Scarlet

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Scarlet » Capítulo 27

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Capítulo 27

-BIEN, ¿qué queréis que haga? —preguntó el abad cuando, después de que Jago se hubiera ido, volvió para ver si nos gustaría unirnos a los monjes en los oficios de vísperas.

Bran puso el pergamino plegado en las manos de Daffyd. —Haced una copia de esto —le ordenó—. Letra por letra, palabra por palabra. Hacedla exactamente igual que ésta.

—¡No puedo! —respondió el abad con la voz entrecortada, horrorizado ante esa sugerencia.

—Sí podéis —le aseguró Bran—. Lo haréis. —Dejádmelo a mí —dijo Tuck, avanzando animosamente hacia adelante—. Esto es una abadía, ¿verdad? —Cogió al abad por el codo, le hizo dar la vuelta y lo condujo a la puerta—. Bien, vamos a ir a vuestro escritorio a ver qué se puede hacer.

 

 

 

 

Odo está frunciendo el ceño otra vez. No aprueba el comportamiento autoritario de nuestro rey Bran. Mi escriba ha dejado la pluma a un lado y se ha cruzado de brazos.

—Copiar una carta robada… No teníais derecho.

—Esto me hace reír a carcajadas. ¡Por las campanas del infierno, Odo! Ésa es la cosa menos grave que hemos hecho desde que todo este triste asunto empezó, y aún no hemos acabado.

—No deberíais haber hecho eso —murmura—. Es un pecado contra la Iglesia.

—Bueno, supongo que puedes considerarlo así si te place —le digo— pero tu amigo, el abad Hugo estaba dispuesto a quemar a gente inofensiva en sus propias camas para conseguir esa carta. Envió a la muerte a varios hombres para recuperarla, y estaba dispuesto a enviar más. Me parece que si empezamos a hacer recuento de pecados, los suyos serían los más graves de todos.

En su indignación, mi orondo escriba se ha olvidado de esto. Su expresión se vuelve agria y hace un mohín con el labio inferior.

—Copiar una carta robada —dice finalmente— sigue siendo un pecado.

—Quizá.

—Sin duda.

—Muy bien —admito—. Supongo que nunca has estado en un campo de batalla, solo y desarmado, mientras un enjambre de enemigos te rodea, como avispas asesinas, dispuestas a clavarte su aguijón venenoso.

—¡No! —resopla—. Y tampoco tú.

—Tal vez no —admito—, pero, tristemente, estamos en inferioridad de condiciones en esta lucha. El enemigo tiene todos los caballeros y las armas y casi ha tomado la plaza. Cualquier pequeña ventaja que te venga a mano, la tomas y das gracias a Dios por ella, y ya está.

—¡Robasteis la carta! —se queja.

Oh, Odo, mi equivocado amigo, se refugia tanto como puede en su repetitiva insistencia. Bueno, es mejor que afrontar la verdad, supongo. Pero la verdad ya ha salido a la luz y está obrando en él. La dejo ahí y seguimos…

 

 

 

 

Sólo faltaban cuatro días para la Noche de Reyes, cuando comenzarían las ejecuciones. Ante la insistencia de Bran, y con Tuck pacientemente convenciéndolos con zalamerías, los monjes de la abadía de San Dyfrig prepararon un pergamino del mismo tamaño y forma que el de la carta del barón; luego procedieron a copiar la carta con exactitud, letra a letra. Si hubieran sido arqueros, diría que dieron en el blanco nueve de cada diez veces y que la décima se fue de poco, lo que es verdaderamente extraordinario considerando que no sabían lo que estaban escribiendo. Cierto, no pudieron utilizar el mismo tono de tinta marrón que el original; la tinta que utilizaban usualmente en la abadía tenía un aspecto algo más tosco al secarse. Con todo, pensamos que ya que ningún franco de Elfael había visto nunca el original, no se darían cuenta de la diferencia.

Mientras los monjes se afanaban en esto, Bran e Iwan se dedicaron a tallar un sello del mismo tipo en un trozo de hueso de buey. Trabajando con varias herramientas que fueron recociendo en la abadía —tenían de todo, desde puntas de cuchillo hasta alfileres— se propusieron copiar la efigie que sellaba el lacre de la carta. Y mientras trabajaban en ello, Mérian y Cinnia elaboraron una cinta trenzando tiras de satén, que luego tiñeron utilizando un poco de la tinta rojiza y otros materiales proporcionados por la abadía.

Nos llevó dos días acabar nuestra obra, y bien bonita y hermosa que resultó. Cuando todo estuvo acabado, colocamos las cartas una junto a la otra y las contemplamos. Era difícil distinguirlas y saber cuál era cuál. Nadie que no hubiera visto la carta auténtica habría sido capaz de notarla diferencia, pensé, y nadie que no lo supiera podría haberlo imaginado.

El abad Daffyd celebró una misa especial de absolución para los monjes que habían trabajado en el pergamino y para el mismo monasterio por su complicidad en este engaño, y suplicó la misericordia del Juez Supremo del mundo por los viles crímenes cometidos por sus seguidores. Yo no tenía tantos reparos sobre esto, considerando que era un intercambio justo por las vidas de aquellos que esperaban la muerte en las mazmorras del conde.

Cuando el servicio finalizó, Bran ordenó a todo el mundo que se preparara para partir a Castle Truan y devolver los bienes robados al conde.

—¿Y cómo pretendéis hacer tal cosa? —preguntó Daffyd; si su voz hubiera sido un estilete, no podría haber estado más afilado. Supongo que imaginó que había atrapado a Bran, mostrándole un error que hundiría el plan como una rueda de molino a un bote—. Si os capturan con esto, el sheriff os ahorcará a vosotros.

—Buen abad —respondió Bran—, vuestra preocupación me conmueve profundamente. Y creo que estáis en lo cierto. Pero como no tenemos ningún interés en proporcionar carne fresca al verdugo, lo haremos de otra manera.

Advertido por la taimada sonrisa de Bran, Daffyd preguntó:

—¿Sí? ¿Y cómo lo vais a hacer?

—Vos entregaréis el tesoro al conde.

—¿Yo? —gritó el abad, mientras su rostro se teñía de color rojo al instante—. ¡Ni hablar! ¡No voy a hacer semejante cosa!

—Sí —le aseguró Bran—. Yo creo que lo haréis. Debéis.

Bueno, el abad era la única opción posible. Después de haberlo discutido del derecho y del revés, estaba claro que él era el único que podía ir y venir entre los francos, tanto como quisiera, sin levantar ninguna sospecha.

—Eso no va a pasar, de ninguna manera —refunfuñó el abad.

—Ya lo creo que sí —respondió Bran—. Si escucháis bien y hacéis exactamente lo que digo, os reconocerán como a un campeón y brindarán a vuestra salud. —Bran le explicó entonces cómo debían ser devueltos los bienes robados—. Mañana os levantaréis y os dirigiréis a la capilla para rezar vuestras oraciones matutinas. Y allí, en el altar, encontraréis una bolsa, que contendrá una caja. Cuando abráis la caja, encontraréis la carta, el anillo y los guantes. Reconoceréis en estos objetos los que el conde De Braose está buscando y se los llevaréis, contándole precisamente cómo los encontrasteis.

—Eso difícilmente servirá de algo si me cuelgan —señaló Daffyd.

—Si podéis conseguir que el sheriff y el abad estén presentes cuando entreguéis los bienes —continuó Bran— sería aún mejor. De Glanville estaba allí. Sabe que vos no pudisteis estar envuelto en el robo; por tanto, estaréis fuera de toda sospecha. Y como no visteis quién dejó el paquete en el altar, no podrán usaros contra nosotros.

El abad asintió.

—Puede que sea verdad —musitó.

—No tendréis que mentirles.

—Pero tampoco me atendré muy estrechamente a la verdad, milord —refunfuñó el abad Daffyd.

—Estrecha es la puerta —declaró Tuck con una risita ahogada— y recto el camino. Haced como Rhi Bran dice y todo el mundo os ensalzará.

El abad se revolvió y se retorció como una anguila, pero finalmente tuvo que admitir que era la única manera. Aceptó hacerlo.

—Quedaos hasta ver cómo liberan a los prisioneros —añadió Bran—. Una vez que el abad y el conde hayan recibido los bienes, han de liberar a los prisioneros, como prometieron.

—No soy imbécil —bufó el abad—. Me doy cuenta perfectamente de por qué nos estamos metiendo en este berenjenal.

—Como digáis —respondió Bran—. Por favor, no os ofendáis, abad; sólo quería asegurarme de que todos estamos trabajando por el mismo fin. Son las vidas de esos hombres y muchachos las que estamos salvando. Que nadie lo olvide.

Mientras los otros preparaban la carta falsificada, yo no permanecí ocioso. Había estado reuniendo un poco de esto y un poco de aquello, cosas que encontraba en los almacenes y bodegas de la abadía. Tuck, Mérian y los otros también habían ayudado cuando abadía, y así, en la víspera de la Noche de Reyes, todo estuvo casi a punto.

Dormimos poco aquella noche, y apenas había señal del alba en el este cuando salimos de la abadía. No había nadie en el patio, y no creo que nadie nos estuviera observando. En cualquier caso, si alguno de los pobres que dormían en sus miserables chozas nos hubiera observado, habría visto un grupo de viajeros bastante distinto del que llegó.

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