Scarlet

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Scarlet » Capítulo 28

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Capítulo 28

SAINT MARTIN

 

 

 

Richard de Glanville estaba sentado a la mesa, con un cuchillo en la mano y un halcón en la otra. Con el cuchillo ensartaba trozos de carne del animal que tenía frente a él, con los que alimentaba al pequeño halcón, uno de los dos pájaros que el sheriff criaba. Según le había dicho el abad Hugo, la cetrería era muy admirada en la corte francesa ahora que el mismo rey Philip tenía pájaros. De Glanville había decidido, para beneficio de su reputación, empezar a practicar también esta afición. Le pegaba. En su naturaleza había mucho de ave rapaz; creía que comprendía a los halcones y que éstos lo entendían.

El día que acababa de empezar prometía. El fastidioso clima lluvioso de toda la semana se había disipado, finalmente, dejando el cielo claro, limpio, purificado. Una impresionante horca se había erigido en la plaza del pueblo, frente a los establos, y no había recibido noticia alguna de parte de los ladrones que habían robado los bienes del abad, así que, en conjunto, era un día estupendo para ahorcar gente.

Tiró una pieza de cordero al joven pájaro y pensó, no por vez primera en aquellos últimos días, en cómo dirigir las ejecuciones para lograr el mejor efecto. Había decidido que empezaría con tres. Dado que era un día santo, había una simetría simbólica en el número tres, y en cualquier caso, un número más elevado provocaría la desaprobación de la Iglesia. El conde Falkes de Braose insistió en esperar hasta la puesta del sol en vez de hacerlo a la salida, como el sheriff habría preferido, pero eso era una nimiedad. El conde se aferraba obstinadamente a la creencia de que los ahorcamientos darían resultado; quería dar a los ladrones el mayor tiempo posible para que devolvieran el tesoro robado. En esto, el sheriff y el conde diferían. El sheriff no abrigaba la menor expectativa de que los ladrones entregaran los bienes. Aún así, incluso dándose la remota posibilidad de que los ladrones fueran lo bastante estúpidos como para aparecer con el tesoro, les había preparado una recepción especial para ellos. Sí venían —y en algún lugar del oscuro corazón del sheriff casi esperaba que llegaran a Saint Martin con el tesoro—, ninguno de ellos saldría vivo de la plaza.

Cuando acabó de alimentar al halcón, volvió a colocarlo en su percha, y tras calzarse sus botas de montar, se cubrió con una capa y salió a visitar a sus prisioneros. Aunque el hedor de las mazmorras hacía ya tiempo que era más que nauseabundo, todavía ejecutaba diariamente ese pequeño ritual. Sin duda, quería que los desdichados de las mazmorras supieran bien que tenía sus vidas en las manos. Pero las visitas tenían otro propósito más práctico. Si, conforme el día de la muerte se acercaba, alguno de los prisioneros recordara repentinamente el paradero del rebelde conocido como Rey Cuervo, el sheriff DeGlanville quería estar allí para oírlo.

Cruzó apresuradamente la plaza casi vacía. Aún era pronto, y había poca gente en los alrededores que estuviera dispuesta a saludar la tempestuosa aurora. Se dirigió a los cuarteles de la guardia y se detuvo en la entrada que conducía a las mazmorras del sótano, donde, tras despertar al adormilado vigilante, vertió un poco de agua en el dobladillo de su capa. Llevándoselo a la nariz, descendió los escasos escalones y avanzó a lo largo del estrecho corredor hasta el final, parándose sólo para ver si alguien había muerto en algunas de las mazmorras más pequeñas ante las que pasó. La mayor celda de las tres estaba al final del asfixiante corredor, y aunque había sido construida para albergar a no más de una docena de hombres, ahora contenía a más de treinta. No había espacio suficiente para que pudieran tenderse a dormir, así que los prisioneros hacían turnos a lo largo del día y la noche; algunos, se decía, habían aprendido a dormir de pie, como los caballos.

Al ver al sheriff, uno de los prisioneros galeses lanzó un grito e instantáneamente se levantó un gran vocerío, pues todos los hombres y muchachos empezaron a gritar que los liberaran. El sheriff permaneció en el frío y húmedo pasillo, con el dobladillo de su capa presionado contra la cara, y aguardó pacientemente a que acabaran de gritar. Cuando el jaleo pasó —cada día costaba menos—, el sheriff se dirigió a ellos usando las pocas palabras de galés que conocía.

—Rhi Bran y Hud —dijo, hablando lentamente para que lo entendieran—. ¿Quién lo conoce? Decídmelo y seréis liberados.

Era el mismo breve discurso que repetía todos los días, y cada vez producía el mismo resultado: un silencio tenso y lleno de resentimiento. Cuando el sheriff, finalmente, se cansó de esperar, dio media vuelta y empezó a retirarse ante un renovado coro de gritos y bramidos en el momento en que dio la espalda.

Eran una gente terca, pero De Glanville pensó que podría detectar la más ligera fisura de su determinación. Pronto, pensaba, uno de sus cautivos rompería filas y le diría lo que quería saber. Después de haber colgado a unos pocos, al resto le resultaría cada vez más difícil morderse la lengua.

Era, así lo creía, una cuestión de tiempo.

Al sheriff no le importaba lo más mínimo recuperar los bienes robados del abad Hugo, a pesar de que Hugo le había explicado la importancia de la carta. Era la captura del Rey Cuervo lo que deseaba, y nada, excepto atrapar al Rey Cuervo, lo satisfaría.

Tras la visita matutina al calabozo, el sheriff volvió a las estancias superiores del cuartel para visitar a los soldados y hablar con el alguacil para asegurarse de que todo estaba bien dispuesto para las ejecuciones. Era la Noche de Reyes, un día festivo, y fa ciudad estaría animada por el comercio y las celebraciones. El sheriff De Glanville no había conseguido su cargo dejando detalles al azar.

Encontró a Guy de Gysburne bebiendo vino con su sargento.

—¡De Glanville! —lo saludó Guy cuando el sheriff entró en el cuartel. Un fuego ardía, medio apagado, en la chimenea y varios soldados estaban echados, adormilados en los bancos en los que habían pasado la noche. Algunas copas vacías se alineaban sobre la mesa, otras estaban tiradas por el suelo—. Une santé vous, Shérif! —gritó Gysburne, alzando su copa—. ¡Uníos a nosotros!

Mientras el sheriff se sentaba en el banco, el alguacil vertió vino en una copa vacía y la puso en las manos de De Glanville. Bebieron, y el sheriff dejó la copa tras tomar un sorbo.

—Espero que tú y tus hombres estéis preparados para cualquier eventualidad —dijo.

—Por supuesto —respondió Guy despreocupadamente—. Pero ¿no imaginaréis que va a haber algún problema?—. Al ver que el sheriff no contestaba, adoptó un tono zalamero. —Vamos, De Glanville, los ladrones no se atreverán a mostrar su rostro en la ciudad.

—Me inclino ante tu gran sabiduría, lord Alguacil —respondió con voz empalagosa—. Hasta a mí me cuesta olvidar que apenas hace una quincena perdimos una compañía entera de buenos hombres a manos de esos proscritos.

Guy frunció el ceño.

—Tampoco yo lo he olvidado, sheriff —replicó secamente—. Sencillamente, no veo que gane nada dándole vueltas en mi memoria. Aunque —añadió, bebiendo otro trago de vino— si fuera mi plan el que hubiera fracasado tan estrepitosamente, quizá estaría dándole vueltas, también.

—Bâtard —musitó De Glanville—. Eres un maldito borracho. —Miró al alguacil y luego al sargento—. Tienes hasta el anochecer para estar sobrio. Cuando lo estés, espero que vengas a disculparte.

El alguacil Guy murmuró una maldición y bebió más vino. El sheriff se levantó, dio media vuelta y salió de la habitación.

—Sólo había un bâtard en esta sala, Jeremías —murmuró—, y acaba de irse, gracias a Dios.

—Ya me pareció que algo olía mal —señaló el sargento Jeremías, y ambos estallaron en carcajadas.

Sin embargo, la verdad era que el sheriff tenía razón: estaban muy borrachos. Habían estado bebiendo casi todas las noches desde aquella desastrosa batida de Navidad. La mayoría de las noches, junto con el resto de soldados que formaban la guardia personal del abad, conseguían sumergirse en un estado de semiinconsciencia, hartándose de vino para olvidar el horror de aquella terrible noche. ¡Ay!, todo era un esfuerzo baldío, pues con el alba los muertos volvían para atormentarlos.

Al dejar los cuarteles, la campana de la iglesia dobló para anunciar el inicio de la misa. El sheriff cruzó la plaza en dirección a la iglesia, abrió la puerta y se adentró en la suave y fresca penumbra del santuario. Las llamas de unas pocas velas medio consumidas en los candelabros de pared se agitaban y una neblina se alzaba por encima de las losas de piedra del suelo. De Glanville avanzó por la nave vacía de la iglesia hasta ocupar su lugar ante el altar, junto a un escaso grupo de artesanos. Como suponía, uno de los monjes estaba oficiando el santo servicio, con su voz fluyendo en el silencio de la iglesia casi vacía. No se veía al abad.

Observó cómo avanzaba la misa, con sus mesurados pasos, hacia su ordenado final, y con la bendición del sacerdote aún resonando en sus oídos abandonó la iglesia, sintiéndose sereno y con buena disposición hacia el mundo. Ahora había más gente. Unos pocos mercaderes estaban montando sus tenderetes y algunos de los habitantes de la villa carreteaban leña para la hoguera que se encendería en el centro de la plaza. Se quedó allí un momento, observando cómo la ciudad empezaba a llenarse; luego, miró al cielo. El sol resplandecía, pero se estaban formando nubarrones negros en el oeste.

Nada podía hacer al respecto, así que se puso en marcha, parándose aquí y allá para recibir los saludos de las gentes de la ciudad según avanzaba cruzando la explanada llena de barro y visitando algunos de los tenderetes que había en su camino. Necesitaba procurarse algunas provisiones para su celebración de la Noche de Reyes. Curiosamente, siempre sentía un apetito voraz tras una ejecución pública.

Pasó el resto de la mañana inspeccionando los preparativos con sus hombres. Ahora no tenía más que cuatro —los otros habían muerto en el asalto—, y De Glanville estaba preocupado por los supervivientes, que estaban hundiéndose en el abatimiento. En el bosque los habían sorprendido con la guardia bajada, y el sheriff asumió la culpa; no había previsto la rapidez con la que los rebeldes habían atacado ni el poder devastador de sus primitivas armas. Las ejecuciones de esta noche proporcionarían cierta reparación, de eso estaba seguro, y borraría parte del persistente dolor causado por el golpe que habían recibido.

Cuando determinó que todo estaba en orden, el sheriff volvió a sus aposentos para comer y echar una siesta. Comió y durmió bien, aunque su sueño fue ligero; se despertó a última hora y se encontró con que el sol ya había iniciado su descenso en el oeste y la amenazadora tormenta estaba avanzando rápidamente. Sería una Noche de Reyes nevada. Se abrochó el cinto y se colocó la espada. Se calzó los guantes, se puso la capa y volvió a la plaza del pueblo que ahora estaba llena de gente. Se habían encendido antorchas y la hoguera ya ardía. A juzgar por el ruido, muchos ya habían iniciado sus celebraciones. Los ánimos estaban por todo lo alto, se oían canciones y un tufo a pelo quemado llenaba el aire; alguien había tirado un perro muerto a la hoguera, notó con disgusto. Era una vieja superstición, una que le desagradaba particularmente.

Avanzó por la abarrotada plaza hacia los cuarteles de la guardia para dar las últimas instrucciones al alguacil y sus hombres. Con el rabillo del ojo atisbo a un grupo de vendedores ambulantes disponiendo sus mercancías. ¡Idiotas! La celebración estaba a punto de empezar y aquí estaban, llegando cuando los demás estaban recogiendo, preparándose para los festejos. Dos mujeres a las que no había visto nunca merodeaban por allí cerca, atraídas, sin duda, por la posibilidad de conseguir una ganga de los mercaderes, desesperados por hacer al menos una venta antes de que se iniciaran los ahorcamientos.

En el cuartel, entregó su mensaje al sargento, que ahora parecía bastante sobrio. Hecho esto, se dirigió a la casa del abad para compartir una copa de vino con él mientras esperaban a que se iniciaran las festividades, al anochecer.

—¡Vaya! —exclamó el abad Hugo mientras De Glanville entraba en la habitación—. Gysburne vino a verme. No le gustáis mucho.

—No —admitió el sheriff—. Pero si simplemente aprendiera a obedecer las órdenes, podríamos llegar a un mínimo entendimiento mutuo.

—Entendimiento mutuo, ¡ja! —resopló el abad—. Él tampoco os gusta a vos. —Sirvió vino en una copa de peltre y la empujó por encima de la mesa hacia De Glanville—. Personalmente, no me preocupa cómo os llevéis los dos, pero deberíais, al menos, concederme la deferencia de pedir mi permiso antes de empezar a dar órdenes a mis soldados como si fueran de vuestra propiedad.

—Por supuesto, tenéis razón, abad. Os ruego que me perdonéis. No obstante, quisiera recordaros, simplemente, que os estoy ayudando en vuestra empresa y no lo contrario, y con la autoridad del rey. Exijo que las cosas se hagan adecuadamente y el mashal ha sido descuidado, últimamente.

—¡Buff! —El abad hizo como si se abanicara y esbozó una mueca, como si oliera algo podrido—. Vosotros, hermosos pájaros, alborotáis vuestro plumaje y hacéis ver que os han tratado mal. Bebed vuestro vino, De Glanville, y dejad atrás esas insignificantes diferencias entre vosotros.

Empezaron a discutir los detalles del acto que se llevaría a cabo al anochecer cuando el portero los interrumpió para anunciar la llegada del conde Falkes, quien apareció poco después, envuelto de la cabeza a los pies con una capa extremadamente gruesa, el rostro colorado tras la cabalgata desde el castillo y el pálido cabello despeinado por el viento. En todo, daba la sensación de ser un niño perdido y angustiado. El abad dio la bienvenida a su huésped y le sirvió una copa de vino.

—El sheriff y yo estábamos hablando de la especial diversión de hoy —le dijo.

Una expresión de resignada decepción cruzó los finos rasgos del conde Falkes.

—Entonces, ¿creéis que no hay esperanza?

—¿De que los bienes robados sean devueltos? —inquirió el sheriff—. Oh, hay esperanza, sí. Pero creo que tendremos que apretar unos cuantos cuellos britanos primero. Una vez que se den cuenta de que están en un aprieto muy serio, mortal, estarán ansiosos por devolver los bienes. —El sheriff ofreció una astuta sonrisa y bebió un poco de vino—. Aún no sé qué es lo que había en esos cofres robados y qué es tan importante para vos.

El abad Hugo vio a Falkes abrir la boca para replicar, y se apresuró a intervenir.

—Me parece que eso tendrá que responderlo el barón. El conde y yo hemos jurado guardar silencio.

El sheriff se mordió los labios, pensativo.

—Algo que el barón preferiría que permaneciera oculto. Una cuestión de vida o muerte, quizá.

—Confío en que es eso —respondió el conde—. Incluso si no era así al principio, ahora lo es. Tenemos que agradeceros eso.

El sheriff, que detectaba la desaprobación con rapidez, se puso tenso.

—Hice lo que creía necesario en aquellas circunstancias. De hecho, si no hubiera dispuesto que las carretas fueran por delante, no habríamos tenido la menor oportunidad de atrapar al Rey Cuervo.

—Todavía mantenéis que es el fantasma.

—No es ningún fantasma —declaró el sheriff—. Es de carne y hueso, de qué otra cosa iba a ser. Una vez que llegue a sus oídos que hemos colgado a tres de sus paisanos, se apresurará a devolver el tesoro del barón.

—¿Tres? —preguntó el barón—. ¿Habéis dicho tres? Pensé que habíamos acordado ejecutar sólo uno por día.

—Sí, bien —respondió De Glanville con un movimiento altivo y desdeñoso—. Pensé que sería mejor empezar con tres esta noche. Eso infundirá mayor urgencia.

—¡Vamos a ver! —objetó el conde—. Debo gobernar a esta gente. Ya es bastante difícil sin vos…

—¿Yo? No estaríamos en este cenagal si hubierais…

—¡Haya paz! Hay bastante culpa para repartir entre todos como para que podamos compartirla —intervino el abad. Cogió la jarra y rellenó las copas—. Yo, por ejemplo, encuentro esta permanente acritud tan aburrida como inútil. —Volviéndose a Falkes le dijo—: El sheriff De Glanville es responsable de controlar a esos proscritos de los bosques. ¿Por qué no confiar en que conseguirá recuperar nuestros bienes a su manera?

El conde acabó su vino de un trago y se dispuso a marcharse.

—Debo ir a ver a mis hombres —aclaró.

—Una gran idea, conde —dijo el abad Hugo. Luego se dirigió al sheriff—: También debéis tener mucho que hacer. Os he entretenido demasiado tiempo.

En el exterior, en la plaza, Gulbert, el carcelero, había reunido a todos los prisioneros —sesenta hombres y muchachos en total— al pie de las horcas. Estaban encadenados unos a otros y permanecían de pie, bajo el frío, y la mayoría de ellos no tenían capas ni siquiera zapatos. Estaban cabizbajos, unos porque rezaban, otros por pura desesperación. El alguacil Guy de Gysburne, liderando a su compañía de soldados, estableció un cordón de seguridad rodeando al miserable grupo, para evitar que ninguno escapara —como si eso fuera posible—, pero también para evitar que la gente del pueblo interviniera, en modo alguno, en el proceso. Unas pocas esposas y madres de los cautivos cymry habían venido a implorar que liberaran a sus hijos o maridos, y el sheriff DeGlanville había dado la orden de que nadie intercambiara siquiera una palabra con los prisioneros. Guy, afectado por un terrible dolor de cabeza, no quería tener ningún problema esta noche.

Sin excepción, los caballeros francos iban protegidos por yelmos y cotas de mallas; todos portaban un escudo y, bien una lanza, bien una espada; y aunque nadie esperaba ninguna resistencia, todos estaban preparados para luchar. El conde Falkes había traído a doce hombres de armas, y todos llevaban antorchas; se habían distribuido más antorchas entre la gente, y dos grandes braseros de hierro que estaban dispuestos a cada lado del patíbulo iluminaban —junto con la hoguera— la plaza, bañándola con un suave resplandor.

La mayor parte de la población franca de Saint Martin se había reunido para ver el espectáculo de la Noche de Reyes, junto con los residentes de Castle Truan y los mercaderes que habían estado comerciando en la ciudad aquel día. El abad Hugo apareció, deslumbrante, con su túnica de satén blanco y su capa escarlata; dos monjes andaban ante él: uno, portando un báculo; el otro, un crucifijo. Quince monjes lo seguían, todos portando una antorcha. La multitud se apretó para hacer sitio a los clérigos.

Richard de Glanville, sheriff dela Marca, subió a la plataforma en la que se habían plantado las horcas. Un murmullo de expectación circuló entre la multitud.

—De acuerdo a la Ley de la Marca, en nombre del rey William de Inglaterra —gritó con una voz que resonaba en el silencio sólo alterado por las vacilantes antorchas—, vamos a ser testigos de esta legítima ejecución. Que sea sabido por todos, ahora y en adelante, que negarse a ayudar en la captura del proscrito conocido como Rey Cuervo y su banda de ladrones será considerado traición a la Corona, por lo que será castigado con la muerte.

El sheriff contempló a la multitud desde lo alto mientras el viento soplaba cada vez más fuerte, trayendo consigo las primeras gotas de la esperada lluvia. Lanzó una última mirada a la plaza: la hoguera, las antorchas, los soldados armados y dispuestos, la multitud apretujada. Se le ocurrió preguntarse qué había sido de aquellos mercaderes que habían llegado tan tarde, quienes parecían haber desaparecido. Finalmente, satisfecho porque todo estaba como debía, De Glanville dio la orden de proceder. Avanzando hasta el borde de la tarima, fijó su mirada en las miserables víctimas. Ninguno se atrevió a alzar la cabeza o a mirarlo, por miedo a ser el escogido.

Alzó la mano y señaló a un anciano que tiritaba, apenas ataviado con una delgada camisa. Dos hombres lo agarraron, y mientras quitaban los grilletes al desdichado, el dedo del sheriff se posó sobre otro.

—Él también —dijo.

Esta víctima, sorprendida por haber sido también escogida, empezó a gritar y se resistió, luchando con los soldados mientras éstos le quitaban las cadenas. El hombre fue rápidamente reducido a base de golpes; luego, fue arrastrado a la tarima.

Uno más. De entre los cautivos más jóvenes, De Glanville escogió a un chico de unos diez o doce años.

—Traedlo. —El muchacho, aturdido por el cautiverio, estaba demasiado embrutecido como para oponer resistencia, pero algunos de los hombres que estaban cerca empezaron a suplicar a sus captores, ofreciéndose a ocupar el lugar del muchacho. Sus desesperadas protestas fueron desoídas por los soldados, que no hablaban galés, y en cualquier caso tampoco les hubiera importado.

La multitud se arremolinó, excitada, mientras los cautivos eran arrastrados a la plataforma, y los espectadores tomaron conciencia de que esta noche asistirían a tres ahorcamientos.

Dispusieron las sogas y las suspendieron por encima del largo poste que formaba la horca. Los fuertes lazos se colocaron alrededor de los cuellos de los tres cymry —uno anciano, uno joven y otro en la flor de la vida— cuyo único crimen había sido dejarse capturar por los normandos.

Justo cuando los lazos empezaban a tensarse, llegó un grito de entre la multitud.

—¡Parad! ¡Detened la ejecución!

Los que se apiñaban en la plaza, tanto francos como galeses, oyeron el grito, formulado en un latín eclesiástico, y al volverse hacia el punto de donde venía tal agitación, vieron un grupo de monjes, vestidos con un hábito de un color gris apagado, abriéndose paso entre la multitud hasta llegar frente al patíbulo.

—¡Parad! ¡Liberad a estos hombres!

El sheriff, a quien la escena había despertado su interés, gritó a la multitud que los dejaran pasar.

—¿Osáis interrumpir una ejecución legítima? —preguntó cuándo llegaron ante él—. ¿Quién sois?

—¡Soy el abad Daffyd, de San Dyfrig, cerca de Glascwm! —respondió con voz alta y clara—. Y he traído el rescate que exigís.

El sheriff miró fugazmente al abad Hugo, cuyo rubicundo rostro mostraba, por una vez, una expresión de puro y simple asombro. En la plaza, el conde Falkes se abrió paso hacia los monjes recién llegados.

—¿Dónde está? —preguntó—. Dejad que lo veamos.

—Aquí está, milord —dijo Daffyd; su rostro estaba empapado de sudor a causa de la frenética carrera para llegar a la ciudad—. Ruego a Jesús que hayamos llegado a tiempo. —Se dirigió a uno de los sacerdotes que estaban tras él y tomó una pequeña caja de madera, que entregó al conde—. Dentro de este cofre encontrareis los objetos que fueron robados.

—¡Aquí! ¡Aquí! —gritó el abad Hugo—. ¡Dejad paso! —Fue apartando a la multitud hasta llegar junto al conde—. Dejadme ver eso.

Arrebatando el cofre de las manos del conde, abrió la tapa y examinó su interior.

—¡Dios del cielo! —musitó, sacando los guantes. Extrajo la bolsa de cuero y, devolviendo el cofre a las manos del conde, intentó desatar torpemente los cordones que cerraban la bolsa, la abrió y depositó el pesado anillo de oro en la palma de su mano—. No puedo creerlo.

—¡El anillo! —exclamó el conde. Mirándole inquisitivamente, preguntó—: ¿De dónde habéis sacado esto?

—Estas son las cosas que fueron robadas en el bosque el día de Navidad, ¿no es así? —preguntó Daffyd.

—Lo son —confirmó Falkes—. Vuelvo a preguntaros: ¿de dónde las habéis sacado?

—Dios y todos los coros celestiales son testigos de que fui esta mañana a la capilla, para orar, y la caja estaba en el altar. Cuándo la dejaron ahí, nadie lo sabe. No vimos a nadie. —Levantando el brazo, el abad galés señaló las horcas—. Puesto que los bienes han sido devueltos y aceptados, pido la liberación de todos los prisioneros.

Para que lo entendieran los cymry que se agolpaban entre la multitud, repitió su petición en gaélico, lo que arrancó una ovación de aquellos lo bastante valientes como para exponerse a ser identificados por el conde y el sheriff como agitadores potenciales.

El abad Hugo, quien aún estaba examinando los contenidos del cofre, extrajo el pliego de pergamino cuidadosamente doblado.

—Aquí está. La carta —dijo, alzándola para poder verla a la luz de la antorcha—. Aún está sellada. —Mirando al conde añadió—: Está aquí, todo.

—Excelente —respondió Falkes—. Os doy las gracias, abad. Ahora liberaremos a los prisioneros.

—No tan rápido, milord —intervino Hugo—. Creo que aún hay preguntas que han de ser respondidas. —Se dirigió con repentina ferocidad al abad galés—: ¿Quién te dio esas cosas? ¿A quién estás protegiendo?

—Mi señor abad —empezó Daffyd, sorprendido, en cierto modo, por el crudo desafío del eclesiástico—. Yo no cr…

—Vamos, ¿no esperarás que creamos que no sabes nada de todo este asunto? Exijo una explicación completa y la tendré, a fe que sí, o si no, colgaremos a estos hombres.

Daffyd, ahora indignado, sacó pecho.

—Vuestras insinuaciones son ofensivas. He actuado de buena fe creyendo que esta caja se me había entregado para que pudiera garantizar la liberación de estos hombres penados, condenados, añadiría, por una falta que no cometieron. Parece que vuestra amenaza llegó a oídos de quienes robaron estas cosas y que se las arreglaron para dejar la caja donde pudiera encontrarse para que pudiera hacer lo que precisamente he hecho.

El abad frunció el ceño y resopló, poco dispuesto a creer una sola palabra. El conde Falkes, por otra parte, parecía complacido y aliviado.

—Por mi parte, creo que has actuado de buena fe, abad. —Mirando al patíbulo, en el que todos estaban contemplando, atónitos, la escena, con una ansiedad que los tenía sin aliento, gritó—: Rêlacher les prisonniers!

El alguacil Guy se volvió hacia el carcelero y transmitió la orden de liberar a los prisioneros. Mientras Gulbert procedía a abrir los grilletes para quitarles las cadenas, el sheriff DeGlanville se precipitó hacia la tarima.

—¿Qué estás haciendo?

—Liberarlos —respondió Gysburne—. Los bienes robados han sido devueltos. El conde ha ordenado su liberación. —Regaló al sheriff una ácida sonrisa—. Parece que vuestra pequeña diversión se ha acabado.

—¿Ah, sí? —respondió con una voz que destilaba veneno—. Puede que el conde y el abad hayan sido embaucados por estos bribones, pero yo no. Estos tres serán ahorcados, tal y como estaba planeado.

—Yo no lo haría…

—¿No? Ésta es la diferencia entre nosotros, Gysburne. Yo sí lo voy a hacer. —Dándose la vuelta gritó a sus hombres—: ¡Seguid con la ejecución!

—Estáis loco —gruñó el alguacil—. Vais a matar a estos hombres sin ninguna razón.

—La muerte de mis soldados en el bosque es toda la razón que necesito. Estos bárbaros aprenderán a temer a la justicia del rey.

—Esto no es justicia —respondió Gysburne—, es venganza. Lo que ocurrió en el bosque fue culpa vuestra, y estos hombres no tienen nada que ver con ello. ¿Dónde está la justicia en todo esto?

El sheriff hizo una señal al verdugo quien, con la ayuda de otros tres soldados, procedió a tirar de la soga que ceñía el cuello del anciano. Luego se oyó un sonido ahogado cuando los pies del anciano perdieron el contacto con las toscas planchas que formaban la tarima.

—Es la única ley que estos brutos britanos conocen, alguacil —insistió el sheriff mientras se daba la vuelta para ver cómo el primer condenado pataleaba y se mecía, suspendido en la horca—. No pueden proteger a su rey rebelde y burlarse de nosotros. No nos tratarán como a idiotas.

Aún estaba hablando cuando la flecha rasgó el aire, por encima de su hombro y se clavó en el verdugo, lo que le hizo trastabillar y caer de la plataforma. Dos flechas más siguieron a la primera, tan rápidamente que parecieron golpear como una sola, y dos de los tres soldados que tiraban de la soga cayeron de la tarima. El tercer soldado se encontró, de repente, solo. Incapaz de sostener el peso del prisionero, que se resistía, soltó la soga. El anciano se alejó tambaleándose y el soldado alzó las manos para mostrar que ya no era una amenaza.

El sheriff, con el rostro contraído por un rictus de rabia, se volvió buscando la fuente del ataque, al tiempo que un silencio siniestro se cernía sobre la atónita y aterrorizada multitud. Nadie se movía.

Por un instante, el único sonido que se oyó fue el crepitar de la hoguera y el apagado susurro de las antorchas ondeando al viento. Y entonces, en el silencio tan sólo perturbado por el movimiento de las llamas, se elevó un alarido horrendo, enervante, desgarrador, como si todos los demonios del infierno estuvieran torturando a un alma maldita. El sonido pareció quedar suspendido en el aire frío de la noche; y como si se hubiera helado a causa del horrible grito, la lluvia, que había estado cayendo irregularmente hasta ese momento, se convirtió en nieve.

De Glanville captó un movimiento entre las sombras, tras la iglesia —¡Allí! —gritó—: ¡Allí están! ¡Cogedlos!

El alguacil Gysburne desenvainó su espada y la blandió en el aire. Ordenó a sus hombres que lo siguieran y avanzó a empujones entre la masa, en dirección a la iglesia. Casi habían alcanzado la hoguera cuando, desde el centro de las llamas —como si hubiera sido escupido por la ardiente calígine del mismo fuego—, saltó el fantasma de plumas negras: el Rey Cuervo.

Al ver aquel cráneo negro y liso como una calavera, con su alta cresta cubierta de plumas y el pico imposiblemente largo, cruelmente afilado, los cymry gritaron:

—¡Rhi Bran!

Los soldados se detuvieron en el momento en que la criatura extendía las alas y alzaba su pico hacia el negro cielo, dejando escapar un tremendo alarido que pareció hacer temblar el suelo.

Desde el otro lado de la cortina de llamas voló una flecha. Guy, que estaba al frente de los hombres, entrevió el movimiento e instintivamente se cubrió con el escudo; la flecha impactó en él con la fuerza del martillo de un cantero, haciendo que el armazón de hierro le golpeara el rostro abriéndole un corte en la nariz y la mejilla. Gysburne se desplomó.

—Rhi Bran y Hud! —gritaron los cymry, con los rostros llenos de esperanza bajo la luz oscilante de la hoguera de la Noche de Reyes—. ¡Rhi Bran y Hud!

—¡Matadlo! ¡Matadlo! —gritó el sheriff—. ¡No lo dejéis escapar! ¡Matadlo!

El grito todavía resonaba en el aire cuando dos flechas surgieron de entre las llamas, silbando, hacia el sheriff, quien estaba dando órdenes desde el patíbulo como si fuera el puente de mando de un barco y él, el capitán. Los proyectiles volaron como un rayo entre la nieve que caía lentamente. Uno, impactó en la parte superior de la horca; el otro, se clavó en su hombro en el momento en que estaba bajando para abandonar su posición.

De repente, el aire se llenó de flechas que silbaban sin parar. Parecían impactar en todas partes al mismo tiempo, volando tan rápido que eran casi invisibles en aquella luz débil y titilante. Zumbando y cortando el aire saturado de nieve, dieron con sus objetivos: cada una abatió a un soldado franco. Tres flechas ardientes surgieron de la hoguera describiendo poderosos arcos en la oscuridad. Las flechas de fuego cayeron en el patíbulo, prendiendo en el poste y la tarima, ahora vacía.

El conde Falkes, conmocionado por la visión del fantasma, seguía allí plantado mientras las flechas ululaban a su alrededor como feroces avispas. Había oído mucho acerca de esta criatura a la que había considerado tantas veces como fruto de la imaginación de mentes débiles y supersticiosas. Pero allí estaba, extraña, y terrible, y que Dios lo ayudara, magnífica en su furia asesina.

La última cosa que Falkes de Braose vio fue el sheriff DeGlanville, con los ojos vidriosos, apretando el astil de la flecha que había penetrado en su hombro, atravesándolo y sobresaliendo por la espalda. El sheriff, tambaleándose como un borracho, avanzó a duras penas, daga en mano, afanándose por alcanzar al fantasma del bosque.

El conde Falkes se volvió y corrió tras el sheriff para detenerlo y alejarlo del peligro. Avanzó sólo dos pasos y llamó a De Glanville. El mundo acabó de repente en un mortal borbotón, en el momento en que una flecha impactó de lleno en su pecho y lo hizo caer de espaldas. Sintió el frío y húmedo lodo contra la nuca, y luego… nada.

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