Rosa

Rosa


Segunda parte » 6. El paraíso en la tierra

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—Nada tan grandioso —repuso en voz baja, volviendo a los folios—. Que me atrapen es sólo cuestión de días, los dos lo sabemos. —Recogió el último montón y miró a Hoffner—. No puedo escoger cuándo ni cómo morir, pero sí puedo escoger por qué. Y eso, al final, tendrá que bastar.

Fichte estaba en el despacho de Braun desde que volvió del bar de Rücker. Por alguna razón, Braun había elegido aquel día para hacerlo pasar por los diversos métodos de interrogatorio que empleaba la Polpo.

Fichte había procurado acelerar las cosas y rezaba para no haberse perdido la llamada telefónica, cuando por fin regresó a su propio despacho. Llamó a la centralita y, para alivio suyo, le dijeron que no había entrado ninguna llamada.

Eran casi las cuatro cuando por fin sonó el teléfono. Fichte contó hasta diez antes de llamar a la operadora.

—Le habla el Bezirkssekretär Fichte —dijo—. ¿Acaba de producirse una equivocación?

La mujer respondió rápidamente.

—Me parece que no, Herr Bezirkssekretär —dijo—. He pasado la llamada, pero han debido de colgar.

—Gracias, Fräulein.

Fichte cogió su abrigo y salió al pasillo con el corazón disparado. Al sentir una momentánea punzada en el pecho, hurgó en el bolsillo; los nervios siempre le jugaban malas pasadas. Dio dos rápidas chupadas al inhalador y comenzó a bajar las escaleras. Las cosas estaban a punto de arreglarse, pensó. Se permitió una momentánea oleada de euforia.

Casi había llegado al rellano cuando de pronto notó un sabor dulce y metálico en la boca, seguido de un repentino calor en los pulmones. Se detuvo y apoyó la mano en la barandilla. Por un instante creyó que simplemente se trataba de una excitación un poco mayor de la cuenta, pero de pronto se le convulsionó el pecho y comenzó a fallarle la respiración. Sintió como si se le hubiera cerrado totalmente la garganta, y se desplomó. Luchó por llevarse el inhalador a la boca, pero empezó a nublársele la vista y notó un zumbido en los oídos como si estuviera a punto de desmayarse. Frenético, pegó los labios a la boquilla y apretó, pero ya era demasiado tarde. Para cuando el aerosol llegó a la lengua, Hans Fichte ya estaba muerto.

LA ALEX

La lluvia había vuelto, y las calles que rodeaban la plaza resbalaban por culpa de la nieve derretida.

Hoffner, desde la oscuridad, contempló el resplandor de las farolas velado por la llovizna. Habían escogido una tienda pequeña cuyo escaparate ofrecía una panorámica perfecta de las entradas laterales de la Alex. En la plaza paseaban sin rumbo fijo unos pocos soldados; otros dos se habían apostado en el interior de un portal al otro lado de la calle y hacían lo que podían para mantenerse secos. Aquéllos eran los únicos signos de vida. Uno de los hombres de Pimm sacó un cigarrillo y junto a la puerta susurró una voz:

—Como enciendas eso, te corto el dedo.

Pimm había puesto a Zenlo al mando; era poco más que la sombra de un esqueleto agazapado junto a la puerta, mirando fijamente la calle, escuchando y vigilando.

Hoffner había esperado cerca de una hora en el bar de Rücker. Cuando vio que Fichte no se presentaba, se dijo que seguramente el muchacho habría perdido su temple; cualquier otra cosa que no fuera aquélla carecía de fundamento. Pimm, al otro extremo de la ciudad, no estaba nada conforme. Quería que aquella noche Hoffner no se acercara siquiera a la Alex, pero el hombre propone y…

—¿Está seguro de que vendrán a buscarla?

Hoffner estaba seguro.

—Siempre que usted tenga a todo el mundo donde debe estar.

Pimm asintió.

—Ya ha trabajado para mí otras veces. Hará lo que se le ha dicho.

Ahora eran poco más de las ocho, y comenzaban a oírse los primeros ecos procedentes de más allá de la plaza, un bramido lejano, como si las calles mismas hicieran un esfuerzo por respirar. Nadie que hubiera vivido allí en diciembre o enero podría haber confundido aquel ruido con otra cosa que no fuera una muchedumbre que se aproximaba. La gente empezaba a invadir el otro lado de la Platz. Los soldados también lo habían oído, y empezaron a subir por la calle.

—Cuarenta minutos —dijo Zenlo, y se volvió hacia los demás—. Ahora ya puedes fumarte ese cigarrillo, idiota.

Apenas había espacio para respirar.

Jogiches había olvidado la sensación de encontrarse en medio de una masa de gente, la presión de los cuerpos a su alrededor. Había olvidado el estado de ánimo que le sobreviene a uno cuando forma parte de una columna de brazos y piernas que avanzan todos a una, la canción que cantan las pisadas, un ritmo que le roba a cada hombre su singularidad. Habían pasado casi quince años desde que salió de las sombras y se unió a la fila; en aquella época existía una posibilidad, un propósito: Varsovia, Rosa. Ahora marchaba solo, dejándose arrastrar por la corriente pero sin formar parte de ella. Alzó la mirada al cielo de la noche y sintió la lluvia en la cara, el gusto del aire húmedo en los pulmones, y aspiró con un sentimiento de irreversibilidad. Los hombres que lo rodeaban caminaban sin apreciar las cosas de aquel modo. A Jogiches, aquéllas eran las únicas sensaciones que le quedaban.

La columna giró y la masa de cuerpos se volcó sobre la plaza. Jogiches notó cómo aumentaba el ritmo. Vio cómo aquel enjambre comenzaba a dispersarse por la plaza y entonces echó a correr, cada vez más rápido, al tiempo que resonaban en la noche los estampidos de los primeros disparos.

Zenlo, seguido por Hoffner, cruzó el empedrado y llegó a la verja. Al otro lado del edificio rugía la batalla, pero allí, en la callejuela lateral y a menos de cien metros de distancia, reinaba una calma fantasmal. Aún no habían llamado a las reservas del ejército, tan sólo estaba tomada la plaza. Hoffner extrajo su llave y abrió el candado de fuera. Zenlo prendió una cerilla, y al cabo de medio minuto los cinco hombres se encontraban en el interior de la Alex.

El tramo hasta las escaleras del fondo lo recorrieron sin novedad; toda la actividad se hallaba concentrada al otro lado del edificio. Los gritos y las carreras que se oían continuaban alejándose de ellos. Aun así, Hoffner, que iba guiando al grupo, se detenía en cada rellano.

Al llegar a la cuarta planta, se detuvo nuevamente. No había motivo para ello, aquel piso estaba tan desierto como el resto. Hizo ademán de proseguir, pero en eso Zenlo lo aferró desde atrás y tiró de él escaleras abajo. Su mano era de una fuerza notable y paralizante. Al momento Hoffner oyó el débil sonido de unas pisadas que subían desde el pasillo. Hasta aquel instante no se había percatado en absoluto de ellas; era evidente que aquellos hombres conocían su oficio y tenían el oído fino. Hoffner se aplastó contra la pared, igual que los demás, y escuchó, mientras que Zenlo sacaba una navaja del bolsillo y la sostenía plana contra la pierna.

El ruido se fue acercando, y de pronto surgió una sombra en la pared del corredor. Desde donde se encontraba, Hoffner sólo distinguió la coronilla de una cabeza que pasaba. Pensó que podía tratarse del Kommissar Braun dirigiéndose a la entrada del edificio, pero sólo era una elucubración. No dijo nada y aguardó en silencio. Transcurrió medio minuto antes de que Zenlo se guardara de nuevo la navaja sin hacer ruido. A continuación hizo una seña a Hoffner para que llevara al grupo hacia el rellano de la escalera.

El pasillo estaba igualmente en silencio, y la manilla de la puerta estaba tan fría como Fichte la había descrito. De inmediato, uno de los hombres se puso a trabajar con la cerradura, y a los pocos segundos logró abrirla. Se hizo a un lado para dejar que Hoffner abriera la puerta. Una vez que estuvieron dentro los cinco, Zenlo la cerró tras de sí y encendió la luz.

La precisión de los minutos siguientes dejó a Hoffner estupefacto. Siempre había atribuido una cierta precipitación a eso de robar; pero en este caso tenía la elegancia de un ballet coreografiado, dos hombres sosteniendo la lona de arpillera para envolver el cadáver, otros dos junto al tanque. Hoffner se dedicó a los frascos. Los fue llevando de uno en uno al fregadero, abrió el grifo y empezó a verter el contenido de los mismos. El hedor que despedía la grasa lo obligó a cubrirse la cara con el pañuelo, e incluso así sufrió un vahído momentáneo y tuvo que volver el rostro; no era el momento adecuado para tener alucinaciones. Sólo entonces se fijó en que había una segunda mesa de examen apoyada contra la pared del otro lado de la puerta. Sobre ella yacía un cuerpo cubierto por una sábana, y una de las manos había resbalado fuera de la tela. Hoffner dejó el frasco sobre la repisa y se acercó. No había necesidad de preguntarse qué iba a encontrar; sabía a quién pertenecía aquel cuerpo.

Cuando retiró la sábana, aparecieron los ojos fríos de Fichte mirando hacia el techo. Braun ni siquiera se había molestado en cerrárselos. Hoffner sí lo hizo, y además se fijó en el ligero tono descolorido de los labios y la lengua. Se inclinó sobre el cadáver y percibió el leve olor metálico que aún conservaba la boca. Adivinó que se trataba de ácido prúsico, tal vez oxálico. En el interior de los pulmones de Fichte, cualquiera de los dos había sido fatal de manera instantánea.

No había serenidad en aquel rostro, no había paz al final. El muchacho parecía tan desconcertado por su propia muerte como por aquellas que había investigado y no llegó a comprender del todo. Hoffner procuró no pensar en aquellos momentos finales, Fichte aferrado a la esperanza de que las cosas podían enderezarse, sólo para enfrentarse cara a cara con su propia futilidad. Tal vez Fichte sólo había logrado hallar confusión. Ésa era la esperanza de Hoffner para con el muchacho.

Colocó de nuevo la mano sobre el pecho, y después permaneció allí de pie unos instantes más antes de cubrir el rostro con la sábana. Luego regresó a la balda, cogió el siguiente frasco y empezó a vaciarlo.

Jogiches ya tenía la mandíbula hinchada y varios cortes en el labio para cuando Braun entró en la celda.

Era un lugar húmedo y sin alma, separado de las demás celdas con la intención de llevar a cabo en ella aquella clase de interrogatorios. Jogiches estaba sentado en una silla, esposado y con los brazos fuertemente sujetos a la espalda. Tamshik se había cebado con él durante sus buenos veinte minutos; Hermannsohn no había dejado de bombardearlo con una retahíla interminable de preguntas, pero sin resultado.

Tamshik se hizo a un lado para dejar sitio a Braun, el cual acercó una segunda silla y la colocó delante de Jogiches. Braun tomó asiento y dijo:

—Por lo que parece, ahí fuera todo se está desmoronando, mein Herr. —Lo provocaba en tono amistoso—. La plaza está controlada por guardias de los cuarteles. Un carro blindado del arsenal de Schloss. Es posible que incluso veamos uno o dos lanzallamas. —Braun esbozó una sonrisa aun cuando Jogiches no lo estaba mirando—. Ha sido un desperdicio, ¿no cree? —Braun extendió el brazo y Hermannsohn le entregó un expediente; se puso a pasar las páginas sin dejar, de hablar—: En realidad, no es muy propio de usted participar en cosas como ésta, ¿no, mein Herr?, y dejar que lo atrapen en la primera serie de detenciones. Eso ha sido una torpeza por su parte. —Braun se detuvo en una página—. La próxima vez va a tener que ser un poco más cuidadoso, ¿no le parece? —Braun levantó la vista—. Al menos con sus amigos nos vimos obligados a perseguirlos un poco. —Jogiches continuaba con la mirada ausente, y la expresión de Braun se endureció—. Ahora va a decirme qué es exactamente lo que Herr Hoffner sabe de Munich, qué es lo que sabe sobre el hotel Eden, y cualquier otra cosa que considere oportuno que yo sepa.

Se hizo el silencio en la celda. Jogiches permitió que sus ojos descendieran hasta los de Braun, pero aguardó un momento antes de hablar.

—No deja de ser extraordinario —dijo— que una judía de nada les haya causado tantos problemas, Herr Oberkommissar. Eso de arrojarla al canal…, claro, ahí estuvo el error, ¿verdad?

Jogiches captó la momentánea tensión de la mandíbula de Braun. Escupió un hilo de sangre al suelo y preguntó:

—¿Tiene usted hora, Herr Oberkommissar? —Hablaba como si estuviera tomándose un café con un amigo.

Braun dudó.

—¿Quiere saber la hora?

Jogiches disfrutó viendo cómo trabajaba el cerebro del otro detrás de aquella demostración de impasibilidad.

—Deben de ser alrededor de las nueve o las nueve y media, ¿no? —Jogiches asintió para sí—. Es que me gustaría saber cuánto tiempo lleva ya Rosa fuera de este edificio, eso es todo. —Vio un minúsculo destello en los ojos de Braun y continuó—: Supongo que, efectivamente, la próxima vez tendré que ser un poco más cuidadoso, Herr Oberkommissar, procuraré no ser tan torpe. —Hizo una pausa y después añadió—: Igual que hará usted, supongo.

Braun reprimió su reacción.

—Cree que ha actuado de forma inteligente, ¿verdad? —Al ver que Jogiches no contestaba, Braun se puso de pie y agregó con una calma producto de una larga práctica—: Pues eso no va a cambiar en absoluto las cosas.

Jogiches volvió a dejar la mirada perdida en la pared de enfrente.

—Bueno, creo que los dos sabemos que eso no es cierto. —«Rosa está a salvo», pensó. Ya podía olvidarse de ella. Cerró los ojos.

«Ahora —pensó Jogiches—, estoy absolutamente solo».

Braun contempló la insultante serenidad de aquel rostro. Miró a Tamshik y le ordenó:

—Asegúrese de que el prisionero no intente escapar.

Y acto seguido dio media vuelta y salió de la celda.

Jogiches aguardó a sentir el contacto del acero contra la piel y a oír el muelle del gatillo. Las dos cosas llegaron más rápidamente de lo que esperaba.

El coche estaba esperando fuera, expulsando vapor por el tubo de escape igual que un cigarro en medio del frío y la humedad. Se abrió la portezuela y Hoffner se subió en el asiento delantero mientras los hombres depositaban el cuerpo de Rosa sobre los tablones de la parte de atrás. Con un rápido movimiento, Pimm metió la marcha y salió disparado por la callejuela que tenía más cerca.

—¿No ha habido problemas? preguntó Pimm mirando su espejo.

—Por nuestra parte, ninguno —contestó Hoffner.

—Bien. Entonces debe ser que nuestro amigo ha tenido éxito. —Pimm hizo un giro brusco; los edificios pasaron a toda velocidad como una mancha gris de piedra y cristales—. ¿Conoce a mi socio?

Entre ellos estaba sentado el pequeño Franz. El niño se había procurado una bufanda y estaba fumándose un cigarrillo. Buena lana, pensó Hoffner.

—¿Qué, saliendo al mundo, eh, Franz?

Franz continuó mirando por el parabrisas, sosteniendo el cigarrillo con sus diminutos dedos, y exhaló una delgada nube de humo. En presencia de Pimm, Franz se mostraba mucho más duro.

—Me dijeron que viniera —dijo el muchacho omitiendo ostensiblemente el «Herr Oberkommissar».

—Alguna vez tiene que aprender —intervino Pimm—. No pensará mal de él por esto, ¿no?

Hoffner señaló el cigarrillo con un gesto de cabeza.

—¿Tienes otro? —Franz se sacó uno del bolsillo y se lo dio a Hoffner—. Bueno, lo dejaremos en tablas, entonces. —Lo encendió.

Pimm los llevó hacia el oeste, asegurándose de mantenerse bien lejos de todas las zonas castigadas. El gobierno había reaccionado con rapidez: ya había varios carros blindados y artillería ligera —inmensos rinocerontes metálicos que actuaban de centinelas— acordonando las calles que daban a la plaza. Resultaba difícil calcular cuántas tropas había enviado Ebert, porque en cada recodo parecía surgir otra unidad más marchando en formación, pero de todas formas eran más que suficientes para conjurar los recuerdos del pasado mes de enero.

—Van a tardar muy poco en resolver esto —dijo Pimm—. Por nada del mundo quisiera regresar a esa plaza.

—Ya —gruñó Hoffner sin dejar de mirar las calles—. En fin… ¿Qué opinas tú, Franz? ¿Ha merecido la pena sacar de ahí a Rosa? —El niño pareció sorprendido de que le preguntaran, y se encogió de hombros con gesto perezoso. Hoffner asintió para sí y luego se dirigió a Pimm—: Me encantaría ver la expresión de Braun cuando descubran que Rosa ha desaparecido. Sería genial.

Pimm cambió de marcha y respondió:

—Mientras usted se encargue de quitarme a la Kripo de encima durante unas semanas, nos conformamos tal como estamos. —Dio otro giro brusco que obligó a Hoffner a apoyar una mano en el techo para no aplastar al chico—. Ése fue el trato —dijo Pimm al tiempo que enderezaba el coche—. Si usted quiere meterles un palo en la rueda a sus amigos de la Polpo, no es asunto mío. Si no cumple su parte del trato, yo devuelvo a Rosa sin pensarlo dos veces.

Hoffner rió en voz baja.

—Me parece justo.

Se alegró de ver que el pequeño Franz no perdía palabra.

Eran casi las diez cuando llegaron a la valla de construcción que había en la estación Rosenthaler. Pimm había girado en redondo cuando ya se hubieron alejado lo bastante hacia el norte como para evitar cualquier problema. Incluso allí crepitaba en el aire, a través de la lluvia, el ruido procedente de la Alexanderplatz. Nadie se aventuraba a salir a la calle, lo cual permitió efectuar muy discretamente el transporte del cadáver rampa arriba. Al llegar a la escalera de mano que bajaba al emplazamiento, el más corpulento del grupo se echó a Rosa al hombro, se asió con fuerza a los barrotes resbaladizos e inició el descenso. Tres minutos después, todos, incluido el pequeño Franz, se encontraban en el interior de la caverna principal. Pimm la había provisto de unas cuantas antorchas para la iluminación.

—Perfecto —dijo Hoffner—. Es el último sitio donde a Braun se le ocurriría buscar.

Pimm indicó con un gesto a su hombre que depositara el cadáver en el suelo. A continuación se volvió hacia Hoffner.

—¿Nos necesita para algo más? —preguntó impaciente. Ya tenía el sombrero en la mano y estaba sacudiendo el agua del ala—. ¿Hemos terminado nuestra parte del trabajo?

—Necesito llevar el cadáver hasta una de las cavernas del fondo —repuso Hoffner.

Pimm indicó a sus hombres que se dirigieran a la escalera.

—Bueno, eso se lo dejamos a usted. —Se puso el sombrero en la cabeza, y sus hombres empezaron a subir.

—Un momento —dijo Hoffner, estupefacto—. No puedo hacerlo yo solo, tal como tengo las costillas.

Pimm se agarró de la escalera.

—Tenemos un programa que cumplir, inspector. Nosotros hemos traído el cuerpo hasta aquí. Si usted quiere trasladarlo a otro sitio, es cosa suya. —Hizo una seña al chico—. Tú también, Franz. Vámonos.

Franz obedeció. Pero Hoffner insistió:

—Al menos déjenme al muchacho. Cuarenta minutos, una hora como mucho. Ya buscaré a alguien, necesito que se quede con el cadáver.

Pimm lanzó un suspiro de frustración.

—Está bien, cuarenta minutos. —Puso un pie en el primer barrote y se volvió hacia el niño—. Después pásate por la oficina. Haremos cuentas. —Esperó a recibir un gesto de confirmación por parte de Franz y subió la escalera.

Cinco minutos más tarde Hoffner se reunió con Pimm y con los hombres de éste en un callejón que había frente al emplazamiento. Permanecían todos fuera de las luces, con los ojos fijos en la rampa.

—Habría hecho carrera en el teatro —dijo Hoffner sin dejar de vigilar.

—Lo tendré en cuenta —contestó Pimm—. ¿Está seguro de que él es…?

En aquel momento apareció Franz en lo alto de la rampa. Bajó por los tablones deslizándose y después se lanzó a la plaza antes de dirigirse al sur, hacia la Alexanderplatz.

Hoffner salió de las sombras y dijo:

—Estoy seguro.

EL HÉROE DE LA REPÚBLICA

Rosa yacía dentro del contorno dibujado que antes le había correspondido a Mary Koop. Le habían limpiado la grasa lo mejor que habían podido, incluso la habían vestido. Aun así, el cabello seguía estando apelmazado y el rostro presentaba un brillo extraño, sobre todo a la luz de las antorchas. Parecía que hubiera estado nadando.

Hoffner estaba arrodillado a su lado, con el abrigo empapado por la lluvia. Llevaba varios minutos en aquella posición, rememorando el sueño que había tenido, el guijarro y el sol en los ojos, intentando encontrarla. Qué raro se le hacía estar a solas con ella. Para él, Rosa había sido palabras, una imagen en su cabeza, viva y desafiante; pero allí parecía ser mucho menos. Aquello era la muerte, un cuerpo —una Herramienta— nada más. Rosa estaba siendo utilizada de nuevo, y ante aquello Hoffner no sintió otra cosa que remordimiento.

Oyó el ruido de unos pasos que se aproximaban desde la entrada de la caverna, y, lentamente, apretó con más fuerza la pistola que tenía en la mano. La sostuvo baja, oculta detrás del torso de Rosa. A juzgar por el ruido, se trataba de tres hombres que regresaban. Hoffner intentó calcular el número exacto, ya que era el único modo de mantener centrada la mente.

Vio un resplandor que comenzó a hacerse más intenso, un haz de luz que cabeceaba siguiendo el ritmo de las pisadas, cada vez más cerca. Oyó voces que susurraban, aunque lo que decían quedaba amortiguado por las maderas y los escombros. Distinguió un claro «Ahí», y un instante después penetraron en la cámara en penumbra dos soldados jóvenes, del Freikorps a juzgar por sus uniformes. Inmediatamente levantaron los rifles y apuntaron a Hoffner. Justo detrás de ellos venía Braun; pasó entre los dos soldados al tiempo que aparecía en la entrada un segundo hombre, un individuo increíblemente guapo que traía un frasco pequeño en las manos.

Braun habló con su habitual encanto:

—Tiene usted un sorprendente sentido de la simetría, Herr Oberkommissar. La Rosenthaler Platz. La guarida de Wouters. Incluso cabría decir que para usted tiene un lado sentimental.

Hoffner no dijo nada.

En aquel momento se adelantó el segundo hombre. Clavó la mirada en Rosa. Parecía agitado.

—Han retirado el ungüento.

Braun alzó una mano para detenerlo.

—Apártese del cadáver, Herr Oberkommissar. Hoffner se quedó donde estaba.

—Puede decirle a Herr Doktor Manstein que soy de lo más inofensivo, Herr Braun. Sobre todo cuando tengo dos rifles apuntándome al pecho.

Braun dejó ver sólo un instante de sorpresa.

—¿Y de qué más se enteró en su viajecito a Munich, Herr Oberkommissar?

Hoffner habló dirigiéndose a Manstein.

—Su suegro realizó una labor excelente al crear este pequeño remanso de paz para Wouters, Herr Doktor. Naturalmente, la idea fue de usted.

Manstein escrutó detenidamente a Hoffner, pero no dijo nada.

—Imagino que el ingeniero Sazonov no supondría un gran gasto —siguió diciendo Hoffner—. Ni su familia. No hay motivo para pagar a los muertos. —Hoffner vio el destello de confirmación en los ojos—. Debe de haber sido difícil estar lejos de Munich durante todo ese tiempo. La única persona que sabía cómo aplicar el Ascomicetes 4 a Fräulein Koop, la única persona que podía apaciguar a Wouters con las inyecciones apropiadas entre una fechoría y otra, aunque estoy seguro de que Herr Direktor Schumpert estuvo encantado de tener a su hija y sus nietos en la ciudad durante un período de tiempo tan largo.

Manstein lo miraba fijamente sin señales de emoción.

—¿Se supone que debo sentirme impresionado?

—Pero eso no es todo para lo que usted fue de utilidad, ¿verdad, Herr Doktor? —dijo Hoffner.

La expresión de Manstein se tornó más fría aún.

—¿Podemos matarlo ya y terminar con esto de una vez?

Hoffner miró a Braun.

—Eso sí que le alegraría a usted el día, ¿eh, Herr Braun?

—Aunque se encuentra en un aprieto —dijo Braun—, le concederé eso. —Braun soltó el botón de su cartuchera—. Va a ser usted mi segundo asesino, Herr Hoffner. Será un bombazo en los periódicos. Un tipo que mata a su propia esposa, ¿qué clase de mente retorcida hace algo así? —Braun comenzó a sacar su pistola.

Entonces, sin previo aviso, emergieron de las sombras seis de los hombres de Pimm, empuñando las armas. Dos habían aparecido justo detrás de la entrada, y ya tenían cada uno la pistola apoyada contra la nuca de los soldados.

Enseguida entregaron los rifles. Braun se había vuelto al notar el movimiento repentino, y cuando volvió a mirar al frente se topó con el cañón de la pistola de Hoffner en plena cara. Hoffner le arrebató el arma y a continuación le indicó un par de sillas que estaba colocando Pimm en el centro de la caverna. Braun, demostrando un notable dominio de sí mismo, fue hacia ellas.

—Y dígame —dijo Braun mientras Zenlo le ataba las manos a la espalda—. ¿Cómo está el pequeño Franz?

—No se preocupe —replicó Hoffner—. Sigue creyendo que lo ha ayudado a usted.

—Lo cual quiere decir que cuando yo acabe muerto, se enterará de que fue usted el que apretó el gatillo.

Hoffner enfundó el arma y contestó:

—¿Y por qué iba yo a querer hacer algo así?

Pimm señaló a los hombres que custodiaban a los soldados.

—Sacad a esos dos de aquí. Mantenedlos ocupados unas horas. Si es necesario, disparadles.

Hoffner esperó hasta que se hubieron ido los chicos del Freikorps antes de hablar. Cogió el frasco y dijo:

—¿De su alijo personal, Herr Doktor? —Manstein guardó silencio—. Era la única manera que se me ocurrió de hacerlo volver aquí. ¿Cuánto tiempo calcula que aguantará Rosa sin necesitar otra mano? Terció Braun:

—Si no piensa matarnos, Herr Oberkommissar, va a ser una noche muy larga.

Hoffner afirmó con la cabeza como si estuviera de acuerdo.

—Lo que he dicho es que no voy a matarlo yo, Herr Braun. Pero no puedo hablar en nombre de estos amigos míos. —Lanzó el frasco contra la pared y contempló cómo los cristales y la grasa se esparcían por el suelo—. Así que Wouters —dijo, de nuevo afirmando para sí—. Fue muy inteligente elegirlo a él, ¿verdad? Mujeres mayores y encaje. Luxemburg y una forma de atormentar a los judíos, todo junto. —Se volvió hacia Manstein—. Debió de tardar meses en dar con él…, digamos que desde el mes de junio de 1918. Claro que usted ya conocía Sint-Walburga y su misterioso paciente nuevo, ¿no es así? —Hoffner captó una pizca de asentimiento en la mirada de Manstein, por lo demás implacable—. ¿Lo llamaron a usted para consultarlo sobre el caso original? ¿O fue la carta de un colega lo que le presentó a Herr Wouters? —El silencio de Manstein fue suficiente confirmación—. Muy impresionante, Herr Doktor. Usted sabía que la guerra estaba perdida, que el káiser pisaba terreno inseguro. Y de repente estábamos en paz con los rusos, ¿quién sabía lo que se podía esperar de los socialistas, después de eso? Pero remontarlo todo hasta noviembre, hasta la revolución… —Hoffner miró a Pimm—. Eso ha sido muy impresionante, ¿no le parece?

Pimm dio un respingo al verse incluido.

—Oh, sí —contestó con un gesto de cabeza—. Mucho.

Manstein soltó un bufido como quitándole importancia.

—¿No fue muy impresionante, mein Herr? —dijo Hoffner.

Manstein se negó a mirarlo. Dijo:

—El hecho de que usted no entienda nada no significa que no sea posible. —Su voz poseía un estilo refinado: colegios, buena educación, un sentimiento de autoridad. Manstein no hizo nada por disimular su desprecio—. Fue una medida de precaución. —Ahora sí que levantó la mirada—. Evidentemente, una precaución que merecía la pena tomar.

—¿Así que ha hecho todo esto sólo para encubrir el asesinato de Luxemburg? —preguntó Hoffner.

Manstein pareció sinceramente perplejo por la pregunta.

—¿Eso es lo que piensa, Herr policía?

No lo era, pero Hoffner necesitaba provocarlo para que hablara. Braun vio lo que perseguía Hoffner y trató de impedirlo.

Herr Doktor, no es necesario que diga nada…

—Cállese, Braun. —Manstein continuó mirando muy fijamente a Hoffner.

Braun siguió en sus, trece:

—Será mejor que deje que me encargue yo de esto.

—Estoy atado a una silla en el pozo de una excavación. Yo creo que ya ha hecho todo lo que podía hacer.

Braun insistió:

—Él no tiene la menor idea de lo que sucede aquí.

—Él tiene a Luxemburg —lo interrumpió Manstein—. Y no creo que esté pensando en devolverla. —Ahora perforaba a Hoffner con una mirada fría, imperturbable—. No piensa devolvérnosla, ¿verdad, Herr Oberkommissar?

Se hacía evidente que el matrimonio entre los thulianos y la Polpo había sido de conveniencia. Hoffner sabía que necesitaba aprovecharse de ello al máximo.

—¿Ha disfrutado con el trabajo, Herr Doktor? —preguntó.

Por primera vez, por los ojos de Manstein cruzó una sombra de incertidumbre.

—¿Cómo dice?

Hoffner no le dio tiempo a Braun para interrumpir.

—Es una lástima que no haya estudiado más detenidamente a su paciente. Me figuro que ahí también ha sido demasiado perspicaz. —Hoffner contempló cómo se acrecentaba la sensación de incertidumbre—. Pasé mucho tiempo sin lograr entender por qué el trabajo a cuchillo de Wouters era tan liso mientras que el del segundo asesino se veía tan desgarrado y en ángulo. Supuse que se trataba de alguien como Tamshik, o incluso de Braun, pero es que la precisión de las líneas de la espalda era demasiado grande, demasiado cercana al original para no pertenecer a una persona que tuviera cierta pericia con el cuchillo. Pero si pareciera demasiado perfecto, habría causado un problema, ¿no es cierto? De modo que usted se vio obligado a cambiar de mano. Después de todo, Wouters estaba loco, ¿y acaso la locura no implica una suerte de frenesí con el cuchillo? Debió de observarlo en alguna ocasión, ver cómo practicaba los surcos en las espaldas de aquellas mujeres, para aprender a recrear el diseño. Pero no lo observó lo bastante de cerca, ¿verdad? Para él constituía un arte. El hecho de tener las manos destrozadas y sangrantes no le impidió de niño crear los más delicados diseños de encaje. Su trabajo era prístino. —Hoffner hizo una pausa—. A diferencia del de usted.

Manstein mantenía una mirada fría, perdida.

—La puta del Tiergarten —dijo Hoffner—. Lo perdió la impaciencia. La Polpo quería que usted aguardara, pero eso resultaba inaceptable. Wouters no estaba matando lo bastante deprisa, y se había limitado a la parte de la ciudad que no tenía que ser. Usted necesitaba llevarlo a la zona oeste para poder provocar la histeria que deseaba provocar. La estación del U-Bahn en el zoo era el lugar perfecto. La amenaza de que el este viniera al oeste. Dígame, Herr Doktor, ¿se encargó solamente de hacer las marcas, o también del asesinato?

Braun ya no aguantó más.

—No le consienta esto.

Manstein hizo caso omiso de Braun.

—Fue más eficiente así, ¿no lo cree usted, Herr Oberkommissar?

De repente, con una súbita rabia, Hoffner propinó a Manstein un revés con la mano izquierda. El médico no mostró casi reacción alguna, mientras que Braun se estremeció. Manstein notó que comenzaba a sangrarle el labio y se lo lamió con la lengua.

—¿Se siente mejor ahora, Herr Oberkommissar?

Hoffner hacía todo lo que podía para conservar el dominio de sí mismo. Qué fácil sería empezar a sacudirle golpes a aquel hombre hasta matarlo, pensó.

—¿Por qué Luxemburg? —le preguntó.

Manstein escupió un grumo de sangre.

—Por lo visto lo está haciendo muy bien solito. ¿Por qué no me lo explica usted a mí?

Braun probó de nuevo:

—Esto es exactamente lo que busca él. ¿Cómo es que es incapaz de verlo?

Manstein escupió otra vez.

—Usted nunca ha tenido visión de conjunto, Braun, ¿verdad? —Se limpió la barbilla contra el hombro y luego miró nuevamente a Hoffner—. Adelante, detective. Veamos si es usted capaz de desenmarañar esto antes de que lo consiga Herr Braun.

Estaba claro que Manstein deseaba ser presionado; el hecho de que Hoffner todavía tuviera que averiguar por qué no era motivo para decepcionarlo.

—Luxemburg era el medio para conseguir un fin —dijo. Manstein lanzó otro bufido de desprecio.

—Si vamos a limitarnos a constatar lo obvio, prefiero que disparen ya.

Hoffner se sintió tentado a conceder aquella petición, pero aquél no era el motivo por el que se encontraba allí. En lugar de eso, intentó imaginar adónde habría llevado las cosas Jogiches en aquel momento.

—Muy bien —dijo—. Berlín al borde del caos…, el cadáver de Rosa descubierto…, no fue necesario un gran esfuerzo para provocar el miedo a una represalia de los rojos por su asesinato. Los rojos preparados para atacar… —Hoffner iba adquiriendo cada vez más impulso—. Entra en escena el Freikorps. Naturalmente, el gobierno le da rienda suelta para que elimine el problema, de eso podemos dar las gracias a su exgeneral Nepp, de Defensa, y ustedes matan dos pájaros de un tiro. Los socialistas quedan purgados y la esfera militar logra poner un pie en la puerta de la política, y todo en nombre del restablecimiento del orden. —Hoffner sabía que su teoría tenía demasiados agujeros; su única esperanza consistía en que a Manstein también le resultara poco impresionante.

—¿Estando Luxemburg muerta? —repuso Manstein—. ¿Usted cree que eso iba a suscitar represalias por parte de los socialistas, con aquellas marcas en la espalda? No me diga que eso tiene lógica para usted, Herr Oberkommissar. —El ego siempre se hacía transparente en hombres como aquél—. ¿No le parece que, de hecho, eso habría causado precisamente lo contrario, que hubiera permitido que los rojos dejaran de preocuparse por saber quién había matado a su querida Rosa porque ahora ella ya no era nada más que otra infortunada víctima de algún demente? —Manstein parecía casi decepcionado por el intento de Hoffner—. No tenían nada que ganar. No había ningún culpable, Herr Oberkommissar, no había motivo alguno para llamar al Korps.

Resultaba peculiar que Manstein hubiera elegido aquella palabra, «culpable», pensó Hoffner. Intentó comprender qué más podía significar. Si el culpable no era Wouters, entonces ¿quién? Hasta Manstein tenía que reconocer que los judíos constituían un objetivo demasiado vago, con independencia de los diseños de encaje. No. Manstein había dejado claro que la responsabilidad de la muerte de Rosa recaía en otra persona. Allí estaba la clave. Por eso volvían a acumularse de nuevo los cadáveres. Alguien que podía…

Hoffner se detuvo. Naturalmente. Miró a Pimm, y al hacerlo recordó lo que se había dicho. Aquél era un crimen como cualquier otro, por muy intrincada que hubiera sido su planificación; y al igual que todos los crímenes, en lo más profundo siempre contenía un fallo.

De repente comprendió en qué se había equivocado. Se había centrado todo el tiempo en lo que aquellos hombres intentaban mantener oculto, en las capas que había que ir quitando; aquello era lo que daba lugar a una conspiración. Pero ¿y si fuera al revés? ¿Y si la clave radicara en lo que querían revelar?

Hoffner miró nuevamente a Manstein.

—Usted quería que la Kripo investigara a fondo el asunto, ¿verdad, Herr Doktor?

La expresión de Manstein pareció suavizarse.

—¿Investigar, Herr Oberkommissar? —Habló en tono casi alentador—. ¿Y qué era lo que debían encontrar?

Hoffner empezó a verlo.

—En realidad es muy inteligente, ¿eh? Porque es exactamente lo que parece. Wouters suelto por la ciudad. Los asesinatos como estratagema para provocar la histeria. Todo para encubrir el asesinato de Luxemburg. Usted quería que todo saliera a la luz porque debía conducir de nuevo a un solo lugar. Nepp. Su hombre en el Ministerio de Defensa.

—Muy bien, Herr Oberkommissar.

Hoffner se lanzó.

—Nepp era el que debía dar la orden de separar a Luxemburg y Liebknecht aquella noche. —Otro relámpago de lucidez—. Y fue el responsable de traer a Wouters de Bélgica, ¿no es cierto? —Como Manstein no dijo nada, Hoffner continuó—. Obedeciendo órdenes de Oster. Órdenes de hacerlo pasar la frontera. Iban firmadas por el general Nepp, ¿verdad?

Manstein estaba divirtiéndose con todo aquello.

—Excelente. —Braun hizo nuevamente un ademán de decir algo, pero Manstein se lo impidió una vez más—. Continúe, Herr Oberkommissar.

—Usted creó la conspiración con el único propósito de depositarlo todo a los pies de Ebert. La tragedia de los dos últimos meses, todo para que se viera como poco más que un plan sumamente complejo del gobierno para librarse de uno de sus enemigos más peligrosos. Rosa. Mujeres inocentes asesinadas…

—La ciudad aterrorizada —añadió Manstein con extraña satisfacción.

—Excepto que no son ni usted ni sus amigos thulianos sobre quienes recaen las culpas. La conspiración sale a la luz, y es Herr Nepp el que se cerciora de implicar a los socialdemócratas cuando él cae. El gobierno se tambalea y aparece el Freikorps para salvarnos a todos de precipitarnos en el abismo.

—No me sorprende que resolviera tan rápido el asunto de Wouters —dijo Manstein.

Dejando a un lado los cumplidos ambiguos, Hoffner necesitaba encajar las piezas que faltaban.

—¿Y por qué retuvieron a Rosa? —preguntó—. ¿Por qué no dijeron que habían descubierto su cadáver a finales de enero? Todo lo demás estaba en su sitio.

—En efecto, ¿por qué no? —replicó Manstein—. Tal vez esa pregunta desee contestarla Herr Braun. —Braun había dejado de intentarlo; estaba sentado y con la mirada perdida. Manstein prosiguió—. Braun lo subestimó a usted. Nos convenció de que usted tardaría varios meses en encontrar a Wouters, y para entonces la ciudad ya sería presa del pánico y los asesinatos ocuparían todos los días las portadas de los periódicos. Usted había conseguido mantener el caso oculto a lo largo de toda la revolución. Necesitábamos tiempo para provocar la histeria, para que Fräulein Luxemburg se convirtiera en nuestra joya más preciada, el centro de atención de la conspiración que habría de llegar. Por desgracia, usted dio con Wouters demasiado deprisa.

—En ese caso, ¿por qué no impidieron que Wouters trasladase a su víctima al Ochsenhof aquella noche? —presionó Hoffner—. Yo no lo habría atrapado, y los asesinatos habrían seguido sucediéndose. —Manstein esperó a que Hoffner lo dedujera por sí solo—. Ustedes no tenían aún a Wouters para entonces, ¿verdad?

—Mary Koop —contestó Manstein—. Cuando usted se la llevó, ya no quedó nada que lo hiciera volver al emplazamiento. El ingeniero, el tal Sazonov, era más listo de lo que pensábamos. Y, una vez desaparecido Wouters, tenía que morir. Sacar a Luxemburg a la luz después de aquello, sin un público cautivado, y siendo usted un héroe, no habría supuesto nada. Luxemburg habría aparecido como la víctima de un crimen ya resuelto, y sin ninguna relación con Nepp.

Había algo que no terminaba de encajar.

—Pero sí que fue sacada a la luz. La Kripo la descubrió flotando en el canal Landwehr.

Hoffner había tocado una fibra sensible. La expresión de Manstein se endureció de nuevo.

—De eso puede dar las gracias al fusilero Runge. —Manstein meneó la cabeza en un gesto negativo—. Se entusiasmó demasiado. La mató demasiado deprisa. El trabajito con el cuchillo debía de hacerse justo después de la muerte, de lo contrario la piel habría perdido la elasticidad. Conseguí llegar hasta él a tiempo, pero en aquel momento se nos echó encima la turba, esa de la que tanto ha oído usted hablar. Río abajo. No nos quedó otro remedio que buscar un terraplén donde esconderla. Sus colegas la descubrieron antes de que nosotros pudiéramos volver a buscarla. De hecho, Braun fue de gran utilidad al respecto.

El cerebro de Hoffner funcionaba a toda velocidad. Todo aquello para desbaratar el gobierno de Ebert. Todo aquello para hacer recaer la culpa donde menos correspondía.

—¿Y Eisner? —dijo Hoffner—. ¿Y el asesinato? ¿Es que no bastaba con que cundiera la histeria en Berlín? ¿También tenían que provocarla en Munich?

—Eso —repuso Manstein— no tuvo nada que ver con nosotros. Nosotros no hubiéramos enviado a un judío a hacer nuestro trabajo sucio.

No había necesidad de dar un golpe de estado, pensó Hoffner. No había necesidad de contar con la bala de un asesino. Teniendo a Nepp, todo había sido mucho más sutil.

—Y entonces la investigación llegó demasiado lejos.

—Sí —aceptó Manstein, recreándose un momento en la palabra—. Su viaje a Munich actuó como una verdadera revelación. Aunque no es que supusiera tanto problema como usted podría pensar. Era el momento de empezar a dejar cadáveres por ahí otra vez, de hacer cundir la histeria. —Manstein miró a Hoffner directamente a los ojos—. Ahí fue cuando conseguimos matar dos pájaros de un tiro, Herr Oberkommissar. Su esposa parecía la persona perfecta.

Había algo muerto dentro de Hoffner, algo que no podía reavivarse con ningún tipo de provocación.

—Está tomándose esto con mucha calma, Herr Doktor. —Igual que usted, Herr Oberkommissar.

Hoffner no respondió.

—De hecho —agregó Manstein—, si lo piensa un poco, no estoy tomando nada, detective, sino que se lo estoy entregando a usted.

De nuevo Manstein lo guiaba.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Hoffner.

—En este punto creí que era usted mucho más inteligente que Herr Braun y su Polpo. —Al ver que Hoffner guardaba silencio, Manstein habló con más lentitud—: Como ya he dicho, usted tiene en su poder a Frau Luxemburg. Y sin Frau Luxemburg…

—Ya. No hay conspiración —dijo Hoffner—. Eso lo entiendo.

—Sí, creo que lo entiende. —Manstein aguardó unos instantes antes de añadir—: Pero si nos detiene…

Hoffner percibió el tono que traslucía la voz de Manstein y pensó en lo que había más allá de todo aquello: las ruedas de prensa, los periódicos, Manstein desfilando frente a todos ellos. Y de pronto lo vio claro:

—Demasiadas preguntas —dijo, casi para sí mismo—. Y preguntas que usted sin duda estaría encantado de contestar. De una forma o de otra los llevaría de nuevo hasta Nepp.

—Exacto —afirmó Manstein—. Y de Nepp a Ebert. La visión de conjunto, Herr Oberkommissar. Obviamente, usted va a deshacerse de Fräulein Luxemburg, de modo que usted y yo por lo visto nos encontramos en un impasse. Mis amigos y yo no tenemos nada que desvele nuestro ardid, y usted no puede arriesgarse a que el hecho de delatarnos no termine finalmente cayéndole encima a Ebert. El hecho de haber descubierto todo esto, o más bien el hecho de que se lo hayamos puesto en bandeja nosotros, le impide hacer nada. Tiene demasiado que perder. Una última salvaguardia, si quiere, aunque nuestro Herr Braun no lo haya entendido del todo. Es una lástima que las cosas hayan tenido que llegar a este punto.

Hoffner reflexionó un instante.

—¿Y por qué no lo mato?

Manstein no perdió el aplomo.

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