Santa

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Segunda parte » Capítulo primero

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—Pues lo que yo les aseguro a ustedes es que están bebiendo infusión de párpados.

—¡Hombre, Ripoll, no sea usted cochino! —gritáronle a coro sus compañeros de mesa, que enfriaban el té de sus tazas con las cucharillas respectivas.

—¡Se gasta usted unas bromas…! —añadió indignado don Mateo, el de la casa de préstamos.

—¿Bromas…? —insistió Ripoll, entre serio y zumbón—, ahora verá usted sus bromas.

Y se levantó del asiento, con servilleta y todo, metiéndose en su cuarto a obscuras, y los demás oyeron cómo frotaba un cerillo, dos veces, y cómo revolvía papeles.

Triunfante regresó a la mesa, armado de un libro a la rústica que depositó encima del mantel, defendiéndolo con la mano extendida:

—Ahora lo oirán ustedes, nobles hijos de Pelayo, ahora oirán lo que dice un francés traducido en mi Barcelona, o lo que es lo mismo, fuera de España… claro está, ¡voto va Deu (al notar las protestas)! ¡De España…! El francés se llama Goncourt, ¡enterarse!, y afirma que esto que yo voy a leer, él lo leyó en un libro sobre el Japón… como quien dice, aquí a la vuelta…

Apuró su taza, lió y encendió un cigarro, y hojeó el libro hasta tropezar con la página que buscaba. La patrona hizo ademán de retirarse, pero no lo llevó a cabo porque Ripoll, con la mano, diole a entender que podía quedarse:

—No se ofenderá su pudor, doña Nicasia, escuche usted también… ya estamos en el macho, ¡no interrumpirme…!

Y luego de pegar una larga chupada al cigarrillo y pasear una mirada olímpica por las cabezas de su auditorio, comenzó a leer:

—¡Leyenda del té! «Dharma, un asceta en olor de santidad en la China y el Japón, prohibióse el sueño, considerándolo acto placentero y por todo extremo terrenal. Una noche, sin embargo, se durmió y no despertó hasta el amanecer siguiente. Indignado contra sí mismo por esa debilidad, cortóse los párpados y los arrojó lejos de sí como pedazos de carne flaca y vil que impedían alcanzar la sobrehumana perfección a que aspiraba. Y esos párpados ensangrentados, echaron raíces en el sitio en que cayeron, en el vivo suelo, y un arbusto nació dando hojas que desde entonces cosechan los habitantes, y con las que hacen una infusión perfumada que destierra el sueño…»

Nadie, lo que se llama nadie aplaudió la lectura o demostró siquiera el menor interés. La voz de Ripoll perdióse en el más absoluto indiferentismo y la poética leyenda en el más perfecto vacío, tanto que el cura carlista don Práxedes Luro, que llevaba fabricadas unas veinte bolillas de migajón de pan con las que se distraía en la mesa lanzándolas contra un vaso vacío, le soltó sin mirarlo:

—Amigo Ripoll, ¡esto ha sido una plancha superior!

Entonces sí que aplaudieron los otros, la patrona inclusive, que principiaba a recoger servilletas y a reñir a la sirvienta. Desfilaron los huéspedes por junto a Ripoll, quien los recibió a bocanadas de humo conforme ellos le daban una palmada en la espalda, riendo de su falta de éxito y repitiendo la frase del cura, con aditamentos varios de caletres:

—«¡Plancha, ingeniero, plancha…!» «¡Adiós, párpados…!» «¡Tío pesado…!»

Ripoll, medio amoscado, encogíase de hombros y los bombardeaba con improperios, en son de guasa:

—¡Ignorantes! ¡Salvajes! Nunca sabréis nada más que atesorar ochavos…, la culpa me la tengo yo, ¡pollinos…!, no lo digo por usted, cura, lo digo por estos compatriotas suyos, ¡mamarrachos…!

Reían los aludidos más fuerte, camino de sus habitaciones, y el cura apercibíase en el huequecillo menos tuerto del sofá del gabinete a descabezar un sueño, en espera de la partida de mus que noche a noche emprendía con Mateo Izquierdo, el socio de la casa de préstamos de la calle de las Verdes; con Anselmo Abascal, el dependiente de La Covadonga, gran camisería de la calle del Espíritu Santo; y con Feliciano Sordo, quien, aunque declaraba ser minero arruinado de San Luis Potosí, donde había dejado energías, juventud y caudales —según él—, pagaba puntualísimamente su pupilaje, no le faltaba jamás media docena de duros, usaba reloj de oro y era el único que bebía en la mesa Carta Blanca, de Monterrey. Susurraban las malas lenguas que la media docena de duros, el reloj de oro y la cerveza en las comidas de Sordo, se debían a las generosidades de doña Nicasia; que ella y él se entendían, y que dormían a pierna suelta, cual matrimonio legítimo y autorizado. Lo que es en público, salvaban las apariencias, uno y otra; hablábale ella igual que a los demás, sin que registrara tuteo o preferencia en la repartición de manjares. Él sí la tuteaba, francamente, como tuteaba al resto de los inquilinos, excepción hecha del cura y del

Jarameño. La sola pequeñez que al parecer los condenaba, consistía en la ubicación de sus habitaciones; vivían pared de por medio y la puerta de comunicación ofrecía bien débiles defensas; del lado de doña Nicasia, un sofá, de cretona, y del lado de Sordo, una mesa pequeña que desempeñaba oficios de pupitre, gracias a una sobrecama floreada que hacía de carpeta, y a un tintero con la tinta petrificada y las plumas tomadas de orín, que hacía de pelícano, pues don Feliciano llevaba siglos de no cartearse con sus problemáticos corresponsales de Potosí.

Escuchando a doña Nicasia, cuando se ponía a devanar el ovillo de su vivir, antes inspiraba respetos y simpatías: decíase —quizá para no romper con la tradición peninsular en la clase de patronas de principios— viuda de militar muerto en la manigua de Cuba, en el 81, por bala de negro insurrecto; muy lentamente soltaba sus apellidos, era Azpeitia de Flores, de los Azpeitia de Calatayud, y su marido, de los Flores de Segovia; aseguraba tener parientes linajudos, ¡hasta en la grandeza!, por parte de madre, que se oponían al casorio con Flores, teniente de

Cazadores de Vigueras por aquel entonces, pero ella que sí y que sí, enamorada como una loca, a todo dijo adiós, y a América se vino, a esa América sin entrañas que tantas y tan dolorosas sorpresas guarda a los españoles decentes que se dignan sentar en ella sus reales. Y Cuba sabíasela de coro, especialmente La Habana, de la que contaba a sus oyentes, mezclándolo todo, maravillas y horrores; cómo recién llegado el matrimonio corrían áureos de peluconas, cómo después el comercio fue empobreciendo, y la ciudad, la gran ciudad comerciante y alegre fue entristeciéndose, y la isla entera, prodigiosamente rica y prodigiosamente indolente, fue consumiéndose, consumiéndose hasta no ser ni la sombra de sí misma a causa de los endiantrados «laborantes», los tales insurrectos sin rey ni ley, ingratos, ingratísimos, que así la habían puesto y dejado, sin tabacales ni azúcares, sin ingenios ni bohíos, sin frutos ni flores, sin pobladores y sin oro; sus puertos, melancólicos, sus ciudades, silenciosas; sus campos tropicales, eriazos, incendiados, desnudos, bebiendo por igual, como sedientos insaciables, la sangre de los negros maldecidos y la muy noble sangre de los peninsulares que iban a ella por darle esplendor y lustre:

—Como nosotros, como mi infortunado Santiago, que no era un cualquiera, sino de los ¡Flores de Segovia…!

Cundía la indignación entre las filas de iberos domiciliados en los compartimientos de alquiler de doña Nicasia. Del cura carlista abajo, encendíanse todos en ira santa y vomitaban denuestos nada pulcros por cierto, peninsularmente libres, con impudicia de diccionario, y amenazantes, tendían los brazos cerrando los puños, a los cuatro vientos, desde el manso fondo de la salita en que la tertulia efectuábase. Era el despecho amargo de los desafortunados; la perpetua maldición contra el antiguo continente hispano; el mal incurable de que adolecen los españoles que no enriquecen al poco tiempo de habitar países que todavía consideran mostrencos bienes. ¡Ah!, estas Américas que ya sólo los toleran sin diferenciarlos de los demás extraños; que ya se permiten exigirles trabajo —no siempre enteramente limpio—, ¡para darles en paga su sustento…! Y los defectos de México (ya de suyo tamaños e innúmeros) salían agrandados con la bilis, con las iras, con las codicias; sus muchos vicios eran aborígenes, resabios de salvajes, mañas propias de los indios antepasados y de los indios herederos; sus raras cualidades eran meras importaciones que a ellos se debían, a ellos únicamente, y la República ésta, por más que le cobraban el monto de tal deuda, hacías e la sueca y no les pagaba ni los recompensaba nunca. Aquí los ánimos se agriaban; consagrábanse suspiros y saudades a la península distante, a los varios pueblos, partidos y provincias en donde habla nacido cada cual; los cantonalismos apuntaban irreconciliables e irrazonados; surgían los viejos odios. Estella era lo mejor, en el sentir del cura carlista que allí había nacido, ¡recorcho! ¡Navarra, nada menos que la provincia de Navarra, con su audiencia en Pamplona! Izquierdo, el prendero agiotista, abogaba por su rincón gallego, Mondoñedo. Por Cabuérniga, en Santander, Anselmo Abascal, dependiente de La Covadonga, y Sordo ponía a Játiva, su Játiva de Valencia, en los mismísimos cuernos de la luna.

Doña Nicasia, por su condición de patrona y por aragonesa y vecina de Zaragoza la invencible, no se dignaba terciar en la pelea; su persona y su Calatayud hallábanse a salvo, por encima de las diferencias de campanario, que, a las veces, arremolinábanse y pegaban en parte sensible. Curioso resultaba el recio reñir por una misma tierra, madre de todos los que combatían. Tirábanse a la cara con villorrios, aldeas, villas, ciudades y provincias; los ríos, los bosques, las montañas y las producciones trasmutábanse en otras tantas armas arrojadizas, en otros tantos escudos, y los que momentos antes maldecían juntos de la pobre América, distanciados ahora, despedazaban el reino, plagábanlo de pecado y manchas, revolvíanse airados contra la patria que amaban.

—«Lo que es vosotros —vociferaban los oriundos de aquí y los oriundos de allí— no habéis hecho más que males…»

—«Pues me parece a mí que vosotros, con lo que producís…»

Y así que se daban en rostro con lo inimaginable, que las manos habían revoloteado por los aires y posádose con estrépito de aves heridas que se abaten, sobre respaldos de sillas, tapetes de mesa y muslos de contrincantes, la calma renacía. Encendíanse cuatro o cinco cigarros temblorosos en la flama de un solo fósforo; regresaban los tuteos, resucitaba el espíritu de unión indispensable para ser fuerte en extranjera tierra, y que no hay español que no lo lleve latente y a disposición de otro español. Renacía la calma, y allá, a dos mil leguas, España continuaba siendo España; seguían corriendo sus ríos; en su lugar las cordilleras; el león en el escudo, firmes sus torres heráldicas, y toda ella arropada en su manto de flores de lis, de flores de grandeza y de flores de gloria, viva a los tantos años, a los tantos siglos, cual la luz de los astros de primera magnitud que, después de extinguidos, brilla todavía.

Sólo dos huéspedes no intervenían en las tremendas y diarias disputas. Ripoll, el ingeniero catalán que se conceptuaba una entidad intelectual y moral muy superior a las de sus paisanos, e Isidoro Gallegos, cómico sin contrata y huésped sin dineros con qué cubrir el módico importe de su pupilaje. Ello no obstante, su gracejo y experiencia hacíanlo más simpático de lo que era naturalmente, y su mala lengua, ¡vaya que la tenía mala!, hacíanle temible y peligroso. Las cuatro del barquero le soltaba al lucero del alba, y, por ciertas alusiones, doña Nicasia sospechábalo interiorizado de su enredo con Sordo. De ahí que no le exigiese el pupilaje demasiadamente y que neutralizaba el cohecho simulando enojos cada ocasión en que al cómico se le iba la sin hueso, vale decir, muchas ocasiones al día y muchas ocasiones a la noche, que Isidoro sabíase al dedillo la vida y milagros del género humano y cuando ignoraba lo concerniente a determinado individuo o individua, en un periquete inventábaselo para no incompletar su crítica ni amenguar su legítima fama de bien informado. Y estas disputas consuetudinarias acerca de los méritos privativos de provincias y ciudades sacábanlo de quicio, huía de ellas por no ofender a los tercos, encerrábase en su cuarto o adelantaba su hora de marcharse a la calle. Teníaselo manifestado, todo eso no era más que perdedero de tiempo y hacerse mala sangre:

—Todos somos peores, sí señor, lo mismo los que vencen que los que hemos perdido con este viaje de los demontres a América, que ni nos llama ni maldita la falta que le hacíamos… Por vosotros lo digo, pues conmigo varía el asunto… yo vine por el arte, por el gran arte que vosotros no conocéis ni de nombre… Ni en Madrid ni en Barcelona, ni en ninguna parte se conformaba con que yo les hiciese sombra; porque se la hacía, ya lo creo que se la hacía, ¿quién se me atreve a mí en el «género chico»? Y aquí, en México, ¿quién es capaz de ponérseme delante ni en el grande…?, ¡a ver, decirlo…! Por lo cual no me soportan y traman cábalas y me urden meneos y me tienen sin una peseta, ¿verdad, doña Nicasia, que nos tienen sin una peseta?, desmiéntame usted, ¡a que no…! ¡Pero vosotros…!, vosotros os tenéis la culpa por gandules, ¿queríais América?, ¿ambicionabais fortuna…? Pues ¡hala! a los campos, ahí, en la tierra que ha menester de fatigas y sudores, de hombres que la violen y la fecunden: preñadla de trabajo y ella os parirá cosechas y cosechas que carezcan de fin, las últimas mejores que las primeras; y tras las cosechas, los pesos duros, y tras los duros las onzas y tras las onzas los caudales, la fortuna soñada… ¡No más mostrador!

—Esto es título de una pieza de Larra, pero también es verdad, ¡no más mostrador!, y en un par de lustros regresaréis a vuestros lugares convertidos en indianos, sabiendo comer carne y esgrimir el tenedor, ¡destripaterrones!, sabiendo leer y firmar, con chistera en vez de boina o de pañuelo, botines de becerro (cantando) «unos zapatos bajos de charol» en vez de alpargatas… y en vuestras aldeas edificaréis templo aunque no escuela; y mandaréis acá a vuestros sobrinos, y os reventaréis de una indigestión de chorizos, ¡ignorantes, gordos, porcunos, felices… mientras que yo…!

—Usted, antes y mientras y después, ¡so desvergonzado!, puede irse a hacer… ¡gárgaras! —decíanle indignadísimos los aludidos, y el cura carlista, para anonadarlo, declaraba mordaz:

—Dejarlo, dejarlo que se desahogue, pobre, ¡es un histrión!

—¡Histrión, sí, a muchísima honra, cuidado conmigo, padre cura…! ¿Queréis otra receta? (vuelto a los demás), ¿queréis enriquecer por encantamiento y no trabajar ni un minuto sino raparos la más regalona de las vidas…?, ¿queréis seguir la senda por donde han ido —éste es un verso de… de… no me recuerdo de quién ni os importa tampoco, ¡es un verso superior!— por donde han ido tantos Sánchez y tantos Pérez y tantos López…? ¿Sí…?, pues casaos con rica, y si es feúcha mejor que mejor; es una industria socorrida… Yo no la intento porque no me da la gana, porque yo amo la libertad y a mi patrona. ¡Diga usted que no, doña Nicasia! Yo soy un hombre libre; yo soy partidario de todas estas Repúblicas, de las bombas de dinamita y de la olla podrida; yo soy socialista, anarquista, artista…

—¡Sablista!, querrá usted decir, eso sí que es usté —le soltaban a una el empeñero y el dependiente de La Covadonga, a quienes, en efecto, adeudaba unos reales, prestados hacía meses sin probabilidades de reintegro.

O bien Ripoll, desde su cuarto, imponía silencio a gritos, pidiendo un poco de sosiego para estudiar, o doña Nicasia amenazaba a Gallegos maternalmente, blandiendo los brazos, hueca la voz y las palabras descorteses.

Isidoro entonces se escabullía, aún ayudaba a instalar la mesa del mus, y descolgando de la percha general del pasillo su cuaternaria pañosa zurcida a trechos, encaminábase al teatro, donde por compañerismo nada pagaba, y luego al café, y luego a las fondas nocturnas, ocioso y noctámbulo empedernido. Con su eclipsamiento entraba la casa en una quietud relativa, pues había que contar con las diferencias de los

museros, los altercados que cualquier juego de naipes consigo trae, y entre jugadores latinos mucho más. Prolongábase la velada hasta la medianoche si los azares de las cartas tenían exageradamente prendido a alguno de los adalides, si no, a eso de las diez y media u once, levantábase la sesión, previo ajuste de cuentas y previa retirada de doña Nicasia que les guardaba plácida compañía sentada a la mesa de centro, con quinqué y pantalla, leyendo descosidos folletines de Pérez Escrich o de Fernández y González. Sordo daba la alarma sacando su relojazo de oro al que convergían las miradas de los contertulios, más atraídos por el valer de la prenda que por la mágica marcha de sus manecillas: iban a ser las once, se liquidaba, y a camita todo el mundo.

La Guipuzcoana, Gran Casa de Huéspedes Española —según rezaban el rótulo pintarrajeado de sus balcones y el letrero del primer descanso de su escalera—, como fragata de alto porte apagaba sus luces, cerraba sus escotillas y se arrebujaba en el silencio sin detener su andar, tripulada por aventureros, a los que no amedrentaba la lejanía de la costa, ni lo molesto de los tumbos, ni lo hambriento y traicionero de las olas que por igual mecen las ambiciones y los desfallecimientos, a los fuertes que a los débiles, las osadías y las desesperanzas… Nada significa que la embarcación sea frágil, ¡más lo es la vida!, y, sin embargo, con esta vida frágil se llega a muchas partes, consúmanse muchas conquistas y se realizan muchos anhelos, aunque peregrinos, conquistadores y poetas paren en el sepulcro, definitivamente, «hacia el cual —anunciaba el Eclesiastés—, vamos todos corriendo…»

Desde afuera, sólo una luz veíase brillar, cual de timonel que velara por la nave dormida. Y la apariencia no resultaba mentira completa: la luz era la del cuarto de Ripoll, que velaba, no por la nave

Guipuzcoana, sino por la suya propia, por el submarino que había inventado y venido a proponer en venta al gobierno de México. Rodeado de planos y compases, frente por frente de un diminuto y perfecto modelo de su descubrimiento. Una preciosidad de aluminio, con barandales, torres, tubos lanzatorpedos, escalas, tragaluces y su par de mástiles para cuando navegase al descubierto, quitables para cuando se sumergiese en las profundidades oceánicas, el ingeniero catalán pasábase las horas con papeles y números, calculando resistencias, velocidades, ventajas y defectos; armado de pinzas y herramientas varias; quitando una planchita aquí, reforzando un tornillo allá, cambiando la posición de la chimenea, mudando la escala de babor a estribor y de estribor a babor; con alma y corazón esperanzados en su invento, cuyas calderas no le satisfacían, cuya hélice, en revoluciones torpes, lo atormentaba.

Los inquilinos de La Guipuzcoana, doña Nicasia a la cabeza, respetaban supersticiosamente al ingeniero inventor, y a fuer de analfabetas para quienes guarismos, libros y palabras de alguna alteza adquieren alarmantes proporciones de maravilla, cobráronle miedo, ¡qué concho! Ripoll había leído mucho, soltábales vocablos en idiomas que ellos desconocían, abría libros de folio con mayor aplomo que el cura carlista su misal o su breviario, como un hechizado ejecutaba operaciones de aritmética, sí, a la memoria evacuaba las consultas de doña Nicasia a propósito de su gasto en el mercado o las de intereses y refrendos que Izquierdo, el empeñero, proponíale. Gradualmente, convirtiéndose fue Ripoll en el orgullo de la casa y destronando, en materias laicas, la autoridad adquirida por Práxedes Luro con la simple exhibición de su sotana. Ripoll era el sabio y era español, ¡por supuesto que era español!, y eso necesitaban, eso, «gachupines» así, que con sus saberes vinieran a civilizar a estos americanos y a proclamar la supremacía universal y absoluta de la península. Como por lo pronto el hombre anduviese escaso de fondos, doña Nicasia se le adelantó, después de una junta total de pupilos y del «visto bueno» de Sordo:

—Don Juan, lo que es por mí no se apure usted ni vaya a abandonar eso del sumarino… Cuando en estos reinos se lo compren, y se lo paguen sobre todo, usted me paga a mí y en paz…, pero mientras, nada, que usted pide por esa boca y yo sirvo con la mejor voluntad, ¿estamos…?

Ya lo creo que estaba y que estaría hasta no realizar la transacción profetizada; sobre que el problema de su sustento corría parejas, por lo insoluble, con el de la venta codiciada. Se acostumbró a vivir a crédito, lo mismo que iba acostumbrándose a que en el ministerio de Guerra y Marina nunca lo recibieran. El triunfo consistía en tener paciencia, mucha paciencia, como doña Nicasia, que jamás le recordaba el incesante crecer del adeudo. Todos en La Guipuzcoana terminaron por interesarse en el invento, cuyo mecanismo, precisamente porque no lo entenderían en los siglos de los siglos, antojábaseles cosa del otro mundo que por remate habría de dar a cada uno honra y provecho. El cura don Práxedes, en las raras misas que le caían en tanto lo nombraban párroco de alguna aldea rural y cercana a la metrópoli —promesa de personajes prominentes de la colonia—, antes del

Ite… encomendaba la destructora maravilla. Y un domingo, por unanimidad se bautizó el trebejo, de más valía que el

Peral, con castañas y sidra compradas a escote. Pusiéronle

Aragonés, en obsequio a la patrona y por indicaciones de Sordo. Los cuarenta años sonados hacía cinco de doña Nicasia, esbozaron una jota; don Práxedes bendijo el traste y Gallegos cantó él solo el dúo de

La Verbena:

—«Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad…».

Los huéspedes de La Guipuzcoana concibieron por el invento y por el inventor, respeto de catecúmenos. En la casa hablaban bajo; lo que Ripoll opinaba, por evangelio disputábanlo; y cuando en las noches, muy tarde ya, recogíanse los paseadores, al contemplar el iluminado balcón del ingeniero sonreían a solas, ufanos de habitar, tabique de por medio, con el genio que velaba infundiendo su espíritu en el Aragonés, monstruo que a todos casi pertenecía, que todos amaban ciegamente desde luego, tal y como se hallaba: imperfecto, pequeñín, inconcluso; a reserva de amarlo todavía más, después, pronto, cuando se recetara el gran chapuzón en el Golfo de México y nadando mejor que la mejor ballena, se entregara a agujerar barcos de madera y a lanzar por los aires los más formidables acorazados del mundo, ¡ole ya…!

El reinado de Ripoll, tan cariñosamente inaugurado, duró bastante menos de lo que él necesitaba que durase. Con el arribo de el

Jarameño, que se entró una mañanita con carta de recomendación, pesos y billetes a porrillo, copia de baúles y valijas, y un mozo de espadas, Bruno, más

flamenco en decires, andares y hechuras que si en la propia Flandes lo hubiesen parido (

¡Soy andalú de Aracena, carcule usté…!, declaróle a la criada), se relegó a Ripoll a la indiferencia y el

Aragonés al olvido. Atávicamente, étnicamente volviéronse en masa al torero; impulsados por secreta fuerza irresistible se desvivieron por mimarlo y agasajarlo, cual si con él hubiera entrado en La Guipuzcoana milagrosa bendición, años y años codiciada. Poco tuvo que poner el

Jarameño de su parte para ganarse unas voluntades que espontáneas y regocijadas a él se adherían. En lo que sí tuvo que andar con largueza fue en el capítulo de

parneses, pues con perdón de doña Nicasia, su Guipuzcoana iba que volaba al abismo y a la bancarrota. El

Jarameño, de buenas narices, olfateó apuros y les aplicó radical remedio: pagaría pupilaje doble siempre que se le cuidara como a mil, y por pronta providencia, anticipó un bimestre:

—Las cuentas claras, patrona, y el chocolate espeso. Corra usted el temporal con este dinerillo y aluego… pues lo correrá usted con otro.

Doña Nicasia gimoteó; Sordo estrechó enfáticamente la diestra del «diestro»; Gallegos lo aplaudió, hombreándose con él. ¡Bravo, compañero, así he sido yo toda mi vida!, el empeñero le sopesó los dijes de la cadena, y el resto de huéspedes radicóse en Babia. Ripoll almorzó en la calle y a regañadientes incorporóse a sus coinquilinos, cuando a su regreso nadie aún abandonaba los manteles y con muchedumbre de anises y manzanillas digerían platos extraordinarios dentro del comedor.

El

Jarameño se entronizó; era el cuerno de la abundancia, fuente inagotable de gracejo y la alegría de la casa. Don Práxedes confesó francamente «que era mucho hombre»; el empeñero, «que lo adornaban magníficas prendas»; Gallegos nombróse a sí mismo perito catador de sus cigarros y puros; doña Nicasia sólo «hijo» lo llamaba, y todos a una adoptaron para tratarlo el honroso título que le prodigaban Bruno y los banderilleros y picadores de su cuadrilla, sus visitantes perennes:

maestro denominábanlo y

maestro denomináronlo la patrona y los huéspedes. Este noble dictado y la coincidencia de que por esos días notificáronle a Ripoll en el ministerio que su submarino no ofrecía las condiciones apetecibles y no se lo aceptaban a precio ninguno, ni regalado, sumieron al ingeniero en negra melancolía que hubo de disimular en lo profundo para no incurrir en la pena de suspensión de víveres, que, regularmente, le infligiría doña Nicasia al percatarse, si se percataba, de que con la resolución ministerial ella perdía su dinero y la esperanza de juntarse con él ni en el Día del Juicio. Debe consignarse, sin embargo, que honradísimos eran los propósitos de Ripoll: vendería su submarino a particulares, a sus paisanos ricos, a los chinos, y en vendiéndolo, a saldar con su patrona y demás gente ordinaria, porque debía sus picos, unos picos como los de los Pirineos. Con la desazón y las fatigas, tornósele agrio el genio y amarilla la piel. Mal encarado, sentábase a la mesa sin cortejar a el

Jarameño, y, a manera de desesperado, convirtióse en blasfemo y de pésimas pulgas; irascible, gruñón, agresivo, soltando palabrotas que a los otros les resultaban jeroglíficos y charadas amenazantes. Apenas si Gallegos lograba que hilvanara dos palabras.

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