Samurai

Samurai


Capítulo 27

Página 34 de 39

Era una lucha tremenda. Me sentí fuera de mí, a causa de la indecisión y la angustia. Ahora sé —años más tarde— que actué de la única forma sensata. Pero ni siquiera hoy puedo describir con palabras la lucha emocional que hizo falta para superar años de disciplina estricta y brutal, el acatamiento de las órdenes durante toda mi vida. En esos terribles momentos en la carlinga del Zero, me esforcé con éxito por quebrar las cadenas de la disciplina y la tradición.

Aunque los tres encontrásemos a las naves enemigas, aunque penetrásemos a través de los cazas, aunque nuestras picadas fueran perfectas, ¿qué podríamos lograr con nuestros tres cazas pequeños, ligeros, y sin bombas, llevando solo algunas granadas de cañón y municiones de ametralladora, que estallarían en un instante? Esos dos jóvenes pilotos que me seguían, que me confiaban sus vidas, habían mostrado una notable destreza en lo referente a imitar empecinadamente mis violentas maniobras evasivas para eludir a los Hellcat.

Habían volado sin vacilaciones, hacia el corazón de una tormenta, cosa que no era poca hazaña. Merecían mejor destino que el de hundirse bajo el océano en medio de la ruina de sus aviones, su lugar estaba en Japón, merecían una oportunidad de volver a volar y combatir.

De modo que mi decisión quedó adoptada. Pero teníamos por delante un vuelo largo y peligroso, henchido por más peligros de los que quería enfrentar. Estaba el asunto de la orientación. Nuestros motores no estaban en buen estado de funcionamiento. El avión de Hajime Shiga, en especial, se encontraba en un estado peligroso. Las violentas corrientes desatadas en el ojo de la tormenta habían arrancado la cubierta del motor de su avión. Le hice señas de que se acercase a mi caza, y él indicó con la mano que su motor tenía un funcionamiento defectuoso y podía dejar de funcionar en cualquier momento.

¿Qué podía decirle yo? Le señalé que se mantuviese cerca de mí. El avión de Yji Shirai se hallaba en mejor estado, y después de que el aparato de Shiga ocupara su nueva posición, se colocó del otro lado.

Unos minutos más tarde verifiqué mi rumbo por medio del sol poniente, que ahora se mostraba, brillante, a través de las nubes desgarradas. Habíamos dejado atrás el chubasco; a cada minuto que pasaba nos internábamos en un aire más claro y en calma.

Los minutos se arrastraron con lentitud. Una vez más, me encontraba en una posición temida por todos los aviadores: sobre el océano, con la noche casi encima, sin forma de verificar con exactitud dónde estaba, escaso de combustible y con un punto de destino que estaría envuelto en la oscuridad, como protección contra los bombarderos enemigos merodeadores.

Me asombró el motor del avión, que continuaba palpitando con sorprendente regularidad. Un generador se había quemado; el hecho de que el motor siguiese funcionando resultaba pasmoso.

No tomé precauciones para ahorrar combustible como lo había hecho dos años antes, cuando regresé, tullido, de Guadalcanal a Rabaul. No entendía cómo el motor, demasiado exigido, podría funcionar en esas condiciones. A esa altura ya me importaba poco si fallaba. Me esforzaba, y eso era suficiente. Si el avión perdía su potencia, me ahorraría el momento que temía cada vez más, a cada segundo que pasaba. Perdería el honor cuando regresara a Iwo Jima. Eso lo entendía demasiado bien. Me aterrorizaba la perspectiva de presentarme ante el capitán Miura.

Dos horas después de poner proa a Iwo, el océano ya estaba sumido en una oscuridad total. No veía absolutamente nada debajo de mí; sólo percibía, en el cielo, las estrellas que brillaban intensamente. Pasó casi una hora más. Ya estaba. El momento fatal. Si había puesto el caza en su rumbo correcto, Iwo tenía que estar debajo de mí ahora. Si no… Por lo menos jamás sentiría el gélido abrazo del océano cuando el Zero cayese.

Pasaron varios minutos más. Miré el horizonte, con la esperanza de ver algo, un borrón, una sombra negra elevando su contorno contra los estrellas. Y allí había algo. Algo grande, negro, irregular, con una elevación empinada en un extremo. ¡Iwo! ¡Habíamos llegado!

Bajé la proa, seguido por Shiga y Shirai. Iwo yacía envuelta en la oscuridad. Y en la negrura aparecieron cuatro débiles luces. Para mí, fueron como faros cegadores, maravillosos. Luces de linterna en la pista principal.

Parpadearon débilmente, con la señal para aterrizar. Los hombres de la isla habían reconocido el ruido de nuestros motores. Me invadió una sensación de alivio, y casi quede laxo por el cese repentino de la tensión que había ido acumulándose durante casi tres horas, en el viaje de regreso.

Apenas se veían cuatro luces en la pista. Normalmente usábamos veinte, pero las otras habían sido destruidas por las bombas. ¡Cuatro o cuarenta, qué me importaba! Después de todo lo que habíamos pasado, sentí que habría podido aterrizar en la oscuridad. Y bajé, carreteé en la pista, mientras los dos cazas aterrizaban detrás de mí. Las luces se apagaron.

Un grupo de pilotos y mecánicos corrieron hacia nuestros aviones. Los miré durante un momento, mientras se acercaban. Casi no me sentí capaz de enfrentarlos. Bajé y caminé hacia el Puesto de Mando. Nadie trató de detenerme cuando pasé por entre el gentío, sin mirar a derecha ni a izquierda. Todos entendieron mis sentimientos, y se apartaron cuando crucé el aeródromo, seguido por mis dos hombres de ala.

En la oscuridad tropecé con un cuerpo. Retrocedí. No hubo movimiento ni sonido alguno.

—¿Quién es? —grité. No hubo respuesta. Me acerqué al hombre acurrucado en el suelo. Apenas pude distinguir un uniforme de piloto. Me incliné para verle la cara.

—¡Muto!

El aviador se encontraba sentado, abatido, con la cabeza apoyada en los brazos.

—Muto, ¿estás herido?

El desdichado levantó la cabeza y me miró. —No estoy herido.

Se puso de pie y miró, asombrado a Shiga y Shirai, quienes esperaban detrás de mí.

—¡También… también trajiste de vuelta a tus hombres de ala!, —exclamo.

Bajó la vista, gimiendo:

—Sakai… Sakai… Escúpeme, amigo mío. Escúpeme.

Las lágrimas corrieron por el rostro.

—Me vi obligado a volver —gritó, angustiado—, ¡sólo!

En el suelo, delante de Muto, estaban los regalos de los otros pilotos, quienes le dieron la bienvenida cuando su caza solitario apareció sobre el océano y aterrizó en la isla. Una vez más, los modestos regalos —todo lo que los demás hombres tenían en el mundo atestiguaban sus intentos de alegrar al abatido piloto.

Lo tomé del hombro.

—Sé cómo te sientes. Muto. Pero ahora no se puede hacer nada. Es demasiado tarde. Todo eso ha terminado. Está en el pasado.

Lo sacudí un poco.

—Muto. —Señalé el Puesto de Mando—. Nosotros… iremos juntos. Asintió. No pudimos mirarnos. Y entonces algo se cortó dentro de mí. De pronto hizo presa de mí una fría cólera contra todo lo que había sucedido ese día. Pensé en Muto, brillante en el aire, convertido ya en un as, dispuesto a combatir en cualquier momento, en cualquier parte… Y pensé en él llorando, abyecto, acongojado, temiendo haberse comportado como un cobarde cuando se lo envió en una misión estúpida.

Juré que, no importaba qué ocurriera, si algún oficial superior trataba de dar rienda suelta a su ira y lo castigaba, me olvidaría de toda mi cautela, me arrojaría sobre ese hombre y lo reduciría a pulpa. En un principio, temía nuestra entrevista con nuestro superior, al siguiente, hervía de furia.

El capitán Miura estaba sentado, impasible, ante su escritorio.

Escuchó con atención cuando le conté lo ocurrido, la presencia de enjambres de Hellcat, los cazas incendiados que jamás tuvieron la menor oportunidad, los bombarderos que estallaron, uno tras otro, siete en un minuto.

Miura levantó la vista y me dirigió una mirada profunda.

—Gracias, Sakai —dijo en voz baja. Eso fue todo.

Entonces habló Muto. Buena parte de lo que dijo, por supuesto, fue una confirmación de mis palabras. Y una vez más al capitán dijo solamente:

—Gracias. Muto.

Saludamos y retrocedimos. El capitán Miura continuó sentado, sin mover un músculo del cuerpo, el rostro sombrío, el tormento en la mirada. Sentí pena por ese hombre que había ordenado a sus hombres que partiesen en una misión condenada al fracaso antes de empezar, pero que lo hizo porque entendía que no tenía otra opción, que eso era lo mejor para Japón. Pero en ese momento Miura sólo parecía una persona acongojada por los hombres —sus hombres— que ya no regresarían.

Shiga y Shirai salieron de la tienda con nosotros. Un hombre corrió tras nuestro grupo; era el comandante Nakajima. Me tomó de los hombros, y había alivio en su semblante.

—¡Sakai! —exclamó—. ¡Estaba desesperado por volver a verlo!

—Pero… —protesté.

—No necesita disculparse —me interrumpió antes de que pudiera seguir hablando—. ¿No le parece que lo conozco bien, amigo mío?

Todos los hombres de la isla saben lo que sucedió hoy, que lo único que podía hacer era volver. ¡No se ponga tan ceñudo! Todavía nos quedan posibilidades, devolveremos el golpe. Es bueno tenerlo aquí otra vez, Saburo. Muy bueno.

Las palabra de Nakajima derritieron el hielo de mi corazón.

Entonces entendía. No estaba solo con mis sentimientos. Pero ni siquiera sus bondadosas palabras pudieron eliminar del todo la cólera que me sublevaba.

Los otros aviadores corrieron hacia nosotros, nos ofrecieron cigarrillos, golosinas, los alimentos que tenían. Otros hombres habían ido al alojamiento, y salieron con comida caliente para nosotros.

Uno tras otro, los pilotos llegaron con conservas que de algún modo habían obtenido en otras instalaciones de la isla.

Sólo pudimos pronunciar nuestro agradecimiento, y rechazarlos. Jamás hubiera podido obligarme a tragar un bocado.

Una hora más tarde, un ordenanza irrumpió en la habitación, jadeante por el esfuerzo de la larga carrera desde la sala de radio.

—Acaba de llegar un mensaje —gritó— de Iwo Sur. Uno de los bombarderos aterrizó allí. ¡La tripulación está a salvo!

¡De modo que ese día, otro hombre, en el aire, había tenido mis mismos sentimientos! El piloto había dejado caer su torpedo y había huido, plenamente consciente de que ni en mil años habría podido atravesar la muralla de fuego levantada por los Hellcat.

La noticia disipó buena parte de la tensión. Era bueno saber que Muto y yo no habíamos sido los únicos en quebrar la «cadena irrompible» de la tradición y las órdenes.

Ir a la siguiente página

Report Page