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Adriano » V. Constantino

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La insensible obcecación del emperador, que sólo atendía a sus fines, también se advierte en la política religiosa de sus últimos años. Poco después de la victoria sobre Licinio, el emperador publicó varios edictos en Oriente. Los cristianos perseguidos saldrían de prisión, recuperarían sus propiedades y tendrían los mismos privilegios que los cristianos de Occidente. Animó a los obispos a reparar unas iglesias y a construir otras. Pero el tono de sermón de estos edictos iba mucho más lejos que en el Edicto de Milán. En las cartas que los acompañaban, Constantino no obligaba a sus súbditos a abandonar el paganismo y hacerse cristianos, pero les animaba a hacerlo. El Dios cristiano, escribió, era moralmente supremo. Era Dios quien había acabado con los perseguidores, Dios quien había establecido la correcta observancia de la religión. Constantino sólo había sido su instrumento[52]. El mensaje saltaba a la vista: el cristianismo era ya la religión oficial del Estado romano, pero ¿y el paganismo?

Los edictos dan a entender que Constantino estaba haciendo una activa campaña contra el paganismo: algunos templos tradicionales fueron clausurados y se prohibieron los sacrificios y las consultas a los oráculos, sobre todo por gobernadores y prefectos provinciales[53]. Pero el cuadro que describe Eusebio es engañoso. Está claro que Constantino quería erradicar la magia y la superstición: declaró ilegal el uso privado de adivinadores y la magia destinada a potenciar la sexualidad o a atentar contra vidas ajenas. Pero la devoción a los dioses tradicionales era otra cuestión. Esta forma de paganismo tardaría en extinguirse; hasta el momento no había habido conversiones en masa al cristianismo.

La prohibición imperial sobre los sacrificios paganos no se aplicó en ningún momento. Siguieron celebrándose en Italia y en Grecia, y el emperador incluso llegó a levantar la prohibición para que no afectara a un culto llamado Misterios de Eleusis. Constantino también permitió, al final de su mandato, que se construyera en Italia un nuevo templo pagano dedicado a la familia imperial. Los templos de Roma tenían garantizada la protección del emperador y durante los siglos IV y V siguió siendo responsabilidad del prefecto de la ciudad restaurar y mantener los edificios, estatuas y centros de los antiguos cultos tradicionales. A pesar de todo, los emperadores posteriores aplicaron medidas mucho más drásticas contra las prácticas paganas. La fosilización del pasado pagano de Roma había comenzado.

Puede que la Iglesia se hubiera convertido en la institución unificadora del imperio cristiano de Constantino, pero la cuestión de la doctrina estaba estropeando el cuadro. Cuando Constantino «liberó» Oriente expulsando a Licinio, descubrió que la Iglesia de allí estaba aún más dividida que la de África. La polémica fundamental no era un simple debate sobre la legitimidad de un obispo, sino una cuestión filosófica sobre la relación entre Dios y Jesucristo: ¿era Dios Padre el mismo que Dios Hijo, o era inferior? Un sacerdote llamado Arrio opinaba que si Dios Padre era eterno e indivisible, Dios Hijo tuvo que ser creado por el Padre como instrumento de salvación del hombre. Aunque era perfecto, Dios Hijo no era eterno y no podía ser llamado Dios.

La opinión de Arrio suscitó una polémica tan violenta que amenazó con romper la unidad de la Iglesia. Constantino intervino.

En 325 convocó y asistió personalmente a la primera reunión universal de la Iglesia, el Concilio de Nicea. Debió de ser un espectáculo extraordinario. Por primera vez, unos trescientos obispos de todos los rincones del mundo romano se reunieron para llegar a un acuerdo sobre el punto doctrinal que discutía Arrio. La mañana del primer día, vestido esplendorosamente con su brillante túnica púrpura, bordada con oro y piedras preciosas, Constantino entró en el enorme y silencioso salón del palacio de Nicea. Andaba con paso elegante y modesto. Una pequeña silla de oro le esperaba en el centro, frente a las filas de obispos. La emoción llegó a su cota más alta cuando el emperador tuvo la deferencia de esperar a que se sentaran los obispos antes que él. Los obispos, sin embargo, le hicieron una indicación y entonces el emperador se sentó primero; a continuación le imitaron todos los reunidos[54]. Pero desde su asiento, Constantino hizo mucho más que cuidar el procedimiento. Participó de forma activa y contundente.

Por ejemplo, se le atribuye el hallazgo de la fórmula que resolvió la disputa. Según ella, Dios Hijo era «de la misma sustancia» que Dios Padre. La fórmula implicaba que Arrio estaba equivocado. Pero a pesar de su intervención, Constantino, el gran soldado, el general que había ganado la guerra civil, estaba menos preocupado por los intríngulis del debate doctrinal. El emperador sólo quería apagar el fuego de la controversia y terminar la disputa. Halagando, acosando y pasando del latín al griego para persuadir a los obispos recalcitrantes, Constantino obligó a la mayoría a que refrendaran la fórmula propuesta y designada para concluir la reyerta. Todos obedecieron, menos Arrio y dos partidarios suyos, y los tres fueron desterrados. Había habido algunas disidencias, pero la unidad había prevalecido. El Concilio había sido un triunfo. O eso parecía.

Ciertamente, hubo victorias sorprendentes. Por primera vez, el emperador de Roma, el hombre más poderoso del mundo, había utilizado su poder para fijar la ortodoxia cristiana. En muchos asuntos había conseguido el acuerdo de la vasta mayoría de asistentes que se reunían por primera vez. Aunque Constantino hizo como que guardaba mucho respeto a los obispos, éstos se habían reunido bajo su autoridad y las decisiones que habían alcanzado eran universalmente vinculantes. Además, al desterrar a Arrio y a los arrianos por «herejes», los había quitado de las manos de los obispos para someterlos a la ley penal del emperador[55]. El poder religioso y el imperial eran uno solo.

En realidad, las disensiones no habían desaparecido. La versión que da Eusebio del Concilio de Nicea disimula las auténticas diferencias de opinión expresadas allí. Más tarde, Arrio volvió del destierro y siguió pronunciando sermones en su influyente ciudad de Nicomedia. Antes de morir, el propio Constantino se retractó de la doctrina que había obligado a aceptar a los obispos. Sólo con el tiempo se conseguiría en Nicea la unidad que Constantino deseaba. Además, el concilio preparó el «Credo niceno», que es el resumen oficial de la fe cristiana y que comienza: «Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra…»; en la actualidad lo siguen rezando los cristianos todos los domingos y la fórmula de Constantino sigue siendo el elemento unificador de la Iglesia.

Gracias al cristianismo, Constantino inyectó nueva vida en su imperio de otras maneras. Ayudó a fundar Jerusalén como ciudad santa de los cristianos y de los judíos, pero ambicionaba conseguir mucho más. Cuando el 8 de noviembre de 324, lanza en mano, trazó el perímetro de una nueva ciudad alrededor de la antigua Bizancio (hoy Estambul), fundó lo que él mismo llamaba «la Nueva Roma». Si la intención de Constantino era organizar un nuevo imperio cristiano, ¿qué mejor medio que fundar una nueva capital imperial en el lugar de su victoria contra Licinio? ¿Y qué mejor sitio que el punto estratégico donde se unían Europa y Asia? Con su habitual agudeza para la autopropaganda, dio su nombre a la nueva ciudad. Constantinopla se consagró oficialmente el 11 de mayo de 330.

Mientras que Roma estaba definida por su antiguo pasado, sus antiguos emperadores y sus dioses tradicionales, Constantinopla señalaba el comienzo de una nueva era. Se llevó a cabo un programa urbanístico colosal: en el plazo de seis años hubo nuevas murallas, nuevos foros, un nuevo hipódromo y un nuevo palacio imperial. También hubo una nueva Curia del Senado para los recién nombrados senadores cristianos. En cuanto a edificios cristianos, la ciudad podía presumir del mausoleo de Constantino, y es posible que la famosa iglesia de Santa Sofía comenzara a tomar cuerpo bajo el emperador, aunque, contrariamente a la descripción de Eusebio, la ciudad que llevaba el nombre de Constantino no era exclusivamente cristiana. El emperador llenó su nueva ciudad con tesoros artísticos del mundo clásico, convirtiéndola en el escaparate de su nuevo imperio. Fue crucial que no trasladara la capital del imperio a Constantinopla, ya que habría degradado a Roma. La Ciudad Eterna siguió suministrando senadores para gobernar el imperio. Constantinopla era más bien otro centro imperial, junto con Tréveris y Milán, aunque, eso sí, una ciudad a la que el emperador se sentía muy ligado. Pasó en ella la mayor parte de sus últimos siete años[56].

Constantino murió el 22 de mayo de 337. Su mandato había sido el más largo de todos. Poco antes de su muerte fue bautizado, una señal de la sinceridad de su fe. Después del bautismo abandonó las túnicas púrpuras imperiales y desde entonces vistió exclusivamente de blanco, como los cristianos iniciados. El hombre que le asistió en su lecho de muerte era precisamente un hombre al que había liberado al derrotar a Licinio unos trece años antes, un hombre en cuya compañía había estado a menudo desde entonces, el obispo de Nicomedia.

El cristianismo continuó prosperando sobre el modelo imperial que Constantino había trazado. Después de él sólo hubo un emperador pagano. Los esfuerzos de Juliano el Apóstata por volver atrás entre 360 y 363, aunque vigorosos, fracasaron. A finales del siglo IV había en Roma setenta sacerdotes y veinticinco iglesias. La espléndida construcción de San Pedro reflejaba la protección de la oligarquía romana, la jerarquía eclesiástica y el mismo emperador, y Roma se convertiría en una importante meta de peregrinos. Pero si el cristianismo cosechó triunfos, no puede decirse lo mismo del nuevo, unificado y restaurado imperio romano.

Los sucesores de Constantino fueron sus tres hijos. A la muerte de aquél acordaron compartir el poder, pero casi inmediatamente comenzaron a discutir y a matarse entre ellos. Las grietas del imperio romano que la obra de Constantino había sellado temporalmente reaparecieron. Al cabo de cincuenta años eran abismos. En 364 se fundó otra dinastía con Valentiniano I, que optó por volver a dividir el imperio en Occidental y Oriental. Pero la fuerza definitiva que empujaría al imperio hacia la muerte no vendría de la debilidad de la jefatura interior, sino de las fronteras. Llegaban los bárbaros.

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