Samurai

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Capítulo 28

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Capítulo 28

La fuerza especial norteamericana nos dio muy poco tiempo para cavilar acerca de nuestras desdichas. Al día siguiente de nuestro regreso de la aciaga misión, el enemigo nos saludó con una salva atronadora de dieciséis barcos de guerra que navegaban frente a la isla.

Ocho cruceros y ocho destructores se separaron del grueso de la flota, y enfilaron tranquilamente hacia la isla. Después de varias salvas de sondeo, con bombas que estallaron con tremendo estrépito en la isla, los barcos se colocaron a la distancia necesaria para disparar a quemarropa.

Durante dos días nos acurrucamos como ratas, tratando de hundirnos más en el polvo y las cenizas volcánicas de Iwo Jima.

Durante cuarenta y ocho horas, los barcos de guerra navegaron lentamente de un lado a otro, con los flancos lívidos de fuegos chisporroteantes, vomitando masas de acero aullante que hacían temblar la isla de un extremo a otro.

Jamás me sentí tan impotente, tan frágil, como en esos dos días. No podíamos hacer nada, no había manera de que pudiéramos replicar. Los hombres gritaban y maldecían y vociferaban, blandían los puños y juraban vengarse, y muchos de ellos cayeron al suelo, con sus amenazas ahogadas por la sangre que borboteaba a través de los grandes boquetes en sus gargantas.

Casi todas las estructuras de Iwo Jima quedaron convertidas en ruinas astilladas. Ni un solo edificio permaneció en pie. No escapó una sola tienda. Los cuatro cazas que habían vuelto de la última salida fueron convertidos en llameantes trozos de chatarra por las bombas.

Varios centenares de hombres del ejército y del personal naval resultaron muertos, y muchos más, heridos. Nos quedamos virtualmente sin provisiones. Nuestras municiones eran escasas.

Iwo yacía aturdida e impotente. Los oídos de los hombres zumbaban por el efecto de las incesantes detonaciones de los miles de bombas que caían chillando sobre la pequeña isla. Para defender la vital isla de Iwo Jima quedó menos de un batallón de tropas del ejército.

Esos hombres iban de un lado a otro conmocionados por el terrible bombardeo que habían sufrido. Estaban aturdidos; hablaban de forma incoherente.

Iwo Jima se hallaba desnuda.

Igualmente atontado se veía al grupito de aviadores navales que sobrevivieron al aterrador bombardeo. Éramos pocos en número, pero estábamos decididos a defender nuestra isla contra la invasión, que todos los hombres creían que se produciría en pocas horas, como mucho en días. Formamos una diminuta «Compañía de Infantes de Marina de Iwo», de pilotos sin aviones. Nuestro patético grupito juró combatir hasta el último hombre junto con las tropas sobrevivientes del ejército. Recibimos armas y municiones, y aceptamos el hecho de que nuestra causa estaba perdida.

¿Cómo podíamos dudar de nuestra inminente destrucción?

Si los norteamericanos se habían apoderado de Saipán, lo cual a estas alturas parecía probable, y si tenían la supremacía absoluta en el aire, y si sus naves de guerra se burlaban de nuestra flota y navegaban, insolentes, frente a Iwo Jima, ¿no eran capaces de arrasar nuestras pocas defensas?

Radio Iwo pedía frenéticamente refuerzos a Yokosuka. Rogábamos que nos enviasen más cazas. ¡Rogábamos que nos dieran cualquier cosa que pudiese volar! Los treinta cazas Zero en que llegamos a Iwo Jima eran los únicos disponibles. No había más.

El caos reinaba en el seno del alto mando en Tokio.

Alegres gritos y alaridos de dicha nos despertaron una mañana, poco después del habitual bombardeo devastador. La Armada no podía darnos aviones, pero no nos había olvidado. Varios barcos de transporte aparecieron en el horizonte, navegando rumbo a la isla.

Corrimos a la costa, gritando y riendo ante la inesperada buena suerte, sólo para ver como los barcos estallaban en surtidores de llamas y agua, hundidos ante nuestra vista por submarinos norteamericanos que esperaban en previsión de una medida como ésa.

Esta última catástrofe fue decisiva. Nos resultó evidente que sólo podríamos ofrecer una resistencia simbólica, que una o dos horas después de un desembarco, los norteamericanos dominarían Iwo. ¿Quién, pues, de todos los hombres del abandonado montículo de cenizas volcánicas, con sus burbujeantes manantiales azufrados, hubiera podido prever el giro real de los sucesos? ¿Quién de nosotros se hubiera atrevido a profetizar que los norteamericanos desperdiciarían su inapreciable oportunidad de apoderarse de la isla con un mínimo de bajas por su parte? Pensábamos que nos quedaban muy pocos días de vida.

Los norteamericanos no llegaron. A todas horas del día, vigías apostados de uno a otro extremo de la isla, escudriñando el mar desde el monte Surabachi, esperaban la flota invasora. De vez en cuando, un nervioso vigía imaginaba que veía algo en la superficie del océano, y daba la alarma. Campanas, clarines, palos golpeados contra tambores, cualquier cosa y todo lo que pudiese hacer ruido, quebraba el silencio de la isla con un espantoso clamor. Salíamos de nuestros camastros, torvos, dispuestos a combatir, aferrando nuestras armas, pero nunca sucedía nada.

Por supuesto, no sabíamos que los norteamericanos ya iban en busca de las Filipinas. No regresaran a Iwo Jima hasta ocho meses más tarde. Ocho meses durante los cuales el general Tadamachi Kuribayashi entró en la isla, llevando consigo 17 500 soldados, así como casi 6000 hombres del personal naval. Convirtió Iwo Jima en una poderosa fortaleza, reforzada con casamatas, fuertes defensas subterráneas, complicados túneles. Derramó hombres sobre la isla hasta que Iwo Jima no pudo recibir más.

Muchos de los jefes militares de Japón declararon luego que la guerra habría terminado antes si los norteamericanos hubiesen atacado Iwo Jima en Julio de 1944, en lugar de esperar tanto para hacerlo. Para esos hombres, la invasión de las Filipinas constituyó una operación vasta y costosa, muy exitosa para los norteamericanos, pero una campaña insignificante, que hizo muy poco para apresurar la derrota que ya estaba a la vista.

La tan esperada invasión se produjo por último el 13 de febrero de 1945, en la forma de una estupenda reunión de fuerzas militares.

Según la Armada de Estados Unidos, esa fuerza de invasión requirió un total de 495 barcos, incluidos diecisiete portaaviones. La información oficial del gobierno norteamericano dijo, además, que contra Iwo Jima se empleó la increíble cantidad de 1170 cazas y bombarderos.

(Un total de 75 144 combatientes norteamericanos participaron en la batalla más enconada de toda la guerra, en su intento de tomar la isla. De ellos, los norteamericanos contaron 5324 hombres muertos, así como 16 000 heridos. La isla no fue declarada segura hasta el 16 de marzo, en que resultaron muertos los últimos defensores japoneses).

Después de varias falsas alarmas de invasión, nos asombró un mensaje de Yokosuka. El comando de Yokosuka nos informaba que todos los oficiales de estado mayor y todos los pilotos debían regresar a Japón, por aviones correo que ya viajaban hacia nosotros.

El inesperado indulto llenó de júbilo a los aviadores. Estábamos dispuestos a morir luchando en tierra… ¡y ahora nos ofrecían de nuevo la vida! Dejamos caer nuestras armas y corrimos a la pista principal, para unirnos a los mecánicos y otro personal de tierra para rellenar los cientos de cráteres que salpicaban la pista.

No esperábamos un milagro de esa naturaleza, y por lo tanto no habíamos hecho intento alguno de reparar el aeródromo después de la catástrofe del 4 de julio. Yo me encontraba entre los aviadores convertidos en culíes y encaré mi trabajo con afiebrada decisión.

No todos los hombres quedaron satisfechos, por supuesto. Estaban quienes debían quedarse. Las cuadrillas de mantenimiento, así como la guarnición del ejército. Ni uno solo de ellos pronunció una palabra para oponerse a la decisión de dejarlos, pero sus expresiones indicaban con claridad su envidia y, como era de esperar, en muchos casos su resentimiento.

Ya avanzada esa tarde, aterrizó el primero de los aviones correo. Eran bombarderos anticuados, que llegaron volando muy bajo, sobre el agua, para no ser detectados por el radar de los barcos norteamericanos que podían estar merodeando por la zona. Yokosuka no corría riesgos. Por cierto que fue una suerte para nosotros que no aparecieran cazas norteamericanos durante el aterrizaje y partida de los correos. Siete bombarderos bimotores llegaron para llevarse a los hombres elegidos para volver a Japón.

Aún allí, se respetó rígidamente el sistema de castas militar.

Ni siquiera nuestro estado desesperado pudo hacer olvidar siglos enteros de tradición. Cada evacuado entró en un bombardero según el orden de su rango. No se tuvo en cuenta ningún otro factor.

Mi grupo de once suboficiales y enganchados quedó en la isla. Había tantos oficiales de rango superior delante de nosotros, que ya no quedaba sitio. Miramos, aturdidos, cuando el último avión se lanzó al aire y enfiló hacia Japón.

Al día siguiente volvió un solo avión, para recogernos. Contemplé boquiabierto, con incredulidad, la ruina volante que se tambaleaba en la pista. No sólo el avión era anticuado, sino que estaba tan necesitado de reparaciones, que parecía imposible que volara.

El aparato apenas había logrado llegar a Iwo. Con once de nosotros a bordo, traqueteó y se bamboleó peligrosamente por la pista. No pudo alcanzar la velocidad de vuelo, y el piloto carreteó de vuelta, con un motor escupiendo y vomitando nubes de humo.

Los mecánicos trabajaron en silencio durante dos horas para reparar el motor en mal estado. Las dos horas fueron como semanas para nosotros. No hacíamos mas que mirar el cielo, temerosos de que los Hellcat surgieran del azul para rociar de trazadoras el vetusto avión cansado. Un solo caza podía condenarnos a quedarnos en la isla.

Los mecánicos terminaron por fin, y el motor funcionó con tanta suavidad como se lo permitieron sus maltrechas piezas. La tripulación de tierra parecía tan desolada cuando trepamos a bordo, que me volví y les grité:

—¡Volveremos! ¡Y pronto, con nuevos cazas!

Nos saludaron agitando la mano, temerosos de abrigar esperanzas. Ninguno de ellos soñaba siquiera que durante ocho meses el enemigo haría caso omiso de Iwo.

Hacía apenas diez minutos que nos encontrábamos en el aire, cuando el avión se sacudió con violencia. Una fuerte vibración nos hizo castañetear los dientes. Miré por la ventanilla. El motor derecho, que vibraba y se sacudía locamente en su anclaje. ¿Cómo haría esa increíble montaña de chatarra vieja para llevarnos a todos a Japón, a lo largo de 1000 kilómetros?

El copiloto, un joven de unos veinte años, atravesó la cabina.

—¿Oficial Sakai? Señor, ¿puede venir adelante, a ayudarnos?

—Estaba pálido, y temblaba casi tanto como el avión.

Tuve la respuesta casi antes de que terminara de hablar.

—Vuelvan —dije con sequedad—. Con ese motor, nunca llegaremos a Japón. Tendrán que regresar para hacer reparaciones.

La tripulación me obedeció en el acto. De regreso a Iwo, hicimos una prolongada y preocupada inspección del motor defectuoso. En apariencia, era un problema de bujías. Insertamos otras nuevas y partimos una vez más.

El bombardero voló rumbo a Japón. Pero nuestras preocupaciones estaban lejos de haber terminado. Una hora y media después nos hallábamos en medio de una violenta tormenta. Láminas de agua martillearon pesadamente sobre la ruina volante. El avión dejaba pasar el agua como una criba. El copiloto me buscó de nuevo y me preguntó si podía pasar adelante.

El piloto era muy poco mayor… veintidós, como mucho.

—¿Señor? ¿.Debemos intentar subir por encima del banco de nubes, o volamos por debajo de él?

—Pase por debajo —ordené.

La tormenta continuó sin descanso, y en ocasión nos encerró en una visibilidad cero. Era casi tan espantosa como la que había afrontado unos días antes, cuando trataba de encontrar la fuerza especial norteamericana frente a Saipán. El bombardero resbalaba fuertemente, se hundía y se elevaba en corrientes de aire asesinas.

Bajamos más y más, hasta que el piloto voló rozando las espumosas aguas.

Gotas de sudor le caían por el rostro. Estaba siendo presa del pánico. Desesperado, volvió su pálido rostro hacia mí y baló, quejumbroso:

—Señor, ¿dónde estamos ahora?

Ésa era la pregunta más tonta que jamás había oído de boca de un piloto. Quedé mudo de asombro durante unos segundos.

—¡Salga de ese asiento! ¡Yo me encargaré! —grité. No perdió tiempo en abandonar el asiento y entregarme los controles.

Fue un vuelo al tanteo durante todo el trayecto. Volé a ciegas durante otros noventa minutos, pilotando el torpe aparato a través del viento y la lluvia. Y entonces apareció a la vista la visión familiar de la bahía de Tokio.

Gritos de júbilo estremecieron al bombardero, lanzados por la tripulación y los pasajeros.

Aterrizamos en la Base de Bombarderos de Kisarazu, frente a Yokosuka, al otro lado de la bahía. Paseé la mirada por el amplio aeródromo. ¡Japón! ¡Estaba de vuelta en casa! ¡En mi tierra! Tuve la… la convicción tantas veces, de que jamás volvería a ver mi país… ¡Qué diferencia respecto a Iwo Jima, a pocas horas de vuelo de allí…!

Para mí y para los otros diez hombres que habían salido del Hades volcánico dejado atrás, el agua pura y dulce de Japón nos pareció la cosa más deseable del mundo, un agua que no tenía el sabor horrible, arenoso, del agua de lluvia recogida en Iwo. Cada uno de nosotros corrió a través del aeródromo, hacia una tubería abierta junto a la torre de control. Abrimos el grifo y dejamos que corriera el fresco líquido. Bebí y bebí, disfrutando inmensamente con la sensación y el sabor del agua que me corría por la garganta y por el cuerpo.

Pero Iwo Jima seguía estando demasiado cerca, a mis espaldas.

Muto y yo debimos haber pensado lo mismo a la vez, porque de pronto no pudimos seguir bebiendo. Los dos pensamos en nuestros amigos muertos allí, unos días antes, por las bombas que llovían sobre la isla, escupiendo polvo volcánico y gritándonos en su agonía:

«¡Agua! ¡Agua!», pidiéndola cuando no la había.

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