Rosa

Rosa


Segunda parte » 6. El paraíso en la tierra

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—Usted no va a hacer eso, Herr Oberkommissar. No es propio de usted. —Calló unos instantes. Después dejó escapar un largo suspiro y, con una franqueza sorprendente, dijo—: En fin, creo que aquí ya hemos terminado. —Se volvió hacia Zenlo—. Ya puede quitarme las cuerdas. —Agitó las muñecas en dirección al aludido.

Hoffner le dijo:

—Se olvida de que todavía tenemos un asesino suelto.

—Oh, ya encontrará alguien a quien acusar de eso, Herr Oberkommissar. La Kripo siempre actúa así. Y no sería la primera vez, ¿verdad? —Manstein se volvió de nuevo hacia Zenlo—. Una navaja, por favor. Esto empieza a resultar incómodo.

Hoffner se fijó en que Pimm y Zenlo intercambiaban una mirada. Al igual que él mismo, no estaban preparados para aquello.

—¿Y todo continúa estando tal como estaba antes? ¿Es ésa la idea, Herr Doktor?

Por un instante, Manstein pareció verdaderamente desconcertado por la pregunta.

—¿Que si todo continúa…? Deje que le pregunte una cosa, Herr Oberkommissar: ¿cuánto tiempo cree que sufrirán los alemanes la Alemania de Friedrich Ebert? Ebert ya está hablando de huir de Berlín para instalarse en Weimar. ¿Todo igual que antes? ¿Le parece que eso sigue siendo posible? Lo único que ha hecho usted es aplazar lo inevitable.

Se hizo un silencio incómodo en el interior de la caverna. Hoffner intentó buscar algo que decir, pero no halló ninguna respuesta. Si los hombres de Munich habían llegado tan cerca, esta vez…, Manstein le tenía de uno y otro modo. ¿Qué alternativa quedaba?

Hoffner se volvió hacia Zenlo con la mano extendida.

—Deme su navaja —le ordenó. Zenlo miró otra vez a Pimm, y otra vez Pimm no dijo nada—. Su navaja —repitió Hoffner. Como no tenía otro recurso, Zenlo dio un paso al frente y puso la navaja en la mano de Hoffner. Hoffner estaba ahora directamente enfrente de Manstein. Se arrodilló y le dijo—: Tiene razón, Herr Doktor. —A continuación, sin un solo gesto, clavó la navaja en el vientre de Manstein—. Necesito una persona a quien acusar.

La expresión de Manstein fue más de sorpresa que de angustia. Tosió una vez, y entonces Hoffner retorció la navaja al tiempo que la hundía más profundamente en la carne. Vio cómo los ojos de Manstein miraban fijamente los suyos buscando una respuesta, la garganta ahogada y muda.

—Hay muy pocas cosas que sean inevitables, Herr Doktor. Y resulta que ésta es una de ellas.

Lo sostuvo así, esperando a que la vida lo fuera abandonando poco a poco. El cuerpo de Manstein experimentó una sacudida y después quedó inmóvil.

Entonces Hoffner se volvió hacia Braun. Éste permanecía sentado, acobardado y sin poder creer lo que veía. Hoffner soltó la navaja y dijo:

—Lo felicito, Herr Oberkommissar. —Hablaba en un tono sin inflexiones—. Acaba usted de atrapar al segundo asesino. Es un día de gran orgullo para la Polpo.

Braun logró recuperar la voz.

—¿Qué es lo que ha hecho?

Cosa extraña, Hoffner no sentía nada, ni alivio ni ninguna sensación de compensación. Lo único que notaba era cierta pegajosidad en la mano, un poco de sangre que se le había quedado adherida entre los nudillos, y sacó su pañuelo.

—Lo he convertido a usted en un héroe de la República —dijo, concentrado en la mancha—. Tendrá que poner cuidado en cuánta información va a sacar a la luz, en cuánto va a permitir indagar a la prensa. De lo contrario, ¿quién sabe lo que podrían descubrir?

Luchando por recobrar la compostura, Braun respondió:

—¿Y por qué iba yo a hacer algo así?

—Porque —contestó una voz desde el otro extremo de la caverna— siempre podría ser un héroe muerto, Herr Oberkommissar. —Justo frente a la entrada del túnel había aparecido el Kriminaldirektor Gerhard Weigland. Estaba solo. Se volvió hacia Pimm y dijo en tono informal—: Hola, Alby.

Pimm y el resto, sin decir nada, observaron cómo Weigland penetraba lentamente en la caverna. No estaba claro cuánto tiempo llevaba allí, pero no pareció alterarse en absoluto al ver el cadáver de Manstein.

—Siento haberme perdido la fiesta, Nikolai. He tardado un poco en convencer al chico de que nos dijera adónde había ido todo el mundo.

Una vez más, Hoffner había subestimado a Weigland; la advertencia de que no se acercara a la Alex había conseguido justamente lo contrario. Hoffner se incorporó y dijo:

—No hay mucho que ver, Herr Direktor.

Weigland miró otra vez a Manstein.

—Sí —dijo—, ya lo veo. —Después se volvió hacia Braun—. Por lo que parece, su amigo Hermannsohn ha preferido tragarse el cañón de su pistola antes que responder a ninguna de nuestras preguntas acerca del finado Herr Fichte. En cambio Herr Tamshik ha demostrado tener menos valor. Lo tenemos encerrado en una celda.

Braun contestó en tono desafiante:

—Yo prefiero la pistola, si le da igual.

Weigland no apartó los ojos de él.

—No… Creo que Nikolai tiene razón. Para usted será mucho peor seguir vivo, y siendo un héroe. Todas esas miradas vigilándolo a usted y a sus amigos. —Weigland había esperado mucho tiempo a que llegara este momento, y quería saborearlo a fondo. Se volvió hacia Hoffner—. Pero se lo dejo a usted, Nikolai. —Miró una vez más a Braun, entrecerrando los ojos sólo un instante—. Péguele un tiro si quiere. —A continuación dio media vuelta y se dirigió hacia la salida del túnel—. Esperaré en la plaza.

Hoffner comprendió. No había ninguna diferencia. Simplemente, Weigland no podía quedarse a ver cómo se desarrollaban las cosas.

El eco de las pisadas terminó por desaparecer. Hoffner se acercó, extrajo la navaja del cuerpo de Manstein y se puso a limpiar la sangre con su pañuelo.

—Que le pegue un tiro —dijo, reflexionando. Entonces miró a Braun directamente a los ojos—. No es exactamente eso lo que soy ahora, ¿no? —Introdujo el pañuelo en el bolsillo frontal de la chaqueta de Braun y agregó—: Está usted a punto de ver su foto en todos los periódicos, Herr Oberkommissar. Algún día tendrá que contarme qué es lo que se siente.

ROSA

Dos horas después, Pimm y Hoffner se hallaban contemplando la corriente de aguas negras que constituía el canal Landwehr. El ruido del continuo chapoteo contra la piedra endurecía aún más el aire, ya de por sí cortante. Misericordiosamente, había dejado de llover durante un rato.

Pimm respiró hondo; llevaba media hora intentando trabar conversación, pero sin éxito.

—Weigland no es ningún idiota —comentó. Hoffner siguió sin decir nada, fumándose su cigarrillo—. Se las arreglará. Salvará el pellejo. Siempre lo hace.

Hoffner asintió con gesto distraído. Sabía que Pimm tenía razón: Weigland encontraría un modo de vender el asunto a los periódicos, de darle a Berlín lo que deseaba: un médico loco de Munich siempre proporcionaba satisfacción. Y por si acaso a Braun se le había pasado algo por alto en la caverna, Weigland, de regreso en la Alex, lo había dejado claro como el agua: «Acaba de salir de debajo de su piedra, mein Herr. Y eso quiere decir que pueden aplastarlo en cualquier momento. Van a apretarle bien las correas». El viceministro Nepp le serviría de recordatorio: dentro de unos pocos días saldría en las contraportadas de los periódicos la noticia de su fatal accidente de hípica.

Solamente quedaba Rosa, la cual se encontraba ahora envuelta en una lona alquitranada y apoyada contra un árbol. Pimm y Hoffner habían cargado con ella a lo largo de casi medio kilómetro a través de árboles y un grueso manto de nieve, y Pimm aún estaba recuperándose. Expulsó algo al toser y escupió.

—¿Vamos ya? —preguntó.

Hoffner dio una última calada al cigarrillo y después lo tiró al suelo. Seguidamente, sin pronunciar palabra, se acercó al cuerpo de Rosa, lo depositó sobre la nieve y comenzó a desenrollar la lona muy despacio. Había insistido en buscar un lugar alejado, cerca del punto en que la habían arrojado al agua tantas semanas atrás. Al oeste. Aquél le pareció un sitio tan bueno como cualquier otro.

—Se hace extraño echarla al agua otra vez —comentó Pimm al tiempo que se arrodillaba para ayudar.

Hoffner colocó el cadáver tendido de espaldas.

—No tanto —replicó.

Pimm se sorprendió sólo un instante al escuchar de nuevo la voz de Hoffner.

—Ya.

Ya corría por todas partes el rumor: el canal era adonde la chusma había arrojado a Rosa. Más que eso, Hoffner sabía que el agua le hincharía la piel, distorsionaría las cicatrices y dejaría la espalda irreconocible. Terminaría saliendo a la superficie, tal vez dentro de un mes, dentro de dos, pero eso era mejor que hacer creer que se encontraba en alguna parte preparando su regreso con Herr Lenin. Rosa tenía que salir flotando a la superficie para poder descansar. Era lo mínimo que podía hacer por ella.

Hoffner rebuscó en su bolsillo y sacó el guijarro que había guardado Martha. Lo sostuvo en la palma de la mano durante un momento y después lo introdujo en uno de los bolsillos de Rosa.

Se incorporó y dijo:

—Muy bien.

Pimm se levantó también, y entre los dos llevaron a Rosa hasta la orilla del agua. A una indicación de Hoffner, ambos tomaron impulso hacia atrás y lanzaron el cadáver al canal. El ruido del choque contra el agua levantó un potente eco —el chapoteo contra el muro se hizo más frenético— y después sobrevino el silencio. Los dos hombres se quedaron contemplando cómo el cuerpo salía a flote, el pequeño rostro resplandeciente bajo el brillo de la luna.

La respiración de Pimm se suavizó.

—Usted y yo no somos tan diferentes —dijo—. El mundo nos lanza algo, y nosotros nos hacemos cargo de ello. No indagamos demasiado, al final las cosas se resuelven solas.

Hoffner siguió contemplando a Rosa. Deseaba creer a Pimm, deseaba encontrar algo en aquello que dijera sí, así es como tiene que ser. Sabía que Berlín recuperaría su curso, que los asesinatos a cincel rápidamente pasarían a formar parte de un pasado olvidado, que hasta la propia Rosa, cuando emergiera definitivamente, brillaría sólo un instante para luego ser superada por otra cosa y relegada al olvido. Así era la gracia redentora de Berlín, su incesante movimiento hacia delante, su esperanza de hallar promesa en lo que estaba por venir. Ahora, sin embargo, dicha promesa, por alguna razón, parecía estar fuera de su alcance. Era demasiado lo que se había perdido, era demasiado lo que aún quedaba oculto bajo la superficie, para que el futuro de la ciudad fuera más cierto que el propio futuro de Hoffner.

Se produjo una súbita agitación en el agua, y al momento comenzaron a sumergirse las piernas de Rosa; las siguió el torso, y por último la cara. En cuestión de segundos desapareció por completo. Hoffner siguió mirando las silenciosas aguas.

—Con esto no hemos logrado nada —dijo en voz baja—. Excepto tal vez un poco de tiempo. —Sus ojos siguieron lo que imaginó que sería la trayectoria del cadáver impulsado por la corriente—. Esos hombres regresarán. Y cuando regresen… nosotros nos acordaremos de Rosa y de su revolución y veremos lo ingenuos que fuimos en realidad.

Aumentó la estática del aire. De pronto Hoffner se sintió sofocado por aquel lugar. Necesitaba la zona este y el Berlín que aún conocía; en algún punto de aquel Berlín, y sólo allí, hallaría el modo de continuar moviéndose. Entonces se volvió hacia Pimm, y juntos se internaron en la larga noche.

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