Roma

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Las siete colinas de Roma

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Las siete colinas de Roma

Alrededor de 350 a.C. los romanos tejieron una leyenda sobre la fundación de su antigua ciudad, una leyenda que trataba de remontarse hasta su verdadero origen en un remoto pasado que iba incluso más allá de la época de Rómulo y Remo. Por entonces los romanos eran habitantes de una poderosa ciudad-Estado de Italia, pero también estaban empezando a entrometerse en el escenario internacional del Mediterráneo. Había una civilización en particular con la que cada vez tenían más contacto, la de los griegos. Era un mundo más antiguo y atractivo, abundante en mitos, historia, refinamientos, riqueza e influencia. Un mundo con el que los romanos querían conectar, en el que querían integrarse y con el que querían compararse. Una de sus formas de conseguirlo fue adoptar una leyenda fundacional que pudieran compartir con aquella civilización más antigua, cada vez que griegos y romanos se encontraran. Fue la leyenda del troyano Eneas. Más tarde, en el apogeo del imperio romano, algunos pensaron que había sido el momento en que el antiguo mundo griego había comenzado a transformarse en el nuevo orden romano.

Eneas era un héroe de la guerra de Troya que combatió contra los griegos y huyó de su desolada e incendiada ciudad (que estaba en la costa noroeste de la actual Turquía). Pero no se fue solo. Llevaba a cuestas a su achacoso padre y de la mano a su hijo, y le acompañaba un grupo de supervivientes troyanos. Una noche, tras pasar años recorriendo las aguas del Mediterráneo, Eneas despertó con un sobresalto. El dios Mercurio estaba ante él y le transmitió un mensaje del dios Júpiter. El destino de Eneas, dijo, era fundar la ciudad que sería Roma. Destruida la vieja patria, Eneas se dedicó a fundar otra. Nada menos que el cielo le había encargado aquella misión. Viajando sin parar con sus seguidores, llegaron por fin a Italia. Remontaron el río, con la grasienta quilla de pino patinando suavemente sobre el agua, y avistaron el futuro emplazamiento de la ciudad. Allí encontraron una idílica tierra llamada Lacio, cuyos tranquilos y verdes bosques contrastaban con los brillantes colores de las naves y el brillo de las corazas. Pero en esta tierra paradisíaca no tardaron en ser desbordados por los acontecimientos. Los colonos troyanos que llegaron en paz y armonía pronto se convirtieron en invasores, comenzaron una sangrienta guerra y acabaron matando a los lugareños.

Aunque esta leyenda es un mito anclado en el pasado más remoto, su tema se hunde en el corazón de la primitiva historia romana: conflicto y campo italiano. No sería la primera ni la única vez que la guerra y la «tranquila tierra» de Italia se destrozaran entre sí. Además, en 350 a.C., época de la creación del mito, aquellas dos esferas de la vida romana pronto se unieron en un tejido único. Los antiguos ciudadanos romanos eran a la vez agricultores y soldados a tiempo parcial. Tanto en la guerra como en la agricultura, los romanos, humilde y piadosamente, recurrían a los dioses tradicionales para que aprobaran su conducta y llevaran el éxito a ellos y a sus familias. Los ciclos del año agrícola y la temporada de las campañas militares coincidían: marzo (el mes de Marte, dios de la guerra) anunciaba el período de mayor actividad. Cuando llegaba octubre, las herramientas del agricultor y las armas del soldado se guardaban hasta que pasaba el invierno.

Pero por encima de todo estaban las características del soldado y el campesino que se habían fusionado en el romano. Las virtudes que hacían al buen agricultor también hacían al buen combatiente. El patriotismo, la generosidad, la industriosidad y la capacidad para perseverar ante las adversidades no se limitaban a hacer productiva una granja o una parcela cultivable. Eran las virtudes que acabarían construyendo el mayor imperio del mundo antiguo. Así, al menos, es como a los romanos les gustaba verse a sí mismos. Era una imagen confortable. El poeta Virgilio, que escribió la epopeya de la fundación de Roma por Eneas, sintetizó limpiamente esta idea. Los campesinos-soldados romanos, dijo, eran como las abejas. No eran individuos, sino una comunidad bien organizada que luchaba unida. Como Eneas, estos «pequeños romanos» trabajaban con denuedo, eran voluntariosos y reprimían patrióticamente sus deseos privados por el bien del grupo. Sí, algunos murieron agotados por el camino, pero la estirpe en general prosperó. ¿Y la brillante y exquisita miel que producían? Era oro puro, fruto de una edad de oro, de las riquezas de todo un imperio[1].

Sin embargo, como en la leyenda de la esforzada fundación de Roma por Eneas, el ideal rural de las abejas estaba en conflicto con la realidad. Lejos de la colmena, observó Virgilio, las abejas también sabían atacar a los foráneos. Pero los extranjeros no eran los únicos enemigos. Con las alas destellando, el aguijón afilado y las patas listas para la batalla, reservaban sus incursiones más incisivas para el interior de la colmena, para las guerras intestinas[2]. Acechando tras las rústicas virtudes del curtido campesino, tras su honor y su tenacidad, decía Virgilio, había algo muy diferente: el caos de la pasión, la irracionalidad de la guerra y, peor aún, la obscena brutalidad de la guerra civil. Éste fue el auténtico tema de la fundación de Roma; resonaría durante toda la historia del imperio que la ciudad-Estado acabaría creando. Caracterizaría tanto la caída final de Roma como su temprana fundación y su increíble ascenso.

El emplazamiento de la ciudad donde el mítico Eneas puso por primera vez los ojos estaba a 24 kilómetros de la playa, a orillas de un río, el Tíber. Compuesta por siete cumbres compactas, hoy nos parece un lugar pequeño y poco atractivo para ser la capital del imperio que gobernaría el mundo conocido. No había cerca ningún puerto que diera acceso a las rutas comerciales marítimas, y los pantanos situados al pie de las colinas y que dependían de las crecidas del Tíber tenían que secarse antes de fundar allí un poblado. A pesar de todo, en el monte Palatino, futura residencia de los emperadores, se levantaron unas chozas de piedra y madera y así surgió el primer poblado a principios de la Edad del Hierro, en 1000 a.C., y desde entonces estaría habitado continuamente. Hacia el siglo VII a.C., la comunidad del Palatino se unió a otras comunidades del Quirinal, el Aventino y el Celio. Pronto deforestaron y nivelaron el Esquilino y el Viminal y construyeron terrazas donde levantaron casas para más colonizadores. El Capitolino, que era el monte más cercano al río, se convirtió en la ciudadela de la población y en sede del templo de la principal deidad de los pastores, Júpiter. La zona situada al pie de estas colinas, en otro tiempo el lugar donde los pastores cuidaban sus rebaños, fue desecada y poblada, y la plaza del Foro Romano pronto pasó a ser epicentro de la ciudad.

Pero aunque el emplazamiento de la capital del futuro imperio romano era quizá poco convincente, tenía ventajas naturales para expandirse por el interior de Italia. Las colinas, por ejemplo, formaban una defensa natural contra los invasores y el valle del Tíber se abría a la rica llanura del Lacio. El lugar también formaba un puente natural entre el Lacio (y las colonias griegas del sur de Italia) y otra región, situada al norte y llamada Etruria. Estar encajonado entre estas dos civilizaciones se reflejó en el lenguaje que utilizaban los romanos: hablaban un dialecto del idioma de los latinos, pero fueron los etruscos, a su vez influidos por los griegos, quienes dieron a Roma su alfabeto. Sin embargo, los etruscos dieron a los romanos mucho más que la escritura: también les dieron sus primeros gobernantes.

Entre 753 y 510 a.C., Roma estuvo gobernada por reyes, y los tres últimos fueron etruscos. El primero, según la leyenda, fue Rómulo, y su historia está en consonancia con el desarraigado y beligerante tema de su antepasado Eneas. Rómulo y su hermano Remo eran hijos de Marte, el dios de la guerra. Abandonados por su celoso tío abuelo y a merced de las selvas del Lacio, se salvaron gracias a una loba, un antiguo símbolo de la ferocidad, que los amamantó. Más tarde, los hermanos fueron cuidados y criados por pastores. Fue un comienzo en la vida que curtió a los gemelos duros y los volvió implacables. Cuando crecieron, los hermanos discutieron sobre quién debía ser el fundador de la ciudad que habían decidido establecer. Durante la discusión, Rómulo mató a Remo y se convirtió en el primer rey. Aunque los romanos creían que después de Rómulo había habido otros seis reyes, es posible que sólo los tres últimos (Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio) fueran personajes históricos reales. Bajo el gobierno de estos reyes etruscos se establecieron los rasgos clave del sistema político de la antigua Roma, que seguirían vigentes durante toda la historia de la ciudad.

De un conflicto de lealtades entre los principales aristócratas surgió un principio político; creían que debían ser leales, no al Estado ni al conjunto de la comunidad, sino a su clan. Los nobles eran conocidos por pasear por los alrededores de la ciudad con sus asociados, parientes y criados, y sus familias tenían un antepasado común. Estas personas a su cargo eran conocidas con el nombre de «clientes» y la red informal de la que formaban parte se convirtió en un centro clave de poder político, categoría social e influencia en el Estado. Esto se refleja en los nombres de los romanos de entonces y de los siglos siguientes[3]. Apio Claudio, por ejemplo, era un prominente político en la Roma de 130 a.C. Gracias a su apellido podía remontar su árbol genealógico hasta Atto Clauso, el fundador del clan. Los Claudios no sólo fueron pilares del Estado durante toda la república romana, sino que además originaron la rama de la primera dinastía de emperadores, la Julia-Claudia.

Pero lo que resonaría a través de los siglos siguientes no fueron sólo los antiguos nombres y el prestigio asociado que comenzó con los reyes etruscos. La autoridad con que se investía a los reyes fue su herencia más importante. Sería la piedra angular de la mentalidad imperial romana. La autoridad ejecutiva de los reyes recibía el nombre de imperium, que significaba derecho a dar órdenes a la plebe y a esperar que se obedecieran. El imperium les permitía castigar e incluso ejecutar a otros por desobedecer. Algo de crucial importancia era que también daba potestad para reclutar ciudadanos y lanzarlos a la guerra contra los extranjeros que cuestionaban esta autoridad. Quien ostentaba el imperium llevaba el símbolo de su poder, que también era de origen etrusco. Los fasces eran haces de varas de olmo o de abedul, de metro y medio de longitud; estaban atados con correas rojas de cuero y entre las varas había un hacha. El autoritarismo simbolizado por los haces aún sobrevive en la palabra «fascismo».

La autoridad del imperium se conservaría hasta mucho después de que desaparecieran los reyes etruscos. A los ojos de los romanos, legitimaba y justificaba la conquista. Ya fuera la anexión de la Galia por Julio César o la invasión de Dacia por Trajano, el imperium comportaba la honorable apariencia de la justicia. El primer emperador romano, Augusto, también fue el primero en utilizar regularmente el título de imperator, del que procede la palabra emperador, el hombre al que está ligada la autoridad. La realidad del imperium, sin embargo, sería mucho más interesada. El resultado sería la matanza y el derramamiento de sangre, no sólo en Italia, sino en todo el mundo Mediterráneo. Cómo llegaron al imperium los romanos no etruscos es el eje de la primera gran revolución de la historia romana: la fundación de la república alrededor de 509 a.C.

LA FORJA DE LA REPÚBLICA

La gran revolución que amplió el poder político de Roma se cuenta en una leyenda famosa. Sexto, hijo del rey Tarquino el Soberbio, hizo proposiciones sexuales a Lucrecia, la mujer de un patricio. Como ella se resistiera, Sexto amenazó con matarla a ella y a un esclavo suyo, y afirmar luego que la había sorprendido cometiendo adulterio con él. Lucrecia cedió. Pero incapaz de vivir con la deshonra, se suicidó al poco tiempo. La tragedia personal creció hasta convertirse en una revolución pública. Un patricio llamado Lucio Junio Bruto, furioso por la muerte que acababa de presenciar, fue incitado a enfrentarse a los Tarquinos. Con un puñado de aristócratas, expulsó de Roma a Tarquinio el Soberbio y a Sexto. Aunque los detalles de la leyenda encajarían mejor en la ficción romántica, el caso es que los nobles romanos, en la última década del siglo VI a.C., dieron un golpe de Estado contra el último rey etrusco y de este modo iniciaron un cambio político crucial. Fue el principal punto de inflexión de la historia romana antigua. Gracias a él apareció otra piedra angular clave de la mentalidad romana: el deseo de libertad política y el odio al poder unipersonal.

La solución que idearon los romanos para salir de la monarquía fue la república. República no equivale a democracia (aunque tuvo elementos democráticos), pero significa literalmente «cosa pública», en el sentido de «bien público» o «comunidad de bienes». Fue un sistema de gobierno que evolucionó lentamente durante un largo período y fue objeto de continuas sacudidas y mejoras mientras aumentaban la influencia y el poder de Roma en Italia y el mundo mediterráneo. Además, en la república no eran los reyes quienes tenían y ejercían el imperium, sino dos funcionarios, los cónsules, que se elegían anualmente. Dirigidos por los cónsules y sus poderosas redes de clientes, la pequeña ciudad-Estado de la república romana construiría un imperio.

A pesar de todos sus intentos por alejarse decisivamente de la monarquía, los nobles patricios que fundaron la república no abandonaron totalmente el gobierno unipersonal. Para tiempos de emergencia crearon el empleo de dictador, para que restaurara el orden en el estado; eran los cónsules quienes nombraban al titular. Una vez que la república quedaba a salvo y en orden, los cónsules elegidos continuaban con el cargo. Además, según fueron aumentando las responsabilidades de los cónsules durante los siglos V y IV a.C., los altos funcionarios trataron de compartir las obligaciones de los cónsules creando cargos subordinados con tareas más específicas. Los orígenes de estos oficios son oscuros, pero acabarían formando una jerarquía claramente definida.

Uno de estos cargos era el de pretor. Este puesto fue creado, quizá, para aligerar las responsabilidades de los cónsules en las audiencias de casos legales privados, al principio dentro de Roma, pero más tarde en juicios celebrados en todas partes, en Italia y fuera de ella. El hecho de que los pretores fueran también con un séquito de ayudantes (aunque sólo seis), que ostentaran imperium y que tuvieran el privilegio de consultar a los dioses da a entender que eran como cónsules de menor categoría. Cuando se fundó el imperio, los pretores serían mandos militares y gobernadores de provincias ultramarinas.

Había otros cargos de importancia para el buen funcionamiento de la república. El cuestor tenía al principio la responsabilidad de ayudar al cónsul en la dirección y fallo de los juicios (el cuestor era el que «cuestionaba»). Luego adquirió un carácter diferente: acabaría asociado a las gestiones económicas y, como resultado, los cuestores vinieron a ser como los ministros de Hacienda de los estados modernos. El edil, por otra parte, era el magistrado que supervisaba los mercados de la ciudad. Su equivalente moderno podría ser el ministro de Industria y Comercio.

Finalmente, el censor, que estaba encargado de hacer el censo cada cinco años. Este cargo, aproximadamente una versión antigua del Registro Civil, era mucho más importante de lo que sugiere su labor, sobre todo en un contexto militar. El ejército romano en aquella época no era un cuerpo profesional, sino que estaba compuesto por simples ciudadanos de la república. Sin embargo, como los soldados tenían que comprarse el armamento, las riquezas y propiedades que declaraban los ciudadanos registrados por el censor determinaban sus obligaciones militares con el estado. Los más ricos tenían más influencia dentro de la república porque llevaban más riqueza y prestigio al ejército. Con todos los que ostentaban estos cargos se formó un cuerpo clave de la república: el Senado. Como institución era una cámara de debates y la voz colectiva de la minoría dirigente, y estaba presidido por los cónsules del año. Sin embargo, no era un parlamento que se reuniera diariamente, como el Senado de EE.UU., ni estaba formado por representantes de los ciudadanos; por el contrario, estaba compuesto simplemente por antiguos funcionarios. Además, los senadores no aprobaban leyes ni tenían poder para dictarlas. Como veremos, la soberanía no pertenecía al Senado, sino a los ciudadanos varones adultos que votaban en las asambleas populares para elegir cargos y aprobar leyes.

El Senado era más bien un cuerpo asesor que proponía decisiones que orientaban a los magistrados en funciones, aunque esto no disminuía la importancia y autoridad del cuerpo. Tanto los funcionarios como los ex funcionarios seguían la opinión de sus colegas de la aristocracia para tener influencia política y éxito en las elecciones. Si tenemos en cuenta que los funcionarios procedían a menudo del Senado, y volvían a él cuando terminaba el ejercicio del cargo, los magistrados que desoían los deseos de los senadores ponían en peligro su futuro político.

Tal era básicamente la estructura política de la república romana. El historiador griego Polibio nos ha dejado un sagaz análisis de este sistema, del que se informó mientras fue rehén en Roma a mediados del siglo II a.C. En lenguaje político griego, poseía elementos de la democracia (elecciones y sanción de leyes en asambleas populares), de la oligarquía (el Senado) y de la monarquía (los cónsules). La armonía entre estos tres elementos era la base de la gran virtud de la república, su fuerza y dinamismo inigualables. Cuando los tres elementos funcionaban en consonancia, no había nada que Roma no pudiera conseguir ni emergencia que no pudiera vencer. Pero quedaban sin resolver dos importantes problemas: ¿quiénes debían ser candidatos a los altos cargos: los jefes de las dinastías aristocráticas que controlaban Roma o los ciudadanos de a pie? ¿Y cómo los votaban los romanos? Responder a estas preguntas sería la causa de la siguiente gran revolución de la historia de la república.

CONFLICTO: PATRICIOS Y PLEBEYOS

En el primer período de la república, los aristócratas de las viejas dinastías romanas acaparaban todos los cargos. Estos hombres se llamaban a sí mismos «patricios» y había un argumento típico con el que justificaban su monopolio del poder. Desde los tiempos de los reyes etruscos, explicaban, habían sido titulares de todos los cargos sacerdotales. Su conocimiento de los dioses los distinguía como mejor preparados para tomar las decisiones que requería el cargo político; sólo con este conocimiento podía garantizarse en el futuro el favor de los dioses. Se creía que el éxito del Estado dependía de la buena voluntad de los dioses, lo que quiere decir que la religión tenía gran importancia, tanto entonces como a lo largo de toda la historia romana. Sin embargo, en la república primitiva, según los patricios, eran ellos los únicos guardianes de los dioses y los únicos que debían ostentar el poder.

Los plebeyos ricos e importantes (es decir, los ciudadanos no patricios) disentían ruidosamente de esta reivindicación. A mediados del siglo V a.C. organizaron una revuelta para pedir reformas. Aunque defendían un plan de medidas que aliviara los problemas económicos de los plebeyos más pobres, en realidad también querían sujetar las riendas del poder. En 366 a.C. se apuntaron una victoria crucial: un consulado quedó al alcance de los candidatos de la plebe, y en 172 a.C. hubo dos cónsules plebeyos. Sin embargo, no fue ni mucho menos la radical y meritocrática reforma que podría parecer.

La riqueza era la clave para tener un cargo. Para asegurarse una magistratura, formar alianzas políticas y obtener apoyo en la plebe y la aristocracia, los futuros candidatos necesitaban montones de dinero. En consecuencia, sólo el dos por ciento de los romanos más ricos llegaba al consulado. Esta situación empeoraba con el derecho de voto de los plebeyos ricos, que rápidamente cerraron filas con los patricios y formaron una nueva nobleza, la admisión en la cual era cuidadosamente investigada. Esto al menos es lo que les gustaba creer a los nobles romanos. Más recientemente, los expertos han demostrado que la nueva minoría era en realidad más abierta de lo que creían los romanos; la reforma de los requisitos para poder ser elegido cónsul ayudó a conseguirlo. Permitir a los plebeyos ser cónsules y funcionarios trajo otra consecuencia que no fue identificada inmediatamente por los romanos, pero se encontraba en su futuro. En la historia posterior de la república, cuando Roma construyó su imperio en Italia y en el mundo mediterráneo, las minorías privilegiadas de Italia y las provincias pudieron presentar candidatos para los cargos políticos más elevados. Más tarde saldrían incluso emperadores de estas minorías provincianas.

Los plebeyos ricos habían tardado casi un siglo en encontrar la forma de compartir con los patricios los cargos más importantes del Estado. La lucha de la plebe corriente por tener portavoces políticos también comenzó en el siglo V a.C. Para frenar el poder de la minoría patricia, utilizaron el único recurso que tenían: la huelga a la antigua. En 494 a.C., cuando la seguridad de Roma estaba amenazada por fuerzas invasoras, los ciudadanos depusieron las armas, se apostaron en el Aventino y se negaron a luchar. Esta retirada de la plebe trajo como consecuencia la formación de un estado dentro del estado. En lugar de pedir a la nobleza rica que les proporcionara un cargo político para defender sus intereses, los ciudadanos, refugiados en su colina para protestar, lo nombraron por su cuenta. Así surgieron los «tribunos de la plebe». El conflicto, conocido como «lucha de clases», no cesó hasta que el cargo fue reconocido formalmente por los patricios.

El cargo de tribuno sería crucial en la historia de la república. Cambiaría radicalmente el equilibrio de poder entre la minoría senatorial y el pueblo. La plebe acabó eligiendo diez tribunos al año, cuya misión era protegerla de los abusos de poder de los demás funcionarios, en particular de los cónsules y los pretores con imperium. Si era necesario, el tribuno intervenía físicamente para defender al ciudadano castigado u oprimido injustamente, y para ayudarlo. Sin embargo, es importante señalar que así como en los estados modernos las funciones administrativas están muy estratificadas y repartidas en especialidades, en la antigua Roma se concentraban en una sola persona. Un cónsul era al mismo tiempo jefe militar, jefe de Gobierno y obispo, mientras que un tribuno venía a ser una combinación de parlamentario o senador, abogado, policía y delegado sindical. Aunque el nuevo cargo fue de orientación radical-popular al principio, con el tiempo acabó en manos de los lacayos de la minoría noble. A pesar de todo, los plebeyos dispusieron de portavoces en las estructuras del Estado desde mediados del siglo IV a.C. En lo sucesivo también se tendrían en cuenta sus rugidos.

La segunda consecuencia crucial de la huelga general de los plebeyos fue la consolidación de sus asambleas tribales. Antes de la retirada al Aventino, la principal asamblea del pueblo era la Asamblea de las Centurias, pero no era muy democrática. Estaba organizada en unidades militares llamadas «centurias», y como las obligaciones militares de cada ciudadano venían determinadas por su riqueza, la asamblea estaba dominada por los ricos. Un puñado de ciudadanos de la casta militar más alta controlaba más de la mitad de las 193 centurias, mientras que la masa de ciudadanos más pobres sólo tenía una. Considerando que cada centuria tenía un solo voto, la voz política de los ciudadanos más pobres no daba más que para un susurro.

Tras el período de las luchas de clases, las asambleas tribales adquirieron más poder. Estaban organizadas por distritos regionales llamados «tribus». En todas las tribus había ricos y pobres. Gracias al sistema electoral de «una tribu, un voto», estas asambleas fueron más representativas. Conforme Roma ampliaba su territorio en Italia, las cuatro tribus primitivas pasaron a ser treinta y cinco. Se instituyó una nueva asamblea, la Asamblea de las Tribus, que era convocada por un alto magistrado de la minoría gobernante (un cónsul, por ejemplo); a ella podían asistir tanto patricios como plebeyos. La Asamblea de la Plebe, sin embargo, era convocada por un tribuno y a ella sólo asistían plebeyos.

Acabó siendo el lugar por excelencia para aprobar leyes. Al principio, las votaciones de estas asambleas populares tenían la misma función que los plebiscitos, era una manera de que la minoría gobernante conociera la opinión de la mayoría ciudadana. En 287 a.C., las decisiones de ambas asambleas tribales, expresadas tanto en elecciones como en la aprobación de leyes, tenían ya fuerza de ley y eran vinculantes para toda la población.

Tanto el tribunado como las asambleas populares recién fortalecidas contribuyeron a crear la gran paradoja de la república de «dos cabezas»: la del Senado (voz colectiva de la aristocrática y adinerada minoría política) y la del pueblo. Hoy resultaría algo desconcertante un sistema en que coexistieran una minoría aristocrática y el principio fundamental de que el poder también está en manos del pueblo. Sin embargo, en la antigüedad estuvieron provechosamente asociados. Era la idea expresada por las iniciales SPQR (Senatus Populusque Romanus, el Senado y el pueblo de Roma), el emblema que decoraba los estandartes militares romanos y el lema que con el tiempo legitimaría la invasión de los dominios del futuro imperio. Esta invasión había comenzado antes del período de las luchas de clases, en el siglo V a.C. Fue el comienzo de un período de expansión de gran agresividad. Uno de los mayores problemas de la historiografía es explicar exactamente por qué ocurrió.

LA CONQUISTA DE ITALIA

Lo que está claro es hacia dónde se dirigía la expansión. Entre 500 y 275 a.C., de manera poco sistemática y mediante una combinación de guerra y diplomacia, los ejércitos civiles de la república sometieron primero el Lacio y después el resto de la península italiana. Quizá la principal razón de la guerra fuese la tierra. Al tener los ciudadanos posesiones rurales demasiado pequeñas para mantener a una gran familia, los romanos de la república primitiva se pusieron a buscar nuevos territorios. Pero las primeras campañas militares estuvieron destinadas más a la defensa de la tierra que a su adquisición. En 493 a.C., Roma estableció una alianza de comunidades conocida como Liga Latina, para defender la región del Lacio, que estaba siendo invadida por las tribus montañesas de Italia central: los volscos, los sabinos y los ecuos. Esta guerra, provocada por la agresión exterior, regalaría a la república una excusa muy oportuna y útil para todas las guerras futuras, dentro y fuera de Italia. Para asegurarse el favor de los dioses en sus campañas militares, los romanos buscarían casos que legitimaran la intervención en «defensa propia». La mitología que legitimaba la «guerra justa» era potenciada por las complicadas ceremonias religiosas con que los romanos declaraban las hostilidades. Estas excéntricas demostraciones de adhesión a la justicia eran rituales con que los vecinos italianos de Roma acabarían familiarizándose.

Una vez reprimidos los ataques de las tribus montañesas, Roma y sus aliados latinos volvieron la vista al norte, hacia Etruria. Quizá porque los árboles genealógicos de los jefes romanos tenían raíces etruscas, no faltaban viejas amistades y enemistades con las que justificar tanto alianzas como declaraciones de guerra. Unas ciudades etruscas no tardaron en pactar con Roma; otras fueron derrotadas en el campo de batalla y anexionadas. Acusada de arrogancia por sus aliados por afirmar que se había encargado de la peor parte de la lucha, Roma se volvió también contra ellos. La ciudad-Estado, cada vez más poderosa, entró en guerra con la Liga Latina en 340 a.C., la derrotó y dos años después la desmanteló. Los siguientes fueron los samnitas. Quizá los mayores adversarios de Roma, los samnitas eran una organización poderosa del sur del Lacio. Demostraron ser tan duros que más tarde se llamaría «samnita» a uno de los cuatro tipos de gladiadores de los coliseos romanos. En el curso de tres guerras que duraron hasta 290 a.C. y en las que Roma obtuvo victorias relativas, ésta se apoderó de grandes extensiones de territorio samnita. La ciudad-Estado, antes diminuta, llegaba ahora hasta las colonias griegas del sur de Italia.

El fruto de todas estas guerras de conquista fue variado. Unas veces, el territorio conquistado se convertía en colonia: la tierra era anexionada, dividida y repartida entre ciudadanos romanos. Otras, Roma llegaba a una alianza con las comunidades italianas autónomas, basada en la ayuda militar. Otras, Roma confería la ciudadanía (con o sin derecho a voto), y en este caso, aunque estas comunidades tuvieran dos ciudadanías al mismo tiempo, quedaban integradas en la esfera de influencia romana. De esta manera, el idioma, costumbres y cultura de los romanos se expandió lentamente por toda Italia.

Todas estas formas de conquista exigían una sola cosa: lealtad a Roma. Esta lealtad sería el principal activo de Roma a la hora de construir un imperio más allá de Italia: un suministro interminable de ciudadanos y aliados y, por lo tanto, un suministro interminable de personal militar. Al comparar el poder superior de la milicia ciudadana romana con otros ejércitos del Mediterráneo, el historiador griego Polibio escribió: «… aunque los romanos hubieran sufrido una derrota al principio, reanudaban la guerra con más empeño… Como los romanos luchan por la patria y los hijos, es imposible que disminuya la furia de su esfuerzo; resisten con obstinada resolución hasta que han vencido a sus enemigos»[4].

En el fragor de estas guerras de conquista se forjó el modo de pensar y la cultura militar del resistente soldado-campesino romano. Los cónsules romanos que ejercían el imperium y conducían las campañas iban en pos de la gloria, querían honrar los antiguos apellidos familiares de sus más humildes antepasados, los pastores y granjeros de Etruria y el Lacio. Por encima de todo, el carácter del campesino duro y firme, en cuyo trabajo no había lugar para la comodidad y el ocio, se reflejaba en la actitud de los romanos en estas guerras. Tal como a ellos les gustaba creer, los conflictos se emprendían con piadoso respeto por los dioses, con integridad, honor y, sobre todo, justicia.

La guerra que completó el control romano de Italia por el sur estalló en 280 a.C. La ciudad griega de Tarento, en el tacón de la bota de Italia, había enviado mensajes de desafío a Roma. Además, temiendo que Roma se expandiera en su territorio, los griegos de Tarento habían pedido ayuda militar a sus paisanos de ultramar, y Pirro, el rey griego de Epiro (norte de Grecia), había accedido a ayudarle. Ambicionaba tener un imperio griego propio.

Furiosa por esta impertinente falta de respeto por parte de Tarento, Roma exigió una reparación por la ofensa que suponía. Era otra oportunidad de obrar en «defensa propia» y de cumplir con lo que Roma consideraba su deber. En el horizonte despuntaba otra guerra de Troya, pero más real. En esta ocasión no era entre el mítico héroe troyano Eneas y los legendarios reyes griegos Agamenón y Menelao. Esta vez enfrentaba a sus descendientes, los romanos «troyanos» contra el ejército griego del rey Pirro.

Tarento estaba demasiado lejos de Roma para llevar a cabo los meticulosos rituales con que los sacerdotes romanos acostumbraban iniciar las hostilidades por entonces. Por ejemplo, no había tiempo para que un sacerdote-heraldo se desplazara a la frontera enemiga. Una vez allí, este hombre debía cubrirse la cabeza con un paño de lana, invocar a Júpiter como testigo de que llegaba legítima y piadosamente, y anunciar que el bando «culpable» tenía treinta y tres días para rendirse[5]. Tampoco había tiempo para asegurarse el favor de los dioses arrojando una lanza al territorio enemigo. Pero los romanos encontraron una solución práctica al problema. Obligaron a un prisionero del ejército de Pirro a comprar una pequeña parcela de suelo romano y los sacerdotes clavaron allí su simbólica lanza.

Pirro invadió Italia al principio de la temporada militar, en 280 a.C. Consiguió derrotar a los romanos en dos batallas brutales y sangrientas. Pero se dice que el rey griego, al ver cuántos de los suyos habían muerto para conseguir la victoria, comentó: «Con otra victoria como ésta, estaremos acabados» (de ahí la expresión moderna «victoria pírrica»). Sin embargo, los romanos dieron la vuelta a la tortilla en 275 a.C. Derrotaron a Pirro en Benevento, cerca de Nápoles, expulsaron al ejército invasor y se apoderaron del resto del sur de Italia.

Pero tras la derrota del ambicioso Pirro, el mundo mediterráneo no tuvo más remedio que espabilar y tomar nota. Había otro competidor en la región. Tras romper la barrera de las siete colinas, las oleadas de romanos de Eneas se acercaban ahora a las costas extranjeras. Había llegado la hora de Roma.

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