Ronin

Ronin


Undécimo magari. Honor

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—… Un hombre llamado Sara Magosuke —continuó el joven bushi al ver que el amigo de su padre no intervenía—. La viuda estaba convencida de que era un renegado dispuesto a envenenarlos… Y puede que tuviese razón, yo creo que fue él quien inició el fuego de la torre; estoy casi seguro de que incendió las cocinas durante el asedio de osaka. Iba a detenerlo cuando me apresaron, por eso estaba en la parte interior de la fortaleza —entonces, advirtiendo que se alejaba de la petición del nanbanjin, retomó su discurso inicial—. Y durante la breve tregua que siguió a las batallas del invierno, a fin de tentar las mismas suertes, se me ordenó viajar a Edo.

Como contrapartida a las sospechas de la dama, mi deber era corromper a uno de los cocineros del propio Tokugawa Ieyasu; pero, antes de poder cumplir, recibí un despacho en el que se requería mi regreso. Por aquel entonces, la guarnición del castillo, siguiendo los deseos del impaciente heredero, había comenzado a vaciar los fosos de nuevo. Y se corrió el rumor de que los Toyotomi planeaban atacar Kyoto, con lo que nuevos hombres de las olas llegaron a osaka buscando que el clan los contratase. Era evidente que el supuesto armisticio había terminado y que pronto empezarían nuevas batallas… Así que tuve que abandonar mis cometidos y volver.

Caminaban acompañados por la escorrentía del regato. Zongji marcaba el rumbo tras su bastón de combate. Y el día se abría en una mañana luminosa que las tupidas forestas difuminaban.

El manantial se fue ensanchando rápidamente, hasta convertirse en un arroyo de aguas claras que saltaba entre pequeñas rocas redondeadas por la erosión. A su paso asustaron a unas pocas ranas que se apresuraron a brincar para sumergirse. Las orillas iban separándose y las matas de arbustos ya no eran capaces de enlazar sus ramas desde una ribera a la otra. Y, en medio de sus cavilaciones, aquella estampa hizo presa fácil en la nostalgia de Dámaso, que evocó los paisajes de su Galicia natal, cruzada por innumerables ríos que discurrían enrevesados entre tortuosas montañas.

Y, mientras intentaba evadirse de aquella morriña, el alférez vio algo que le trajo recuerdos mucho más recientes. Se detuvo y miró con atención. Habían pasado años. Aquellas explicaciones en una lengua extraña no habían sido fáciles de interpretar. Había cierto parecido, pero no estaba seguro.

Zongji, que se había dado cuenta de que el español se detenía, se apoyó pacientemente en su inseparable vara. Saigo Hayato estuvo a punto de tropezar con la espalda del nanbanjin.

Sin importarle la mojadura, el furriel se echó al torrente y vadeó hasta auparse en la vera contraria. Bajo las miradas curiosas de sus compañeros, se acercó hasta una mata de tallos carnosos y grandes hojas; al tiempo, hacía un esfuerzo por rememorar aquel lugar tan semejante en el corazón de isla Luzón.

—¿Llegasteis a conocer a alguno de los cocineros de Tokugawa Ieyasu? —preguntó sin volverse, en tanto tocaba con suspicacia los brotes globosos del matojo.

Seguirle la pista a aquella desdichada mujeruca en las Filipinas no había sido más que una intuición; ahora, con el tiempo, era fácil pensar que aquel incidente podría haberle servido para saber que no debía haber confiado en Antonio de Morga. Sin embargo, en ese momento, las vilezas del oidor y las bellaquerías de Hortuño ya poco importaban.

—Sí, lo hice —respondió el joven con cierto orgullo.

El áspero y rudo aspecto de los tallos, las hojas acorazonadas. Era, sin duda, muy parecido. Pero el furriel no podía tener la certeza de que, aquello que le mostrara un arrugado indio ifugao no lejos de la laguna de Bay, creciese también en el Japón. El anciano nativo sí había recordado no solo algunas palabras sueltas del español que le habían enseñado los misioneros, sino también a la mujer que había acabado sus días de desesperación en el puerto de Cavite. Y, bajo sus negras pinturas, mientras se explicaba con más signos que frases, el vejancón le había hecho una demostración al español.

Reviviendo aquella mañana en las selvas de isla Luzón, Dámaso decidió que no tenía nada que perder, bastaba con probar.

Fue precavido, se desató la capa y la tendió entre la hierba. Y, como no olvidara todos los detalles, usó la vizcaína para escavar y hacerse con la oscura raíz bulbosa antes de echar la mata entera sobre la tela extendida, evitando tocarla en exceso con las manos. Estaba bastante seguro de que el ifugao había manipulado la planta sin preocupaciones, pero él no quiso correr más riesgos de los necesarios. En cualquier caso, le faltaba poco para corroborar si estaba o no en lo cierto.

—¿Y creéis que podríais volver a entablar tratos con ese cocinero? —preguntó entonces mientras buscaba un canto del tamaño de su puño.

Biga. O algo parecido, ese era el nombre que le había dado el vejestorio.

—Supongo que sí, ¿por qué?

Dámaso había doblado la capa envolviendo la mata y, con la prenda hecha un gurruño, la apoyó en una piedra que despuntaba en el centro del cauce y que le serviría de yunque.

Era lento, causaba vómitos, diarreas, dolores y fiebres. Podía pensarse mucho antes en unas terciarias que en veneno. Por eso la había elegido aquella desdichada que, por error, había acabado matando a uno de los sirvientes de Antonio de Morga y no al indeseable oidor causante de la muerte de su hijo.

Los otros dos miraban con interés. Pero solo Zongji entendió; él ya había visto algo así en un recóndito lugar en las montañas chinas.

Dámaso empezó a golpear la capa embrollada con el canto que había cogido. Entre los pliegues de la tela se filtraba el agua que lavaba la peña elegida por el español para hacerle de bigornia en la que machacar la planta. Unos cuantos zurriagazos después, empezó a acumularse una espuma fina y blanquecina en las arrugas de la gastada lana.

Al poco, las panzas plateadas de pequeños ayu empezaron a asomar en la superficie del remanso que había aguas abajo. Entre ellos nadaba una ranita atolondrada que logró llegar a la orilla y subirse a unos guijarros, un instante después el animalillo empezó a convulsionarse y a patalear.

En silencio, los tres hombres la vieron agonizar hasta quedarse completamente inmóvil.

—No será fácil —reconoció Dámaso—. Ni siquiera sé si es mejor que la sequemos, que guardemos una infusión, o que preparemos una cocción, pero puede que ya tengamos algo…

Y no se equivocó.

En aquel momento Dámaso no podía saberlo, sin embargo, tardarían meses en tener una oportunidad. Aun así, el alférez sonrió. Gracias a aquella pobre viejuca atormentada que había intentado matar a Antonio de Morga, estaba más cerca de anudar por siempre los cabos sueltos.

En su regreso triunfal desde osaka, el ogosho Tokugawa, disfrutando de su victoria, hizo multitud de altos en el camino; en cualquier páramo prometedor donde pudiese soltar a sus halcones para cazar. Con justo merecimiento para toda su corte de aduladores, las presas fueron abundantes, y un buen número de faisanes y codornices lamentaron las buenas mañas en la cetrería del antiguo regente.

Tokugawa Ieyasu era un hombre de nervios templados y no lo demostraba, sin embargo, se sentía exultante. Al fin, después de cuanto había quedado atrás, superados los enrejalados políticos, anuladas las conspiraciones por el poder, podía dejarse seducir por la idea de que había eliminado el último escollo; se había asegurado de que sus descendientes ocuparían el cargo de shogun por muchos años. De la dinastía Toyotomi no quedaban siquiera los pequeños nietos del taiko.

Aun así, aunque había extendido el dominio de su feudo a todo el archipiélago del país de los dioses, Tokugawa Ieyasu seguía siendo un hombre de costumbres sencillas. Vestía prendas de buena factura pero discretas y, casi como un campesino, pasaba buena parte de su tiempo al aire libre, ejercitándose con la espada, luchando cuerpo a cuerpo o dejando a sus rapaces volar. Llevaba toda su vida en una permanente campaña por el poder, moviéndose de un lado a otro, atacando o defendiendo, y los viejos hábitos habían arraigado. Como buen soldado, era capaz de conciliar el sueño bajo cualquier árbol del camino, incluso cuando el enemigo acechaba. Rechazaba la pompa y el boato de su dignidad y vivía con frugalidad, alejándose de la ciudad imperial de Kyoto salvo cuando la diplomacia era inevitable.

No obstante, aun pese a esas magras costumbres, tras su definitiva victoria en osaka, el antiguo regente se concedió un nostálgico capricho: recuperar el castillo y las tierras donde había madurado su juventud.

Oficialmente, el castillo de Sunpu, en la provincia de Suruga, donde Tokugawa Ieyasu había pasado sus mejores años, aquellos dechados de tiempos felices junto a sus dos hijos, aquellos que vivió antes de la muerte de su consorte más amada, se convertiría en el refugio del shogun enclaustrado. En aquella fortaleza habían quedado atrás días de paz y sosiego en brazos de la dama Saigo.

Y por eso el ogosho no siempre lograba desprenderse de la melancolía cuando estaba en aquel lugar. Esa tarde, sin embargo, mientras paseaba por los jardines del alcázar de Sunpu, satisfecho por la derrota de los Toyotomi, Tokugawa Ieyasu no revivía los amargos recuerdos que trajera la pérdida sufrida con la muerte de la dama Saigo. En lugar de nostalgia, al caminar entre los árboles podados con exquisitez, halló paz. Y pudo evocar con una sonrisa los sueños que había compartido con ella y que, ahora, se habían hecho realidad. Por ese motivo, cuando el lacayo se acercó, el antiguo regente se sentía de buen humor.

Tras la reverencia correspondiente y el silencio debido, el sirviente aguardó, hasta que el dignatario encontró el momento apropiado para hablar en primer lugar.

—Como presente —dijo el mandadero en tono contento, sabiendo que la noticia satisfaría a su señor—, el mercader Sukegoro ha enviado un balde con doradas capturadas en Nara.

Aquello arrancó un gruñido de satisfacción al severo Tokugawa. El tal Sukegoro era un comerciante ambicioso, llevaba tiempo esperando nuevos permisos para su negocio y tenía brillantes ideas para lograr trasladar los peces con vida. Incluso había intentado aplicar las centenarias técnicas de acupuntura para que sus pescados, transportados en enormes cubas de agua marina, no se sofocasen antes de llegar a destino.

—Dorada entonces —respondió escuetamente el ogosho.

Y el doméstico ya se retiraba con la cabeza gacha cuando el antiguo regente se dejó llevar. Durante su pausado trayecto de regreso desde osaka se había encontrado con otro marchante, su viejo amigo Chaya Shirojiro, uno de esos hombres con un envidiable olfato para el oro que había sabido amasar fortunas a base de invertir sus caudales en multitud de negocios. El mercader Chaya le había hablado de un nuevo proyecto: tras probarlo en Kyoto, el marchante estaba pensando en importar las harinas de la mies de los nanbanjin.

Mientras le preguntaba respetuosamente al antiguo regente por el mercadeo de los barcos con el sello rojo, el comerciante le había explicado que, copiando una de las frituras de los extranjeros, se había extendido por la ciudad imperial el gusto por los pescados rebozados al modo de los forasteros. Y Chaya Suijuro, que había disfrutado de aquellas delicias, se había mostrado convencido de que aquel sería un buen negocio. Así que, con cierta curiosidad, Tokugawa Ieyasu le dio una orden a la espalda del lacayo.

—Que lo preparen al modo de las nuevas frituras de Kyoto.

* * *

Aquella misma noche, los galenos fueron llamados a los aposentos del ogosho. Y una retahíla de complacientes y bienintencionados médicos de todas las especialidades conocidas comenzaron a discutir sobre los posibles desequilibrios en los puntos de los grandes números, las relaciones de los cinco elementos, o la consistencia de los fluidos del antiguo regente.

En su conciliábulo, tras haber examinado al ogosho Tokugawa, los físicos exponían sus teorías en una de las salas anexas a las habitaciones del shogun retirado. En el corazón del castillo de Sunpu.

Hablaban entre susurros, todos sabían que las paredes podían tener oídos y, por el momento, más valía que la noticia no se extendiese.

En un costado de la alcoba, desatendido por los médicos, descansaba un tablero de go. Era una pieza única, legendaria a ojos de muchos, se trataba de aquel que el propio Tokugawa había usado para jugar con Toyotomi Hideyoshi cuando ambos habían querido contener la guerra en aquella superficie de madera. Con robustas patas biseladas que se iban apuntando hacia la base, era un mueble rotundo cuyos costados habían sido lacados en negro. Sobre ellos, el artesano había pintado escenas boscosas con brillantes dorados; enrevesadas ramas de pinos castigados por la intemperie se cruzaban con delicadas flores de cerezo. Y junto al go kang, recogidos, pulcramente cerrados, reposaban los cuencos para los guijarros blancos y negros, ejércitos dispuestos a batirse en la cuadrícula del tablero cuando la mano del jugador estuviese lista. Estaban decorados con el emblema de las tres hojas de malva.

Momentos antes de caer enfermo, con el agradable regusto de las modernas frituras todavía en el paladar, Tokugawa Ieyasu había terminado la que sería su última partida.

* * *

En tanto los galenos discutían, en una de las torres que fortificaban el perímetro exterior de la fortaleza, dos guardias charlaban en voz baja descuidando sus deberes, la enfermedad de su señor era una interesante novedad sobre la que especular. Ni siquiera llegaron a saber que su intrascendente conversación les salvó la vida. Si hubieran ocupado sus puestos diligentemente, habrían tenido que morir. A sus espaldas, a través de un ventanuco, se veía el torso de un hombre que se afanaba en la trabajosa escalada.

Una figura se deslizaba sobre la mampostería de la fachada rodeando la esquina de la yagura que cerraba la barbacana del castillo. La torre y el muro compartían los bloques de piedra de los cimientos y los primeros pies de altura del paredón. Más arriba, la atalaya se alzaba con sus propias paredes pintadas de blanco. Y después de haberse escapado por la ventana del piso superior, la silueta tanteó con los pies hasta encontrar aquellos sillares de la base.

Cuando pudo acomodarse en la diminuta cornisa de granito, de apenas una pulgada, la hechura se tornó un instante. El torso se llenó de aire y, un momento después, se lanzó de cabeza al agua del pozo.

Cuando salió para respirar y comenzó a nadar, otras dos siluetas surgieron en la orilla opuesta. Una de ellas le brindó ayuda al del agua con una larga vara de rattan.

Aquel hombre tenía de holandés lo que él mismo de mulato. Pero, aun así, lo dejó seguir hablando.

William Adams estaba cansado de las rivalidades que parecían acompañar cada uno de sus días. Los jesuitas se peleaban con los dominicos y los franciscanos e intentaban usarlo a él, el único extranjero cercano al bakufu, como moneda de cambio. Al tiempo, los ingleses del asentamiento de Hirado desconfiaban de él, precisamente porque había llegado a ganarse la confianza de la dinastía de los shogun Tokugawa; por lo que le costaba enormes esfuerzos que le prestasen recursos para enviar naves hasta el puesto comercial de Bantam. Los portugueses, avariciosos, se aferraban a sus portulanos como furcias baratas a un florín y no ayudaban al gran proyecto mercantil que el piloto planeaba. Los locales lo trataban con dignidad y le permitían hacerse una vida, pero no querían escucharle más de media docena de palabras sobre su gran sueño de montar una expedición que encontrase el paso del noroeste. Y, por último, los holandeses, que se habían comportado como matronas codiciosas, incluso se habían atrevido a atacar con una burda estratagema a los japoneses; le había costado años de diplomacia salvar el escollo que habían provocado, y aquellos condenados neerlandeses no lo habían escuchado, seguían empeñados en hacer grande su Vereenigde Oostindische Compagnie y en medrar a costa de los británicos, a los que traicionaban tan a menudo como podían.

Sin embargo, aun así, cuando le avisaron que un nanbajin pedía audiencia, la curiosidad fue mayor que la prudencia y Adams, al que los japoneses habían terminado llamando Miura Anjin, había aceptado recibirlo.

—Veamos, si no he entendido mal, queréis viajar en la próxima nave distinguida con el sello rojo que tenga por destino Dilao, ¿no es así?

En realidad, Adams no disponía de mucho tiempo, el ogosho Tokugawa había caído terriblemente enfermo y el piloto inglés planeaba un viaje a la provincia de Suruga para rendir adecuada pleitesía y obediencia en la residencia del antiguo regente. Tras todos sus años en el Japón, William Adams tenía muy presentes las rígidas formalidades que regulaban la vida del archipiélago.

El visitante asintió con rostro taciturno, como si no le fuera mucho en el asunto.

Le pareció más joven que él mismo. Pero era evidente que la vida lo había castigado con más de una desgracia. Había pequeñas arrugas que cuarteaban las comisuras de los párpados, entornados sobre ojos verdemar. Llevaba una barba castaña en la que había canas salpicadas y vestía al modo occidental, aunque sus ropas estaban muy maltrechas. Sostenía el sombrero a la cintura, entre manos con la piel tostada por el sol. Y hablaba el holandés con un deje impreciso que no pudo identificar, al fin y al cabo, tampoco era su lengua materna.

—¿Y por qué habría de buscaros un puesto en la tripulación?

El propio Adams tenía lugares en su pasado que prefería no visitar; podía perdonar a los hombres que huían de problemas añejos, pero no se arriesgaría si no veía ventajas.

—Porque os conviene…

El inglés, que había adoptado las costumbres japonesas y, además de abrigarse con un kimono, estaba arrodillado en un cojín sobre el suelo cubierto de tatami, echó la espalda atrás y miró con suspicacia.

—¿Ah, sí?

—Watashi wa nihongo ga dekimasu

Aquello no lo hubiera esperado, y menos de alguien que, precisamente, acudía a él para marcharse.

—Y si habláis el idioma local —repuso el piloto regresando a la lengua de Flandes—, ¿para qué necesitáis marchar?

—No lo necesito —contestó el visitante también en holandés—. Pero deseo encontrar un modo de ganarme el pan por estos pagos y sé que precisáis a alguien que os ayude con las naves del sello rojo. También estoy enterado de que los jesuitas intentan arrebataros la posición que ostentáis, aun pese a las protestas de los franciscanos. Y, lo más importante, también sé que los holandeses os traicionaron…

El inglés no cayó en la cuenta de que el solicitante no empleaba la primera persona al hablar de los orangistas; estaba demasiado ocupado pensando en cómo aquel extraño podía haber tenido noticia sobre la deslealtad de los neerlandeses. El daimyo Date Masamune y el propio Tokugawa Ieyasu habían echado tierra sobre aquel asunto.

—Y aunque todo lo que decís fuera cierto, ¿qué saco yo con daros una oportunidad en la flota del sello rojo? Son las naves del gobierno de los grandes generales, con las que se mantiene el único comercio exterior del archipiélago. Y todo pende de un hilo. Si tanto sabéis, también habréis oído que se rumorea la intención del propio Tokugawa Ieyasu de que el Japón cierre sus fronteras. Se dice que es una de las disposiciones de su testamento. Así que ¿por qué habría de apostar a una baza como la que ofrecéis?

Su interlocutor pareció meditar sobre lo que había escuchado. No se apresuró a convencerlo con argumentos banales; y eso le gustó a Adams.

—Además de hablar la lengua de los japoneses, también hablo el idioma de Castilla. Y conozco los entresijos de los despachos de los españoles. —A William Adams aquello le sonó a renegado de la guerra de Flandes, aunque había alguna otra posibilidad escasa—. Apenas conozco el país y sus costumbres —aquella moderación también agradó al piloto inglés, solo un necio se atrevería a pensar que entendía la vida del país de los dioses—, sin embargo, viví durante muchos meses en isla Luzón, en Manila; y he navegado desde el puerto de Cavite. En una ocasión siguiendo los derroteros de un piloto portugués…

Entonces, aquel sujeto reservado se tomó un momento para que sus palabras calasen. Parecía jugarse mucho en la empresa. Aunque, y el inglés debía reconocerlo, si tan solo una parte de lo que decía era cierto, sus conocimientos podían, en efecto, mostrarse impagables.

—Puedo seros de mucha utilidad…

William Adams, como había hecho durante toda su vida, se estaba dejando llevar por su instinto de viejo lobo de mar. Aquel tipo podía, efectivamente, resultarle de provecho. Por muy oscuro que fuera su pasado.

—¿Y cómo os llamáis?

A aquellas alturas no hacía falta seguir con los embustes. El inglés ya se habría barruntado una buena parte de la verdad. Y su nombre acabaría de explicar el resto.

—Dámaso Hernández de Castro.

A Cristóbal Cano hacía ya muchos años que nadie se atrevía a llamarlo el Descubridor. Bien pudiera ser que quedase algún cabeza hueca que osase chistarlo por lo bajo después de un carraspeo mientras paseaba por los pasillos del Real Alcázar, donde todo se intuía, pero a sabiendas de que le iba en ello la libertad. Pues aquel apodo que se había traído el nuevo teniente de alguaciles de Madrid desde su destino en las Filipinas, y nadie lo ignoraba, hacía que el susodicho se pusiera como un toro con rejón clavado en el cerviguillo, que por faltar, no le faltaban ni las ancas, porque Cristóbal Cano tenía el cuello de una res brava y las espaldas como la Puerta de Toledo.

Y es que al teniente de alguaciles Cristóbal Cano le había costado Dios y ayuda auparse hasta aquel puesto en la capital. Después de mucho sufrir, de haber sido destinado al otro extremo del mundo, había logrado medrar. Partiendo del barro de los campos de Flandes hasta mandar el fuerte de Santiago en Manila y, desde las Indias Orientales, aun a pesar de ser un hombre honrado, hasta ese nuevo cargo desde el que impartía justicia en la ciudad de la corte. Por lo que, en salvaguarda de una carrera de duras y honestas labores, Cristóbal Cano no pensaba consentir ni el más mínimo atisbo de burla o rebeldía.

Había llegado a Madrid para encontrarla convulsa y suspicaz, dándole vueltas a los rumores de corrupción y cuestionando hasta las mismas entretelas de palacio. Pocos años antes, al morir la reina Margarita por los dolores del parto, uno de los allegados del duque de Lerma había sido acusado de asesinar a la monarca empleando la brujería; y el asunto se había tapado enviando al subalterno del privado a velar por la tregua que se firmara con los herejes neerlandeses. Pero no era tanto aquel asunto el que le quitaba el sueño, sino que al valido del rey ya le habían saltado al rostro otros escándalos similares y, si los temores del teniente de alguaciles se confirmaban, por fiar, Cristóbal Cano no se podía siquiera fiar de su superior, el corregidor de la ciudad. Buena parte de lo que se trataba en la corte hedía y él no estaba dispuesto a consentirlo, por mucha que fuera la polvareda que se levantase.

Aun así, no se podía decir que Cristóbal Cano echase de menos el recalcitrante bochorno de Manila. El clima atemperado de la capital, con sus inviernos fríos, le iba mucho más en el agrado. De ahí que, como no llegaba a añorar su antiguo puesto en el fuerte Santiago, no se hubiera apresurado en abrir aquel envío, un paquete que le llegara desde las Filipinas en los últimos correos traídos, después de arribados los galeones de las Indias a la majestuosa Sevilla.

Al menos, para su consuelo, habían dejado de recibirse las continuas y pendencieras misivas del señor de Accioli, quien, hasta pocos meses antes, no había cejado en su empeño de, bajo amenazas de todo tipo, seguir exigiendo reparaciones y explicaciones sobre una historia de la que nada sabía Cristóbal Cano, pero sobre la que toda Madrid seguía chismorreando.

Aun así, tenía muchos frentes a los que atender.

Y esa tarde, después de que le dieran noticia de las rondas y de que, inusualmente, se encontrase libre de otra ocupación de más enjundia que requiriese su atención, con el consuelo de no tener que responderle al noble siciliano una vez más, el teniente Cano se sentó a su mesa. Y con un suspiro que sonó casi a reniego cortó los bramantes que ceñían el paquete llegado de las Filipinas.

Venían una resma de papel bien doblada y dos libracos encuadernados en piel, con tapas hebilladas en las que se distinguían cosidas de fuerte cordaje.

Cristóbal Cano no era hombre letrado ni un leguleyo con querencia por las tintas, así que no tenía especial ansia por leer de corrido, de modo que, antes de pelearse con la carta, abrió uno de los tomos y le echó un vistazo. Lo hojeó un buen rato con creciente curiosidad, pasando el dedo de una línea a la siguiente, caminando con una yema callosa por letras menudas de astas pequeñas, ojales raquíticos y ligaduras emborronadas por manchurrones de tinta. Fue viendo asientos en los que se reflejaban censos, juros y pagas en reales, e incluso en ducados; a favor y en contra. La mayoría con titulillos que llevaban nombres propios. Era una larguísima ristra de cuentas asociadas a cualquiera de las provincias que a uno se le ocurriera nombrar, incluso allende los océanos, pues había menciones a lugares como Potosí, San Pablo de Loanda, Ormuz o San Juan.

Entre aquellas ciudades, todas bajo la corona de su majestad el rey Felipe el Tercero, le llamó la atención la abundancia de referencias a un lugar que conocía bien: Manila.

Sin embargo, no fueron las villas que regía desde la corte el monarca de Castilla y Aragón, sino las personas que cuadraban en aquellos asientos. Entre algunas referencias que no acertaba, había gentes de mucho redaño que eran bien conocidas en las escaleras de la torre dorada y en los pasillos del Palacio Real. No faltaban apellidos de gentilhombres y grandes de la nobleza. Era todo aquello un asunto que se le salía del balde a cualquiera que intentara contenerlo. Y empezó a sudarle la frente al teniente de alguaciles.

Con interés creciente y mayor desasosiego, Cristóbal tomó el pliego manuscrito entre sus grandes manos de gruesos dedos, carraspeó y se dispuso a huronear entre todas aquellas líneas de tinta herrumbrosa.

Su rostro fue cambiando a medida que pasaba de un renglón al siguiente. Había en aquel envío mucho más de lo que hubiera podido imaginar.

Por un instante, abandonó la carta y volvió a hojear aquellos libros, como si quisiera comprobar que cuanto acababa de leer trabajosamente en el legajo tenía razón de ser. Retomó la resma y, en cuanto llegó a la firma, por la que pasó con prisas, volvió a empezar.

Al terminar por segunda vez, Cristóbal Cano se retrepó en el asiento abandonado el papelajo en su mesa. Exhaló aire muy lentamente y maldijo por lo bajo.

No le ponía rostro al nombre que rubricaba el envío, aun cuando el autor mencionaba que se habían cruzado en el fuerte de Santiago; creía recordar a un alférez gallego que se había plantado en Manila lleno de ilusiones por hacer carrera. Sin embargo, aunque se esforzaba por hacerlo, tenía mayores apuros para idear qué haría con cuanto tenía sobre su escritorio, si es que todo era cierto.

Debería ir con tiento. Aunque ya empezaba a ventearse lo que podría conseguir.

Tras la muerte de la reina Margarita, nadie había en el palacio con ganas de hacer públicas sus ansias de seguir la cruzada que había emprendido la gobernante contra el privado del reino; pero Cristóbal Cano imaginaba que no le resultaría fácil volver a encender aquel fuego si encontraba aliados en la vieja camarilla de la monarca. Por ahí tendría que comenzar.

Con aquella información, si sabía manejarla, podrían caer de sus glorias y prebendas nombres tan importantes como el mismísimo privado del rey, el duque de Lerma. Y Cristóbal Cano, honrado hasta la médula, estaría encantado de servir a la justicia las cabezas de aquellos indeseables.

El maestro, tras haber mostrado su asombro por que un joven lampiño portase dos sables forjados por el mismo Osafune, había accedido de mala gana a entrevistarlo. Así que, en los soportales que rodeaban el dojo, sentado entre algunos de los pupilos de la escuela, el bonzo observaba la escena con una de aquellas curiosas sonrisas suyas tan enrevesadas.

A ojos del sensei, y de muchos allí, el nombre del aspirante tenía demasiadas connotaciones, Zongji podía verlo en los rostros contrariados. Uno de los alumnos incluso se atrevió a hacer bromas de mal gusto, y al bravucón lo siguieron otros que llegaron a mencionar lo sucedido en Fushimi. Cuchicheaban excitados, destilando la soberbia de la adolescencia, esperando ver cómo su tutor rechazaba a aquel descastado que no parecía otra cosa que un mísero hombre de las olas. Pero el monje se limitó a observar.

Bajo la luz del caluroso mediodía de la isla de Kyosho, en aquel lugar de Satsuma, entre los maderos del patio de armas de la prestigiosa Jigen ryo, con la frente en el suelo y el orgullo vapuleado esperando a ser restaurado, el joven esperaba el dictamen del sensei.

—Es una desfachatez.

El bonzo, cargado de sus razones, aguardaba con menos impaciencia que el candidato, satisfecho porque imaginaba lo que sucedería.

—No comprendo cómo se ha atrevido…

—Después de lo que hizo su padre. Estoy seguro de que también es un mísero cobarde —apuntilló el que parecía tener la lengua suelta para mofarse.

El joven empezó a hablarle al maestro, pero sus palabras no llegaban hasta la veranda donde estaban acomodados los pupilos del liceo.

—No hay más que ver esas ropas andrajosas. Seguro que es uno de los huidos del castillo de osaka.

Aquellos hirientes comentarios le impidieron al bonzo seguir guardando silencio:

—El halcón talentoso es aquel que esconde sus garras…

Todos los discípulos conocían el proverbio, pero aquel escueto discurso no borró los semblantes risueños. No comprendieron al viejo monje que necesitaba bastón para ayudarse a caminar.

Y Zongji podía tener edad para perdonar la inconsciencia de la juventud, pero aún le faltaban años para obviar la impertinencia.

La vara de rattan se alzó como una centella y se estampó en la frente del que había hecho la primera burla. Al momento se envalentonaron, pero el budista les habló sin darles tiempo a reaccionar.

—Recorrí las grandes tierras del oeste, peregriné por todas las islas del país de los dioses. Incluso viajé hasta las costas de los bárbaros del sur; y regresé. —En aquel recinto no se hubieran atrevido a empezar una pelea sin permiso del maestro, pero el odio rezumaba en los ojos del que se restañaba la sangre de sus narices rotas—. Y hubo un día en el que perdí mi fe… para volver a hallarla muchos años después. Sin embargo, llegué a pensar que no encontraría a hombre alguno que mereciese la pena. Y cuando ya había decidido que mi búsqueda era en balde, a falta de uno, me topé con dos… —En la pausa que dejó caer sobre el grupo, el bonzo miró hacia el interior del atrio en el que Saigo Hayato pedía ser aceptado en la escuela—. Él es hijo de uno de ellos…

—Pero es el hijo de un…

El monje miró con displicencia al que se había atrevido a hablar.

—Sí, es cierto —concedió señalando con su vara al lugar donde el sensei escuchaba la historia que desgranaba el joven aspirante.

Y los alumnos, al girar sus rostros hacia el corazón del dojo, vieron el repentino cambio en la expresión de su maestro cuando aquel que no aparentaba ser más que un despreciable ronin pareció callar.

Entonces el aspirante le ofreció una carta al anciano. Y antes de terminar la lectura de aquel mensaje, el sensei, para asombro de todos, se arrodilló ante el joven para dispensarle una reverencia formal.

—Por eso ha venido hasta aquí —concluyó Zongji volviendo a sonreír—. Para seguir el camino de su legado. Para que nadie olvide que su padre fue un hombre de las olas

De haber tenido uno a mano, Gaspar de Silva, más que fumárselo, se hubiera comido a bocados uno de aquellos gruesos cigarros que, con tanto mimo, había atesorado el tonelero Sancho del Aljarafe.

El veterano, rabioso, paseaba arriba y abajo sachando con los tacones la fina arena de la playa. Y, de tanto en tanto, echaba miradas de reojo a la casa a medio construir. Pero no se atrevía a entrar, porque sabía bien que, si Pacheca lo veía siquiera acercarse, lo echaría a gritos.

La pequeña cala le quedaba escasa al viejo soldado. Tenía apenas doscientos pasos de ancho, concedidos por un albero blanco bien protegido de los vientos. Estaba rodeada por exuberantes bosques de guayabas y cidros que daban naranjas y limas de todas las formas y tamaños. La cala tenía buen acceso por una laguna de aguas claras que, al capricho del sol, se volvían de un intenso azul punteado por los corales y, al costado de tierra firme, la isla la cerraba con oteros llenos de vegetación. Allí el océano templaba el ambiente; las lluvias del monzón no se convertían en temporales y, durante buena parte del año, el sol brillaba sobre un cielo de azul pulido del que las nubes escapaban; además, hasta aquel rincón idílico no llegaban los bochornos de Manila.

Como tampoco lo hacía el largo brazo de la corona. Por eso habían elegido aquel lugar.

Desde las Azores a Zanzíbar, del Milanesado hasta el puerto del Callao; más de la mitad del mundo conocido vivía bajo el estandarte de la cruz de San Andrés, al capricho de los gentilhombres de la corte, que jugaban a su conveniencia con los destinos de quienes poblaban aquellos dominios, sobre los que se creían con derecho de hacer y desfacer a su antojo. Y él los había guiado hasta allí, a aquel escondido pedazo de paraíso, para dejar atrás por siempre cuanto habían tenido que sufrir; donde nunca más volverían a ser peones en los tableros políticos de los poderosos; donde vivirían alejados del corrupto gobierno de indeseables codiciosos; donde serían libres.

En todo el tiempo que ya habían pasado allí, el único sobresalto habían sido los dolores del parto, que habían empezado ese día, muy de mañana.

Ahora la tarde ya decaía y el ocaso se acicalaba enseñoreando los verdes de la selva y los azules de aquellas aguas plácidas, pero a Gaspar, más que una jornada, le había parecido una eternidad. Y empezaba a estar preocupado. Claro que, como Pacheca le había recordado en más de una ocasión con sus gritos, qué sabía él de las labores por las que debía pasar una mujer para dar a luz.

Él se había levantado para arreglárselas con unos tablones que todavía tenía que aserrar y cepillar para terminar el suelo de lo que, en algún momento, serían sus aposentos y los de la dueña. Sin embargo, lo habían ahuyentado con cajas destempladas en cuanto la pequeña, Pacheca estaba convencida de que sería una niña, tan linda como la madre, había dado señales de querer venir al mundo.

Había mucho más por hacer. Tenían un pequeño corral con unos cuantos cabritos y un cachazudo carabao de grandes cuernos que habían conseguido para que tirase del arado. Unas tierras de labor en las que, si terciaba, en algún momento intentarían sacar adelante algodón. Los bosques en los que conseguían tamarindos, piñas y multitud de frutos; y donde Gaspar se las apañaba para ligar algunos pájaros de tanto en tanto, como en los viejos tiempos. También disponían un huerto del que pensaban poder proveerse en los años venideros. Siempre y cuando todo terminase encajando tal y como habían previsto. Algo que aún estaba por verse.

El veterano andaba rumiando las posibilidades cuando llegó hasta el árbol de anona que marcaba los confines de la playa. Dio la vuelta de cara al mar, la brisa levantó el flequillo cano. Y entonces lo vio.

Con la única vela de la falúa arriada, un remero se esforzaba contra la suave rompiente de las olas para llegar hasta la cala. Braceaba para saludar con evidente contento.

Los ojos de Gaspar ya no eran los de antaño. El viejo soldado levantó el sombrero tejido con hojas de nipa y se frotó los ojos.

—¡Por todos los demonios!

Volvió a mirar para cerciorarse. El batel se acercaba y el hombre había dejado de hacer señas para esforzarse en las bogadas. A sus espaldas, en aquel día claro, se adivinaba el borrón conformado por las siluetas de otras islas menores.

—¡Ese condenado loco!

Salió corriendo hacia el remedo de casa y entró como una tromba, tirando una de las toscas sillas y volcando la mesa que habían dispuesto en el zaguán que estaba levantando a la entrada. Dio vueltas entre las tablas y las herramientas, tropezó con un cubilete de clavos y maldijo hasta en holandés. Y poco le faltó para escaldarse con el cubo de agua hirviendo que intentaba llevar Ruy.

—¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto! —le gritó al galopín sin detenerse.

Llegó hasta el extremo donde irían los dormitorios y abrió la puerta con el mismo impulso de la carrera. Y como Gaspar seguía teniendo más de soldado que de carpintero, la hoja se le cayó a los pies con estruendo logrando que ambas mujeres lo mirasen

Pacheca, arrodillada, se frotaba las manos con un paño blanco. Constanza, en el lecho, tenía el rostro congestionado por la labor.

—¡Fuera!

La dueña podía tener peores pulgas que un sargento bien curtido con el pellejo cosido a base de tiros de arcabuz. Pero aun así Gaspar hizo ademán de hablar.

—¡He dicho que fuera! ¿Qué es lo que no habéis comprendido?

Llegó una nueva contracción que sacudió a la parturienta.

—¡No molestéis! Os avisaré cuando nazca —le dijo al veterano con rotundidad mientras volvía el rostro de nuevo hacia la futura madre—. ¡Marchaos! Y decidle al muchacho que se apure con el agua, ya falta muy poco…

Gaspar todavía dudó un momento más. Luego se dio cuenta de que no merecía la pena insistir y, obediente, salió.

Se cruzó con el galopín, pero no le dio el recado de Pacheca, llevaba prisa por salir. Volvió a tropezar con el cubilete de clavos y no le quedó otra que mentarle una vez más los muertos al condenado trasto. Tardó tanto que, cuando llegó de nuevo a la arena, la pequeña embarcación estaba a poco más de veinte pasos.

Ya se distinguía la sonrisa que le retorcía la barba. El remero volvía a saludar moviendo efusivamente un brazo. Se le veía feliz. Todo debía de haber salido bien, incluso aquel asunto de los navíos con el sello rojo. Puede que incluso lo de aquel capitán del fuerte de Manila por el que habían preguntado al llegar a las Filipinas.

Gaspar se sacó el sombrero y devolvió el saludo.

—Ese condenado muchacho… ¿Quién lo hubiera creído? Lo consiguió, ¡lo consiguió!

Como casi cada día, al llegar la tarde, abandonó el polvo de la calzada y se dispuso a trabajar. Aún tenía mucho por hacer.

Ya no portaba los sables. Le bastaban sus manos, unos cuantos aperos y su tesón.

Después de tantos años, tras tantos esfuerzos, aquel alcornoque retorcido, castigado por las sequías y el viento, entretejía al fin sus ramas con la gracilidad debida, con el espíritu de un árbol elegido entre los cuidados arriates de un castillo bajo el mando de un daimyo prestigioso. Y él no era un maestro jardinero, sin embargo, poco a poco había logrado encontrar el modo de sentirse satisfecho con su labor. Solo necesitaba paciencia. Sabía que restaban innumerables estaciones para lograr la perfección en aquellas quebradas líneas dibujadas por la gruesa corteza, pero al contemplarlo en ese instante, ahora que su dedicación empezaba a rendir frutos, creyó percibir cuanto había sentido aquel hombre al que tanto admiraba.

Rodeó el tronco y se dispuso a arrancar las malas hierbas con infinita paciencia. Luego retocaría las cuerdas que había tensado para modelar una de las ramas y, si tenía tiempo antes de que el ocaso lo obligase a regresar, rastrillaría las brozas que los vientos de los últimos días habían arrancado.

Se agachó sobre la grama cortada, sin pudor alguno por comportarse como un campesino, eso mismo hacía en la pequeña alquería en la que se había quedado a vivir. Y ya no pensaba en sí mismo como en un samurái . Observó los tallos y descubrió el brote de un cardo testarudo. Tiró de él, lo echó en el morral que le colgaba al hombro y siguió buscando. Sin prisa.

Para la hora del perro su bolsa estaba a medio llenar de jóvenes aulagas espinosas y otros rastrojos. Tenía los dedos sucios de tierra, le dolía la espalda. Y no le importaba, porque sabía que merecía la pena.

Se tomó un descanso y bebió agua de un odre que había dejado a la sombra del alcornoque. Miró el horizonte con melancolía, dejó que sus ojos resbalasen por el camino a Écija.

Y, como casi cada día, revivió de nuevo la batalla que había presenciado en aquel mismo lugar que ahora cuidaba con tanto esmero.

Llevaba tiempo ahorrando de los escasos ingresos que obtenía al vender sus cosechas en los abastos de Sevilla y, quizá, en unos meses podría pagarle a un cantero nanbanjin para que tallase los símbolos adecuados en la lengua del país de los dioses. Podía ser que, si continuaba esforzándose, en un futuro incierto en manos del karma, aquella encrucijada se convirtiese en un santuario digno.

A Yoshioka Seijuro le gustaba imaginar que sería posible. Que vendrían tardes en las que llegarían hasta allí peregrinos para conocer la asombrosa historia. Porque envuelto en aquel mismo polvo había comprendido cuánto se había equivocado; no era el acero quien tasaba el valor de los hombres, sino la voluntad. Porque merecía ser recordado. Con honor.

El viento sacudió la copa del alcornoque y las hojas parecieron susurrarle. La tarde se apagaba con melancolía entre las notas que la brisa tocaba en los árboles. Un halcón apareció en la lontananza para patrullar los cielos.

Y el que había sido un samurái siguió con sus humildes labores. Recordando con congoja cómo, para vivir por siempre en la memoria de los hombres, allí había muerto Saigo Hayabusa. El ronin.

FIN

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