Santa

Santa


Segunda parte » Capítulo primero

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—¿Por qué ya no nos cuenta usted las cosas tan interesantes que solía? —preguntóle el cómico en cierta ocasión.

—Porque yo sí que me volví anarquista de verdad, no como usted, que lo es de mentirijillas, y cualquier día cambio mi invento; en lugar de que vuele buques de guerra, ¡voy a hacer que vuelen ciudades y naciones íntegras! ¡Sí, sí, no reírse…!, ¡íntegras!, con pobladores y con demonios…, ¡un jaleo, pero qué jaleo…!, ¡que concluya allá, por las nubes!

—Pues no quiere usted na, gachó —terció el

Jarameño benévolo—, ¿qué daño le ha hecho a usted tantísimo inocente?

Alzóse de hombros Ripoll y soltó uno de sus incomprensibles terminajos que de sus lecturas y su comercio con eruditos legítimos, le restaban:

—Un daño muy grande —respondióle al torero—. Usted todavía cree en los inocentes, a pesar de que la degollina del tal don Herodes acabó con la especie; yo creo en otras cosas; yo creo, por ejemplo, en que ustedes y yo y todo el mundo somos hijos del ¡antropopiteco…!

Si no les aclara tan pronto que el antropopiteco (no hubo nadie, ni el cura, que pudiera pronunciar el vocablo a las derechas) era un monstruo primitivo que, según sabios de nota, fue nuestro antepasado, como si dijéramos el tatarabuelo de los humanos, el ingeniero la pasa mal. Los huéspedes cercaron a Ripoll, exigiéndole la traducción al romance de tamaño disparate. Y este monstruo primitivo remató la caída de Ripoll: doña Nicasia le indicó que necesitaba fondos; Sordo le retiró la mirada y el cura el saludo; los demás reíanse de él en sus barbas y la criada le dejaba sin asear el cuarto dos y tres días. Isidoro Gallegos, al contrario, intimó con él y lo visitaba a menudo, tratando de inculcarle su estoicismo para conllevar flaquezas de prójimos y gorduras de la suerte.

Inopinadamente, el

Jarameño diose a protegerlo, atraído y deslumbrado por aquel su guirigay pseudocientífico, por su fisonomía barbada y viril, casi hermosa, y por su decidida fortuna pésima. Apaciguó el chubasco, pagó a doña Nicasia un mes de su pupilaje y, monarca absoluto, contra la afirmación de don Práxedes de que el catalán olía a hereje que apestaba, levántesele el entredicho, se le devolvieron unas miajas de su reputación de antaño.

—¡Es un tío que sabe! —proclamó el

Jarameño a guisa de bando de amnistía—, y que ha de haber tirado puñados de años trasteando universidades y gramáticas. Yo lo defiendo porque me nace defenderlo, ¡ea!, y una tarde he de brindarle un toro…

No llegó hasta allí la gratitud del defendido, que, deponiendo enconos y antipatías, a cada paso se la manifestaba a su benefactor. Pero que concurriera a los toros ¿él?, ¿él, que ni en Barcelona ni en Madrid había concurrido nunca?

—No, Jarameño, no, usted me perdone que no lo complazca me enfermo en la plaza, sufro; no, de veras no me brinde usted nada, que ya demasiado me ha brindado aquí. Odio los toros y a los toreros, permítame que continúe queriéndole mucho como hombre y como amigo…

Aquella noche a nadie extrañó en La Guipuzcoana que el

Jarameño no asistiese a la comida, pues rara noche comía en la casa; malogrando las proezas culinarias de doña Nicasia y la cara de pascuas con que lo recibían sus compañeros de pupilaje. Sí chocó, aun a los museros enfrascados en el naipe, que a eso de las diez se apareciera en la salita el mozo de espadas Bruno.

—Er maestro dice que le oiga uzté un momento, patrona.

—¿Viene enfermo? —interrogó doña Nicasia, ansiosamente.

—¡Quiá! —repuso Bruno, sonriente—, más zano que un cabestro; viene acompañado…

Deshízose el mus; Gallegos retardó su salida y doña Nicasia, sin aguardar a que se le enfriasen los ojos, siguió a Bruno por el corredor hasta el mismísimo cuarto del espada, en el que penetraba a cualquier hora. Los jugadores se agolparon en la mampara de la sala, en mano sus respectivos juegos. En la habitación de Ripoll, aunque iluminada, imperaba silencioso recogimiento. Sin duda el «diestro», a la par que doña Nicasia empujaba la vidriera dejándola entreabierta, encendió la lámpara de petróleo, porque la estancia, alumbrada de pronto, permitió que las curiosidades en acecho medio se satisfacieran:

—¡Caracoles! —murmuró Gallegos, plantado a la mitad del pasillo—, ¡qué hembra se ha recetado el maestro…!

—¡Patrona! —decía en el propio instante a doña Nicasia el

Jarameño cortando por lo sano—, aquí tiene usted a esta dueña de mi alma; se dizna vivir conmigo para que yo sin ella no me muera… Y aquí nos va a mandar a todos, a usted, a mí, a los huéspedes y al globo terráqueo…, conque, ¡se concluyó…! Si alguien se enfada, a la calle con él, y si se enfadan todos, a todos soleta, que yo pago por nosotros y por lo que usted pierda y por la madre que me parió… Esta señora se llama Santa, doña Nicasia, ¿se hace usted cargo? ¡Santa…! ¡Ven tú, gloria!, ven a que te conozca la patrona…

Tan cierto es que las mujeres, por su poderosa facultad de fingir, no pierden jamás, ni jamás olvidan los gestos, palabras o actitudes que las favorecen, que Santa recuperó instintivamente sus aires de los buenos tiempos, sus cautivantes aires de sincero candor campesino, y de nomás acercarse a la luz del quinqué, de nomás saludar y reír a doña Nicasia, se la ganó de un golpe; y si ésta desde luego no dio la bienvenida que su entusiasmo le dictaba (a pesar de adivinar en lontananza, si encubría el lío, crecidos beneficios que gran falta le hacían), reconoció por causa, el deseo de no disgustar a Sordo ni incurrir en las iracundias eclesiásticas de don Práxedes, retornó el saludo y escurrióse sin soltar prenda.

Discreto y rápido se efectuó el conciliábulo, encerrados en la habitación de la propietaria, ésta, Sordo y don Práxedes. Que pronto se pusieron de acuerdo los miembros del conciliábulo, comprobado quedó con que pronto también reaparecieron en familiar grupo.

—¿No le parece a usted, padre cura, que es lo debido cuando se trata de personas decentes?, ¿no le parece a usted? —insistía Sordo, que llevaba la batuta en el asunto.

Y ante los mudos asentimientos de don Práxedes y de doña Nicasia, satisfecha ella, y su paternidad, por efecto de la costumbre, aprobando con el brazo cual si repartiese bendiciones entre los feligreses de los curatos que había servido y de los que —el ilustrísimo arzobispo mediante— prometíase servir en lo futuro, a la sala regresaron entrambos varones mientras doña Nicasia pugnaba porque el

Jarameño abriese su puerta:

—Soy yo, Jarameño, soy yo. ¡Abra usted! —gritábale—, que pueden ustedes quedarse, como usted quería…

No le respondieron del cuarto oscuro y cerrado. Por la cerradura, a la que doña Nicasia pegó los ojos, nada alcanzaba a verse. Apenas si pudo escuchar rumor de besos compartidos, de recíprocas caricias, el imponente y triunfal himno de la carne.

El

Jarameño y Santa, al fin, otorgábanse el don regio de sus mutuos cuerpos, de sus mutuas juventudes y de sus mutuas bellezas. Oficiaban en el silencio y en la sombra, rompiendo el silencio con el eco difuso de los labios que encuentran otros labios o que recorren toda una piel sedeña y dulce que se adora hace tiempo; desgarrando la sombra con la luz de sus encendidos deseos contrariados tantos días, cuando el vivir y el amar son tan cortos… Y del amor que se desperdiciaba por los resquicios, se llenó, transfigurándose La Guipuzcoana entera, como si invisibles manos compasivas la incesaran pausadamente, totalmente, y desterraran vulgaridades, envidias, codicias, cuanto de ordinario formaba su oxígeno respirable. No eran Santa y el

Jarameño una meretriz y un torero aguijoneados de torpe lubricidad que para desfogarla se esconden en un cuarto alquilado y ruin, no, eran la eterna pareja que entonaba el sacrosanto y eterno dúo, eran el amor y la belleza. ¡Oficiaban…!

Doña Nicasia se apartó respetuosa, cabizbaja, grave, como se aparta uno siempre de los lugares en que se celebran los misterios del nacimiento, del amor y de la muerte; ¡los misterios augustos!

La noticia circuló entre los huéspedes de la sala, primero, y entre los ausentes a la hora del suceso, conforme llegaban a sus cuartos. Cundió que don Práxedes no se oponía; que Sordo daba su aprobación y que doña Nicasia estaba contentísima de la ocurrencia. Hubo un encogimiento de hombros universal; ¿qué les podía importar que hubiese una mujer de más en la casa? A lo sumo, alborozo por conocerla, idea vaga de que los prefiriera al amante, la grata e informulada inquietud que en los hombres origina, a cualquiera edad y en cualquier estado, hallarse próximos a una mujer bonita. Por desengaño de las miserias de nuestro linaje, Ripoll encogióse de hombros más que los otros, al ser notificado del arribo de Santa, por Gallegos, quien, mañana a mañana, de pantuflas y saco destrozado, instalábase en el cuarto del ingeniero a fumar media docena de cigarrillos bien conversados:

—¿Qué opina usted, profesor, de esta invasión de faldas…? A mí me alegra… es una real hembra, de buten, le digo a usted que es de buten…

No se entusiasmaba Ripoll, de narices sobre sus números. ¿Las mujeres…?, ¡peuh!, iguales, todas iguales, por mucho que cada enamorado sostenga lo contrario y para su dama exija una excepcionalidad que es subjetiva, meramente subjetiva… mas en el fondo, todas cortadas por una sola tijera: las mismas mañas, las mismas falsías, los mismos defectazos irremediables de máquinas imperfectas cuyo molde se echó a perder hace años… Como no hay de otra marca y de ellas habemos menester para gozar, con ellas apechugamos prometiéndonos componer a la que nos cupo en el reparto o a la que nos corresponde en la perenne arrebatiña…

Reía Gallegos de filosofías semejantes, ¡qué cuerno!, si siendo imperfectas nos matamos por ellas y tras ellas andamos como chuchos rabiosos, ¿qué sería si llegaran a la perfección?, ¡el acabose, ingeniero, el acabose!

Luego, contó a Ripoll que los huéspedes habíanse conducido a sus despertares cual si el

Jarameño y su chica fueran novios de veras, casados la víspera. Ni ruido hicieron en el desayuno, de puntillas se largaron a sus quehaceres, mirando de soslayo a la puerta cerrada:

—Vamos, hombre, que hasta la sirvienta se moderó al batir chocolates y lavar tazas…, esto supera a

Los amantes de Teruel

No faltó ninguno a la comida que, según los reglamentos, sirvióse a la una de la tarde en punto. La única contravención a los tales consistió en que el mantel y las servilletas albeaban de limpios y en que en el centro de la mesa figuraba un gran ramo de flores, de a duro lo menos, alegrando semblantes. Gallegos inició algunas alusiones picantes que inadvertidas se evaporaron debido al severo mirar de doña Nicasia, a un carraspeo de Sordo y a un fruncimiento de cejas de don Práxedes. Antes que «los del Teruel» ingresó la sopera, destapada y olorosa.

—Hoy he guisado yo —proclamó doña Nicasia—, hay sopa de ajos, huevos con tomate, bacalao y olla podrida…

—¡Y yo pago el vino! —gritó el

Jarameño entrando radiante de la mano de Santa, ruborizada, así como suena, ruborizada y para sus adentros temerosa: ¿se le averiguaría en la cara lo que había sido…?

Por dicha, la salva de aplausos que estalló a su llegada diole confianza y ánimos; y cuenta que no solamente la aplaudían a ella, buena parte de los aplausos consagrábanlos a los platos anunciados y al vino prometido, que Bruno introdujo en un canasto: dos docenas de botellas que tintineaban entrechocando, tinto español, legítimo, de la Rioja.

Sin dificultades ganó Santa en este primer encuentro; en sus redes de prostituta elegante, añadidas y a trechos rotas de tanto servir, cautivó a aquel montón de aventureros y de horteras, a Ripoll inclusive, a pesar de sus despectivas teorías contra el sexo. Isidoro, cautivado a su vez, examinábala, sin embargo, procuraba recordar: ¿dónde he visto yo a esta muchacha…?

Pero llegó el domingo próximo, fecha de lidia, y la decoración cambió. Los individuos de la cuadrilla de el

Jarameño, que a diario visitaban al «maestro» y habituados a estos amasiatos de duración corta y emborrascada, guardando distancias, trataban a Santa como esposa temporal de quien los mandaba, desde el sábado a la noche notólos Santa con actitud diversa, sin sus carcajadas y cantos, sin su alegría de existir ruidosa y franca de los demás días. A lo mejor de su plática quedábanse taciturnos, sacudían la ceniza de los cigarros con meticulosidad pensativa y suspiraban muy por lo bajo, cual si maquinalmente probasen a engañarse a sí mismos ahogando sus suspiros o miraban al «maestro» fija y largamente, en mudo voto porque la ciencia de él los salvara a todos mañana, en la arena, que tanto puede servirles de sepultura profana como de amplio pedestal de fama y renombre.

—¡Mucho juicio esta noche, y mañana, temprano, en el encierro toos, pa diquelar er sentío de lor bichos! —díjoles el

Jarameño al despedirlos.

Y Santa vio claro que partían preocupados y que el

Jarameño, preocupado, regresaba al cuarto; que después cenaba con sobriedad, sin catar el vino ni estrecharla a ella, acostados ya por lo que alarmada de lo inusitado del fenómeno, se lo reprochó femenilmente.

—¿Ya no me quieres…? —le preguntó dentro de la tibia sombra del lecho, arrimándole el mórbido cuerpo, en un total ofrecimiento.

Estremecióse el matador, mas ante la vecindad del peligro, en las profundidades de su ser arrumbó las ansias de su temperamento de fuego, e igual que si implorara una merced grandísima, habló a su querida:

—¡No, no te quiero ya, te adoro ahora…! Mira, por un cabello tuyo daría mi vida; por toda tú, la vida de mi pueblo, y porque no me engañaras nunca, todos los imperios y reinos de la tierra, ¡y cuidado si hay imperios y reinos…! Si no te abrazo y no te beso y no te como a muchos bocados para saborearte a mis anchas, más padezco yo que tú, ¡te lo juro por estas cruces! (enclavijando las manos aunque no se veía gota), pero si mañana salgo vivo de la corrida, ¡pobrecita de mi alma!, te voy a devorar… No es que la lidia me acobarde, no, ¡si me vieras estoqueando!, se me pone el pulso más firme y más quietecito que cuando duermo, ¡por mi salú…! Es que si se descompasa uno la víspera de torear —será gitanería, concedido—, ¡ay hija!, se corre el riesgo de torear por última vez, y ya ves tú si, queriéndote lo que te quiero, me haría gracia que un bicho me ultimara mañana, ¡corriendito…! Por eso no me toques ni me tientes, ¡por la marecita que te echó a penar en el mundo!, pues si me tocas no respondo; llamas me corretean por las venas, y mi alma y mi vida a ti se me van, y yo detrasito de ellas… Si te abrazo, me ardo; si te beso, parece que pierdo el juicio… Me moriría encima de tu pecho sin sentir nada, nada más que ganas, remuchísimas ganas de continuar contigo después de muerto, enterrado en tu seno hasta que el mundo se concluyese, ¡qué sé yo!, años y años, lo que duraran sumadas tu vida y la mía y la de nuestros hijos, y la de los hijos de nuestros hijos… ¡Mi Santa…! ¡Mi Santa de mi alma…!

Contra su costumbre, no tomó el

Jarameño, al día siguiente, su café en la cama. De las manos de Bruno recibió la bandeja y en persona sirvióselo a Santa, ya penetrada de la gravedad de los sucesos y que de mal talante lo apuró echada sobre las almohadas; su anca soberbia señalándose a modo de montaña principal, bajo las ropas rugosas, del resto del cuerpo extendido: en lo alto la cabeza; las negras crenchas rebeldes, cayendo por sábanas y espaldas, como encrespada catarata; en seguida, un hombro redondo, como montaña menos alta; luego el anca, enhiesta y convexa, formando grutas enanas con los pliegues que hacía colcha de bombasí, levantada por dentro; después, la ondulación decreciente de los muslos que se adivinaban, de las rodillas en leve combadura; por final la cordillera humana y deliciosa, perdiéndose allá, en los pies que se hundían, de perfil, en los colchones blandos, y que dibujaban angostas cañadas, microscópicas serranías blancas con las arrugas de la ropa, veredas que se entrecruzaban, senderos que conducían a las orillas del lecho, a los hierros dorados de que colgaba el rodapié de punto, o que, internándose bajo las sábanas, conducían, inocentemente, a la piel ardorosa, aterciopelada y trigueña de la bellísima hetaira…

El sol, el sol del cielo, que al abrir el

Jarameño las maderas del balcón había asaltado la estancia cual invasión de agua represa que de improviso rompe compuertas y anega campos, dio de pleno en Santa, le regó de luz y de moléculas rubias que bullían en la atmósfera; pintó en la pared, con sombra, los contornos de su cuerpo, y por abertura estrechísima del camisón que no habría consentido ni el paso de un dedo, el sol, con ser tan grande, por ahí se metió a besar quedamente, con sus labios incorpóreos y astrales, el botón sonrosado de los senos de Santa, que apenas asomaban su forma de copa de la Jonia, de copa sólo fabricada para gustar de ella los néctares, las esencias y las mieles.

—Tendremos una gran tarde —vaticinó el

Jarameño volviéndose a mirar tanto sol dentro de la pieza. Y deteniendo su mirada en Santa, que aguardaba inmóvil el doble baño de calor y de luz, masculló cual si consigo mismo hablase:

—¡Qué linda eres…!

Acto continuo, para que no lo ganasen enternecimientos inoportunos, se entregó a Bruno, el que con una maestría de barbero profesional, le afeitó el rostro hasta dejárselo azuloso y terso. Luego, lo vistió de corto, traje de calle; cepillóle el sombrero de anchas alas y le alargó el bastón de carey con puño de oro. Santa insistió entonces en que le permitiera asistir a la corrida.

—Llévame, Jarameño. Considera con qué congojas pasaré la tarde aquí sola, ¿me alisto…?

Ni por pienso. El

Jarameño, serio, reproducía sus negativas de cuando Santa solicitó ir a verlo torear; volvió al pretexto de sus presentimientos, de sus gitanerías, según los tenía bautizados:

—No irás, mi Santa; por tu madre que no me pidas ir… Me da en el corazón que el día que tú me veas torear ha de ocurrirme una desgracia grande… Quédate aquí, y reza, acompáñame con tu pensamiento y con tu querer, y antes que la noche, regresaré yo.

Bruno, en el interin, aparejaba un remedo de altar; dos velas de cera, encima de la cómoda, frente a una Virgen de los Remedios en cromo, que habrían de arder mientras el

Jarameño se hallase en peligro inminente. Él las encendía al partir y él las apagaba al tornar, lo mismo si tornaba sano y salvo que como cuando en Bilbao tornó en vilo de sus hombres, con aquella cornada en la ingle que lo hacía sufrir aún.

La Guipuzcoana toda, no obstante que a sus inquilinos transportábalos la afición y que el alborozo los delataba, manteníase en cierta reserva en atención al «maestro»; por lo que la comida dominical resultaba relativamente silenciosa y anticipada, se servía en cuanto el matador volvía del encierro. De acuerdo con lo que la regla manda a los lidiadores. El

Jarameño sólo tomaba un par de huevos tibios y una copa de jerez, seco; el estómago debe estar vacío para ceñirse apretada la banda y para disponer, en la brega, de ligereza y agilidad. Santa comió un bocado con desgana, a pesar de las instancias de la patrona que singular afecto le aparentaba; sentíase nerviosa, con palpitaciones y ganas de llorar; colérica de que los huéspedes, ansiosos, consultasen relojes y cambiaran guiños de subrepticias connivencias. Ripoll, flemático, no rehusaba manjar; y Gallegos, en el colmo del entusiasmo por lo que gustaba de los toros y porque el

Jarameño obsequiábalo domingo a domingo con una contrabarrera numerada, soltaba sin descanso halagüeños augurios: habría un gentío a reventar, público conocedor y villamelones, chicas guapas y caritativas:

—¡Que va por usted, hombre de Dios, conque a lucirse y a dejar bien puesto el pabellón!, nosotros los artistas debemos posponer…

Lo callaba a improperios y a bolazos de miga de pan; él no era más que un comicucho, y malón por añadidura, ¿cómo se comparaba a un personaje de la talla de el

Jarameño…? Los cómicos no corren más riesgos en un meneo que sacarse una patada por la cabeza, docena de silbidos y perder la contrata…, ¡pero los toreros pueden quedar inválidos, pueden perder la vida…! Bruno anunciando a su amo que era hora de arreglarse, rompía el medroso mutismo que seguía a la fúnebre observación. ¡Perder la vida…! y siendo tan fácil perderla, ninguno suponíase a ello expuesto, ni el

Jarameño que de la mano de Santa salió esa tarde del comedor. Bruno los precedía, y una vez traspuesta la puerta del dormitorio de los amantes, sin consultar, la cerró con llave.

En la vasta cama matrimonial reposaban las prendas del traje de luces, la chaqueta con sus mangas abiertas y el pantalón corto, despatarrado; cuidadosamente desdoblado el resto, en inanimada espera de que lo encajaran donde debían encajarlo.

Siempre de la mano de Santa, el

Jarameño fue y encendió los cirios, se arrodilló y se abstrajo en la contemplación de la imagen; si rezaba, rezaba con la mente, pues Santa no notó ni que moviese los labios. Estaba pálido.

—Siéntate, mi serrana, y aprende a vestirme, que es empresa complicada —le dijo al incorporarse y principiar la maniobra previa de despojarse del traje de calle, cuyos pantalones, por lo ceñidos, hubo de tirarle Bruno, agazapado.

Con tal intensidad posábase ahora el sol en la acera de enfrente, que su puro reflejo alumbraba el cuarto del «diestro» con exceso de luz vivificante, alegre y amiga.

Al quedar el

Jarameño casi desnudo, se puso en pie. Y Santa, aunque sin hablar, lo admiró en su belleza clásica y viril del hombre bien conformado. Los músculos, los tendones, las durezas de acero que acusaba en los bíceps, en los pectorales, en los omóplatos, en las pantorrillas nervudas y sólidas, en los anchos de la espalda y en lo grueso del cuello, armonizábanse, le prestaban hermoso aspecto antiguo de gladiador o de discóbolo, de macho potente y completo, nacido y criado para las luchas varoniles, las que reclaman el arrojo, el valor y la fuerza; las luchas olímpicas en las que se muere, si se muere, de cara al sol, sonriendo a las mujeres y a los cielos, salmodiado por las valientes notas de las músicas guerreras, en gallarda apostura y espléndido lecho mortuorio; yacente en arena caldeada con efluvios de un rey de astros y con sangre de fieras que agonizan ululantes y se amortajan en la púrpura de sus entrañas al aire, con céfiros de bosques, insanos clamoreos, aplausos y jadeantes espiraciones trémulas de multitudes suspensas y encantadas de hallarse tan cerca de un peligro que no las herirá pero sí las enloquece y fascina, que lo mismo las sacude en sus clámides, mantillas y vestidos —que lucen todos los colores—, que en sus espíritus subyugados, donde se anidan todas las pasiones y todas las vesanias. ¡Santa lo admiró!

Sí, reconocía que estaba hecho para esas luchas, adivinábalo más bien. En cambio, sabía que estaba asimismo hecho para el amor, para el amor suyo, de ella, que, en pago, lo amaba a su manera, plásticamente, por sus juramentos gitanos, por lo asfixiante de sus brazos y lo salvaje de sus caricias de incivilizado. No se resignaba con perderlo acabando de hallarlo, ni con que un toro se lo matase aquella tarde que más convidaba a acercamientos íntimos…

—¡Mira, morena, mira cómo se viste un matador de toros! —le dijo el

Jarameño sentándose en una silla y abandonándose a las pericias de Bruno.

Primero, el calzón de hilo, corto; luego, la venda en la garganta de los pies, muy apretada, contra luxaciones y torceduras; después, las medias de algodón, y sobre éstas, las medias de seda, tirantísimas, sin asomos de una arruga; después, las zapatillas, de charol y con su lazo en el empeine, y ¡arriba!, ¡pararse!, vengan la taleguilla y la camisa de chorreras, finísima, de hilo puro, de cuatro ojales en su cuello almidonado.

—¡Mis botones de cadenilla, Bruno! —ordenó el

Jarameño, a tiempo que introducía bajo el cuello de la camisa el corbatín de seda y que se abrochaba los especiales tirantes de brega.

Metióse la falda de la camisa dentro de la taleguilla, que cerró por delante, y pidió faja de seda y sudadero de hilo, con los que Bruno lo cinchó, duro, apartándose luego a preparar el añadido. Iba el

Jarameño a abotonarse el cuello, mirándose al espejo del lavabo, cuando reparó en su medalla bendita —la que se oxidaba con sus sudores, enzarzada en los negros y abundantes vellones de su tórax—, y devotamente la llevó a su boca, la besó muy quedo.

—Anda con el «añadido», Bruno, ¡menéate! —ordenó sentándose de nuevo y destrenzando la coleta.

En el propio instante se oyó que un carruaje deteníase abajo, en la calle, y a la masa de huéspedes, capitaneada por doña Nicasia —sin incluir a Ripoll—, que ansiaban a el

Jarameño, desde afuera:

—¡Ahí está el coche, «maestro» ya van a dar las dos y media! ¿No nos vamos?

—¡Salgo en seguida! —contestóles el

Jarameño—, ¡adelantaos vosotros y aplaudirme en la plaza!

Bruno procedió a fijar el «añadido», trenzando el pelo postizo con el del diestro y con la moña aovada. ¡Bueno! Había quedado bien… ¡A ver el chaleco! ¡Por supuesto, acorta el correón…!, ¡ah!, ¡ah…!, ahora la chaquetilla:

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