llegar con la verdad. Y esa no era otra más que un acento fingido por un hombre que buscaba otra guerra Santa o algo por el estilo. Así localizó a Paul Allen, un antiguo soldado cuya familia había muerto en las torres Gemelas aquel fatídico once de septiembre. Decepcionado por los pocos progresos que, según él, había presenciado en su estancia en Irak cuando terminó la guerra, decidió dar otro empujón a la gente, recordarles quienes eran los enemigos de América.

Lo peor de todo, es que casi lo consigue.

Desmond subió las escaleras del bloque de pisos donde vivía la nueva víctima. Así era su vida, un muerto tras otro. A veces su ilusión se derrumbaba y creía que su trabajo no servía para otra cosa que recoger la basura de los asesinos. Por suerte, tenía a Hannah a su lado para recordarle todas las vidas salvadas, las familias que, gracias a él, dormían en paz porque el asesino de su marido, hija o madre estaba entre rejas. Cómo decía su segunda mujer lo importante para ver la vida era el cristal con el que se mirará las cosas. Ella lo sabía bien, con tantas vidas a su cargo, sabiendo que no todas las pobres almas que tenía a su cargo vivirían un día más, mas aún así, seguía con su ilusión y su vocación renovadas un día tras otro. Hannah era tan dulce, no sabría que habría sido de él si no la hubiera conocido.

En la puerta del piso, rodeado de policías y algún vecino curioso que desoía las ordenes de los agentes con los consecuentes vómitos, estaba Sean Morton. Price era el compañero que más tiempo había aguantado al lado de Morton y viceversa, cada uno con sus manías a la hora de trabajar. Ellos conocían los detalles que importaban a su compañero y, aunque a veces solían irritarse por las acciones del otro, habían podido llegar a un acuerdo de respeto y tolerancia mutua. Pero para explicar la razón por la cual  Morton aguantaba a su compañero y amigo, había que acudir a un único comportamiento: Sean sabía que Price tenía un instinto innato para su trabajo, pero este florecía sólo si le dejaba ir a su aire.

– ¿Tan divertido es? –Desmond conocía a Morton demasiado bien, si él estaba en el escenario de un crimen antes que Price, algo interesante se escondía en el lugar.

No era difícil distinguir a los dos detectives. Morton tenía unos ojos vivaces, inquisitivos, deseosos de saber; los de Price eran más profundos, parecían ahondar en el alma de aquellos en los que se fijaban. Sean era bajo, con algún kilo de más, adepto al traje formal y con varias entradas adornando ya su cabeza. Desmond, en cambio, a pesar de ser solo unos pocos años más joven que su amigo, conservaba todo el pelo de su cabeza, aunque empezaba a clarear y cada vez era más evidente. Su atuendo era una mezcla entre detective y agente secreto. Le gustaban los jerséis, pero no de cuello alto, y los pantalones de un color discreto. Encima de esto, siempre su querida gabardina de color azul marino, o eso decía su mujer. Para él era negra, aunque tampoco era que le importase mucho. La ropa solo era eso, algo con lo que no ir desnudos.

–Compruébalo tú mismo. –Escondió una breve sonrisa antes de dejarle paso hasta el cadáver. Parecía el piso de un hombre de poco dinero, esto no había sido un robo. Pero todo estaba destrozado, y de una manera curiosa. El caos se extendía por toda la minúscula casa, aún así era perceptible el hecho de que en el centro de todo, donde estaba el cadáver del pobre infeliz, reinaba la armonía. Como en el ojo del huracán.

–Se llamaba Risker, David Risker. – Manía de Morton, siempre los presentaba igual, como si fuera James Bond. Pensándolo bien, no le iría mal una copa de Martini. Su amigo siguió hablando–. Sus vecinos oyeron algunos ruidos, pero no le dieron mucha importancia. No era la primera vez que el joven Dave se metía en problemas.

– ¿Era de los conocidos? –Así llamaban en la brigada a los reincidentes, esos que estaban más en el calabozo que en su propia casa. Morton miró los apuntes antes de contestar.

–No, tenía un trabajo bastante penoso en un bufete de abogados, pero legal. Tiene gracia. –Morton se rió al darse cuenta de lo que había dicho.

Price investigó más el cadáver. Los forenses estaban a punto de llegar y, una vez lo hicieran les echarían a patadas hasta que procesaran la escena. Hubo un detalle que captó la atención de Price al instante, el abdomen de Risker.

–Esas marcas... parecen de animal –dijo, mirando las profundas heridas del cadáver. Un poco más y hubiera llegado a los intestinos. Si se fijaba mucho creía poder ver algo... no, mejor no hacerlo. Quería dormir tranquilo esa noche.

–Sí, la persona que lo encontró también se topó con una rata de alcantarilla dentro de ese cubo. –Le señaló una esquina de la mesa, su borde estaba manchado de sangre–. Visto lo visto, creo que no hace falta ser muy inteligente para saber que, quien hizo esto, quería que sufriera. ¿Qué has hecho para que alguien te odie así, David? –le habló al muerto. Price le ignoró, interesado aún en los desgarros de diente de rata. Esto no era nada común, en absoluto.

De repente, comenzó a reírse, llamando la atención del otro detective.

–Por fin algo entretenido en la ciudad. Echaba de menos un poco de imaginación en Nueva York.

A Morton le gustaba ese humor negro que caracterizaba a Price, para cualquier otro sería extraño, cruel incluso. Pero cuando llevabas más de diez años viendo muerte, empezaba a convertirse en una vieja amiga sobre la que poder bromear.

– ¿Te aburres de este trabajo ya, Price?

–Que sea un asesino y vaya a detenerle no significa que no pueda admirar su inteligencia, Sean. Y, cómo no, su innovación, después de tantos disparos a la cabeza de bandas, se agradece.

–No digo nada de la originalidad, pero dudaría de su inteligencia. Aún no has visto aquello que hemos cruzado sin percatarnos. Ven.

Morton se lo llevo a la puerta de entrada, y le señaló la pared. Desmond vio la frase, escueta y directa.

– ¿M. Silver? ¿De verdad ha firmado su obra?

–Cómo un buen pintor, no quería que otro se apropiase de lo suyo –bromeó Morton–, ahora solo queda buscar quien era. Por lo menos, sabemos que se conocían.

Price no era de los que se escaqueaban ante un trabajo duro, sin embargo, tenía una cita pendiente ese día a la que no podía faltar.

– ¿Puedes ocuparte tú de eso? –Le pidió un favor a su amigo–, le prometí a Hannah que comería con ella.

–Sin problema, así me debes una. Además, no seré yo quien enfade a tu mujer, Desmond. Sobre todo, cuando te he apartado de ella en tu día libre.

–Te lo perdonará cuando le diga que me he divertido.

–No te emociones, Price. Me da que vamos a atrapar a ese Silver antes de lo que canta un canario.

–No sé qué decirte, Sean. Yo tengo justo la intuición contraria.

7 Blanca o negra, Dama fiel

 

Desmond no conocía mujer tan amable y compresiva como Hannah Price. Quizás esa impresión era la que provocaba el respeto de Morton, el suficiente para llevar el mismo a su compañero y, de paso pedirle disculpas. Hannah era la segunda mujer de Desmond, una mujer tierna e independiente. Ambos policías la habían conocido el mismo día, cuando una explosión en un colegio exclusivo de manos del antiguo bedel puso en peligro la vida del segundo. El herido Price fue trasladado al hospital donde ella trabajaba como doctora, convirtiéndose en su convaleciente paciente. Desmond recordaba su despertar como una llegada al cielo, hacía ya tres años que su primera mujer había huido de su vida, agobiada por la tensión de vivir junto a un detective de homicidios, sobre todo uno al que siempre elegían para los casos más extraños y con más locos de por medio.

Firmar los papeles del divorcio fue tan rápido como su bloqueo ante el amor. Price se convenció a sí mismo de que las relaciones no eran para él, al no ser que decidiera borrar su identidad y cambiar, eso jamás. Había dejado de sentir nada por nadie hasta que vio el semblante de su doctora. En milisegundos su coraza desapareció, con una simple sonrisa. No tardó ni un año en pedirle matrimonio, se salía de su habitual forma de ser tanta impulsividad mas temía perderla.

 

También era su día libre, por lo que vestía su ropa normal, un vestido elegante decorado por el cinturón, todo regalo de cumpleaños de su marido. Se le escapó una sonrisa al verle.

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