Ronin

Ronin


Undécimo magari. Honor

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Undécimo magari

HONOR

Se aprende poco con la victoria, en cambio,

mucho con la derrota.

Proverbio japonés

En el castillo de osaka, la impresionante torre del homenaje ardía. Los gráciles tejadillos de la tenshu de cinco pisos sostenían llamas anaranjadas que reptaban buscando las paredes; su resplandor ambarino ocultaba la luz de las estrellas que el humo no cegaba.

Todo el lujo y magnificencia del esplendoroso pasado de la fortaleza se convertiría en cenizas antes del amanecer. Unos pocos hombres, tiznados y sucios, deambulaban de un lado a otro, conmocionados, buscando algo útil que poder hacer. El hedor metálico de la sangre vertida por los muertos, esparcidos por doquier, se mezclaba de un modo macabro con un sospechoso tufo que recordaba a olores apegados a viejas cocinas; el incendio se cebaba con sus primeras víctimas.

Entre los combatientes corría la voz de que el hijo del taiko, el joven Toyotomi Hideyori, se había refugiado en el corazón del alcázar junto a la dama Yodo, y lo lógico era que ya hubiesen cometido seppuku. Con casi toda seguridad, en aquel mismo momento, el cadáver arrodillado del heredero tendría ante sí una maraña de sus propios intestinos, y su madre, con la garganta sajada, estaría vencida sobre un enorme charco carmesí.

La mayoría de los adeptos a la estirpe de los Toyotomi habían sido ya ajusticiados, incluyendo clanes de estandartes sobre los que había oído hablar, como los Chosokabe.

Nadie escaparía. Miles, cientos de miles de hombres habían asediado el castillo; y entre los asaltantes también había clavijas que tensaban el pasado. Uno de los generales destacados era el dragón de un solo ojo, Date Masamune.

La campaña, que se había prolongado por más de un año, tocaba ahora a su fin. La rebeldía sería aplastada; hasta el último resquicio resultaría eliminado, porque el ogosho Tokugawa quería exterminar cualquier rastro de la dinastía Toyotomi y evitar que la semilla de la secesión pudiese germinar de nuevo. Y los lenguaraces maledicentes que aún tenían ganas de hablar especulaban en corrillos sobre el futuro de los nietos del taiko, aunque no era difícil adivinarlo. Quizá la pequeña sería recluida en algún monasterio, sin embargo, casi con toda seguridad, el chiquillo sería decapitado. Y la hoja de paulonia de los emblemas que usaban los Toyotomi jamás volvería a ondear.

Ese era el estilo de Tokugawa Ieyasu. Como con aquella embajada que enviara hasta Sevilla. Ahora, después de lo vivido, él había llegado a convencerse de que todo había sido una patraña. Aupado en el poder, Tokugawa Ieyasu se había librado de unos náufragos que suponían una delicada situación diplomática y, al tiempo, había mandado al otro extremo del mundo a cualquier mercader sospechoso de costear la rebelión que se fraguaba. Tanto era así que algunos de aquellos comerciantes se habían quedado para siempre en Coria del Río. Y aquel apocado samurái al que había puesto al cargo, Hasekura Tsunenaga, aún no había conseguido regresar al Japón. El ogosho no dejaría cabos sueltos, nunca lo hacía.

Y ante aquel panorama resultaba fácil dejarse llevar por el remordimiento; arrepentirse por haber intentado algo inconcebible. Aun así, él tenía la absoluta certeza de que era allí donde debía estar. No eran letras grabadas por un crío en la arena de una playa en la que subía la marea, su deuda, enorme, había sido forjada en el mejor de los aceros y bautizada con la sangre de algunos de los hombres con más valía que había conocido jamás. Y él sabía bien lo que significaba la traición. Otros caminos hubieran sido más llevaderos. Pero él había elegido estar allí, aquella noche, en medio de aquel infierno desatado; aun teniendo tanto que perder. Era una cuestión de honor.

Y allí era donde debía permanecer, ese sería el principio del fin. Si es que lograba salir con vida.

Los gallardetes y confalones con las tres hojas de malva cubrían el enorme valle donde confluían los ríos Yamo, Tenma y Kizu. Cerniéndose amenazantes sobre la plaza de osaka; testimoniando la aplastante superioridad de los Tokugawa. Hasta un nanbanjin podía verlo; ninguno de los que se habían atrevido a soñar con aupar al heredero hasta el poder perdido saldría de allí.

Y Dámaso no tenía dudas. Los vencedores no consentirían que nadie escapase del castillo que había sido el símbolo de la rebeldía de los Toyotomi. Y un forastero no se salvaría aun pese a su condición.

En los últimos tiempos, el ogosho había empezado a mostrar un odio recalcitrante hacia los extranjeros; y estaba seguro de que si lo atrapaban sería considerado como otro hombre de las olas, aun pese al color de su piel. Lo matarían, como a cualquiera de los que habían llegado para vender armas de fuego, o para prometer grandes tratos comerciales a los rebeldes esperando que estos se alzasen de nuevo con el poder. A él, a aquel francés loco que andaba pintando bucólicas escenas, a los misioneros. A cualquiera que hubiera entrado en la fortaleza de osaka. Sin embargo, el alférez lo vendería caro. No pensaba rendirse, por pocas que fueran las posibilidades, tenía que intentarlo. Constanza lo estaba esperando.

Con los silbidos de la siguiente tanda de cañonazos llegó el bonzo Zongji, caminando con su vara sin que las balas que pasaban sobre su cabeza parecieran afectarlo en lo más mínimo.

—¿Lo habéis encontrado? —preguntó Dámaso echándole la mano al hombro, para animar al monje a ponerse a cubierto tras los restos de una barbacana—. Decidme que lo habéis encontrado.

—La lluvia solo es un problema si no os queréis mojar…

Un tiro de pedrero impactó a pocos pies, levantando tierra y arrojando escombros sobre un grupo de samurái que intentaba ponerse a resguardo. La batalla se recrudecía y los generales de Tokugawa Ieyasu se servían de las armas de los forasteros aun cuando se rumoreaba que el clan de las tres hojas de malva pensaba cerrar las fronteras del país.

Dámaso respiró hondo. No olvidaba que, de no ser por el bonzo, no hubiera llegado tan lejos. Había sido el monje quien, desde aquel día en el camino a Écija, le había prestado la ayuda necesaria para terminar lo que Saigo Hayabusa no había podido. Pero llevaban tantos meses de búsqueda que al alférez le costaba encontrar el humor para sobrellevar las peculiares apreciaciones de su compañero.

Pasó sobre ellos otro proyectil, perforando el aire con su agudo silbo y, tras suspirar, Dámaso le habló al bonzo con el tono más calmado que pudo:

—Por una vez, aunque solo fuera por una vez, podríais dejar los proverbios y contestar simplemente con un sí o un no.

Un grupo de hombres con el mon de la hoja de paulonia de los Toyotomi llegó corriendo para buscar refugio cerca de donde estaban el bonzo y el español. Eran conversos, bushi al servicio de algún señor feudal que había abrazado el cristianismo; se reunieron rápidamente en torno a uno que sacó de su kimono una extraña cruz con una oronda figura de Buda en el centro.

Zongji los miró con curiosidad, intrigado por aquel sincretismo que parecía extenderse por el Japón. Y no se movió cuando otro de los balazos zumbó a apenas unos sun por encima; se estrelló en la base de la torre del homenaje con gran estruendo. El bonzo simplemente sonrió. Y, mientras aquellos terminaban sus rezos y se lanzaban hacia una muerte segura, le contestó al alférez.

—Hay un hombre que ha caído en uno de los ataques cerca de los fosos. Según me han dicho, responde al nombre de Saigo Hayato.

—¿Estáis seguro? —cuestionó el antiguo furriel con severidad.

El bonzo semejaba a punto de decir algo, pero, con un gesto indescifrable de su labio leporino, pareció cambiar de opinión y asintió pesadamente.

Se oyeron gritos, varios grupos se movieron a su alrededor cruzando aceros. El fuego de artillería se intensificó y unas cuantas avanzadillas con banderines de los Tokugawa a la espalda ganaron terreno.

Dámaso recordó a Martín; hubiera saltado con algún comentario jocoso banalizando aquella antesala abierta al averno. Seguía echándolo en falta. Pero al menos ya habían logrado dar un primer paso. Aún quedaba mucho por hacer en el Japón. Y luego en Manila. Incluso en Madrid. Pero encontrar al hijo de Saigo era la primera piedra.

—Está bien, acabemos con esto —anunció cogiendo sus bártulos y poniéndose en pie.

Durante la larga campaña, los fosos del castillo de osaka habían sido rellenados por el ogosho Tokugawa para debilitar las defensas del alcázar; y los samurái del heredero Toyotomi habían tratado de volver a vaciarlos. Ahora, mientras el furor de la última batalla arreciaba y los hombres del antiguo shogun se crecían, viendo al alcance de la mano la aplastante victoria, los hoyos a medio excavar no eran más que lodazales infectos, cubiertos de charcos, sembrados de cadáveres de ambos bandos entre los que se repartían batallones enzarzados en escaramuzas sueltas, atravesados por correos que cruzaban las líneas de ambos ejércitos a todo galope.

Y en medio de aquel caos, bajo el fuego de la artillería del clan Tokugawa, evitando luchar, moviéndose a hurtadillas, Dámaso y el bonzo habían llegado hasta donde le habían indicado al monje.

Agazapados, tras un montón de tierra removida que llenaba sus pulmones de un olor intenso, observaban. Intentaban industriar cómo rescatar al hijo de Saigo. Y necesitaban hacerlo pronto; no les sobraba el tiempo.

En las entreluces de los incendios, apenas completadas por unos cuantos hachones chantados sin más en el lodo, un rígido oficial de impoluta armadura ponía a prueba el filo de su katana. Ayudado por dos subalternos que vertían agua en el filo con un cacillo hecho de bambú, observado por otros pocos que obviaban el resto de los focos de la batalla, el samurái estaba decapitando a los heridos y capturados de entre las tropas de Toyotomi; tal y como estarían haciendo muchos otros de rango similar en distintos lugares de la inmensa hacienda del castillo de osaka.

Arrodillados, hombro con hombro, casi tocándose, los condenados aguardaban su turno sin rechistar, echando miradas de reojo a los cuerpos mutilados que iban cayendo por riguroso turno.

Ya no faltaban más que media docena de derrotados para que el bushi y su sable llegasen hasta aquel joven.

—¿Y si nos equivocamos?

—Es el único con lazadas negras en la armadura. Aunque a mi edad y con tan poca luz…

Dámaso, intrigado, miró al monje budista largamente.

—… incluso los monos se caen de los árboles.

El alférez ahogó el reniego que le hubiera gustado espetarle al bonzo. E intentó concentrarse en encontrar un modo de rescatar al hijo de Saigo.

No muy lejos, algún samurái había dejado atrás uno de aquellos largos arcos que usaban los japoneses. Pero Dámaso sabía que no le serviría de mucho, tenían mayor alcance y eran más precisos que los que él había usado en su instrucción al norte de Italia, sin embargo, apenas había practicado unas horas con el del propio Saigo; en las playas de Sendai, hacía ya mucho. Así que esa no era una buena idea. Tenían que encontrar otra solución. Volvió a mirar; y vio que el oficial avanzaba con su siniestra tarea.

Se le ocurrió plantarse sin más en medio del grupo y, con voz autoritaria, hacerse pasar por el mismo embajador Vizcaíno, aduciendo que había sido enviado por Tokugawa Ieyasu, para llevarse con él al hijo de uno de los expedicionarios que se habían embarcado en el Date Maru. Pero abandonó pronto la ocurrencia, llevando como única escolta a un bonzo con afición a la retranca, lo más probable es que él mismo se convirtiese en el último de la tétrica hilera de presos.

Otro hombre cayó decapitado. A lo lejos se oyeron unos cuantos mosquetes. El olor del incendio en la torre se esparcía con el humo y las llamas habían crecido tanto que el fuego parecía un tímido amanecer. La artillería concedió un respiro y, al cejar las terribles detonaciones, pareció que todo aquel en el radio de un ri gritaba a pleno pulmón.

Los ayudantes del verdugo comenzaron de nuevo el ritual vertiendo agua cuidadosamente en el filo de la katana.

Agobiado, Dámaso ya se preparaba para jugársela por las bravas y dejar el resultado en manos de Dios cuando, por primera vez después de tanta penuria, la fortuna le brindó un remedo de sonrisa.

Aquel grupo de conversos que habían visto rezar al pie de la torre se lanzó al ataque entre alaridos; como si el cese en los disparos de los cañones les hubiera dado ánimos. Por lo que parecía, su nueva y piadosa fe no podía cambiar siglos de rígidas costumbres.

—¡Vamos! Es nuestra oportunidad —gritó Dámaso sin darle más vueltas.

Se echó a correr entre las pozas y, mientras los japoneses de ambos bandos se enzarzaban, se acercó por las espaldas de los presos hasta el penúltimo hombre de la fila de arrodillados; demostrando una gran dignidad, ninguno de ellos había aprovechado la escaramuza para huir.

—¿Saigo? ¿Saigo Hayato?

El joven giró el rostro intrigado.

—Vengo a sacaros de aquí, me envía vuestro padre…

Tardó solo un instante en vencer su estupor.

—Mi padre era un indigno cobarde —terció el samurái con ira—, prefiero morir ahora, con honor —aseguró alzando la cara embarrada—. No iré a ninguna parte. Menos aún para ver a mi padre. He sido derrotado y no merezco clemencia alguna —concluyó con evidente orgullo.

Al menos era él a quien venían buscando. Aunque Dámaso, de carácter mucho más práctico, tuvo que contenerse para no arrearle dos bofetadas.

El resto de los prisioneros miraba la escena con intriga. Poco más allá, la lucha entre los conversos y los hombres de Tokugawa empezaba a decantarse por los últimos; uno de los que habían estado ayudando al verdugo gritó. Señalaba al español con el kissaki de su sable y el oficial se giró.

Dámaso sacó la daga del cinto, la volteó en el aire cogiéndola por la hoja y se la pasó al bonzo.

—Soltadlos —le dijo al monje refiriéndose a que cortase las ligaduras que ceñían las muñecas de los vencidos.

El alférez esperaba que algunos se animasen a seguir batallando y que eso le diera tiempo para sacar de allí al joven Saigo.

—Escuchadme bien —le espetó con severidad—, si volvéis a hablar así de vuestro padre, yo mismo haré algo más que decapitaros —dejó que las palabras calasen—. He recorrido medio mundo para encontraros, he arriesgado todo cuanto tenía, así que ahora vais a acompañarme, tanto si queréis como si no…

Los ojos pardos resultaban familiares y las dudas que lo asaltaron fueron evidentes. En tanto, los cañones volvieron a escupir fuego, el verdugo y los suyos, ante los inesperados refuerzos que había liberado el bonzo, se replegaban.

—Eso si es que conseguimos escapar de una pieza…

Era joven, estaba acostumbrado a obedecer y algo en la expresión del nanbanjin lo obligó a creer.

El campesino, con el agua por las rodillas, iba pasando brotes de la gavilla que llevaba en la mano izquierda a la derecha, daba un paso atrás y, siguiendo la fila escrupulosamente, enterraba la plántula de arroz en el huerto encharcado.

El sol se esforzaba por calentar los cultivos y alejar el recuerdo del invierno. Y era un trabajo pesado; de tanto en tanto, el labriego se alzaba para apoyarse los nudillos en la riñonada y estirar la espalda. Sin embargo, cada vez que su rostro picado de viruela podía verse bajo el modesto sombrero de juncos, la expresión era apacible.

Había libélulas que rasgaban el aire con su vuelo indeciso. Las faldas verdosas del montuoso territorio que rodeaba los labrantíos empezaban a brillar con pequeñas flores blancas. Los machos de las alondras hacían cabriolas para lucirse, e inquietos ojos castaños evaluaban a los pretendientes desde cómodas perchas en los alcanforeros.

Por primera vez en mucho tiempo el país estaba en paz, bajo un mismo señor. El archipiélago parecía, al fin, libre de la cruenta saga de guerras civiles que se habían venido librando durante años y años. Muchos desconfiaban, les costaba creer que la quietud perdurase; aun así, algunos, como aquel labriego, se dedicaban a espantar los fantasmas de los campos de batalla.

Los críos perseguían abejas y, cuando la tarde comenzase, pasarían más tiempo refrescándose en el agua que las ranas que habían empezado a nadar en los estanques. Pero, al contrario que sus amigos, el pequeño Hayato-chan, aplicado, practicaba con el bokken hecho en madera de níspero, no muy lejos de las miradas que su padre le dispensaba cuando alzaba los ojos del arrozal. Era un chiquillo severo que estaba ansioso por llegar a ser un samurái de la talla de los legendarios Minamoto, o incluso igualar las proezas del demonio carmesí de la guerra, el afamado Sanada Yukimura.

Por eso mismo, cuando aparecieron los caballos, el pequeño no pudo contenerse y corrió a ver a aquellos auténticos bushi. Intentaba componer sus humildes ropas y, sin detenerse, consiguió sujetar su sable de prácticas en la cinturilla del simple fajín que vestía. Su infantil flequillo le sacudía la frente con cada zancada.

Eran una patrulla de cinco, no llevaban estandartes, pero su condición resultaba incuestionable: eran auténticos samurái que portaban el juego de sables a la cintura. Y, para preocupación de su padre, Hayato-chan salió al encuentro de las monturas con la boca abierta y la emoción pintada en el rostro.

Con una leve señal del que encabezaba la partida, todos tiraron de las bridas y los rocines se detuvieron con los cascos al borde del arrozal.

El niño, que llegó al mismo tiempo, se arrodilló sin preocuparse de lo que luego le diría su madre y, con tanta solemnidad como fue capaz, se inclinó con una reverencia formal, apoyando con cuidado las puntas de sus pequeños dedos en la tierra, pero intentando mantener los ojos fijos en la visión de aquellos que serían espadachines consumados.

El humilde campesino se retiró el sombrero y venció la barbilla sobre el pecho. Su cabeza afeitada brilló con la fina pátina de sudor que le había provocado el esfuerzo de la mañana.

—Buscamos al honorable maestro Saigo Hayabusa de la escuela de Jigen —anunció el que se había quedado al frente sin siquiera desmontar.

Hayato-chan se llevó una terrible decepción, aquellos samurái se habían equivocado. Habían pronunciado el nombre de su padre, pero ellos no eran más que labriegos. Eran dueños de sus tierras, pero no pertenecían a la casta de los hombres que habían seguido el camino del acero. El chico se sentía afortunado por vivir en un hogar en paz, donde no faltaba la comida, aunque no fuese más que pasta de alubias y mijo. Pero, aunque le hubiera gustado más que ninguna otra cosa en el mundo, su padre no era un sensei del arte de la esgrima, era un simple destripaterrones con algo de fortuna.

—Yo soy —respondió el labriego con una ligera reverencia.

El jinete que llevaba la voz cantante sacó de su obi un cilindro de bambú, retiró un documento del interior y, tras aclararse la voz con un carraspeo, comenzó a leer con solemnidad. Sin embargo, el pequeño Hayato, que observaba a su padre con la quijada caída y los ojos tan abiertos que parecían occidentales, solo oyó un murmullo lejano en el cual no identificó más que palabras sueltas.

—… con la recompensa de un feudo de cien mil fanegas de arroz que será entregado al final de la campaña…

El mocoso logró cerrar la boca y mirar hacia los samurái . Buscó el emblema de algún daimyo, pero no encontró nada. Era solo un niño con la cabeza llena de pájaros de gloria, no supo intuir lo que para un adulto hubiera sido evidente. La paz sería efímera, la sombra de una nueva guerra se cernía sobre el país de los dioses. Y su padre no era un campesino; sino un reconocido seguidor del camino del acero, un maestro de la espada al que aquellos bushi acudían llenos de respeto, en nombre de uno de los grandes señores. Hayato estuvo a punto de ponerse a gritar y a saltar. Era el hijo de un samurái . Y, por eso, no entendió lo que su padre hizo en cuanto el jinete terminó su discurso.

El labriego, en cuyo rostro las cicatrices de la viruela tenían que acomodarse a las arrugas de preocupación, sí comprendió. Miró a su hijo con pesadumbre y, con solo un leve atisbo de esperanza, abandonó el arrozal.

El líder de los caballistas no se fijó, pero uno de sus hombres, que había sido educado en la YagyoShinkage ryo, se percató. Al ver caminar a aquel hombre con el agua por la rodilla, comprendió que sus gestos cansados y sus lentos movimientos eran solo apariencia, aquel era un espadachín poderoso y, por primera vez desde su partida, adivinó por qué había sido enviado a la isla de Kyosho a buscar a un ashigaru.

Cuando salió del cultivo inundado, el campesino se postró en el barro. Sabía que, ahora, una vez oída la propuesta, sus posibilidades eran escasas, pero no pudo evitar intentarlo. Él había visto a los perros cimarrones disputarse los restos de los cadáveres tras la batalla. Había caminado por praderas tintas de sangre. Había librado luchas en las que hombres disciplinados se habían enfrentado siguiendo órdenes egoístas de poderosos. Había sentido que sus pies lo llevaban por los desfiladeros de los ocho infiernos. Y siempre había cumplido con su deber. Sin embargo, ahora veía la tierra bajo sus uñas, y quería que siguiera siendo así.

—Es un honor inconmensurable por el que me sentiré eternamente agradecido —repuso con el rostro en el suelo y el tono cargado de sumisión—. Soy indigno de una confianza semejante. Aunque, con toda humildad, os ruego que regreséis para pedir que el venerable me dispense de esta enorme recompensa…

Era un regalo envenenado, pero siguió hablando con enorme gratitud. Al venir hasta allí lo habían empujado hacia un callejón sin salida. La simple oferta implicaba que, a partir de ese momento, él sabía que una nueva rebelión por alcanzar el poder se estaba fraguando. Con la oferta que traían aquellos jinetes, venía también la amenaza de lo que sucedería si no aceptaba.

El jinete asintió, parlamentó en voz baja con sus compañeros y, ensayando una amplia sonrisa, le repuso al labriego:

—Hemos viajado desde Edo sin descanso…

Vio en los ojos de aquel samurái que no tendría opción. Incluso consideró usar el pequeño bokken de su hijo, podía vencerlos fácilmente. Pero sabía que no serviría de nada. Si aquella partida no regresaba, vendría otra.

No habría tiempo para explicaciones. Y aunque pudiera reclamarlas, el único capaz de dar una respuesta no lo reconocería. Una vez más su pasado perseguía a Saigo Hayabusa. Ya nada quedaba del clan Kikuchi. Los juramentos y las obligaciones se habían desvanecido en la bruma de los días de antaño. La última carta recibida desde el castillo de Sunpu había llegado casi cuatro años antes de que ella muriese. Y Saigo podía entenderlo, sabía bien que ella había dedicado enormes esfuerzos a la caridad, que había intentado redimirse. Pero aquellos samurái , o los que viniesen, no lo comprenderían. Como tampoco lo entendería su hijo. Ni siquiera su esposa conocía la historia completa.

A la carrera, llegó una mujer menuda de rostro delicado. Incluso asustada seguía siendo bonita. Había estado trabajando, sus mejillas encendidas parecían albaricoques maduros, y llevaba las mangas del modesto kimono atadas con una cinta de cuero que le cruzaba la espalda. Hizo una reverencia, habló de barrer la casa, poner leña en el hogar, arrimar vino de arroz al fuego y ofrecer hospitalidad, pero, tras mirar con preocupación a su esposo, se arrodilló junto al pequeño Hayato.

Y el ashigaru no podía permitirse ponerlos a ellos dos en riesgo. Si hubiera estado solo, no le hubiera importado; se habría negado. Se hubiera enfrentado a aquellos hombres y los habría vencido, o habría muerto, le daba igual. Sin embargo, su esposa y su hijo eran mucho más valiosos.

El pequeño rechazó la mano que su madre acercó disimuladamente. Estaba furioso, no entendía por qué su padre actuaba así.

—Mi padre era un cobarde, un indigno —dijo con verdadero desprecio—. Si sois hombres de bien, dejadme conseguir un sable y permitid que me abra las entrañas.

Estaban sentados junto a los rescoldos de un pequeño fuego que el bonzo había prendido con madera seca. Con esmero, lo había dispuesto para que el humo se difuminase gracias a la tupida copa de un árbol de la laca, uno en cuya corteza no habían visto incisiones para recoger la apreciada resina.

Habían caminado hacia el norte, dejando los restos humeantes del castillo de osaka a su espalda, viendo el amanecer levantarse sobre las montañas. Zongji los había guiado hasta las cercanías de la milenaria capilla de Kashima, por la que pasara años atrás en sus peregrinaciones.

Era un bosque cerrado en el que no les hubieran seguido la pista fácilmente. Y, para evitar a los romeros y monjes que podían ir en camino al antiquísimo templo, o a cualquier otro que estuviese viajando a Kyoto, se habían internado en la espesura hasta encontrar las pozas de un manantial de aguas claras que brotaban entre helechos y budas. Y, aunque la mañana era luminosa y clara, allí, bajo el follaje, la luz viraba a un difuso tono glauco.

—La lluvia solo es un problema si uno no quiere mojarse…

Dámaso se pasó la mano por el rostro, ese último refrán ya lo había oído, aunque no recordaba cuándo. Se guardó la maldición que le hubiera espetado al bonzo y, haciendo acopio de paciencia, miró al joven. Tenía los mismos rasgos de su padre.

—Escuchad —empezó diciendo con tanto respeto como pudo—, vuestro…

—¡Un pusilánime! No cumplió con su deber cuando vinieron a buscarlo…

A Saigo Hayato incluso le pareció percibir cómo el olor acuoso del manantial lo transportaba hasta aquel arrozal, aquel mismo día en los comienzos de la primavera.

—Por favor, debéis…

—¡Era un cobarde! Un mísero e indigno hombre de las olas… Escapó del asedio a Fushimi —hablaba con ira desatada, alzando la voz, escupiendo—. ¡Un zorro sin honor! Aquellos valientes aguantaron once días de sitio, uno tras otro, y todos murieron, ¡todos!, cumpliendo con la tradición, haciendo lo que debían… ¡Pero él escapó! —elevaba el tono con cada sílaba, el color le cubría las mejillas y la violencia emanaba de cada poro de su cuerpo—. ¡Se fugó por algún agujero en el suelo! ¡Como una alimaña! No se atrevió a abrirse el vientre y a terminar con su vida. ¡Fue una deshonra! Vil y despreciable. Dejó caer sobre su nombre, ¡sobre toda la familia!, la mayor de las vergüenzas… Llevo años intentando tildar esa afrenta… No hay nada que escuchar, ¡nada! ¡Mi padre era un cobarde!

Tenía el rostro arrobado, resollaba. Exudaba un odio bilioso. Y Dámaso se sentía preso de la frustración.

—¡Es una deshonra llevar el nombre de su clan! ¡Dejadme esa ridícula espada para que pueda abrirme el vientre y morir con dignidad! ¡No voy a seguir su camino!

El fuego chisporroteó con escándalo. Se levantó un humo espeso y blanquecino. Cuando los dos hombres miraron, vieron que el bonzo se secaba en su hábito naranja después de haber usado la ambuesta de sus manos para echar agua del manantial a las brasas. Y había funcionado, la hoguera siseaba y había captado la atención de aquellos dos locos que se hablaban el uno al otro sin dejar que las palabras hicieran lo que debían.

—No, no es cierto —negó el monje budista con firmeza—. Saigo Hayabusa no era un cobarde —insistió con vehemencia.

La severidad de Zongji sorprendió al antiguo furriel y logró callar al joven, que parecía haber perdido el convencimiento ganado la noche anterior, frente al ímpetu del nanbanjin.

Dámaso no creía que el ashigaru le hubiera contado a Zongji su historia, pero el budista solía ser así de misterioso y, tanto si había escuchado el relato como si no, había visto lo suficiente como para saber que el joven Saigo se equivocaba. A fin de cuentas, estaba allí, lo había acompañado cruzando el paso de Aosta, se había embarcado con los neerlandeses, siempre con sus proverbios y sus comentarios indescifrables. Y nunca se había molestado en explicar qué movía sus acciones. Así que el antiguo furriel, no sin desconcierto, aprovechó aquel silencio asombrado.

—Está en lo cierto, lleva razón. Saigo Hayabusa no era el hombre que decís…

No resultaba fácil, habían pasado por demasiadas tribulaciones. Costaba plasmar tanto eligiendo solo unas pocas palabras en un idioma con el que ni siquiera se sentía a gusto.

—Mi nombre es Dámaso Hernández de Castro —dijo tras la pausa el furriel, sabiendo que, en aquella lengua, sus apellidos sonaban como un galimatías—. Llegué al Japón por primera vez con la embajada que envió el gran general de mi país. —Por un momento estuvo a punto de aclarar la media mentira, sin embargo, se lo pensó mejor y dejó correr los detalles, no merecía la pena perder el tiempo con aquello—. Pero eso no os atañe. Lo que debéis saber es que Saigo Hayabusa y yo compartimos camino. Lo conocí en el ligio de Sendai, cuando ambos intentábamos honrar nuestras obligaciones. Y allí me salvó la vida…

Aquello pareció confundir aún más al hijo del ashigaru, semejaba que el joven buscaba una réplica adecuada. Sin embargo, Dámaso no le dio tiempo.

—Y esa no fue la única vez —reconoció el alférez con tristeza, volviendo a espantar la irremisible culpa que sentía por lo que había sucedido en el camino a Écija—. Aunque ya habrá tiempo de contar esas historias…

Al bonzo no se le escapaba lo doloroso que estaba resultando aquel trance para el español; había vivido con ellos aquel relato que el nanbanjin no lograba desgranar. Por eso comprendió el silencio de Damaso-san.

—Saigo Hayabusa murió cumpliendo con su deber —continuó el alférez acariciándose inconscientemente el muslo; bajo la tela quedaba la larga cicatriz, aún sonrosada, que había dejado la katana de uno de los hombres de Yoshioka Seijuro—. Eso es lo que importa. Con honor… —Pensó en las palabras adecuadas en aquel idioma extraño—. Vuestro padre jamás abandonó la senda de la espada; jamás —mientras hablaba vio que sus palabras iban tallando la voluntad del joven—. Encontró su muerte con nobleza, con el decoro debido. Salvándome una vez más —reconoció con la voz tomada por la emoción del recuerdo—. Y vivió con honor, dignamente, incluso cuando todos creyeran que no era así —remarcó—. Hasta en los momentos en los que, a ojos de todo aquel a su alrededor, no era más que un mancillado hombre de las olas… Un cobarde. No puedo siquiera imaginar cuán solo pudo llegar a sentirse…

»Pero nunca abandonó el camino del acero. —Sin dejar de mirar al hijo del ashigaru, el alférez hurgó en el petate que cargaba—. Jamás. ¡No lo olvidéis!

Con aquella orden, Dámaso terminó lo poco que se veía capaz de explicar y le tendió a Saigo Hayato un fardo alargado que extrajo de entre sus bártulos.

En el interior de la tela basta, anudada por sus cuatro picos, estaba el daisho que el padre había portado. Las fundas lacadas de los dos sables, a juego, mostraban el paso del tiempo y los años de uso. Y el alférez tendió cada una de ellas como había visto a los japoneses hacer, con la mayor devoción. Alzándolas sobre su cabeza inclinada.

El samurái contempló las armas lleno de admiración, comprendiendo al instante que eran dos piezas únicas. No se atrevió a tocarlas. Y Dámaso guardó silencio por un buen rato, no consideró necesario aclarar a quién pertenecían.

Unos dedos trémulos recogieron los filos bajo la mirada asombrada.

—Hay algo más —le dijo al cabo, después de que Zongji añadiese otro leño al fuego—. Una carta escrita por Torii Mototada…

Con los ojos transformados por el asombro, el hijo del ashigaru tomó de manos del contador el tramo de bambú que le ofrecían; aunque sus pupilas vibraban con suspicacia, aquel odio cerval parecía haberse apaciguado.

El rostro lampiño del joven Saigo se fue demudando a medida que leía. Zongji fingió no prestar atención mientras revolvía las brasas con la rama verde de un olmo. Dámaso, mirando el espejo de agua del manantial, intentó espantar sus más amargos recuerdos y refugiarse en Constanza.

Saigo Hayato llegó al final del escrito, observó largamente el sello del daimyo de Fushimi e, incrédulo, volvió a repasar cada símbolo. Al terminar por segunda vez, sus manos temblaban de emoción.

—¡Os pido perdón! —exclamó echándose a los pies de Dámaso—. Os ruego humildemente que indultéis mis errores. He sido un necio. —Tenía el rostro hundido en los hierbajos que brotaban junto a la fuente y cuanto decía sonaba sobrepasado por la pena, las lágrimas ahogaban las palabras—. No hay castigo que pueda servir de escarmiento. Tampoco existe modo de expresar mi arrepentimiento. Por favor, os ruego que me concedáis vuestro perdón.

Dámaso conocía lo suficiente del complicado idioma japonés para saber que se habían dirigido a él como si fuese el mismísimo shogun. No obstante, no eran las disculpas del japonés lo que buscaba.

—No soy yo quien debe absolveros…

Saigo Hayato se atrevió a alzar sus ojos llorosos y mirar hacia el rostro del nanbanjin. No alcanzaba a comprender. Acariciaba con las yemas la vaina de la katana, recordó las largas tardes en las que practicaba con el bokken junto al arrozal, mientras su padre atendía los campos.

La revelación de la verdad le llegó como una epifanía. Le sacudió el espinazo, transformando para siempre su vida.

Sin ponerse en pie, todavía con las rodillas en el suelo, el joven samurái alzó la espalda y compuso la postura más digna que pudo. Respiró hondo, se entretuvo en un largo parpadeo, intentó someter a las emociones que se le arremolinaban en el pecho. Todo había cambiado de pronto.

—Desde el día de hoy —dijo domando un tartamudeo—, dedicaré mi vida a honrar la memoria de mi padre —terminó con tanta solemnidad como pudo.

Los puños se cerraron en torno a los sables, los ojos pardos mantuvieron el peso de la mirada del español.

Se parecía mucho a su amigo perdido. Tanto que dolía. Dámaso asintió, de vagar, satisfecho a la vez que melancólico. Zongji torció su labio deforme con una sonrisa y murmuró algo sobre el karma.

Aún quedaba mucho por hacer. Pero era un comienzo.

La tarde ya comenzaba. El sol recorría el firmamento trazando espirales verdes entre las hojas de los árboles. El manantial, tal y como llevaba haciendo durante milenios, seguía batiendo las rocas de su lecho, cambiando a cada instante, obviando el parlamento de los hombres. Con su repicar afanoso, un pájaro carpintero empezó a labrar el viejo tronco de un olmo desmochado para esconder sus tesoros.

Dámaso había desmigajado ya una buena parte de su historia para satisfacer la curiosidad de Hayato sobre la vida que había llevado su padre. Apartando los recuerdos más dolorosos, a empellones, a medida que la congoja le había ido dando permiso, el alférez le había hablado al samurái de aquella amistad templada en las forjas del honor; el ataque de los orangistas en Sendai, las largas sesiones de prácticas, las travesías de dos océanos, el camino a Écija y, sobre todo, más que ninguna otra cosa, los silencios. Aunque todavía le restaba explicar lo más complicado.

Y con su siguiente apreciación tuvo el pie que necesitaba.

—Pero, para hacerme llegar el escrito del señor Torii, no tendríais por qué haber abandonado a vuestra esposa y arriesgaros a viajar hasta aquí —dijo el joven Saigo tras haber escuchado atentamente—. Él podría haberlo traído —añadió refiriéndose a Zongji—, o uno de vuestros predicadores de la cruz…

—Es cierto —concedió el alférez—, podría haberlo hecho así —reconoció dejándole una opción al japonés para comprender por su cuenta.

—Entonces, ¿por qué habéis venido?

—Quien habla siembra, quien escucha cosecha —intervino el bonzo con su habitual suspense.

Los ojos de Hayato alternaron entre el monje y el nanbanjin.

El alférez no pudo sino darle la razón al budista; por una vez, aquellas eran palabras que sí venían a cuento. Pero ni el proverbio del monje, ni el silencio del alférez sirvieron para colmar el interés del hijo del ashigaru. Por lo que, después de considerar el modo de decirlo en la lengua del samurái , el furriel contestó.

—Se lo debía —reconoció con un tremor en la voz.

El joven samurái seguía sin comprender.

—Esa era mi obligación. Y he venido para zanjar lo que él empezó —declaró con solemnidad Dámaso tras una pausa en la que tomó aire—. Para acabar con el traidor que causó la caída de Fushimi…

El crepitar del fuego se encargó de llenar el silencio que el español necesitó antes de rematar la historia. Se irguió y, aunque no tenía sed, fue a beber agua al arroyo.

—La rana en el fondo del charco nada sabe del gran océano…

Dámaso asintió con algo de desgana al tiempo que se secaba los bigotes con el anverso de la mano y, sentándose de nuevo frente al hijo de su amigo, terminó su relato.

Le habló al lampiño bushi de cómo el destino de muchos era acaparado en las manos de unos pocos poderosos; de aquella lucha de años en la que había perseguido a un culpable que no era tal y, reviviendo con aflicción aquella noche de tormenta sobre el Guadalquivir, le contó lo que el indeseable de Hortuño les había desvelado: el propio Tokugawa Ieyasu había enajenado a los suyos para alcanzar las más altas dignidades y, al hacerlo, había condenado a Saigo Hayabusa, preso por la obligación debida a la orden del daimyo de Fushimi.

Hayato se esforzaba por asimilar lo que acababa de escuchar.

Miró al bonzo esperando una confirmación. Y, cuando el monje asintió y las dudas se despejaron, el joven Saigo supo, con toda certeza, que el nanbanjin llevaba razón: había que poner fin a lo que su padre no había podido concluir. Ese era el modo de comenzar, el primer eslabón del juramento que había hecho poco antes.

—No va a ser fácil —apuntilló resuelto—, el heredero Toyotomi lo estuvo intentando durante años y fracasó una vez tras otra —reconoció poniendo en evidencia lo titánico de la tarea para tres hombres solos.

Y no mencionó que el vástago del taiko, su viuda y sus nietos estarían ya muertos. Como tampoco se molestó en recordar que habían escapado por los pelos de un castillo de osaka que era consumido por las llamas. Ahora que había comprendido lo que debía hacerse, aquellos asuntos no eran más que nimiedades.

Para el agrado de Dámaso, el hijo parecía tener las trazas de su padre.

—Puede; aunque eso no es del todo cierto —contradijo el alférez—. Toyotomi Hideyori no quería acabar con Tokugawa Ieyasu, lo que ansiaba era arrebatarle el poder, y esa es una gran diferencia.

La explicación no pareció bastarle al muchacho del ashigaru. En su rostro se veía que no lograba atisbar a qué se refería el nanbanjin. A lo lejos, se escuchó el silencio del pájaro carpintero cuando abandonó su percha en el olmo y cambió de asidero escogiendo la rama reseca de un pino.

—El heredero tenía que enfrentarse a mucho más que a un hombre, debía luchar contra toda una legión de señores feudales fieles al gran general —puntualizó el antiguo furriel—. Vivía bajo la sombra del pasado y, entre sus obligaciones, estaba la de vencer. Debía derrotar a Tokugawa Ieyasu para sobreponerse a las huellas de la batalla de Sekigahara —explicó acompañándose de amplios gestos con las manos—. Toyotomi Hideyori quería gobernar el Japón… A nosotros nos basta con quitar una vida…

La brisa revolvió las hojas del árbol de la laca y Dámaso alzó los ojos para ver cómo las ramas se mecían; aquella mañana en el camino a Écija seguía estando muy presente en su ánimo. Una expectante sonrisa se colgó del labio del bonzo. El ave, afanosa, empezó de nuevo a labrar con su pico la vieja madera.

—Comprendo —reconoció el joven Saigo adoptando, sin saberlo, un gesto muy similar al de su padre; paseó su pulgar por la empuñadura de la katana recién ceñida a la cintura—. Sin embargo, eso tampoco significa que vaya a ser fácil…

Y tenía razón. Tras instaurar su propia dinastía, aunque oficialmente había adoptado el título de general enclaustrado, el ogosho seguía rodeado de escoltas. Además, era un guerrero en toda regla que había demostrado en incontables batallas su propia valía personal y, aunque ya superaba los setenta años, tenía una salud de hierro; por lo que se decía, apenas había sufrido en toda su vida algo más que un par de resfriados y un virulento ataque de carbunco.

—Estoy seguro de que no. Pero eso no va a detenernos —declaró Dámaso—. El deber está más allá de las dificultades…

Calló el alférez tras escucharse a sí mismo; percatándose una vez más de cómo la compañía de Saigo Hayabusa lo había transformado.

Algo más apegado a lo práctico, Zongji iba a apuntar que deberían empezar a preocuparse por encontrar qué comer y dónde pasar la noche; la tarde avanzaba. Acercarse hasta la capilla de Kashima a mendigar una escudilla de arroz podría resolver parte de sus problemas.

La hospitalidad de los monjes les brindó dos jornadas apacibles en aquel bellísimo santuario bajo la advocación de Takemikazuchi no mikoto. Rodeados de maderos cepillados que llevaban dos mil años en pie sosteniendo la grácil estructura de la ermita, nadie les hizo preguntas que no quisieran responder. Les brindaron cobijo desinteresado y, para gozo de Zongji, el budista se encontró allí con viejos amigos que le hablaron de tiempos pasados. Era un lugar idílico, dedicado a guardar la fe de los hombres; pero inmerso en bosques que no les permitían olvidar su insignificancia.

Y en el dojo del templo, el mismo que habían usado espadachines de renombre durante años para retarse a sí mismos en aquella solitud, Saigo Hayato desenfundó por primera vez los sables de su padre. Abrumado, recibió el inmemorial legado del acero, el que había marcado a su pueblo desde los tiempos en los que se había fundado aquel santo lugar. Y comprendió.

Sin embargo, aun pese a la tentación de aquella paz, todavía tenían mucho por hacer y, esperando que aires de calma hubieran soplado ya en osaka, abandonaron la capilla de Kashima y se dirigieron a la ciudad. Allí estaría el hombre al que buscaban, el todopoderoso ogosho Tokugawa Ieyasu.

Descendían las laderas hacia el sur, siguiendo el cauce del riachuelo en el que ya se habían detenido. Y, mientras caminaban, Dámaso no podía abandonar sus preocupaciones, lo que se habían propuesto hacer lo mantendría alejado durante meses de Constanza. Y no se le escapaba que ese era el menor de sus males, tenían muchas más posibilidades de morir en el intento.

—¿Planeaban los Toyotomi algo que pudiera sernos útil?

La pregunta, dirigida al joven Saigo, destilaba esperanzas contenidas.

—Yo no era más que un oficial de baja categoría —respondió el samurái —, no tenía acceso a los grandes proyectos de los generales que rodeaban al heredero y a la dama Yodo…

»Después de la campaña de invierno, cuando se cegaron los fosos del castillo y pareció que podía llegar la paz, se abandonaron las luchas por unos meses y comenzaron a tramarse algunas traiciones —expuso el hijo del ashigaru, capaz de hablar con voz serena aun sin detenerse—. Yo recibí el encargo de vigilar al jefe de los cocineros…

El furriel alzó una ceja, pero calló como si abandonase la idea que le había venido.

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