Roma

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Adriano » V. Constantino

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En realidad, no sólo estaba entrando en Roma, estaba andando por la cuerda floja. Debía su victoria al Dios cristiano y los seguidores de este Dios esperarían que encontrara la forma de reconocer adecuadamente este hecho. Y al mismo tiempo el emperador estaba entrando en la antigua ciudad de los tradicionales dioses paganos, la sede de los senadores que sostenían estas creencias tradicionales. Para ellos y para la mayoría de los romanos, los cristianos no eran más que gente extraña cuya conducta era altamente sospechosa. Abominaban de la esclavitud, llevaban una existencia humilde, ascética y carente de placeres, creían en un paraíso después de la muerte y, por alguna extraña razón, consideraban la castidad una virtud. Complacer a los dos públicos no iba a ser fácil para el nuevo emperador de Occidente. Tanto los paganos como los cristianos iban a observar de cerca todas y cada una de las acciones de Constantino.

Para los tradicionalistas, el asunto no empezaba bien. Muchos senadores, con gran repugnancia y horror, se dieron cuenta de que los estandartes militares transportados hasta el Foro en el desfile no eran ciertamente los que esperaban ver. Llevaban el signo de Cristo. Pero ésta no fue la sorpresa más desagradable que les aguardaba. Cuando Constantino hubo cambiado la coraza y la espada por la toga púrpura, los bastones de mando y la corona de laurel, la multitud esperaba expectante que realizara los acostumbrados sacrificios a Júpiter. Los sacerdotes prepararon el animal para el sacrificio, pero Constantino vacilaba.

Tenía miedo de la respuesta de sus soldados si se negaba, pero sabía que no era a este dios al que debía dar las gracias. Finalmente, se negó a subir al Capitolio a presidir el sacrificio. Tampoco puso una corona de laurel en el templo de Júpiter ni rindió tributo a la deidad pagana[26]. Tras estas afrentas al pasado tradicional, necesitaría todo el sentido político del mundo para enfrentarse a su siguiente obstáculo: la reunión del Senado.

Constantino rompió el hielo describiendo a su antecesor como un monstruo. El régimen de Magencio, comenzó diciendo con diplomacia, era culpa del tirano y de unos cuantos compinches. No era responsabilidad de toda Roma. De esta manera, exculpó a los senadores que habían colaborado con Magencio. El emperador fue igualmente hábil al referirse al ejército de Magencio. La comprometida Guardia Pretoriana sería repartida por las fronteras. Vérselas con enemigos bárbaros sería un método infalible para que reencontraran su lealtad al emperador. Pero Constantino hizo algo más que exculpar a los senadores y al ejército: declaró que quería restaurar su prestigio. En su nuevo régimen restauraría la autoridad y la responsabilidad del Senado. Los senadores ya no se dormirían en los laureles del rango y el privilegio. Ellos, y no sólo los que habían ascendido en el ejército, volverían a tener un papel activo en el gobierno, como gobernadores provinciales, como prefectos de Roma, como jueces y como altos funcionarios[27]. Aunque este proceso se desarrollaría gradualmente durante los años siguientes, Constantino había pulsado la tecla justa.

Había borrado de un plumazo la memoria de Magencio y estimulado la unidad proponiendo hacer socios de la empresa a los aristocráticos terratenientes de Occidente. A cambio, los senadores le dieron su confianza. Constantino fue proclamado emperador de Occidente en solitario. Recibió un escudo y una corona de oro como libertador de Italia, y se consagró en su honor una estatua de la Victoria en el Senado. Como homenaje final, la gran Basílica Nueva del Foro, cuya construcción había comenzado Magencio, se terminó y se consagró a Constantino. Con este último honor, expresó claramente su reconocimiento a los cristianos. En el sector occidental del edificio iba a levantarse una colosal estatua suya y en la mano llevaría el estandarte militar con el símbolo de Cristo.

Durante los meses siguientes, Constantino permaneció en Roma. Fueron meses críticos y muy influyentes. Quizá fuera durante este tiempo cuando empezó a pensar en lo que había ocurrido en la batalla del puente Milvio y en qué consecuencias podía tener que Dios le hubiera ayudado. Quizá se tomara un interés activo por saber más cosas de los cristianos. Quizá visitara sus comunidades y descubriera cómo vivían. Sabemos que durante aquella época invitó a cenar a ministros y obispos cristianos. Quizá estuvieran presentes Lactancio y Ossio. Lo cierto es que los cristianos que habían ido extraoficialmente en su séquito durante la campaña, en el invierno de 312-313 fueron ascendidos a consejeros de corte para la política y práctica de la iglesia. Hablaran lo que hablasen en privado Constantino y estos consejeros, no pasó mucho tiempo antes de que los frutos de sus deliberaciones se conocieran públicamente.

Mientras Constantino se preparaba para viajar a Milán a mediados de enero de 313, podía recordar con orgullo los meses pasados en la antigua capital imperial. El inteligente equilibrio entre paganos y cristianos había sido hasta el momento experta y delicadamente manejado. Con Roma rejuvenecida y reconciliada, el emperador había consolidado su poder en la mitad occidental del imperio. Ahora se disponía a llevar la paz y la unidad al este. A este fin envió una carta al emperador oriental. Era un disparo de advertencia para Maximino Daya. Le informaba del título que el Senado había conferido a Constantino en Occidente. También le comunicaba la nueva religión del emperador occidental, advirtiéndole que dejara de perseguir a los cristianos en sus dominios. Pero para hacerle entrar en razón, Constantino necesitaba ayuda. Había pensado en una nueva alianza, cimentada a la manera tradicional. El emperador y su comitiva se pusieron en marcha hacia Milán: Constantino tenía que asistir a una boda.

La ceremonia nupcial tuvo lugar en febrero en el palacio imperial y fue cuidadosamente organizada y supervisada por el mismo Constantino. La novia, de dieciocho años, era la hermana del emperador, Constancia. Como muchas mujeres de la oligarquía de principios del siglo IV, era cristiana. Su fe era importante para ella, una parte importante de su personalidad, una personalidad poco dispuesta a lo que su hermano le había pedido que hiciera: casarse con un hombre mucho mayor que ella, a quien no conocía, no amaba y con quien iba a desposarse por conveniencia política. Llevar a cabo algo semejante requería un estómago más fuerte del que quizá tuviera Constancia. Pero no le dejaron otra opción. Constantino insistió en que se casara con un hombre que sería de vital importancia para sus planes en Oriente. El novio era Valerio Liciniano Licinio. También era emperador.

Hijo de unos campesinos de Dacia, Licinio tenía casi cincuenta años cuando se casó con Constancia. Al igual que otros tetrarcas, había ascendido en el ejército por su capacidad y eficacia. De campaña en las fronteras del Danubio se había hecho amigo íntimo de Galerio. Gracias a él, cuando el sistema de cuatro emperadores se estaba derrumbando, Licinio encontró su mayor oportunidad: el año 308, en una conferencia celebrada en Carnuntum, fue nombrado coemperador de Occidente con Constantino, para reemplazar al fallecido Severo. Cuando murió Galerio, el emperador del este, Licinio negoció la paz con Daya y tomó el control parcial de los territorios del emperador muerto. Pero la fragilidad del acuerdo entre Daya y Licinio había quedado al descubierto. La alianza entre Constantino y Licinio, sellada por los áridos y diplomáticos esponsales celebrados en Milán, reflejaba la nueva alineación que había en el terreno de juego político. El imperio iba a ser compartido sólo por dos hombres. No había sitio para Daya.

Acabada la ceremonia nupcial, se concluyó la alianza a puerta cerrada. Sólo podemos imaginar qué se dijo, pero a grandes rasgos estaba claro. Licinio gobernaría Oriente y Constantino Occidente. Ambos se ayudarían militarmente. Todo resultó como se esperaba entre dos emperadores que estaban modificando el mapa del imperio. Pero Constantino introdujo una nueva y polémica condición para refrendar la alianza: la aplicación de una política de tolerancia para todas las religiones del mundo romano. Aunque Licinio no era especialmente anticristiano, era de creencias paganas. Pero lo que le pedían era que diese su consentimiento a una política radicalmente nueva en la que todo romano era libre de adorar al dios que quisiera. Debió de pillarle totalmente por sorpresa. Pero si Licinio era reacio a esta política, Constantino sabía cómo convencerle.

Daya era enemigo de los cristianos. La política de tolerancia, habría podido sugerir Constantino, podía ser la clave para ganarse el apoyo popular contra él. Es fácil imaginar que, animado por sus nuevos consejeros cristianos, Constantino insistiera en la importancia de esta nueva política ante su pagano cuñado. El cristianismo de Constantino era aparentemente sincero, pero también muy útil y oportuno. Licinio accedió.

Poco después proclamaron el Edicto de Milán, como llegaría a ser conocido. Fue el primer documento oficial de la historia de Occidente que reconocía la libertad de culto. Desde entonces, la persecución de cristianos fue repudiada por injusta. Pero el principal beneficio del edicto fue más inmediato y tangible. Decretaba que todas las propiedades de la Iglesia confiscadas a los cristianos tenían que ser devueltas. Fue de crucial importancia que no favoreciera a los cristianos sobre los paganos, sino que recalcara la igualdad de derechos religiosos, reconociendo a ambos grupos la licitud de «practicar la religión que quisieran». Como Licinio no compartía las creencias religiosas de su cuñado, quizá insistiera en este detalle. Puede que también procurase que el edicto no le comprometiera personalmente con la fe cristiana; la fórmula «sea cual fuere la divinidad que more en el cielo» resolvía limpiamente esta cuestión[28]. Por encima de todo, el edicto unificaba el nuevo imperio; también daba al gobierno de Constantino y Licinio una voz común con mayor fuerza.

El acuerdo vinculó a dos hombres muy diferentes. Constantino era de alta cuna, más joven que Licinio y, según Eusebio, carismático, elegante y atractivo. Conquistando Occidente había demostrado ser un militar de talento y un astuto político. Licinio, a pesar de todos sus triunfos militares, quedaba algo eclipsado por el brillo del emperador occidental. Además, tenía buenas razones para estar celoso del joven aspirante: Licinio había sido nombrado antes emperador de Occidente, pero fue Constantino quien, tras derrotar a Magencio, se había quedado con el cargo. Pero no había tiempo para lamentarse por el pasado. Había que derrotar a un enemigo. Antes de que la conferencia de Milán terminase, llegaron noticias del este. Daya había hecho el primer movimiento contra los aliados: había cruzado el Bósforo, invadido territorios de Licinio en Asia Menor y sitiado Bizancio. Se había declarado la guerra.

En cosa de unos meses, Licinio reunió un ejército, persiguió a las fuerzas de Daya y las empujó hasta una llanura cercana a Adrianópolis (hoy Edirne, en Turquía). El 30 de abril de 313, antes de la batalla, Licinio demostró que se había tomado en serio el mensaje de Constantino en Milán: ordenó a los soldados que recitaran, si no una oración cristiana, sí al menos algo monoteísta[29]. Al parecer cobró dividendos inmediatamente. Aunque Licinio y sus 30 000 hombres se enfrentaban a 70 000 enemigos, consiguieron una victoria total. Daya huyó a las montañas de Tarso (en la actual Turquía), donde, para evitar la humillación de la rendición, se suicidó con veneno. Estimulado por su extraordinaria victoria, Licinio cumplió su acuerdo con Constantino y envió cartas a los gobernadores provinciales de Oriente para comunicarles la nueva política del régimen.

Pero si había dado la impresión de que su comportamiento obedecía a una inesperada simpatía por la fe cristiana, su siguiente movimiento aclaró su posición. Para asegurarse de que nadie pudiera disputarle el derecho a ser gobernante de Oriente, Licinio ordenó un baño de sangre. Todos los simpatizantes de Daya, consejeros de la corte y familiares, fueron ejecutados. Las esposas e hijos de los viejos tetrarcas Diocleciano, Severo y Galerio fueron perseguidos por todo el Oriente romano y eliminados igualmente. Aunque algunos autores cristianos de la época aprobaron con entusiasmo la eliminación de los anticristianos, es posible que incluso ellos se quedaran atónitos al advertir la calculada naturaleza de la purga. Concluida ésta, Licinio, el hombre que se había vuelto tolerante con el cristianismo por conveniencia política, se quedó sin rivales en Oriente y se dispuso a gobernarlo desde su capital, Nicomedia, con su joven esposa. El imperio tenía un nuevo régimen y una cohesión que antes no tenía. Pero mientras que la fría tolerancia religiosa de Licinio empezó y terminó con la promulgación y aplicación del Edicto de Milán, la obra de Constantino sólo estaba comenzando.

De puertas para fuera, Constantino prosiguió astutamente con su política aconfesional. Aunque se negaba a participar en sacrificios paganos, seguía ostentando el mayor cargo de la religión pagana oficial, como todos los emperadores desde Augusto, el de Pontífice Máximo o Sumo Sacerdote. Las monedas acuñadas en su nombre tardaron en llevar algún símbolo cristiano; en su lugar llevaban el nombre del Sol Invicto, el dios monoteísta pagano, y lo llevarían durante muchos años. Se conserva un discurso que pronunció en Tréveris el año 313: es una obra maestra de ambigüedad, que subraya la devoción de Constantino, pero sin concretar la religión. A pesar de toda su cautela, la realidad era muy diferente. Constantino había encontrado la idea básica para unificar el imperio. Y comenzó a aplicarla industriosamente al gobierno y dirección del imperio.

Una carta del 313 da cuenta de su primera acción: los cristianos, decía, estaban exentos de las obligaciones públicos, como ser jurados, supervisar recaudaciones de impuestos y organizar obras públicas, festividades y juegos. Anteriormente, estas exenciones se habían concedido a aquellos cuya profesión beneficiaba al Estado por otros medios, como los médicos y los pedagogos. Constantino declaró entonces que los cristianos entraban en esta categoría. Dedicar más tiempo al culto del Dios cristiano, dijo, «contribuía grandemente al bienestar de todos»[30]. El mensaje imperial dejaba claro que el cristianismo era esencial para el bien del imperio. Además, concedió recompensas al clero y eximió de pagar al fisco a los cristianos de clase privilegiada y propietaria. Por supuesto, los obispos podían aspirar a puestos administrativos no sólo en la corte, sino en todo el imperio: a los cristianos complicados en pleitos civiles se les concedió el derecho de llevar el caso ante un obispo. Pero estos cambios sin precedentes no se limitaron a adoptar la forma de beneficios en categoría y privilegios. También tuvieron expresión física.

Constantino hizo generosas donaciones del tesoro imperial para construir o mejorar iglesias por todo el imperio, o para decorarlas suntuosamente. El legado de su munificencia aún puede verse en Roma, donde sufragó al menos cinco o seis iglesias. La mayor fue la enorme basílica de San Juan de Letrán. Aunque la catedral que se alza hoy en su solar es una construcción posterior, se conocen las proporciones del edificio original: medía más de 100 metros de longitud por 54 de anchura. El diseño de esta y otras iglesias fue innovador. Aunque la palabra «basílica» se utiliza en nuestros días para designar edificios religiosos, en la época de Constantino una basílica era sencillamente un edificio laico y público, por lo general ideado para ser un tribunal, mercado o lugar de reuniones públicas. Bajo Constantino, este diseño de planta rectangular se aplicó a la principal iglesia de Roma y fue el modelo de las iglesias cristianas del futuro[31].

Normalmente, las iglesias de Roma se construían fuera de las murallas, en lugares asociados a la veneración de los apóstoles y los mártires. La basílica de San Juan de Letrán, en el centro urbano, era una excepción porque estaba en un solar adyacente a un viejo palacio imperial, una residencia que Constantino donó debidamente al obispo de Roma (el Papa). La basílica de San Pedro, otra iglesia financiada por Constantino, honraba los comienzos del cristianismo en la ciudad. En la ladera del monte Vaticano, donde estaba el centro del culto a san Pedro, se construyó una gran explanada. Al despejar el terreno, se encontró un antiguo cementerio pagano y cristiano, encima del cual se había construido la primera basílica de San Pedro. La moderna basílica, que data del siglo XVI, se levantó en el mismo solar que la original de Constantino; aún se puede ver el cementerio que hay debajo.

Las nuevas iglesias no sólo tenían un aspecto diferente del de los templos paganos, sino que tenían una función diferente. Los templos se limitaban a albergar al dios; las iglesias cristianas, en cambio, no sólo eran la casa de Dios, sino lugares en los que sus seguidores podían reunirse. El domingo, día que Constantino declararía santo (en 321), podían verse soldados en ellas, pues el emperador les había dado permiso para asistir. En la casa de Dios se concedía a los esclavos un derecho radicalmente nuevo: eran libres mientras estuvieran allí. El solo aspecto físico y la majestuosidad de estos edificios anunciaba una revolución: el cristianismo era importante y los cristianos eran especiales[32].

Por entonces ocurrió un hecho que reveló por encima de todo la importancia que tenía para Constantino el cristianismo como aglutinante de ambos imperios. En 313 se enteró de que había estallado una polémica en la Iglesia del norte de África, centrada en quién era el obispo legítimo de la provincia, Ceciliano o Donato. La disputa había surgido porque un grupo opinaba que Ceciliano no debía ser reconocido. Había sido ordenado por un obispo que durante las persecuciones de Diocleciano había entregado las sagradas escrituras a las autoridades romanas. En consecuencia fue consagrado el obispo rival, Donato. Para los emperadores anteriores, esta disputa habría sido un asunto regional sin importancia. Pero no para Constantino.

Considero absolutamente contrario a la ley divina que pasemos por alto tales disputas y discusiones, ya que el Supremo Dios podría lanzar su cólera contra la especie humana e incluso contra mí, el hombre a cuyo cuidado Él y Su voluntad celestial han puesto el gobierno de todas las cosas terrenales.[33]

El mensaje estaba claro: mientras que en el pasado los emperadores acostumbraban a arbitrar peticiones o casos de naturaleza civil o penal que les presentaban los provincianos, la autoridad de Constantino como gobernante del imperio se definía igualmente por su capacidad para dirimir disputas en el seno de la Iglesia[34]. Las disensiones entre cristianos eran disensiones contra la unidad del imperio, algo que en el nuevo régimen no estaba permitido. Desde las persecuciones de Diocleciano, Constantino siempre había sabido que adorar al único Dios cristiano, con exclusión de todos los demás, haría imposible la unidad imperial. Si ahora descorría la tapadera para unirse a los cristianos, no habría ventajas políticas si él y los cristianos no estaban unidos. Cuando estalló la disputa del norte de África, en el invierno de 315-316, el emperador escribió a los involucrados. Amenazó con visitarles en persona y romperles la crisma. Pero en aquella época había otros asuntos mucho más urgentes en la mente de Constantino.

En verano de 315 estaba a punto de celebrarse en Roma una gran fiesta. El emperador había salido de Tréveris y, acompañado por un largo séquito de familiares, obispos y funcionarios de la corte, había viajado en persona a la ciudad que había liberado tres años antes. A manera de entretenimiento, hubo carreras en el circo y juegos públicos. El festival era para celebrar los decennalia de Constantino, su décimo año como emperador, y en aquel momento, si se miraba atrás, había mucho que celebrar. Había luchado contra los germanos y asegurado la frontera del Rin. Había restaurado la paz y la estabilidad en un imperio que se estaba agrietando y que ahora prosperaba. El Senado estaba otra vez en marcha, era un socio en el gobierno. Sin embargo, Constantino tuvo que despejar el temor de los senadores, que pensaban que ya no eran importantes, y Roma en consecuencia tampoco: aumentó su número, otorgando el rango de senador a personas que no necesitaban vivir en Roma ni asistir a las sesiones. De esta manera, ser senador pasó a ser un papel de alcance imperial y no sólo local[35].

La nueva oligarquía cristiana también tenía motivos para estar contenta. Ahora podía presumir de tener una posición privilegiada en la corte de Constantino, y es posible que el mismo emperador, conversando o estudiando con Lactancio y el obispo Ossio, estuviera informándose acerca de su divino protector. Su fe era, al menos en la superficie, algo confirmado. El alcance de la influencia cristiana en Constantino quizá podría evaluarse por los medallones conmemorativos acuñados especialmente aquel mismo año. Constantino está representado con el crismón de Cristo y fueron entregados ceremoniosamente a destacados funcionarios de la corte. No se excluyó de esta prosperidad a los sacerdotes, los creyentes y los partidarios de las religiones tradicionales romanas. Bajo el nuevo espíritu de tolerancia, sus organizaciones religiosas también estaban floreciendo. En el festival, de hecho, se hizo público el homenaje con que se quería honrar la discreción del emperador.

El Arco de Constantino todavía se mantiene en pie en el Foro. Este gran monumento señala la transición del estilo clásico al «tardoantiguo». Los relieves esculpidos representan la liberación de Italia por Constantino: aquí vemos una escena que describe la derrota de Magencio, allí los soldados del tirano ahogándose, y allá la entrada de Constantino en Roma. Pero no hay ni un solo símbolo cristiano en todo el monumento, sino más bien lo contrario. Algunas esculturas que databan del mandato de Adriano fueron aprovechadas y remodeladas para representar a Constantino y a Licinio cazando y haciendo sacrificios a los dioses romanos. Sería la última vez que un emperador fuera representado realizando estas prácticas paganas. Aunque, a pesar de todos los pasos dados para favorecer el cristianismo, la realidad era que el emperador occidental aún no podía enseñar sus cartas.

Constantino ambicionaba la unidad del imperio y había descubierto el medio de conseguirla. Pero de momento tenía que permanecer en la sombra. Sabía que si apoyaba abiertamente el cristianismo, dejaría al descubierto un flanco político. Los partidarios de los dioses tradicionales que había entre los senadores, gobernadores y administradores del imperio aún podían atacarle, alegando estratégicamente que el emperador acosaba a los paganos. Favorecer abiertamente a los cristianos, entendía Constantino, no sólo ofendería a quienes apoyaban a los dioses tradicionales, sino que además dejaría al descubierto la debilidad de aquéllos, y su desventaja en el nuevo imperio. Y siendo pagana la mayoría de los ciudadanos, los rivales podían encontrar mucho apoyo. Pero no eran los senadores paganos lo que más temía Constantino, sino un emperador pagano.

El mismo mes que tuvo lugar la celebración en Roma (julio de 315), Constancia, la esposa de Licinio, dio a luz un hijo. Un año después, el 7 de agosto de 316, la mujer de Constantino, Fausta, dio a luz a otro. Pero el nacimiento de estos niños no fue exactamente causa de júbilo, porque se estaban formando dos nuevas cadenas de legitimidad. En la cabeza de Constantino y de Licinio se planteó un problema que no habían tenido en cuenta: ¿a quién pertenecía realmente el imperio? Desde que habían sellado la alianza, la respuesta parecía señalar cada vez más a Constantino.

Motivado quizá por una fe sincera, quizá por interés propio, las diligentes reformas de Constantino en favor de los cristianos no sólo estaban unificando el imperio con un criterio nuevo, sino que le estaban consiguiendo un apoyo vital en el territorio de Licinio, donde residía la mayoría de cristianos del imperio. Mientras Constantino miraba su arco conmemorativo, podía ver que Licinio y él aparecían retratados como dos emperadores en armonía. Que los dos fueran cónsules y que las cabezas de ambos aparecieran en las monedas del período apoyan esta impresión. Pero el nuevo estilo de gobierno de Constantino no coincidía con la fachada. La conclusión lógica de un solo Dios era que un imperio significaba un solo emperador.

No pasaría mucho tiempo antes de que Licinio y Constantino enseñaran sus cartas. Cuando ocurrió, los dos hombres se convertieron en rivales y precipitaron una nueva guerra. Sería una guerra de los partidarios de Constantino y de la religión nueva que había adoptado contra los que querían mantener las tradiciones romanas. Al menos eso aseguraban los estandartes de ambos bandos. En realidad, aunque disfrazado de guerra santa, el conflicto estaba dirigido a conseguir un objetivo largo tiempo acariciado: el control del imperio.

GUERRA DE RELIGIONES

Los pasos que convirtieron una alianza de emperadores en una feroz rivalidad son difíciles de recomponer. Ciertamente, Licinio tenía razón al estar resentido, incluso celoso[36]. Constantino se había hecho con el control de la parte del imperio que Licinio creía que le correspondía por derecho. Para empeorar las cosas, el emperador oriental no tenía más que echar un vistazo a su propio territorio para ver que Constantino disfrutaba de mucha más popularidad que él. Los cristianos del este ofrecían plegarias por Constantino; esperaban que la misma generosidad que desplegaba con sus correligionarios de Occidente cayera también sobre ellos en algún momento; además, como estaban dispuestos a morir por su fe, también estaban preparados para morir por él. Sabían que Licinio no era ni su salvador ni su portavoz. De hecho, es posible que la intención de Constantino hubiera sido desde siempre tener a Licinio atrapado por el gaznate: utilizarlo para estabilizar el imperio oriental al principio y, una vez conseguido esto, desestabilizarlo utilizando como instrumento el cristianismo. A pesar de envidiar la popularidad de Constantino, Licinio escondía una fuente mayor de resentimiento, algo que le empujaría definitivamente al abismo.

Lo que más irritó al emperador oriental fue la serie de pasos que dio Constantino para impedir que el hijo de Licinio sucediera al padre. En 315 dio a su hermanastra Anastasia en matrimonio al prominente senador Basiano. Luego envió un delegado a Licinio para proponerle que Basiano fuera subemperador de Occidente.

Licinio se sintió ofendido. Puede que se le ocurriera que sólo faltaba ya que Constantino nombrara a su adolescente hijo Crispo subemperador de Oriente para tener todo el imperio bajo el control de su propia dinastía. Quizá fuera ésta la razón por la que Licinio decidió poner fin a la amistad con Constantino de una forma decisiva: planeando su muerte.

Para llevar a cabo semejante acción, Licinio necesitaba conseguir un pretexto y aliados. Afortunadamente, ambas cosas eran fáciles de encontrar. Podía justificar el derrocamiento de su homólogo con la excusa de que Constantino había incumplido el Edicto de Milán; había comenzado a favorecer a los cristianos por encima de los paganos. Si no era excusa suficiente, entonces le vino muy bien, según un historiador pagano, que Constantino invadiera el territorio de Licinio en otoño de 315[37]. En cuanto a la ayuda para perpetrar el magnicidio, Licinio no tuvo necesidad de salir del Senado de Roma.

En 316 algunos senadores paganos hervían de indignación y se mostraban desafectos, a pesar de todo el favor que Constantino les había prometido. No aprobaban que despilfarrase el tesoro imperial para construir iglesias cristianas. Les parecía que sólo los obispos recibían la atención del emperador y eran sus invitados favoritos en las cenas de palacio. Era absurdo tener ambiciones, se quejaban, pues ahora sólo era posible salir adelante en el nuevo régimen si eras cristiano.

Licinio supo que había llegado el momento de pasar a la acción. Ordenó a Senecio, funcionario de la corte de Nicomedia, que buscara en Roma un conspirador convencido. El ejecutor ideal tenía que pertenecer a la clase alta, poder acercarse al emperador y estar por encima de toda sospecha. Senecio sólo podía pensar en un candidato posible: el senador Basiano, que era su hermano y cuñado de Constantino. Pero al poner en marcha el plan, Licinio no tuvo en cuenta su propia debilidad. Había olvidado que, así como él había sido capaz de encontrar un aliado en la corte de Constantino, también el emperador occidental tenía una devota aliada en Oriente. Es posible que fuera ella quien diera la alarma subrepticiamente.

Puede que Constancia oyera por casualidad algún rumor que corriera por los pasillos del palacio de Nicomedia, o que hubiera oído sin querer la conversación de Licinio y Senecio. Incluso es posible que, al descubrir que se intrigaba contra la vida de su hermano, escribiera inmediatamente una carta avisándole y la enviara por un canal cristiano de confianza. Lo cierto es que cuando Basiano intentó llevar a cabo el magnicidio, lo cogieron con las manos en la masa. Constantino estaba esperándole. El asesinado aquella noche no fue el emperador amado de Dios, sino el otro. Cuando Licinio se enteró, ordenó destruir las estatuas y bustos de Constantino en Nicomedia. Era la guerra.

Los primeros encontronazos entre los dos ejércitos tuvieron lugar en 316, en las balcánicas Cibalis y Sárdica. Aunque Constantino dominó en ambas batallas, no consiguió dar el golpe de gracia definitivo. En consecuencia, se firmó otra alianza. Los territorios de los Balcanes y Grecia fueron cedidos a Constantino, mientras que Licinio se quedó con Tracia, Asia Menor, Egipto y el Oriente romano. También se pusieron de acuerdo en el espinoso asunto de la sucesión: el 1 de marzo de 317, Constantino anunció desde su nueva sede de Sárdica (hoy Sofía, la capital de Bulgaria) que sus dos hijos (el que tuvo con Fausta y Flavio Julio Crispo) y el hijo de Licinio y Constancia serían nombrados Césares, en espera de convertirse en emperadores. También acordaron seguir compartiendo el consulado durante el año 317 y después alternar cada año el consulado de cada mitad del imperio entre padre e hijo. Pero bajo esta pantomima de armonía había profundas fisuras. En realidad, la paz era en el mejor de los casos inestable y en el peor un invento cínico de Constantino. La guerra sencillamente se había pospuesto.

Entre 317 y 321 Licinio toleró a los cristianos. Puede que lo contuviera su mujer, o el obispo de Nicomedia, que tenía la sede en su corte. Pero era un papel que el viejo «libertador» de Oriente, el antaño salvador de los cristianos, cada vez detestaba más. Había accedido a la tolerancia religiosa sin creer en ella esperando un beneficio a corto plazo, y ya se había visto. En cambio, Constantino el cristiano era cada vez más autoritario. Le gustaba quedarse despierto hasta muy entrada la noche y redactar sus propios y vehementes discursos. Luego los pronunciaba a sus cortesanos, sermones laicos que expresaban sus celestialmente inspirados proyectos futuros para el imperio. Era un espectáculo bien interpretado. Cada vez que mencionaba el juicio de Dios, tensaba el rostro, bajaba la voz y señalaba el cielo. Al oírle, algunos cortesanos inclinaban la cabeza como si estuviera «realmente azotándoles con sus razonamientos». Otros aplaudían, aunque su fervor no igualaba el del emperador. A la larga dejaron de interesarles las clases de cristianismo[38].

Pero mientras daba fe del temor de Dios, el emperador podía ser represivo, incluso violento. En 317 no se había resuelto aún la disputa donatista en África. Constantino perdió la paciencia y trató de finalizarla autorizando destierros y ejecuciones. A los pocos años se cerraron algunos templos paganos: fue la primera señal de la lenta erradicación del pluralismo religioso occidental. Y prueba de una nueva identidad común en desarrollo.

Mediante la donación de propiedades, el alto nivel de los obispos y las caritativas entregas de ropas y grano a los pobres, huérfanos, viudas indigentes y divorciadas, las iglesias pronto se convirtieron en centros de poder y organización local en las provincias del imperio de Occidente[39]. Hacia 321 se amplió la autoridad judicial de los obispos y se legalizó el dejar herencias a las iglesias. Para las oligarquías provincianas era fácil aceptar la nueva religión. Las clases altas de todo el imperio cada vez eran más ricas y se sentían más seguras; la arqueología revela que el crismón de Cristo empezó a aparecer en objetos que pertenecían a los ricos de aquella época y que en todo el imperio se levantaban nuevas y exquisitas villas[40]. La conversión religiosa tenía sus ventajas: daba una nueva majestad al imperio, un nuevo patriotismo, y la convicción de que continuaría floreciendo mientras Constantino recibiera, no la vieja y romana «paz de los dioses», sino la divina protección de Dios.

En un curioso discurso que se conserva, conocido como «Oración a los Santos», y que se pronunció ante un público cristiano un Viernes Santo entre 321 y 324, Constantino aclaraba su postura. Dios era causante de su triunfo. Este triunfo le creaba una gran responsabilidad: convencer a sus súbditos de que adorasen a Dios, reformar a los malvados y a los ateos, y liberar a los perseguidos. Era una postura religiosa que tuvo grandes consecuencias políticas. Puso a Licinio contra las cuerdas y le apretó las tuercas lenta pero implacablemente. No tardó mucho tiempo en mandar un regalo a Constantino, algo que el emperador de Occidente quizá hubiera estado esperando durante todo este tiempo, algo que armonizaba limpiamente con su fe: una justificación para proseguir la guerra. El emperador de Oriente cada vez estaba más receloso, casi paranoico. Se preguntaba si los funcionarios de su corte serían agentes o espías de Constantino. Los llevó aparte y los interrogó, pero no pudo obtener ninguna prueba de culpabilidad. Según dicen, inventó una forma de probar la lealtad de uno en concreto. Ordenó a Augencio, un empleado jurídico, que le acompañara a un patio de palacio donde había una fuente, una estatua de Dioniso y una parra abundante. Licinio le ordenó que cortara el racimo de uvas más grande que encontrara. Cuando lo hizo, el emperador le indicó que dedicara la fruta a Dioniso. Augencio se negó. Licinio le dio un ultimátum: pon las uvas a los pies de la estatua o abandona esta corte para siempre. Augencio escogió lo segundo; luego fue obispo de Mopsuestia, en la actual Turquía[41]. Fue la primera de las muchas pruebas que hizo pasar Licinio. El miedo le movió a tomar a medidas mucho más extremas.

En 323 obligó a todos los miembros del gobierno a hacer sacrificios so pena de perder el empleo. Sometió a la misma prueba de conformidad al ejército. Por consejo de funcionarios fanáticos, impuso la prueba a los civiles y el 24 de diciembre de aquel año Constantino supo que sus obispos tendrían la obligación de hacer sacrificios en la festividad que celebraba los quince años de Licinio como emperador. Todo el que se negara sería castigado. Los consejos y asambleas de obispos fueron prohibidos: Licinio no quería que se organizaran, se unieran y lo rodearan, así que les obligó a quedarse en sus ciudades. Las reuniones religiosas de cristianos sólo podían celebrarse al aire libre, y se abolieron las exenciones fiscales del clero cristiano. Puede que la influencia de su devota esposa, y su amor por ella, impidieran que fuese más lejos. Otros miembros de su gobierno tuvieron menos escrúpulos. En resumen, Licinio estimuló una nueva forma de permisividad en Oriente, un duro revés de la reacción pagana. Los gobernadores eran libres de castigar a los disidentes cristianos, de clausurar unas iglesias, demoler otras y, en el caso de los obispos de la provincia de Bitinia-Ponto, en la costa meridional del Mar Negro, de matar a los personajes más relevantes del clero. Según Eusebio, se trocearon sus cadáveres y se arrojaron al mar para que se los comieran los peces[42].

En el palacio imperial de Sárdica, Lactancio, consejero de Constantino y preceptor de su hijo, instaba al emperador a socorrer a «la justicia en otras partes del mundo». Cuando Constantino, quizá deliberadamente, invadió los territorios tracios de Licinio con el pretexto de repeler una invasión goda, ambos bandos aprovecharon la oportunidad de librar una guerra. La denuncia de Constantino por hostilidades contra su cuñado y antiguo aliado tenía más alcance de lo que el incidente diplomático sugería. Fue una guerra por la defensa de los oprimidos, una guerra de liberación, una guerra contra el perseguidor[43].

El escenario estaba listo para una de las últimas confrontaciones épicas de la historia romana. Ambos bandos se apresuraron a movilizar sus fuerzas, una extraordinaria hazaña militar por sí sola. Cada bando tenía más de 100 000 soldados de infantería y 100 000 de caballería. Incluso teniendo en cuenta la propensión de las fuentes antiguas a exagerar, está claro que habían reunido importantes contingentes. Egipcios, fenicios, carios, griegos de Asia Menor, bitinios y africanos engrosaban las fuerzas de Licinio, mientras Constantino, cuyo imperio era mayor, se basaba menos en tropas auxiliares que en las unidades regulares de legionarios. Eusebio, al comparar los dos ejércitos, se lució a nivel literario. Las tropas de Constantino eran, por supuesto, soldados cristianos de Dios. Las de Licinio, en cambio, eran secuaces variopintos de dioses tradicionales y misteriosos cultos orientales: magos, adivinos, apotecarios, videntes y aficionados a las malignas artes de la hechicería[44].

Poco antes de que las fuerzas se enfrentaran, Licinio indicó a sus sacerdotes que consultaran los augurios. Los augures observaron el vuelo de pájaros e inspeccionaron entrañas en busca de señales. ¿Su veredicto? Los augurios prometían que Licinio saldría victorioso. Las ceremonias continuaron cuando Licinio condujo a sus generales a un bosquecillo sagrado. Las estatuas paganas les observaban a través de las ramas de los árboles y desde los manantiales rodeados de musgo y rocas. Se hicieron los habituales sacrificios y a continuación Licinio se dirigió a sus hombres. Su florida retórica es típica de la forma en que las fuentes cristianas gustaban de presentar el conflicto.

Amigos y compañeros, éstos son nuestros dioses ancestrales, a los que honramos porque los hemos recibido de nuestros antepasados más antiguos para rendirles culto. El caudillo de los que vienen contra nosotros ya no cree en nuestra religión ancestral y ha adoptado una fe impía, adoptando erróneamente a un dios extranjero de no se sabe dónde; incluso pone en evidencia a su propio ejército con el vergonzoso emblema de ese dios. Confiando en él, avanza con las armas preparadas, pero no contra nosotros, sino principalmente contra los dioses a los que ha ofendido. Ha llegado el momento en que se demostrará quién está equivocado, el momento que decidirá entre los dioses honrados por nosotros y los dioses honrados por el otro bando[45].

El 3 de julio de 324 se produjo el primer encontronazo en Adrianópolis, en Tracia, y las esperanzas de Licinio se desvanecieron.

Los dos ejércitos habían tomado posiciones en orillas opuestas del río Hebro. Durante días se observaron con hostilidad. Cada vez que los hombres de Licinio veían el lábaro de Constantino, es decir, la bandera con el monograma de Cristo, rompían el silencio con abucheos e insultos. Pero durante este extraño paréntesis, Constantino tomó la iniciativa. Engañó al enemigo haciéndole creer que estaba construyendo un puente. Incluso hizo como que ordenaba a sus soldados que subieran a una montaña a buscar madera. Pero en secreto había preparado un paso alternativo, más corto. Cuando su caballería cargó por él, pilló al ejército de Licinio completamente desprevenido. En medio de la confusión, muchos soldados de las sorprendidas tropas fueron brutalmente perseguidos y muertos. Unos se rindieron y otros pusieron pies en polvorosa. Licinio estaba entre estos últimos[46].

Licinio y los restos de sus fuerzas marcharon rápidamente hacia la costa, subieron a sus barcos y trataron de llegar al otro lado del Bósforo. Pero Constantino se había preparado para este momento. Ordenó a su hijo mayor que les diera caza; con diecisiete años y a cargo de una flota naval de doscientas embarcaciones, Crispo siguió las instrucciones de su padre. El almirante de Licinio, mientras tanto, recibió instrucciones de bloquear la persecución. Las dos flotas se encontraron en el paso de los Dardanelos. En una jugada maestra, Crispo decidió separarse del grueso de su flota y atacar con sus ocho barcos más rápidos. Fue un golpe genial. El ataque fue calculado y frío. La flota de Licinio, aunque mayor, se limitó a abarrotar las estrechas aguas y no tuvo espacio para maniobrar. El bosque de velas y remos rompiéndose y crujiendo sólo produjo confusión. Tras perder Licinio algunos barcos, la caída de la noche puso punto final a la batalla. Al día siguiente, un fuerte viento del sur remató el trabajo de Crispo: la flota de Licinio fue arrastrada contra las rocas y sometida a otro fracaso aplastante. A pesar de todo, al cabo de unas semanas, el emperador oriental reagrupó a sus fuerzas. Había reclutado otro ejército en Asia. Volvió a enfrentarse con su enemigo en Crisópolis. Todavía no estaba vencido.

El enfrentamiento final entre Licinio y Constantino tuvo lugar el 18 de septiembre de 324. Los dos emperadores condujeron a sus inmensos ejércitos hasta una llanura situada a medio camino entre Crisópolis (hoy un barrio periférico de Estambul) y Calcedonia. El ejército de Constantino se distinguió una vez más por enarbolar el lábaro, el vistoso estandarte cristiano. En el rico tapiz que colgaba del palo horizontal se había bordado el monograma de Cristo (las letras griegas ji-ro) con piedras preciosas e hilo de oro. El emperador sabía que era vital no subestimar la importancia de este emblema. Designó una guardia especial para que se responsabilizara de él, un grupo de hombres que habían sido elegidos por su valor y su fuerza física. Ahora ondeaba orgullosamente sobre los soldados concentrados que esperaban lanzarse al ataque. Constantino se tomó su tiempo antes de romper las hostilidades. Quizá estuviera en su tienda, como era su costumbre, rezando en silencio, esperando y buscando una revelación. Cuando creyó que la voluntad de Dios se había expresado, o eso se dijo, salió presuroso de la tienda, enardeció a sus soldados y les ordenó que desenvainaran las espadas[47].

Cargó primero el ejército de Licinio. Quizá esta vez, cuando viera ondear el lábaro, lo observara con un mal presentimiento y guardara silencio. Según Eusebio, Licinio ordenó a sus hombres que no se acercaran a él, que ni siquiera lo mirasen. La verdad es que, cuando las tropas de Constantino avanzaron hacia el enemigo y entraron en la línea de fuego, recibió un diluvio de lanzas que derribó a muchos. Milagrosamente, según asegura Eusebio, los portadores del lábaro se salvaron[48]. Quizá fueran contagiosos el ánimo y el poder que daba a los hombres, pues la confianza en la victoria se extendió como el eco entre las filas de Constantino. Cuando chocaron los colosales ejércitos, el viento, el impulso y el ímpetu belicoso estaban con los legionarios de Constantino.

Ante aquel contundente ataque, los hombres de Licinio se desmoronaron. La batalla de Crisópolis fue una matanza a gran escala. Se dice que murieron más de 100 000 soldados de Licinio. La victoria de Constantino, del cristianismo, fue decisiva. Sin embargo, había un hombre que había escapado al baño de sangre. Licinio huyó del campo de batalla a uña de caballo en compañía de algunos jinetes; mientras Constantino inspeccionaba el lugar de la catastrófica derrota, su enemigo, exhausto y destrozado, se dirigía al este, al palacio imperial de Nicomedia, con su leal esposa y su hijo de nueve años. Constantino lo persiguió y puso sitio a la ciudad.

Si Licinio había pensado en salvar el honor a la manera tradicional, clavándose la espada, puede que ver a su familia cuando se desplomó en su palacio le convenciera de lo contrario. Una fuente antigua dice que la noche de su vuelta, Constancia le persuadió de que era preferible rendirse a morir. Cuando se ganó la voluntad de Licinio, Constancia salió sigilosamente de palacio y corrió al campamento de su hermano.

Constantino volvió a ver a su hermana después de casi diez años. Aquélla era la mujer a la que había entregado a su enemigo en matrimonio con dieciocho años, la esposa del hombre al que mientras tanto había intentado eliminar una y otra vez, para poder ser el único emperador y unificar el imperio. Ahora se encontraba allí, en medio de los soldados sucios y agotados, entre prisioneros de guerra ensangrentados que iban a ser castigados «según las leyes de la guerra». En aquellos momentos tenían retenido al comandante en jefe de Licinio antes de la ejecución; los soldados capturados eran obligados a arrepentirse y a proclamar al Dios de Constantino «único Dios verdadero»[49]. En unas circunstancias tan lúgubres, a los dos hermanos debió de costarles mirarse a los ojos. A pesar de todo, Constancia se armó de valor y se postró ante su hermano pidiendo clemencia. Apelando al valor cristiano del perdón, le rogó que salvara la vida de Licinio. Constantino accedió.

El esplendor imperial de las comparecencias contrastaba vivamente con la desdichada ceremonia que tuvo lugar al día siguiente. Constantino, vestido con una túnica magnífica y único gobernante de todo el mundo romano, se sentó en el estrado de su campamento, a las afueras de la ciudad. Estaba rodeado de obispos y funcionarios de la corte. Quizá Lactancio y Ossio estuvieran también presentes, exaltando la victoria de su Dios. Licinio avanzó despacio hacia Constantino, flanqueado por sus antiguos enemigos, que formaban un largo y humillante pasillo desde el palacio hasta el campamento del ejército victorioso. Es posible que Constancia y su hijo tuvieran que enfrentarse a la ignominia de acompañar al caudillo vencido. Cuando llegó ante Constantino, Licinio se arrodilló con actitud de súplica. Había llevado con él la túnica púrpura de su cargo y, con la cabeza inclinada, se la ofreció a Constantino. Puede que Constantino echara sal en la herida exigiendo al ex emperador que se convirtiera a la fe cristiana. De lo que sí tenemos noticia es de la humillación de Licinio: llamó a Constantino «señor y amo, y pidió perdón por los pasados acontecimientos»[50]. Licinio y su familia fueron oficial y pacíficamente desterrados de por vida a Tesalónica.

Pero es fácil imaginar que, a pesar de toda la pompa y ceremonia y de todos los educados elogios, ambos hombres sabían que nada había cambiado en realidad. Al cabo de un año de la rendición y abdicación de Licinio, un destacamento de soldados imperiales fue a buscarlo a Grecia. Cuando Licinio vio acercarse a los guardias, es posible que comprendiera que Constantino no cumpliría su palabra, que el emperador nunca permitiría dejar con vida a rivales potenciales ni a sus herederos, que nunca perdonaría. Los soldados llevaron aparte a Licinio y a su hijo y los estrangularon[51].

EPÍLOGO

Constancia sobrevivió a la muerte de su marido y de su hijo. El emperador le dio el título de «Nobilísima» y ella se quedó en la corte de su hermano como una figura importante. Su presencia allí debió de producir tensión y recriminaciones glaciales. Murió en 330, quizá antes de cumplir los treinta y cinco años. Pero Constancia no era el único pariente que tuvo problemas con la autoridad imperial de su hermano.

El año 326, Constantino ordenó la muerte de su esposa Fausta, que le había dado tres hijos, y de su hijo mayor Crispo (al que había nombrado para el cargo de César). El motivo está envuelto en el misterio. En la corte se sospechaba que Crispo tenía una aventura con su madrastra; otro rumor decía que era Fausta quien se había enamorado de Crispo, pero había sido rechazada. Fuera como fuese, no se podía permitir que una conducta tan inmoral contaminara el corazón de la familia imperial cristiana, lo prohibía la legislación absolutista del emperador en materia sexual. La corta y brillante carrera de Crispo terminó con su ejecución. La causa oficial de la muerte de Fausta es que se asfixió en un baño de vapor demasiado caliente.

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