Ruth

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Parte Primera » XI. Thurstan y Faith Benson

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X

I

THURSTAN Y FAITH BENSON

El señor Benson recibió la carta entregada en mano, mientras la fresca sombra de la tarde cubría lentamente el incandescente cielo estival. Cuando la leyó, se dispuso a su vez a escribir apresuradamente una respuesta, antes de que el cartero comenzara su reparto. Justo en aquel momento estaba sonando su corneta por el pueblo, anunciando que las cartas debían estar preparadas. Fue una ventaja que el señor Benson hubiera meditado largamente aquella mañana y por ello ya hubiera decidido qué camino seguir en el caso de recibir una carta similar a aquella de la señora Bellingham. Su nueva carta decía así:

«Querida Faith:

Tienes que venir inmediatamente aquí; preciso desesperadamente de ti y de tus consejos. Yo estoy bien, no te alarmes. No tengo tiempo para explicarte, pero estoy seguro de que no te negarás; confío en que te veré el sábado como muy tarde. Sabes cómo he viajado yo; es el mejor medio tanto por la rapidez como por el precio. Querida Faith, no me abandones.

Tu afectuoso hermano,

THURSTAN BENSON

P. D.

Temo que el dinero que te he dejado se esté terminando. Que esto no sea impedimento para venir. Puedes llevar mi Facciolati[35] al señor Jonhson, te dará un anticipo; está en la tercera fila de la estantería más baja. Tú, sólo ven.»

Una vez expedida esta carta no pudo hacer nada más; pasó los dos días sucesivos como en un largo sueño, velando, reflexionando y cuidando de la enferma; en aquellas monótonas horas no sucedió nada que le molestara; a duras penas notó incluso el paso del día a la noche, escasamente perceptible con la luna llena que brillaba alta en el cielo. El sábado por la mañana llegó la respuesta.

«Querido Thurstan:

Acabo de recibir tu incomprensible invitación y obedezco, dando una prueba fehaciente del derecho que tengo de llevar el nombre de Faith[36]. Llegaré al mismo tiempo que esta carta. No puedo evitar sentirme ansiosa, más que curiosa. Tengo dinero bastante y menos mal, porque Sally, que hace guardia delante de tu cámara como un ogro, preferiría verme hacer todo el camino a pie, con tal de no dejar que desordene tus cosas.

Tu afectuosa hermana,

FAITH BENSON»

Fue un gran alivio para el señor Benson saber que su hermana estaría pronto junto a él. Estaba acostumbrado desde su infancia a confiar en su rápido juicio y su excelente sentido común y sentía que Ruth debía ser asistida por ella, porque era demasiado pretender que la señora Hughes velase la noche y acudiese a la enferma, con todas las responsabilidades que tenía. Le pidió sentarse junto a Ruth por última vez, mientras él iba a buscar a su hermana.

Su carroza estaba pasando en aquel mismo momento al pie de la pendiente cuesta que conducía a Llandhu. El señor Benson tomó con él un muchacho para que transportara el equipaje de su hermana una vez que ésta llegara; alcanzaron la colina demasiado pronto y el muchacho comenzó a jugar tirando pequeñas piedras en el punto del riachuelo donde el agua, transparente y plácida, era menos profunda, mientras el señor Benson se sentó en una gran piedra bajo la sombra de un aliso que crecía allá donde la verde explanada costeaba la orilla. Era muy agradable encontrarse de nuevo al aire libre, lejos de los lugares y pensamientos agotadores de los últimos tres días. En cada cosa descubría una belleza completamente nueva: desde las montañas azules que resplandecían en la lontananza bajo los rayos del sol, hasta el extenso valle donde yacía sentado, fértil, tranquilo y cubierto por una pacífica sombra. Incluso la superficie de los guijarros blancos que se encontraban a la orilla del río, emanaba una belleza impecable. Se sintió más calmado y sereno respecto a los días precedentes, aunque cuando volvió a pensar en ello, le vino a la mente que tenía que contar una historia más bien extraña a su hermana, para justificar su urgente convocatoria. Y ahí estaba, único amigo y custodio de una pobre muchacha enferma, de la cual no conocía ni siquiera el nombre, y de la que sabía solamente que había sido la amante de un hombre que la había abandonado; además temía… creía que había contemplado la posibilidad del suicidio. Era ésta una transgresión que a su hermana, aún siendo buena y gentil, le motivaría poca compasión. Tendría que apelar a su amor por él, un modo de proceder realmente poco satisfactorio, porque hubiera preferido que su interés por la muchacha se fundara en la razón y no en unos principios personales como aquel de no ir contra los deseos de su hermano.

El carruaje llegó lentamente, avanzando con un ruido sordo sobre el camino empedrado. Su hermana estaba sentada en el exterior, pero saltó del coche de un modo enérgico y dinámico para saludar calurosamente a su hermano. Era bastante más alta que él y debía de haber sido muy hermosa; tenía el cabello negro dividido sobriamente en la frente, mientras los ojos oscuros y expresivos y su nariz recta conservaban aún la belleza de su juventud. No sé si era mayor que su hermano, pero probablemente a causa del tratamiento que requería su enfermedad, se comportaba de un modo maternal con él.

—¡Thurstan, estás tan pálido! No me parece en absoluto que te encuentres bien, a pesar de lo que me digas. ¿Te ha vuelto el viejo dolor de espalda?

—No… un poco, pero no te preocupes de eso, queridísima Faith. Siéntate aquí, mientras mando al muchacho con tu equipaje.

Después, ansioso por hacerle ver a su hermana cuán experto era en la lengua del lugar, le dio al jovencito directivas disparatadas, en un galés muy primario; en efecto, su galés era tan de colegio y mal pronunciado que el muchacho, rascándose la cabeza, respondió:

Dim Saesoneg.[37]

Así que tuvo que repetirlo en inglés.

—Bien Thurstan, me he sentado aquí como me has pedido, pero no pongas demasiado a prueba mi paciencia. Dime por qué me has llamado.

Ahora venía la parte difícil. ¡Oh, si tuviera la lengua y el arte descriptivo de un serafín[38]! Pero no tenía ningún serafín a su alcance, sólo el dulce rumor de las aguas, que entonando una tranquila melodía, predisponían a la señorita Benson para escuchar con ánimo sereno cualquier relato que fuera capaz, sin involucrar la salud de su hermano, de explicar el motivo por el que se encontraba allí admirando aquel delicioso valle.

—Es una cuestión delicada, Faith: hay una joven que yace enferma en la casa en la que me alojo y quisiera que la cuidaras.

Le pareció ver una sombra en el rostro de su hermana y cuando ella habló, notó un cambio en su voz.

—Nada particularmente romántico, espero, Thurstan. Recuerda que no soporto los romances de amor; siempre he desconfiado.

—No sé por qué hablas de romance. La historia es muy real y bastante común, me temo.

Hizo una pausa; la dificultad aún no había sido superada.

—Bien, dime inmediatamente de qué se trata, Thurstan. Temo que hayas dejado que alguno, o quizá sólo tu imaginación, se aproveche de ti. Pero no pongas más a prueba mi paciencia, sabes que no tengo mucha.

—Entonces te lo diré. La joven muchacha en cuestión llegó a la posada del lugar con un caballero, que luego la ha abandonado. Está muy enferma y no hay nadie que pueda encargarse de ella.

La señorita Benson tenía algunas costumbres machistas, entre las cuales destacaba aquella de emitir un silbido largo y profundo cuando se sorprendía o entristecía. Encontraba en ello un buen modo de dar desahogo a los sentimientos y en aquel momento silbó, mientras que el hermano hubiera preferido que hablara.

—¿Has mandado llamar a sus amigos? —preguntó ella finalmente.

—No tiene.

Una pausa y otro silbido, pero un poco más dulce y más indeciso que el anterior.

—¿Cómo se encuentra?

—Está tranquila, casi como si estuviera muerta. No habla, no se mueve, ni siquiera solloza.

—Creo que sería mejor que muriera súbito.

—¡Faith!

Aquella palabra bastó para poner las cosas en su sitio entre ambos. El señor Benson utilizó un tono crítico —que sabía tenía autoridad sobre ella— a la vez que sorprendido, triste y afligido.

Ella estaba acostumbraba a salirse con la suya ante su hermano, gracias a su carácter más decidido y, probablemente —siendo sinceros—, por su constitución más vigorosa. Sin embargo, en ocasiones, se debía inclinar ante su índole pura e inocente, frente a la que no podía evitar sentirse inferior. Era demasiado buena y honesta para ocultar tal sentimiento.

Después de un rato dijo:

—Thurstan, querido, llévame hasta ella.

Le ayudó amorosamente, ofreciéndole su brazo durante toda la pendiente larga y fatigosa, pero cuando se acercaron al pueblo, sin decir una palabra sobre el tema, se intercambiaron el puesto y ella se apoyó (aparentemente) en él. Cuando pasaron junto a las habitaciones, el señor Benson se esforzó por comportarse lo más enérgicamente que le era posible.

Durante el camino, apenas hablaron. El señor Benson, siendo un ministro disidente[39] de una pequeña ciudad de montaña, se informó sobre varios miembros de la congregación, mientras ella respondía a sus preguntas; ninguno de ellos habló de Ruth, aunque en realidad no pensaban en otra cosa.

La señora Hughes había preparado el té para recibir a su nueva huésped. El señor Benson, en su interior, se irritó un poco al ver la extrema calma con la que su hermana bebía, sorbo a sorbo, haciendo continuas pausas para relatar cualquier insignificancia sobre aquellos asuntos que no había recordado anteriormente.

—El señor Bradshaw no ha querido que sus hijos jueguen nunca más con los niños de los Dixon, porque una tarde jugaron a recitar adivinanzas.

—Ah, ¿de verdad… un poco más de pan con mantequilla, Faith?

—Gracias, este aire galés vuelve a uno hambriento. La señora Bradshaw está pagando el alquiler de la pobre anciana Maggie, para evitar que la ingresen en un

workhouse[40].

—Me parece justo. ¿Quieres otra taza de té?

—Ya he tomado dos, pero creo que aceptaré otra.

El señor Benson no pudo contener un pequeño suspiro mientras le preparaba el té. Pensaba en que no había visto jamás así a su hermana tan sedienta y hambrienta. No imaginaba que ella se estaba tomando aquel aperitivo como un modo de posponer la desagradable conversación que le esperaba. Pero todo tiene su fin, así que también finalizó el té de la señorita Benson.

—Ahora, ¿deseas ir a verla?

—Sí.

Y así fueron. La señora Hughes había colgado una tela de algodón verde, a modo de veneciana, para que no entrara el sol de la tarde, y aislada de esta manera de la luz, Ruth yacía inmóvil, apagada y pálida. No obstante su hermano le había ya descrito su estado, la señorita Benson se impresionó de aquella extrema quietud, y no tardó en compadecerse de aquella pobre muchacha que permanecía postrada y abatida. Apenas la vio, no pudo imaginarla como una mentirosa o una pecadora empedernida; si así fuera —pensó—, no estaría tan afligida por el dolor. El señor Benson se fijó más en el rostro de su hermana que en el de la propia Ruth, tratando de interpretar sus expresiones como en un libro abierto.

La señora Hughes lloraba por dentro.

El señor Benson hizo una señal a su hermana y juntos abandonaron la estancia.

—¿Crees que vivirá? —preguntó.

—No sabría decirlo —dijo la señorita Benson, enternecida—. ¡Parece tan joven! ¡Casi una niña, pobrecita! ¿Cuándo llegará el doctor, Thurstan? Cuéntame todo sobre ella, no me has referido los detalles.

Si el señor Benson le hubiera hablado primero, ella no hubiera tenido intención alguna de escucharle; al contrario, hubiera evitado el tema. Sin embargo, estaba muy feliz de ver el interés despertado en el gentil corazón de su hermana después de su leve censura. Le relató la historia lo mejor que pudo, y como ésta le había llegado a lo más profundo, lo hizo con una gran elocuencia de corazón. Apenas terminó, se miraron y los ojos de ambos se llenaron de lágrimas.

—¿Y qué dice el doctor? —preguntó ella, después de una pausa.

—Insiste en que debe estar tranquila; le ha prescrito medicinas y caldo concentrado. Si quieres saber más, pregúntaselo a la señora Hughes; ha sido verdaderamente amable:

—Haced el bien sin esperar nada a cambio.[41]

—Da la impresión de ser dulce y buena. Esta noche la velaré yo misma para que tú y la señora Hughes podáis ir pronto a dormir; ambos tenéis un aspecto exhausto que no me gusta en absoluto. ¿Estás seguro de que las secuelas de aquella caída han desaparecido? ¿Notas todavía dolor en la espalda? Después de todo, le estoy muy agradecida por acudir en tu ayuda. ¿Es cierto que su intención era tirarse al río?

—No puedo estar seguro porque no se lo he preguntado; hasta ahora, dado su estado, no he tenido ocasión de interrogarla. Sin embargo, no tengo dudas. Pero tú no puedes quedarte en vela toda la noche después del viaje, Faith.

—Respóndeme Thurstan. ¿Sientes aún dolor por la caída?

—No, apenas. ¡Faith, no puedes permanecer despierta toda la noche!

—Thurstan, no merece la pena que sigamos hablando del tema, ya he tomado una decisión; si continuas resistiéndote, me subiré a tu espalda y te provocaré ampollas en ella.[42] Dime mejor, qué significa «apenas». Además, tranquilízate, he visto las montañas por primera vez y ese espectáculo me invade y me oprime de tal modo, que no conseguiría dormir de ninguna manera; debo permanecer despierta toda la noche para asegurarme de que no se desploman sobre la tierra, sepultándola. Y ahora responde a mi pregunta.

La señorita Benson era una de esas personas que tienen la capacidad de perseverar hasta obtener aquello que desean; su fuerza de voluntad era férrea, su convicción inquebrantable; los demás siempre la contentaban sin saber el porqué. Antes de las diez ya reinaba como soberana absoluta en la habitación de Ruth. No se hubiera podido planear nada mejor para suscitar en ella el interés por la enferma; ver que una persona tan indefensa dependía de sus atenciones, hizo que se entregara de corazón. Durante la noche le pareció notar una leve mejoría de los síntomas, y le reportó un gran placer que semejante progreso hubiera tenido lugar mientras reinaba soberana en la cámara de la enferma. Sí, una mejoría ciertamente. En su mirada se reflejaba una leve consciencia, aunque en conjunto, la expresión de su rostro dibujaba aún restos de un agudo sufrimiento que se manifestaba en un aspecto preocupado, temeroso y agitado. Aunque eran apenas las cinco de la mañana, había ya mucha luz cuando la señorita Benson percibió un movimiento en los labios de Ruth, como si intentara hablar. La señorita Benson se inclinó para poder escucharla.

—¿Quién es usted? —preguntó Ruth, con el más frágil de los susurros.

—La señorita Benson… la hermana del señor Benson —respondió.

Aquellas palabras no le dijeron nada a Ruth; estaba débil como una niña, en cuerpo y alma: sus labios comenzaron a temblar y sus ojos a mostrar un terror similar a aquel de cualquier niño pequeño que se despierta en presencia de un desconocido y no ve ningún rostro querido o familiar de su madre o niñera que tranquilice su tembloroso corazón.

La señorita Benson cogió su mano entre las suyas y comenzó a acariciarla tiernamente.

—No tenga miedo, soy una amiga que ha venido a cuidar de usted. ¿Quiere un poco de té, querida?

La señorita Benson sintió abrir su corazón al pronunciar estas dulces palabras mientras su hermano se sorprendió al verla tan partícipe, cuando más tarde durante la mañana, fue a preguntar por la enferma. Fue necesaria toda la capacidad de persuasión de la señora Hughes, además de la suya propia, para convencerla de que reposara una o dos horas después del desayuno; pero antes de hacerlo, hizo prometer a ambos que la llamarían cuando viniera el doctor. Éste, vino por la tarde. La enferma se estaba recuperando velozmente, aunque sólo para adquirir una mayor conciencia del sufrimiento que sentía, como evidenciaban las lágrimas que le corrían lentamente por las mejillas pálidas y tristes y que no tenía fuerza de enjugar.

El señor Benson se quedó en casa todo el día esperando el diagnóstico del doctor y, viendo que la presencia de su hermana le había aliviado de la responsabilidad de Ruth, tuvo más tiempo para reflexionar sobre las circunstancias de su situación… por aquello que podía intuir.

Recordó la primera vez que la había visto, evocó su pequeña figura que saltaba por aquí y por allá, tratando de mantener el equilibrio sobre las rocas resbaladizas —casi sonriendo ante la dificultad—, con una luz resplandeciente y feliz en sus ojos que parecía el reflejo del agua refulgente bajo sus pies. Luego se acordó de cómo su mirada cambió, asustada al verle en el momento en que aquel niño rechazó bruscamente su acercamiento; recordó cómo ese pequeño incidente le había confirmado aquello que la señora Hughes le había mencionado apenada, como si se resistiera (del modo en que un buen cristiano debe hacerlo) a creer en la maldad de las personas. Después, se acordó también de aquella terrible tarde en la que la había salvado justo a tiempo del suicidio, y de aquel sueño repleto de pesadillas. Y ahora, perdida, abandonada y apenas liberada de las garras de la muerte, yacía en aquella habitación, dependiendo para todo de su hermana y de él mismo, dos completos extraños tan sólo pocas semanas antes. ¿Dónde estaba su amante? ¿En verdad, podría estar tranquilo y feliz? ¿Podría recuperarse no obstante el dolor áspero y violento que sus grandes pecados debían provocarle, oprimiendo su conciencia? ¿Tendría siquiera conciencia?

Los pensamientos del señor Benson estaban aún vagando en el vasto laberinto de la ética social, cuando de improviso entró su hermana en la habitación.

—¿Qué ha dicho el doctor? ¿Se encuentra mejor?

—¡Oh, sí! Está mejor —respondió la señorita Benson, seca y concisa. Su hermano la miró desalentado. Ella se dejó caer en una silla irritada y turbadamente. Quedaron ambos en silencio durante algunos minutos; la señorita Benson se limitaba a silbar y a chasquear la lengua alternativamente.

—¿Cuál es el problema, Faith? Has dicho que está mejor.

—La cuestión es que hemos descubierto una cosa tan sorprendente que no encuentro palabras para decírtela.

El señor Benson palideció del susto. Todo tipo de especulaciones, posibles e imposibles, acudieron a su mente, excepto justamente aquélla. ¿He dicho «posible»?: he cometido un error. Él no hubiera imaginado nunca que Ruth fuera tan culpable.

—Faith, preferiría que me lo dijeras, en vez de confundirme con tus ruiditos —dijo nervioso.

—Te pido perdón, pero se trata de un hecho tan inquietante que no consigo encontrar las palabras. Espera un niño… eso es lo que dice el doctor.

Le fue permitido silbar durante algunos minutos sin que la interrumpieran. Su hermano no hablaba, aunque hubiera preferido que compartiera con ella sus sentimientos.

—¿No es asombroso, Thurstan? Si me pinchan no sangro.

—¿Ella lo sabe?

—Sí, y quizá ésta es la peor parte de la historia.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—¡Oh! Estaba empezando a tener una buena opinión sobre ella, pero ahora creo que es una depravada. Cuando se marchó el doctor, apartó el velo de la cama y parecía que quería hablarme (no consigo entender cómo nos ha podido escuchar, ya que estábamos junto a la ventana y hablamos en voz baja). Bueno, me acerqué a ella, aunque reacia después de lo ocurrido, y me ha susurrado con cierto entusiasmo:

—¿Ha dicho quizá, que estoy esperando un niño?

Obviamente no podía ocultárselo, pero he pensado que debía mostrarme fría y severa. Ella no parece darse cuenta de la gravedad de la situación, es más, ha reaccionado como si tener un niño fuese un derecho. Me ha dicho:

—¡Oh, Dios mío, gracias! ¡Oh, seré tan buena!

Entonces no he podido soportarlo más y he abandonado la cámara.

—¿Quién está ahora con ella?

—La señora Hughes. No tiene la percepción moral de la situación que yo esperaba.

El señor Benson quedó nuevamente en silencio. Después de un rato dijo:

—Faith, no estoy de acuerdo contigo y creo no equivocarme.

—¡Me sorprende, hermano! No entiendo.

—¡Espera un momento! Quiero aclarar bien mis sentimientos, pero no sé por dónde comenzar ni cómo expresarme.

—En efecto, para nosotros es muy raro discutir sobre semejante lance, y una vez que me libere de esta muchacha, tendré mucho cuidado de no mezclarme en asuntos de este género.

Su hermano no le estaba prestando atención; estaba dando forma a sus ideas.

—Faith, ¿sabes que me alegro de la llegada de este niño?

—¡Dios te perdone, Thurstan! No sabes lo que dices. Se trata seguramente de una tentación del diablo, querido Thurstan.

—No me estoy engañando. Debemos dejar aparte el pecado, de sus consecuencias.

—Es una falacia… y una tentación —dijo la señorita Benson, decididamente.

—No, no lo es —dijo su hermano, con igual decisión—. A los ojos de Dios, la vida que ha llevado anteriormente no ha dejado ningún rastro. Conocíamos sus errores también antes, Faith.

—Sí, pero no este deshonor; esta prueba de su deshonra.

—¡Faith, Faith! Te ruego que no hables así de un niño inocente: podría ser el mensajero que Dios ha mandado para reconducirla a Él. ¡Reflexiona sobre sus primeras palabras, afloradas de un modo natural desde su corazón! ¿No se ha quizá dirigido a Dios, estableciendo un pacto con Él: «¡Seré tan buena!»? Bien, y es gracias a este acontecimiento que ha sucedido una cosa igual. Si hasta ahora ha vivido egoísta y temerariamente, ahora tiene un instrumento capaz de hacerle olvidarse incluso de sí misma y volcarse de manera primorosa en otro ser. Le enseñará (y lo hará Dios, si el hombre no se entromete) a reverenciar a su hijo y esta reverencia tendrá alejado el pecado… será como una purificación.

Estaba muy entusiasmado; incluso estaba sorprendido de su propio entusiasmo, pero sus reflexiones y meditaciones a lo largo de la tarde, habían preparado su mente para valorar de este modo la situación.

—Son ideas, más bien, nuevas para mí —dijo la señorita Benson fríamente—. Creo que tú, Thurstan, eres la primera persona que he visto regocijarse con el nacimiento de un hijo ilegítimo. El tema me parece, debo confesarlo, de una moralidad al menos discutible.

—No me regocijo en absoluto. He pasado toda la tarde llorando por el pecado que ha cometido esta joven; estaba aterrorizado con la idea de que apenas recuperara la consciencia, se hundiría de nuevo en la desesperación. He pensado en todas las palabras del Señor, en todas las promesas hechas a los penitentes… en la ternura que ha guiado a Magdalena por el buen camino. He afrontado, con severidad y desaprobación, la timidez que hasta el día de hoy me ha hecho evitar cualquier tipo de encuentro con pecados de este género. ¡Oh, Faith! De una vez por todas, no me acuses de tener una moralidad discutible, justo ahora que trato, como nunca lo he hecho, de actuar como lo hubiera hecho mi bienaventurado Señor.

Estaba muy agitado. Su hermana titubeó y luego tomó la palabra con un tono más dulce que aquel empleado con anterioridad.

—Pero Thurstan, se habría hecho todo lo posible por «reconducirla por el buen camino» —como has dicho tú—, si no fuera por este niño, este miserable fruto del pecado.

—Son los hombres, en verdad, que han hecho miserables a los niños así, inocentes como son, pero dudo que esto lo hayan hecho con el consentimiento de Dios, a menos que considere estos niños como Su castigo por el pecado cometido por sus padres; y aunque así fuese, el modo en que la gente los trata, tiende a acorazar demasiado el amor natural de madre, hasta transformarlo en algo similar al odio. La vergüenza y el terror por la desaprobación de las amistades, terminan con una madre loca, contaminando sus sagrados instintos; y en cuanto a los padres, ¡Dios les perdone! Yo no puedo, al menos no ahora.

La señorita Benson pensó en las palabras de su hermano. Finalmente preguntó:

—Thurstan —teniendo presente que no me has convencido—, ¿cómo piensas comportarte con esta muchacha, siguiendo tu teoría?

—Necesitaremos tiempo —y mucho amor cristiano— pero encontraré un modo, el mejor modo. Sé que no soy muy sabio, pero actuaremos de la manera que creo más justa; el modo es el siguiente… —pensó un poco antes de hablar y después dijo:

—Ella ha contraído una responsabilidad que ambos conocemos. Se convertirá en madre y tendrá la obligación de dirigir y guiar una vida joven y frágil. Creo que tal responsabilidad es ya suficientemente seria y solemne, por lo que no hay necesidad de convertirla en una carga pesada y opresiva hasta el punto de que la naturaleza humana pueda rechazar afrontarla. Hagamos todo aquello que esté en nuestras manos para reforzar su sentido de la responsabilidad y al mismo tiempo, para que sienta dicha responsabilidad como una bendición.

—¿Y no importa que el hijo sea ilegítimo? —preguntó la señorita Benson secamente.

—¡No! —dijo su hermano con firmeza—. Ninguno —dijo sonrojándose ligeramente mientras hablaba— siente más disgusto que yo ante la inmoralidad. Ni siquiera tú sufres tanto como yo por el pecado que ha cometido esta joven. La diferencia es ésta: «tú confundes las consecuencias con el pecado».

—Yo la metafísica no la entiendo.

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