Silver

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–Te lo traigo de una pieza, para que veas lo bien que lo cuido –bromeó Sean cuando abrió la puerta del coche. Cuando Desmond estaba con ella, parecía un tío normal, lo que provoca su adoración por esa mujer.

–Eso espero, o tendrás que vértelas conmigo. –Hannah siguió con la broma antes de saludar a su marido con un beso–. Hola, cariño. Te he echado de menos.

–Y yo a ti, amor –le respondió Desmond. Le encantaban sus labios, sabían a fruta fresca–. Perdóname por haberte dejado sola.

–Yo también tengo turnos sorpresa, no debes decirme nada, te comprendo.

Su forma de ver la vida era lo que mantenía a esa pareja unida. Era un tópico muy utilizado en películas o series de policías que hubiera una crisis de pareja, debida al estrés, a las largas ausencias buscando criminales, a la vida de un policía en general. Por desgracia, no era ficción, sino algo muy común entre policías, tanto hombres y mujeres. Entendía a las parejas ¿Quién deseaba recibir una llamada de madrugada con el aviso de que la persona con la que compartía su vida se debatía entre la vida y la muerte, o su parecido menos esperanzador? Hannah no era así, ninguno de los dos necesitaba al otro continuamente para sentirse amado. Sencillamente, ese chiflado del colegio le había salvado la vida. Casi arrebatándosela pero ya no estaba muerto en vida.

–Tengo la mesa reservada ¿Te apuntas, Sean?

– ¿Yo, como carabina? No señora, esa etapa ya la superé.

–Joder, Sean, que triste.

–Si tuvieras como hermana a la tía más zorra de Brooklyn, hablaríamos. Y mi padre creía que mi presencia la iba a parar, pobre iluso. Prefiero que hoy le des la tabarra tu solo a tu mujercita, eres el que piensas que nos vamos a divertir.

–Así que vas a buscar pruebas de que me entusiasmo rápidamente.

–Exacto, Sherlock.

–Avísame si encuentras algo interesante.

–Oído, cocina.

 

Desmond acompañó a su mujer hasta el interior del recinto. Era un lugar normal, no eran muy amantes del lujo y la ostentación. Con una buena comida ranchera basada en alas de pollo, guiso casero picante y de postre, un trozo de tarta de manzana templada ¿Quien necesitaba más?  Empezaron a hablar de cosas triviales, el perro salchicha del vecino, los pacientes de Hannah y sus graciosas uretras. Sentía que Hannah estaba algo nerviosa, algo extraño en su forma de ser. Pero la veía radiante, feliz. Tenía miedo de preguntarle y romper su armonía.

– ¿Y qué es eso que te divierte tanto de tu nuevo caso, señor Holmes? –Hannah cambió de repente el rumbo de la conversación hasta su caso–. ¿Algún Moriarty que deba preocuparme?

–Según Sean, no. Pero este caso, la forma de matar no es algo que haya visto. No me pidas detalles, estamos comiendo.

–Con eso lo has dicho todo.

Price todavía estaba riéndose de su mujer cuando su teléfono sonó. Era Morton.

–Maldito cabronazo. Te odio, hijo de perra.

–Yo también me alegro de oírte, Sean. ¿Qué ocurre? ¿Has encontrado a Silver?

–Sí, lo he encontrado. En el almacén –resopló–, en la sección de casos fríos.

– ¿Cómo?

–M. Silver está muerto. Y se llamaba Misha, Misha Silver. Lo encontraron hace seis meses en su casa con un tiro en la cabeza. Alguien le había apuñalado y dado una paliza antes del disparo. Su mujer y su hijo también fueron asesinados.

– ¿Qué pasa? –Hannah le preguntó a Desmond por su sonrisa de satisfacción.

–Que yo tenía razón. Este caso era más divertido de lo que Morton decía.

–Sí, ya verás lo divertido que te parece cuando traigas tu culo aquí— le respondió Morton desde el otro lado del teléfono—. Quiero ir al bufete de abogados donde trabajaba Risker y, ¡oh sorpresa!, hasta hace poco ese Silver, y no pienso ir solo. Se acabó el día libre.

–Me lo empezaba a imaginar –suspiró Price, resignado con su vida y su falta de tiempo libre–. Te veo ahora, compañero.

Desmond suspiró mientras miraba a su mujer. No necesitaba palabras para ella, solo le sonrió, dándole a entender que sabía lo que quería.

–No debes disculparte, sé que me esperaba cuando me casé con un policía.

–Pues él se va a esperar hasta que me coma mi tarta.

 

El disimulo brillaba por su ausencia cada vez más, los minutos se le hacían horas esperando ver a su hombre de ojos azules favorito. Sharon extrañaba ver a Misha merodear por los pasillos del motel. La joven era el vivo retrato de la mala estrella en la carne de una adolescente con demasiados sueños y poca fortuna. Su madre la había abandonado  cuando solo contaba con cinco años, rumbo a Las Vegas en busca de unos sueños prometidos por otro aprovechado ansioso por descubrir el sabor de sus caderas.

En cuanto a su padrastro…que no decir de él. Alcohólico, ludópata, se gastaba todo el dinero que daba este sitio de mala muerte en vicios. Cuando no era una botella de Bourbon, era cocaína o una prostituta de calle oscura. Como olvidar esas noches, intentando dormir mientras oía los asquerosos gemidos de ese tipo al que despreciaba, ya fuera solo o en compañía.

Esa no era infancia para la niña sensible que guardaba en su interior, la que soñaba con ser actriz, o una pintora bohemia en un ático de Paris. Por lo menos, tenía la suerte de que el desgraciado de su padre no hubiera osado tocarla de forma indebida, mas no pondría la mano en el fuego por que siguiera controlándose. Sharon no era tonta, se fijaba en las miradas indiscretas de su viejo, y ya no eran las típicas de un padre, ni por asomo. En cualquier momento la tomaría por la fuerza, sería su putita gratuita. No compartían lazos de sangre, ¿qué más le daba?

Ese era su sino, ser utilizada por todos los hombres por los que apostaba. Sharon había conseguido mantener su virtud intacta, a pesar de los intentos de tantos chicos de discoteca por arrebatársela. Todos, absolutamente todos la abandonaban tras un final feliz en unos oscuros baños, más cuando ella se negaba a entregarse a un desconocido por el que no sentía demasiado. Pero Misha no era así. Silver la había consolado sin pedir nada a cambio de ella. Bueno, si le había pedido algo, pero era tan nimio. Había oído a Misha enfrentarse a su padre, luego le había dedicado tantas palabras amables, y esos ojos... como olvidar esos ojos azules. Se sorprendía pensar así de un hombre mucho más mayor que ella. Pero no podía evitarlo, le atraía.

Sharon oyó la puerta de su habitación, era él. Un hormigueo recorrió su estomago mientras se acercaba a ella. Hoy vestía una camiseta de manga corta y unos tejanos. La hebilla de su cinturón tenia forma de gallo y alrededor de él la frase “fighter cocky” Dios santo ¿qué hacia ella mirándole el cinturón?

– ¿Necesitas algo Misha? –le preguntó con una sonrisa, que él le devolvió. Se sintió derretir.

–Quería anunciaros que me voy, me han alquilado una casa en la ciudad. No es muy grande pero me servirá.

–Es una pena. –Mantuvo bien sus sentimientos a raya, pero se sentía deprimida–. Era de imaginar, ya te dije que no me dabas el perfil. Si necesitas que te lleve a la ciudad...

–No hace falta, gracias. Un amigo me ha dejado su furgoneta.

Le señaló el trasto grisáceo y viejo que había en el aparcamiento. Vaya, y ella pensaba en llamar a la grúa para que se lo llevasen. Quién diría que pudiera siquiera arrancar.

–Me alegro de, al menos, poder tener la oportunidad de despedirme de ti –le dijo Sharon.

–Yo también. Ah, casi se me olvidaba una cosa. –Se sacó una caja pequeña de un bolsillo–. Esto es para ti, por el favor del otro día. –Misha lo abrió, dentro había un colgante, una piedra azul oscuro colgaba de un enganche dorado–. No sabía si sería de tu gusto.

–Me encanta, Misha. Gracias.

Sharon se giró, cuando Silver le ponía su regalo sintió el roce de su mano con la suya. El temblor le volvió esta vez más fuerte.

–No tenías que haberme molestado.

–Te lo debía. Hasta siempre, pequeña.

 

El padre llegó veinte minutos luego de que Misha se hubiera ido para no volver., encontrando a su hija con las manos ocupadas, jugueteando con el collar. No lo reconocía de otra vez y eso hizo que una rabia repentina le inundara el alma. Sabía que su hija se había fundido el poco dinero que le dejaba tener, y esa joya no parecía  barata.

– ¿Con cuántos te has acostado para comprarte esa baratija? —La provocó a sabiendas de que picaría.

–Que te jodan. —La había cabreado, bastante. Sharon hizo ademán de irse pero él la sujetó.

– ¿De dónde has sacado eso?  Como empieces a robar te...

– ¿Acaso crees que soy como tú? Es un regalo.

– Si, vale —se mofó de ella–, seguro que es de tu novio imaginario.

–Puede que no sea tan imaginario como te crees. Y si se lo digo, sabrá enseñarte a respetarme.

Le respondió a su comentario con un sonoro bofetón. Niñata desagradecida, la había cuidado aun sabiendo que no era su hija biológica, y así se lo devolvía.

Lo que no esperaba es que ella se lo devolviera. Con un jarrón. En toda la cabeza.

–Maldita zorra –bramó, enfurecido mientras trataba de evitar que la sangre manchase la alfombra color vomito de la entrada–. Te quiero lejos de aquí. Búscate la vida en las calles, puta descerebrada.

–No hace falta que me eches, cabrón. No quiero estar relacionada para nada contigo.

– ¿Y quién te cuidara, inútil? ¿Quién te aguantará, tu chulo inexistente?

Sharon salió del motel dando un portazo, no pensaba volver más. Trabajaría de lo que fuera, saldría adelante. Escribió a su mejor amiga, tal como pensaba la recibiría con los brazos abiertos. Ella le prometió contribuir, no sería una carga para nadie. A su amiga le daba igual, sabía que esto pasaría. Incluso ya salía de casa para buscarla. Sharon le habló de muchas cosas, de sus miedos y sus fantasías. Pero mantuvo en silencio que su estancia con ella sería temporal. La quería mucho, aún así sus aspiraciones eran otras. Le encontraría, no sabía cómo pero lo haría. Él no la rechazaría, estaba segura de que la acogería con sumo gusto. Una vez hecho esto, conquistaría su corazón.

Su vida estaba ligada a la de Misha Silver. Y nadie podría cambiar ese destino.

 

8 Frio como el corazón del diablo

Silver aspiró un poco del nuevo aire al pasar dentro del portal. Sí señor, esto era otra cosa. No había vuelto a la vida en las mejores condiciones, solo con un traje nuevo que olía a muerto y los pocos dólares del sepulturero. Pero la vida era de los que se atrevían a comérsela, ahora sus bolsillos estaban repletos. Risker parecía un gusano retorcido pero al igual que él no confiaba en los bancos. Junto al dinero de los chechenos ahora poseía parte del dinero negro que ese pedazo de mierda andante había ganado con la droga. Vaya, Davey, quien lo conociera jamás lo hubiera tomado como un hombre pluriempleado. Aunque tampoco lo hubiera tomado como hombre.

 

El piso alquilado no estaba en una zona pudiente, le daba igual. Nunca se pudo permitir muchos lujos con su salario, solo poder vivir con su familia en una casa en vez de un piso con molestos vecinos y le jodía admitirlo, la ayuda de los padres de Stephanie había sido vital para mantenerlo. Por lo menos este, aunque austero, ya poseía más clase e higiene que aquel motel de mala muerte. Tampoco es que fuera demasiado difícil superarlo.

Silver se acercó a la zona de los buzones, abriéndolo en busca de su premio. Tal como le prometió el dueño, las llaves de su casa, tercera planta letra B, estaban en su interior junto a una nota.

–Bienvenido, y que tu estancia sea agradable –leyó Silver en voz alta. No pudo reprimir un bufido de diversión–. Seguro que no me desearía tanta felicidad si no le hubiera pagado los cinco meses de alquiler adelantado.

El edificio no tenía ascensor así que tocaba subir andando. Menos mal que el piso se alquilaba ya amueblado, sino pobres de los de las mudanzas. Llegó a su planta, el suyo estaba frente a las escaleras, hubiera preferido el del fondo, pero no podía elegir. Iba a proceder a abrir la puerta cuando lo vio.

Un niño de unos ocho años salió del piso de enfrente, como un torbellino lleno de vitalidad. En sus manos portaba un helicóptero de juguete, el cual no paraba de girar, junto a sus rizos morenos. Su madre pronto lo sujetó, regañándole al ver que había gente.

–Edward, hazme el favor. –El chiquillo obedeció a la madre de mala gana y saludó al nuevo inquilino. Silver le respondió con un suave gesto, que le sirvió de modo de despedida. La madre y el niño bajaron las escaleras, desapareciendo tras el primer giro.

Silver no se movió hasta que oyó el sonido de la puerta de abajo cerrándose.

Abrió la puerta, un tanto obnubilado. No era la primera vez que veía este lugar, nada del otro mundo: Dos habitaciones, una pequeña cocina, un aseo completo y un salón. Dejó sus bártulos en una esquina y caminó sin rumbo por la habitación. La luz del sol era un incordio, echar las cortinas le parecía una buena idea. En la ventana, volvió a verlos; ella abría el coche y Matt hacía volar su juguete. No, se llamaba Edward. Ese niño era Edward, pero le recordaba tanto a él.

Un fuerte dolor en el pecho le dobló. Boqueó buscando aire mientras un fuego le quemaba el cuerpo por dentro. ¿Qué le estaba pasando? Con dolor dio varios pasos hasta que consiguió dejarse caer en la cama. Le apetecía gritar para mitigar el dolor, pero su voz estaba desaparecida. Luego fue la cabeza, todo le daba vueltas. La canción volvió a su cabeza. Le gustaba tanto oírle tocar...

Él fue su último pensamiento antes de caer.

 

–Ya estoy en casa. ¿Dónde está mi cumpleañero?

–Papá –Matt Silver se lanzó a los brazos de su padre, que soltó el maletín para recibirlo. Para conseguir su objetivo no había tenido otra que recurrir a esos favores que tanto le costaba conseguir. Pero, viendo la sonrisa de su hijo, merecía la pena.

Su mujer apareció por la puerta, tan guapa como siempre, con su vestido rojo. En el jardín exterior se oían las risas de varios infantes, invitados a la fiesta de cumpleaños. Silver se alegraba de que su hijo tuviera más popularidad que él. Niño afortunado.

–Tengo algo para ti. ¿Adivinas que puede ser?

De su maletín sacó un regalo con una forma muy definida. Matt abrió la boca, asombrado.

–Es... el helicóptero de la serie. Gracias, papá. –Matt le abrazó con fuerza y corrió en pos de sus amigos para presumir de regalo. Stephanie se acercó a su marido.

–Hola cariño –dijo, le dio un beso de saludo antes de volver su vista de nuevo al jardín, vigilante por la seguridad de los niños–. Pensaba que el juguete estaba muy de moda. Demasiado.

–Lo tenía reservado desde hace meses. –Silver la guió, acompañándola hasta la cocina. Las velas en la tarta estaban sin poner todavía, se ocupó de colocarlas y encenderlas mientras Steph preparaba más limonada en polvo.

–Me refería a que los productos famosos suelen ser caros. No me mientas, he mirado por Internet.

–He ahorrado, no te preocupes.

Decidió omitir el hecho de que llevaba semanas comiendo más que unas galletas en el almuerzo. Stephanie le mataría.

—Estoy cansado de no poder darle nada de lo que quiere por culpa del maldito dinero.

–Mis padres podrían habérselo comprado.

–Anímame más, querida. –Sus malditos suegros de cheques en blanco. Otro daría gracias por tener parientes políticos tan adinerados, pero no él. Debía ser quien mantuviera a su familia, no ellos, quienes se lo restregaban por la cara cada vez que traían un regalo para su nieto o un utensilio para su hija. Para él, nada. Ni lo quería.

 

Ahora era de noche. La fiesta había acabado hacía horas, el pequeño Matt seguía jugando con su nuevo juguete. Cuando la mirada de su padre le dio permiso, se abalanzó hacía él, dejando a un lado papeles de juicios y rutinas burocráticas.

– ¿Sabes que más quiero por mi cumple? –le dijo con una voz melosa.

–Aprovecha antes de que sean las doce, Matthew.

Silver le guiñó el ojo, bajo la divertida mirada de su mujer. Matt le arrastró al piano y se sentó junto a él. Stephanie dejó los platos en el fregadero, sabiendo lo que tocaba ahora.

Era una delicia escuchar tocar a Misha Silver. Nada más comenzaron los primeros acordes, toda la familia quedó extasiada. Esa era su canción. Su canción...

 

–Papá ¿Qué ocurre? ¿Por qué grita mamá?

Los ruidos guturales de ese animal habían despertado a su hijo. La emoción del día no había sido suficiente para impedirle escuchar aquello por lo que había bajado, buscando unas respuestas de su padre. No, dios mío ¿Por qué?

–Dejadlo. Dejadlo, os lo ruego. –Su compostura ante sus atacantes se había ido a la mierda–. Me queréis a mí, no a ellos.

– ¿Papá? –El niño palideció, debía haber sido ciego para no ver la mancha escarlata en la camiseta de su padre.

–Ven aquí, pequeño. Tu papá quiere verte mejor. Así es.

–No le hagas caso, corre. Corre –le gritó, pero ya era tarde. El sonido de la bala atravesando el corazón de su hijo rompió el suyo–. No, Matt. ¡Matt! –comenzó a sollozar.

Todos habían muerto, ahora solo quedaba él. Ya no tenía alma, ya no tenía vida. El ruso le puso la pistola en la sien, dispuesto a acabar el trabajo.

– ¿Tus últimas palabras, letrado?

–Os mataré a todos. –Esto les hizo reír, pero le daba igual. La poca sangre que le quedaba estaba ardiendo en su interior–. Juro que os buscaré y haré que vuestras últimas horas sean un tormento.

Y finalmente, el sonido metálico en su cerebro, antes de la oscuridad.

 

 

Me desperté de forma brusca, aún enfurecido. El pecho estaba a punto de estallarme, en ese momento me gustaría estar muerto. Me desabroché la camisa intentando recuperar el aliento. Cada bocanada de aire era puro infierno, pero empezaba a recuperarme. Si, ahora mejor. Pero no estaba bien. Estaba enloqueciendo.

 

Y todo por un maldito juguete. Pensaba que en mi nuevo estado, había dejado atrás mis debilidades. Pero Matt... seguía siendo mi pequeño tesoro. Era parte de mi, sangre y carne creada de la mía propia. Él es mi pequeña debilidad... era. No, seguía siéndolo, no importaba que mi pequeño ya no tuviera derecho a crecer, vivir, ser una persona corriente. Y no podía continuar sí, eso que llamaba antaño sentimientos, seguían ardiendo bajo mi piel.

–No soy ese –murmuré—. No soy el humano débil.

Tambaleándome, me levanté y salí de mi cuarto. Todavía transpiraba de forma abundante, necesitaba relajarme. Conocía algo que lo conseguiría. Solo necesitaba un piano.

Antes de darme cuenta estaba caminando entre las calles, sin importarme que aún brillara el sol. Me sentí drogado, débil, escondiendo mi rostro bajo una burda gorra de béisbol, algo usual en Nueva York. Necesitaba alejar varios pensamientos de mi cabeza y, para eso, sentía que lo necesitaba. Esto era mucho más importante que matar a los hijos de puta de los asesinos. Debía matarme a mí mismo de una vez por todas.

Entonces, al fin, lo oí. Ese sonido armonioso, un intento vago de crear música por unos dedos inexpertos. Tenía madera, pero todavía seguía siendo un joven arbusto soñando con alcanzar la grandeza del sauce. Lo sentí, debía enseñarle cómo hacerlo, recordarle cuál era la música correcta. Cerré los ojos imaginándome a la dama que componía esa melodía. Estaba nerviosa, la impaciencia era uno de sus muchos defectos y esa actitud no beneficia a la música, la cual te pide esfuerzo y dedicación para ella.

–Mierda. –Cansada de fracasar una vez más ante la misma nota, se daba por vencida. Creía tener otra oportunidad el próximo día.

No sabía que el sol acaba de esconder sus últimos rayos tras la metrópoli. Y que, en segundos estaría frente a ella, como un espectro demasiado real, capaz de estrangularla con una mano perfecta y tangible.

No te preocupes, pequeña aprendiz, no deseo matarte. No así por lo menos.

Esperé a que dejara de holgazanear para comenzar. Las primeras notas de Claro de Luna son ejecutadas con maestría. Es mi pequeño don, mi secreto. No se lo contéis a nadie. La chica, amordazada, atrapada con cinta americana para que no incordiara se preguntaba que habría hecho para merecer eso.

¿No lo ves, pequeña? Esto es un regalo. Cualquier otro la hubiera dejado morir sin conocer hasta donde podría haber llegado.

Los latidos de mi corazón vuelven a la normalidad, respirar deja de ser una tortura. Mi plan funciona, los acordes de Beethoven aminoran mi enfermedad. Estoy curado y sonrió. Y ella llora. No puedo ser más feliz. O eso creía hasta que regué las teclas con la sangre de su cuello una vez acabada la pieza. Sí, eso sí, los gorgoritos de la muerte. El final perfecto.

 

He congelado mi corazón. Vuelvo a ser el diablo de piel curtida del que me enorgullezco.

9 Nido de cuervos

 

Price miraba el tentempié de su compañero con cara de desaprobación.

– ¿Te han dicho alguna vez que deberías cuidar tu alimentación? Cualquier día tus venas van a explotar por culpa del colesterol, y no pienso llevar a cuestas a mi compañero.

–Paparruchas –le contestó Morton mientras se acababa el perrito–. Eso os lo dicen vuestras esposas para teneros cogidos por las pelotas. Yo estoy como una rosa, y el kétchup es mi amigo.

–Creo que prefiero escuchar a mi mujer antes que a ti.

–Qué traidor –le contestó Morton con una sonora carcajada mientras salían del coche. Habían llegado a las oficinas de Zimbardo & Hartmann, un prestigioso bufete de abogados, en el que habían trabajado Risker y Silver en sus años vivos.

– ¿Has descubierto algo sobre alguno de ellos relacionado con su trabajo? –le preguntó Price a su amigo. Él resopló antes de contestar.

–Risker era el chico para todo de la oficina. El último mono, para entendernos. Se me hace extraño que haya conseguido algún enemigo en la oficina, no deberían ni haberse fijado en él, a no ser que hubiera trasladado su mercadillo de droga a la oficina. En cuanto a Silver, sólo sé que era abogado. Su nombre pintado en la pared mientras la rata le comía las tripas a Risker es lo único que parece unir ambos asesinatos, ya que ni frecuentaban más amistades que las obligatorias en el trabajo, diferentes barrios, diferentes aptitudes. Tocará investigar.

–Eso que escucho, ¿no serán quejas por tener que hacer tu trabajo, verdad? –Price le gastó una última broma antes de entrar en el lugar.

–Bienvenidos a Zimbardo & Hartmann. –Les atendió una hermosa recepcionista–. ¿Puedo ayudarles en algo?

–Somos los detectives Price y Morton, de la policía de Nueva York. –Ambos enseñaron sus placas–. Hemos llamado antes a su jefe.

–Esperen un momento, por favor. 

La chica cogió el auricular del teléfono y estuvo hablando unos minutos con otra persona hasta que los instó a subir. Les avisó de que la secretaria del señor Zimbardo les esperaría en la puerta. Y allí estaba, puntual como un reloj.

–Joder, que daño ha hecho Mad Men –dijo Morton en voz baja al ver a la chica, vestida al más puro estilo años cincuenta. Su camisa, bien abotonada hasta el cuello mantenía su rectitud con la ayuda de su falda de tubo negra, que llegaba hasta las rodillas y unos zapatos de tacón modestos.

–Di lo que quieras, pero intuyo que debajo de esa apariencia de gatita hay una fiera salvaje.

–Yo no he dicho lo contrario, tío. Si enseñara algo más de busto, la haría la madre de mis hijos.

–Eres asqueroso.

–Y tú estás casado. Lo tuyo es peor.

Callaron la boca una vez estuvieron lo bastante cerca para ser escuchados por tan imponente mujer. Ambos intentaron presentarse casi a la vez, pero Price fue más rápido. Morton le fulminó con la mirada mientras su amigo escondía como podía de la mujer su sonrisa de victoria.

–Me llamo Desmond Price y este es mi compañero, Sean Morton. Investigamos la muerte de uno de sus empleados, David Risker.

–Soy Debra Pinkerton, la asistente del señor Zimbardo. Mi jefe les atenderá en unos minutos. Ha sido horrible lo de Risker.

– ¿Le conocía, señorita Pinkerton? –preguntó Price.

–No demasiado, por desgracia. Como su puesto era tan...multitarea, tuve que encargarle algunas cosas. Intercambiamos palabras, pero bastante pocas.

– ¿Sabe usted si Misha Silver y él tenían una relación más profunda que la suya?

– ¿Silver? ¿Por qué me preguntan por él?

En ese instante, las puertas de las oficinas se abrieron y Robin Zimbardo hizo su aparición. Price había oído hablar de él, era uno de los mejores abogados defensores de Nueva York, y también se decía que tenía pocos escrúpulos. Hacía dos años había utilizado una excusa burocrática para absolver de todos los cargos a un importante miembro de la mafia irlandesa y, por lo que veía, no tenía ningún sentimiento de culpa. En ese momento se puso a cavilar y, aunque él no decidiera sobre el destino, ahora lo que pedía era que todo esto, Risker, la rata, ese Silver, que todo quedará lejos de estos carroñeros. Tenían suficientes trucos en la manga para darles unos buenos dolores de cabeza durante meses.

–Ustedes son los policías que me llamaron. –Les dio un fuerte apretón de manos–. Lamento haberles hecho esperar, pero andamos algo ocupados. Entren por favor.

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