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Las siete colinas de Roma » I. Revolución

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I

REVOLUCIÓN

En 154 a.C. se celebraron las honras fúnebres de Tiberio Sempronio Graco, un héroe de la república. Su cadáver fue transportado al Foro con la indumentaria de un general triunfador: la toga púrpura estaba cubierta de estrellas plateadas y al lado estaban los haces y hachas del cargo del excepcional difunto. Los nobles del cortejo, sin afeitar como muestra de respeto, vestían de negro y llevaban la cabeza cubierta; las mujeres se golpeaban el pecho, se tiraban de los cabellos y se arañaban las mejillas en señal de duelo. También asistieron plañideras profesionales, así como bailarines y mimos que imitaban al hombre muerto con ademanes exagerados. Pero el rasgo más inquietante de la mayoría de los asistentes era la mascarilla funeraria que llevaban, moldeada en cera y con un espeluznante parecido con Graco y sus antepasados, todas muy fieles en el color y la forma. De esta manera, los hombres que la llevaban tenían un sorprendente parecido familiar con el muerto, que en aquel momento yacía en la tribuna de los oradores del Foro, ante los espectadores, ricos y pobres.

Mientras los representantes de la familia permanecían sentados en los bancos de marfil de la tribuna, uno recitaba una oración que ensalzaba los méritos conquistados en vida por el muerto. Había mucho que conmemorar. Graco había conseguido dos veces el cargo de cónsul, el más alto de la república, además del distinguido e influyente cargo de todos los ex cónsules, el de censor. Como jefe militar había dirigido campañas victoriosas en Hispania y Cerdeña. En ambas había sido recompensado con un triunfo, nombre que se daba al desfile en el que el general vencedor cruzaba los sagrados límites de la ciudad y volvía a la vida civil de Roma. Pero a pesar de las proezas que habían cubierto de gloria su nombre, Graco no tenía fama de hombre que buscara el éxito personal. Su funeral fue la celebración pública de una virtud sobre todo. A los romanos les gustaba creer que había puesto el servicio a la república por encima de sus ambiciones y había hecho del bienestar del pueblo romano su guía primordial. El discurso fúnebre tuvo que tener por tanto el mismo efecto que las mascarillas de cera. Recordaba a los espectadores que «el glorioso recuerdo de los valientes no se extingue nunca; la fama de quienes han llevado a cabo un hecho noble no muere; y el reconocimiento de quienes han prestado un buen servicio a la patria es de obligatorio conocimiento público y parte de la herencia de la posteridad»[1].

Pero la rememoración de las hazañas de Graco, mediante las máscaras familiares y el discurso en su honor, tenía una función más específica. Servía como recordatorio para sus hijos, nietos y descendientes posteriores, para que vivieran de acuerdo con sus virtudes. El deseo de honrar al padre emulando sus glorias al servicio a la república, en la guerra, en la construcción de edificios o en política, era una de las motivaciones más importantes de la minoría aristocrática romana. Es fácil imaginar que en ninguna parte ardería con más fuerza este deseo que en el corazón de un muchacho de nueve años, el hijo de Graco, también llamado Tiberio Sempronio Graco.

Probablemente, el muchacho estuvo con su madre y los principales senadores ante la pira en llamas, en las afueras de Roma; fue allí donde se incineró al padre, tras las honras fúnebres. Conforme finalizaba la ceremonia, el chico se iría convenciendo de que estaba dispuesto a soportarlo todo, incluso la muerte, para merecer un panegírico como el que habían pronunciado en honor de su padre. Ahora tenía la obligación de conservar el apellido paterno y la gloria. Era una carga sólo superada por la obligación de mantener el prestigio de otra familia: la de su madre, Cornelia.

El joven Tiberio Sempronio Graco estaba emparentado por línea paterna y materna con tres grandes dinastías aristocráticas de la república. En menos de ciento cincuenta años estas familias habían conseguido que una república dueña de Italia fuese dueña de todo el Mediterráneo. En la época del funeral de Graco el Viejo, los romanos lo llamaban mare nostrum, por el indiscutible dominio que ejercían en él y en las tierras que lo rodeaban.

A pesar de todo, el futuro de este muchacho sería radicalmente distinto del modelo establecido en su familia. El joven Tiberio no tendría un gran funeral como su padre: veintidós años más tarde su mutilado cadáver sería arrojado sin ceremonias al Tíber. No lo matarían enemigos extranjeros en el campo de batalla, sino los mismos senadores aristócratas que habían estado tras él, observando la pira funeraria de su padre. Pues la corta y controvertida vida de Tiberio se cruzó con una coyuntura crítica, una crisis de la historia de la república. Esta crisis estaba centrada en un problema: ¿quién debería beneficiarse del imperio que Roma había adquirido tan rápidamente? ¿Los ricos o los pobres? ¿Los aristocráticos planificadores del imperio o los soldados-ciudadanos que lo habían construido? Fue un problema que obligó a reflexionar en profundidad sobre la naturaleza del imperio y lo que el proceso de adquirirlo había causado en el carácter moral y en los valores de los romanos. Lo extraordinario fue que en esta crisis el joven Tiberio no se inclinó por el bando de su familia y la minoría aristocrática, sino por el de los pobres.

Acabado el funeral, las mascarillas de cera de Graco el Viejo y sus antepasados fueron depositadas en un santuario de la casa familiar. Servirían de «espectáculo inspirador para un joven de ambiciones nobles y aspiraciones virtuosas. ¿Quién no se habría conmovido al ver las efigies de tantos hombres honrados, todos, por así decirlo, aún vivos y respirando? ¿Qué espectáculo podía ser más glorioso?»[2]. Aunque en 154 a.C. nadie habría imaginado la actitud revolucionaria que adoptaría el joven Tiberio para imitar el ejemplo representado por aquellas máscaras, ni que Roma iba a cambiar para siempre.

La gran convulsión de la historia romana que simboliza la vida de Tiberio es un apólogo moral. Al convertirse en superpotencia, Roma había abandonado los auténticos valores con los que había conseguido la supremacía; o eso se decía al menos. En el apogeo de su gloria, las virtudes que habían dado las victorias a la república decayeron y se perdieron para siempre. Pero para entender el significado de este punto de inflexión hay que contar cómo se llegó a él.

LA CONQUISTA DEL MEDITERRÁNEO

El historiador griego Polibio, retenido como prisionero en Roma entre 163 y 150 a.C., escribió una obra historiográfica con la intención de ayudar a los romanos a averiguar cómo consiguió Roma la supremacía en el Mediterráneo en sólo cincuenta y dos años (219-167 a.C.).[3] La obra de Polibio explotó los mitos y leyendas romanos sobre este período, pero no por eso habría que menospreciar la extraordinaria hazaña de Roma. El dominio de Roma en el Mediterráneo era tan completo que hacia 167 a.C. el Senado pudo abolir los impuestos directos en Italia, reemplazándolos por los que se recibían de las provincias extranjeras.

Los dirigentes políticos que habían conseguido esto eran unas cuantas familias aristocráticas. Aunque el ingreso en estas familias, por ejemplo mediante la adopción, era más accesible de lo que a los romanos les habría gustado creer, las tres cuartas partes de los cónsules habidos entre 509 y 133 a.C. procedían exclusivamente, según se dijo, de veintiséis familias. La mitad procedía de diez familias. El joven Tiberio Sempronio Graco estaba emparentado con tres familias interrelacionadas que habían destacado durante el mayor período de expansión: los Sempronios por parte de padre, y los Cornelios y los Emilios por parte de madre (véase el árbol genealógico de la pág. 47). Recorriendo por encima la historia de la conquista romana del Mediterráneo, vemos que los parientes del joven Tiberio fueron puntales decisivos de la expansión, que comenzó en el norte de África, por los problemas planteados por un rival.

En 265 a.C., la potencia más importante del Mediterráneo era la antigua ciudad de Cartago. Fue fundada por los fenicios (procedentes de lo que hoy es el Líbano) alrededor de 800 a.C. Los fenicios eran expertos marineros y estaban tan decididos a conseguir el control de las rutas comerciales del Mediterráneo occidental que, hacia 265 a.C., habían hecho de Cartago la ciudad más rica y culturalmente avanzada de la zona. Sus puestos comerciales se extendían desde las costas de Hispania y Francia hasta Sicilia y Cerdeña, y por todo el norte de África. Aunque Cartago había tenido conflictos con otros pueblos marineros, sobre todo los griegos, en el proceso de establecer rutas comerciales, sus relaciones con la ciudad-Estado de Roma y los pueblos marineros de Italia habían sido amistosas: en 509 a.C. y 348 a.C. habían firmado tratados con Roma para tener a salvo sus rutas marítimas. Sin embargo, todo esto iba a cambiar en 265 a.C., aunque nadie lo supo al comienzo.

La primera gran guerra de Roma contra Cartago, conocida como Primera Guerra Púnica (púnico significaba fenicio en latín), comenzó en 264 a.C., cuando se pidió a Roma que ayudara a resolver una pequeña disputa en la isla de Sicilia, que era provincia cartaginesa (véase el mapa de la página siguiente). La ciudad de Mesina, gobernada por mercenarios de la Campania, estaba siendo atacada por soldados de Siracusa. Roma se puso de parte de Mesina; Cartago se puso de parte de Siracusa. La guerra por poderes acabó en confrontación directa entre Roma y Cartago cuando el cónsul a cargo del ejército romano no sólo liberó Mesina sino que consiguió que Siracusa aceptara sus generosas condiciones, se separara de Cartago y se convirtiera en aliada de Roma. Deseosa de proteger su provincia, Cartago intervino en la contienda y envió un gran ejército a la isla en 262 a.C. Así comenzó una guerra que duraría más de veinte años. Lo que estaba en juego era el control de Sicilia.

Con la escalada del conflicto, aumentaron los objetivos de Roma, que se dio cuenta de que para ganar la guerra necesitaba expulsar a Cartago de la isla; para conseguirlo tenía que reducir el poder de Cartago en las aguas que rodeaban Sicilia.

No era ninguna bagatela, pues requería crear un arma que Roma no había probado aún y mucho menos construido: una marina de guerra. Según Polibio, los romanos se pusieron a construir la primera armada de su historia cuando un barco cartaginés que hostigaba a las tropas romanas que cruzaban el estrecho de Mesina encalló en aquellas costas[4]. Lo apresaron, copiaron su diseño y en menos de un año tenían cien naves de guerra. Incluso aprovecharon la oportunidad para mejorar los barcos con un arma secreta: un puente de mando móvil y provisto de púas. Armados de esta guisa, los romanos, con el almirante Cayo Dulio al frente, ganaron su primera batalla naval en Milazzo, en 260 a.C.

A pesar de algunos reveses serios, como una invasión de África mal aconsejada, la destrucción de la flota por tormentas no menos de tres veces, y la ruina financiera casi total, los romanos respondieron a la adversidad como era su costumbre: reconstruyeron los barcos. Fue crucial que tuvieran un buen respiro en 247 a.C., cuando los cartagineses, en vez de concentrarse en derrotar a los romanos, se dedicaron a recuperar la lealtad de los númidas y los libios, que se estaban inclinando hacia los romanos. El 10 de marzo de 241 a.C. Roma consiguió una victoria decisiva sobre la flota cartaginesa en las islas Egades, y con ella la supremacía en el mar. En aquel momento, el general cartaginés Amílcar estaba en Sicilia, llevando a cabo con buenos resultados una guerra de guerrillas contra el ejército romano. Aunque él no había sido derrotado, los dirigentes políticos de Cartago le ordenaron que llegara a un acuerdo.

El sometimiento del invicto general a los romanos simbolizó el indeciso final de la primera guerra. Si romper el tratado de paz les dolió a los jefes cartagineses, habría más píldoras amargas que tragar. Nada más acabar la guerra, Cartago evacuó Sicilia y, con la excepción del reino de Siracusa, que siguió siendo aliado, la isla se convirtió en la primera provincia romana de ultramar. Se impusieron duras condiciones, sobre todo la indemnización que Cartago tuvo que entregar a Roma: 3200 talentos de plata, es decir, 82 toneladas, pagaderos en 10 años. Roma aprovechó entonces la debilidad de Cartago para expulsar por las bravas a los cartagineses de Cerdeña y Córcega. En el espacio de unos años, Roma, sin solución de continuidad, había pasado de «defender» a sus aliados en la región, expulsando a los cartagineses de aguas «italianas», a explotar las riquezas de las tres islas en beneficio propio. El trigo y otros productos isleños fluyeron a Roma. Y a pesar de esta cruda prueba de imperialismo, la pregunta de quién controlaba el Mediterráneo seguía sin respuesta.

La región que se disputaron a continuación el consolidado imperio cartaginés y el reciente imperio romano ultramarino fue la península ibérica. El general Amílcar se puso al frente de una expedición en 238 a.C. con el objetivo manifiesto de fundar colonias que compensaran la pérdida de Sicilia, Cerdeña y Córcega. Las minas de Hispania eran ricas en oro y plata, y podía formar un ejército en el terreno con las tribus locales; y el cereal del país podía compensar la pérdida del de Cerdeña. Combinando campañas, tratados y alianzas, Amílcar y sus hijos se hicieron fuertes en Hispania, mientras seguían llegando de Cartago mandos militares, elefantes y colonos para poblar las ciudades que se estaban construyendo. Preocupada por la creciente base que Cartago estaba construyendo en Hispania, Roma envió delegados en 226 a.C. a Cartagonova (hoy Cartagena), para exigir a los cartagineses que limitaran su expansión hasta el río Ebro (véase el mapa de la pág. 51). Los cartagineses accedieron, pero la paz duró poco, porque Roma estableció entonces estratégicamente una alianza con la ciudad independiente de Sagunto, en la costa mediterránea, al norte de Cartagonova. Al aliarse con una ciudad de la periferia del imperio de Cartago en Hispania, Roma podría justificar una guerra alegando que iba en defensa de Sagunto. Fue como colocar una bomba de relojería para una guerra futura.

El hombre preparado para enfrentarse a Roma por segunda vez y tratar de dar la vuelta al resultado de la primera guerra fue Aníbal, el hijo menor de Amílcar. En 221 a.C. tenía ya el mando de las fuerzas cartaginesas en Hispania. Con nueve años, según una famosa anécdota, su padre le había sumergido la mano en la sangre de un animal sacrificado y le había hecho jurar odio eterno a Roma. Ahora el general de veintisiete años tenía una excusa para dar rienda suelta a su cólera. La ciudad de Sagunto, que había empezado a hostigar a las ciudades cartaginesas vecinas, era una amenaza para él, un obstáculo para el control de Hispania y para la seguridad de la parte occidental del imperio. Así pues, con autorización de los jefes de Cartago, Aníbal atacó la ciudad y cruzó el Ebro. Se había declarado la guerra.

Los romanos esperaban que la Segunda Guerra Púnica se librara en Hispania. Estaban muy equivocados. El conflicto, que duró de 218 a 201 a.C. y fue el mayor entre los dos imperios, ha pasado a la leyenda por la extraordinaria decisión de Aníbal: invadir Italia y avanzar sobre Roma. En la primavera de 218 a.C. emprendió una marcha de 1600 kilómetros por territorio hostil con 12 000 jinetes, 90 000 infantes y treinta y siete elefantes de guerra. Semejante hazaña requería coraje y resolución. Al llegar al río Ródano, un río de 500 metros de anchura y demasiado profundo para vadearlo, transportaron en balsas a los elefantes, con los guías incluidos. Se engañó a los animales cubriendo de tierra las balsas, para que parecieran suelo firme. Primero cruzaron dos hembras; los demás, al verlas, a pesar de que sufrieron algunas bajas, vencieron el pánico y las siguieron. Sin embargo, el principal obstáculo con que tropezó Aníbal no fue un río, sino las nevadas cumbres de los Alpes.

Entre emboscadas, desprendimientos de rocas, tramos muy inclinados y resbaladizos, comida escasa y temperaturas bajo cero, Aníbal condujo a su ejército a través de estrechos desfiladeros con ingenioso e inspirado sentido de la jefatura. Cuando sus hombres tenían frío, pasaba la noche al raso con ellos; cuando un camino estaba bloqueado por un corrimiento de tierras, los reunía para calentar vino agrio, que luego vertía sobre las rocas que obstruían el camino y las deshacía; cuando las tropas flaqueaban de agotamiento, las animaba recordándoles las oportunidades de gloria y botín que les esperaban: «¡Estáis atravesando la barrera protectora de Italia, mucho más, estáis atravesando las mismas murallas de Roma!»[5]. Tras invertir cuatro semanas en cruzar la cordillera alpina, Aníbal entró en Italia con (estimando a la baja) 20 000 infantes, 6000 jinetes y menos de la mitad de los elefantes. Es posible que hubiera el doble de infantes. Descansaron durante dos semanas antes de lanzarse a igualar con otra gran hazaña la de haber llegado a Italia: destruir a todas las fuerzas romanas que se encontraran.

Entre el invierno de 218 a.C. y el verano de 216 a.C., en las batallas de Tesino, Trebia y Trasimeno (véase el mapa de la pág. 51), el joven general Aníbal superó a los romanos en talento militar, estrategia y osadía, y derrotó sistemáticamente a ejércitos mucho mayores que el suyo. Pero el apogeo de su campaña italiana fue la batalla de Cannas, un lugar que para los romanos se convirtió en sinónimo de tragedia. En este enfrentamiento, que tuvo lugar en la región de Apulia, consiguió derrotar a un ejército dos veces más numeroso que el suyo, con los flancos de su superior caballería africana. Cuando los aliados de Cartago cerraron el cerco, comenzó la matanza: murieron 45 500 romanos e infantes aliados y 2700 jinetes. La batalla redujo considerablemente el cuerpo de funcionarios de la aristocracia: no menos de ochenta senadores murieron allí. Ha llegado a decirse que ningún ejército occidental ha sufrido tantas bajas en un solo día de lucha. La derrota tuvo repercusiones en el sur de Italia, donde muchos aliados y colonias de Roma se pasaron a Cartago. Éste había sido desde el principio el plan de Aníbal, y estaba funcionando. Todo parecía indicar que el novato y precoz imperio de Roma tenía los días contados.

No obstante, durante las secuelas de la batalla apareció un hombre decidido a todo con el que Roma daría la vuelta a los acontecimientos. Se llamaba Publio Cornelio Escipión y sería el abuelo de Tiberio Sempronio Graco. Aunque el entonces magistrado de diecinueve años acababa de ver morir a su suegro en el campo de batalla, reunió a los mandos supervivientes. La energía de Escipión y su autoridad frenaron el miedo de los soldados que trataban de huir. Temerosos ahora de Escipión, no tardaron en recuperar el ánimo y juraron lealtad a la república. El mismo espíritu indomable bullía también en las puertas de Roma. Aquí, el victorioso Aníbal envió una delegación para buscar un acuerdo de paz, confiando en que el enemigo capitularía. Los romanos respondieron impidiéndole la entrada en la ciudad. Cuando el propio Aníbal llegó con su ejército ante las murallas, prosigue la leyenda, la tierra en que acamparon estaba casualmente en venta. Era tal la confianza de los romanos que apareció un comprador antes de que se fueran Aníbal y los suyos[6]. El mensaje era claro: los romanos estaban dispuestos a seguir luchando y a vencer.

El hombre que dirigiría la reacción romana entre 216 y 202 a.C. fue Escipión. La clave de su triunfo para dar la vuelta a las conquistas de Aníbal fue su capacidad, típicamente romana, para atraer a masas de combatientes de gran calidad y al parecer interminables. Aunque los aliados de la Italia meridional se habían pasado al bando de Aníbal, muchos otros seguían siendo leales, y gracias a estas y otras comunidades organizó Roma nuevos ejércitos. Con ellos a su disposición, los romanos adoptaron una táctica totalmente diferente. Dejaron que Aníbal formara una nueva coalición de fuerzas en el sur de Italia y partieron a combatir a los cartagineses de Hispania. El plan era impedir otra invasión y cortar la ayuda extranjera que tanto necesitaba Aníbal. A la edad de veintiséis años, Escipión conquistó Cartagonova, se granjeó el apoyo de muchas tribus hispanas y expulsó a los cartagineses de la península. Fue tal su popularidad que, a pesar de la oposición del Senado, el joven y carismático general, altamente motivado, organizó otro ejército de voluntarios y se preparó para una operación que los romanos no habían conseguido durante la Primera Guerra Púnica: la invasión del norte de África.

Con Aníbal y su ejército en Cartago para defender el territorio, Escipión se enfrentó finalmente con el gran general cartaginés en Zama, a unos 120 kilómetros de Cartago, en 202 a.C. En una reunión previa con su adversario, Aníbal intentó negociar la paz. Escipión se negó. El romano sabía que la ventaja estaba de su parte. Mientras se alineaban para la batalla, su ejército y él sabían ya lo que iban a hacer los cartagineses. Cuando, por ejemplo, Aníbal lanzó a los elefantes, los romanos, cumpliendo órdenes de Escipión, se mantuvieron firmes y les permitieron cruzar la formación por pasillos previamente estudiados. Luego, cuando los dos bandos se lanzaron a la batalla, se utilizó la táctica de la maniobra envolvente, pero esta vez fueron Aníbal y el ejército cartaginés los que quedaron atrapados. Con unos 20 000 cartagineses muertos y sólo 1500 bajas romanas, la batalla de Zama supuso una sorprendente victoria romana y finalizó la Segunda Guerra Púnica superando todas las expectativas. La extraordinaria recuperación de Roma culminó en las condiciones de la paz. A Cartago se le permitió conservar el territorio africano que le pertenecía antes de la guerra, pero se quedó sin imperio de ultramar para siempre. Tuvo que entregar su flota y sus elefantes para pagar 10 000 talentos (250 toneladas) de plata en concepto de indemnizaciones, y algo de crucial importancia, como en un tratado actual de no proliferación nuclear, fue que accedió a no volver a rearmarse ni a declarar una guerra sin permiso de Roma.

Zama señaló un punto de inflexión. Mientras Cartago perdía un imperio en el Mediterráneo occidental, Roma, dueña ahora de las dos provincias de Hispania y única potencia de la zona, ganaba otro. Por su inspirado sentido del mando y su brillante estrategia, Publio Cornelio Escipión fue honrado con el sobrenombre de «el Africano». No sería el único que se bañaría en gloria. Por su papel decisivo en la conquista del rincón occidental, la antigua y aristocrática familia de los Cornelios consiguió un lugar destacado entre la oligarquía de Roma. Pero sería otro antepasado de Tiberio Sempronio Graco el que acabaría emulando la conquista del Mediterráneo occidental. Y lo haría concluyendo la conquista de Grecia.

La estrategia que utilizó Roma para dominar el este entre los años 197 y 168 a.C. fue diferente de la utilizada en el oeste. Después de las guerras púnicas fue fácil advertir los signos imperialistas. Había guarniciones romanas y ejércitos invasores en Sicilia, Cerdeña, Córcega e Hispania; en todas estas provincias se recaudaban impuestos; y los funcionarios romanos a los que se les asignaba gobernar esas provincias se ponían a explotar inmediatamente su riqueza mineral en beneficio de Roma. En lo referente al este, por el contrario, el Senado eligió un camino ligeramente más sutil, gradual y diplomático para imponer la supremacía romana.

La cuenca del Mediterráneo oriental de la época estaba compuesta por una serie de reinos, llamados «diádocos» o «sucesores» de Alejandro Magno, porque las dinastías que los gobernaban habían sido fundadas por los generales griegos de Alejandro cuando el gran conquistador murió y se desmembró su vasto pero breve imperio. Uno de estos reyes, Filipo V de Macedonia, había provocado la ira de Roma. Se había aprovechado de la debilidad de la república tras la batalla de Cannas y se había aliado con Cartago. En 197 a.C., con Cartago sometida, Roma estaba en situación de declarar a Filipo una guerra en condiciones. La excusa que puso era ya conocida: defender a sus amigos griegos, tiranizados por él. Antes de que pasara un año, Filipo había sido derrotado en la batalla de Cinoscéfalos y Roma tenía derecho a disponer de su reino como le pareciera. Pero en lugar de convertir el reino de Macedonia en provincia de la república, el gobernador militar de la región asistió a los Juegos Ístmicos de Corinto, recibió la calurosa bienvenida que normalmente se deparaba a los reyes griegos y, con gran inteligencia, declaró que Grecia era «libre».

Y retiró a su ejército.

No tardaría en presentarse otra oportunidad de ser generosos. Cuando el rey griego Antíoco de Siria expandió su reino seléucida con incursiones en Asia Menor (la actual Turquía) y el norte de Grecia, el ejército romano regresó a la zona de nuevo con el firme propósito de ayudar a las ciudades griegas amenazadas. Antíoco fue derrotado en la batalla de Magnesia, en 190 a.C., su reino volvió a sus antiguos límites y los territorios griegos que había invadido fueron entregados a leales aliados de Roma en aquella guerra. Las tropas romanas fueron evacuadas de nuevo. Aunque estas dos breves guerras dieron la impresión de que la libertad y la autonomía se quedaban en las ciudades griegas del este, la realidad era otra. Las consecuencias de la intervención romana fueron que las ciudades griegas estaban ahora ligadas a Roma por una obligación tácita. A cambio de su «libertad», las ciudades griegas debían ser leales a Roma[7].

Sin embargo, por culpa de un rey Roma acabó quitándose la careta de potencia benevolente en el este. Cuando subió al trono Perseo, hijo de Filipo V, quiso restablecer el prestigio y la autoridad del reino macedonio en la región. Mediante intervenciones en las guerras locales de Grecia, ganó influencia y gran apoyo popular entre las ciudades-Estado. El aumento de su influencia fue a costa de la romana, y a los ojos del Senado romano esto era sencillamente inaceptable. Ya había otra excusa para otra «guerra justa» y se rompieron las hostilidades en 171 a.C.

Al principio, la falange macedonia de Perseo llevó la mejor parte. Pero en junio de 168 a.C., la cerrada formación de infantes que había conquistado el mundo conocido bajo las órdenes de Alejandro Magno libró su última batalla. En Pidna, en la costa noreste de Grecia, las legiones romanas de Lucio Emilio Paulo obtuvieron una victoria decisiva; murieron 20 000 macedonios y 11 000 fueron hechos prisioneros. El reino griego, antaño poderoso, fue dividido en cuatro repúblicas leales a Roma; sólo era cuestión de tiempo que Macedonia pasara a ser provincia romana. El rey Perseo, último descendiente real de Alejandro, fue capturado y conducido a Roma. Allí fue exhibido como trofeo del dominio de Roma en el Mediterráneo oriental. El prisionero fue en el desfile triunfal del general Lucio Emilio Paulo, futuro tío abuelo de Tiberio Sempronio Graco el Joven.

Por la gloriosa participación que tuvieron en la conquista del Mediterráneo, por las guerras ganadas y por el número de enemigos muertos, la familia de los Emilios pasó a estar con los Cornelios, en el pináculo de la minoría dominante. Tiberio Sempronio Graco el Viejo se había asegurado de que también los Sempronios estuvieran a la misma altura en gloria y prestigio. Su propio padre había sido cónsul y un héroe de la guerra contra Aníbal. Ahora también él aportaba gloria a la familia. En 180 a.C., Graco el Viejo sometió el norte de Hispania y tres años más tarde aplastó en Cerdeña a un ejército rebelde de 80 000 hombres. A causa de estas hazañas se consideró a Graco merecedor de Cornelia, la mujer más cotizada de Roma. Era hija de Escipión el Africano y sobrina de Lucio Emilio Paulo. En Cornelia se unieron las tres ilustres familias. Eran las tres ramas de los antepasados del hijo de Cornelia, Tiberio Sempronio Graco el Joven, y asistieron juntas a su funeral en 154 a.C. Pero a pesar del extraordinario triunfo de las familias en la conquista del Mediterráneo, un signo de interrogación pendía sobre sus hazañas.

Este signo reflejaba la incertidumbre de lo que significaba para Roma el imperio que habían construido. ¿Eran las guerras que habían librado realmente defensivas y justas, como muchos aseguraban, o eran sencillamente crudas expresiones del ánimo de lucro? ¿Quién se había beneficiado realmente? ¿La república en conjunto o sólo unos cuantos aristócratas que se habían aprovechado mientras eran funcionarios? Y sobre todo, ¿qué efecto había tenido construir un imperio en el carácter moral de Roma? ¿Alentaba la virtud en los soldados y líderes, o sólo la avaricia y la corrupción? ¿Estaban ya la ambición personal y de gloria por encima de los intereses de la república y del pueblo? Tal era el gran debate que la conquista del Mediterráneo había encendido. En 146 a.C. un único acontecimiento avivaría las llamas y se declararía un incendio devastador.

OTRO PUNTO DE NO RETORNO: EL SAQUEO DE CARTAGO

A finales de 148 a.C. la Tercera Guerra Púnica iba mal para los romanos. Los cónsules que dirigían el ataque contra Cartago y los territorios vecinos habían iniciado ataques precipitados que terminaron en fracasos y derrotas, mientras que los soldados se volvían cada vez más vagos, avariciosos y egoístas[8]. De las tres guerras contra Cartago, la tercera fue la más polémica y, para muchos habitantes de la metrópoli, los romanos estaban pagando el precio ahora. El historiador Polibio, que fue testigo de las últimas fases de esta guerra, escribió sobre la naturaleza de la controversia. La opinión en el mundo mediterráneo, dijo, estaba dividida por la decisión romana de guerrear contra su viejo rival por tercera vez:

Unos aprobaron la acción de los romanos, diciendo que para defender su imperio habían tomado medidas sabias y propias de estadista. Pues destruir esta fuente de perpetua amenaza [Cartago] […] era de hombres inteligentes y previsores. Otros adoptaron el punto de vista opuesto, alegando que en vez de mantener los principios con los que habían conseguido la supremacía, estaban abandonándolos poco a poco por ansia de poder[9].

La guerra había sido un tema de polémica desde el principio mismo. Antes de tomar la decisión de declararla, el Senado estaba dividido y discutía acaloradamente. Por una parte estaban las palomas: defendían con vehemencia que no había que destruir Cartago, que Roma la necesitaba para que fuese freno y contrapeso en el reparto de poder del Mediterráneo. Así, según esta facción, Cartago salvaría a Roma de ser demasiado poderosa e impediría que la «avaricia» destruyera el «honor, la integridad y las demás virtudes»[10]. Los halcones rebatían esta línea de pensamiento removiendo viejos temores romanos. Cartago, decían, estaba resurgiendo y enriqueciéndose, y supondría una amenaza hasta que fuera destruida totalmente. Este bando, con Catón el Viejo a la cabeza, adornaba sus argumentos con brillantes pinceladas retóricas. Los cartagineses eran desleales, degenerados y afeminados inmoladores de niños. Venían a decir que eran subhumanos y debían ser tratados como tales. Manteniendo incansablemente el tema como primer punto del orden del día, Catón finalizaba todos los discursos que pronunciaba en el Senado, fuera cual fuese el tema, con la petición: Delenda est Carthago (Hay que destruir Cartago[11]). Así fue convenciendo a la oposición hasta que los halcones consiguieron inclinar a la mayoría del Senado en favor de la guerra. Lo único que necesitaban ya los senadores era una justificación. Establecerla recrudeció la polémica.

Pronto encontraron un pretexto. Tras una inspección de Cartago y los alrededores, una comisión romana informó al Senado de que había visto «abundancia de materiales para construir barcos» y alegaba que los cartagineses habían construido una flota más numerosa de lo que establecía el tratado de paz de la Segunda Guerra Púnica[12]. Sin embargo, los testimonios arqueológicos e históricos de la presunta construcción de estas antiguas armas de destrucción masiva no son concluyentes ni siquiera en nuestros días. Incluso cuando los cartagineses violaron finalmente el tratado de manera innegable (yendo a la guerra con su vecina Numidia sin el permiso de Roma), la culpabilidad de Cartago estaba lejos de ser convincente. Había una única razón: Roma, actuando bajo cuerda, había fomentado la agresión númida contra Cartago. El cinismo de Roma acabó afectando también a su diplomacia. La polémica sobre ir o no a la guerra no hizo más que intensificarse. Los senadores estaban a punto de violar una de las virtudes más antiguas y divinas de la república: fides, la buena fe, la capacidad de cumplir la palabra dada en asuntos políticos.

Mientras la maquinaria de guerra romana se preparaba para entrar en acción, los barcos iban y venían entre Italia y el norte de África y el número de soldados de infantería y caballería desplegados llegaba a 80 000; los cartagineses enviaron al menos tres embajadas a los romanos en 149 a.C. Todas ofrecían la rendición, todas eran un intento desesperado de evitar la guerra. La primera vez, el cónsul romano accedió a la paz y a dar a Cartago la libertad bajo protección romana. Pero había una condición: que los cartagineses entregaran 300 rehenes, específicamente los hijos de las familias más nobles. Los cartagineses accedieron de buena fe. Y cuando se hubo hecho, y la flor y nata de su oligarquía iba camino de Roma, el cónsul romano en África, Lucio Marcio Censorino, estipuló otra condición: la entrega de 200 000 corazas y 2000 catapultas. Consternados, los embajadores volvieron a Cartago y supervisaron la carga de las armas y su transporte al campamento romano. Sin embargo, el astuto Censorino guardaba otro as en la manga.

Se estipuló una última condición antes de acceder a la paz: Cartago debía trasladarse a 16 kilómetros de la costa. La excusa de Censorino para proponer este cambio era de una extraordinaria hipocresía. El mar, dijo, con sus expectativas comerciales, había corrompido Cartago. Le había dado un «carácter codicioso». Cartago necesitaba parecerse más a Roma: «la vida del interior —afirmó—, con las alegrías de la agricultura y el silencio, es mucho más serena»[13]. Estupefactos, los embajadores rompieron a llorar de ira y de dolor. Era imposible cumplir esta condición sin destruir la ciudad por completo y para siempre. Entonces se dieron cuenta de que los romanos nunca habían tratado sinceramente de firmar la paz. Se habían limitado a adquirir ventaja en una guerra que en aquel momento —y desde siempre— era inevitable.

Dos años después, muchos argüían que la traición cometida al principio de la guerra había sido la causa de que los romanos no hubieran conseguido nada hasta entonces. El pueblo daba gran importancia a la justicia de las guerras que engrandecían el imperio. «Cuando el inicio de la guerra es justo —decía la lógica—, la victoria es mayor y los malos resultados menos peligrosos, mientras que si se cree que es deshonrosa e injusta, tiene el efecto contrario»[14]. Es exactamente lo que parecía a finales de 148 a.C. Pero todo cambió con la llegada a África de otro general simbólico en la primavera del año siguiente.

Para resolver el lamentable punto muerto en que se encontraban en Cartago, el pueblo y el Senado de Roma recurrieron a un joven aristócrata. Los merecimientos de Publio Cornelio Escipión Emiliano eran impecables. Procedía de una familia patricia, los Cornelios; era nieto del cónsul que cayó en la batalla de Cannas; nieto adoptivo de Escipión el Africano, el vencedor de la Segunda Guerra Púnica; e hijo de Lucio Emilio Paulo, el vencedor de Perseo en la guerra contra Macedonia (véase el árbol genealógico de la pág. 47). Emiliano había demostrado sus habilidades en las primeras fases de la guerra contra Cartago. Al frente de la cuarta legión, era el único oficial que había conseguido alguna victoria significativa. Ahora, aunque tenía treinta y siete años, cinco menos de los imprescindibles para ser cónsul, el pueblo romano lo vitoreaba con tanta vehemencia que el Senado accedió finalmente a hacer una excepción y le permitió presentarse. Una vez en el consulado, su deber era sencillo: hacerse cargo de la guerra de Cartago y ganarla.

Pensando en este objetivo, Emiliano regresó al norte de África, restauró la disciplina en el ejército y adoptó una nueva estrategia en la guerra. Ordenó que se abandonaran las campañas romanas en el interior. Todas las unidades tenían que concentrarse en la toma de la ciudad, primero sitiándola y luego tomándola por asalto. Durante el verano de 147 a.C. levantó un cerco inexpugnable alrededor de Cartago para impedir que entraran en la ciudad refuerzos y provisiones. Para bloquear los accesos terrestres consiguió que en sólo 20 días se construyera un doble muro de tierra a lo largo del istmo. Por el lado del puerto no fue menos ambicioso. Para bloquear la entrada al puerto, creó una barrera depositando 15 000 metros cúbicos de piedra y rocas. Encima de la parte que sobresalía del mar instalaron máquinas de guerra. A pesar de la valiente resistencia y los ataques cartagineses, la ciudad quedó completamente aislada en el invierno. Emiliano pasó los meses siguientes eliminando bolsas de resistencia en el país, y cuando llegó la primavera de 146 a.C., él y su ejército estaban preparados para tomar la ciudad. Para ayudarles, llegaron nuevos reclutas de Italia. Uno de aquellos soldados novatos era el primo de Emiliano, Tiberio Sempronio Graco, de diecisiete años.

Como pariente cercano que era, Tiberio compartió la tienda y la mesa de Emiliano. Después de todo, el muchacho, además de primo de Emiliano, era su cuñado; Emiliano se había casado con su hermana mayor, Sempronia. Pero los dos hombres tenían en común algo más que la familia. La guerra les regalaba la oportunidad única de demostrar su valía. La anualidad del consulado daba a Emiliano un tiempo limitado para silenciar a sus críticos. De joven había evitado el procedimiento habitual para triunfar en política y en una ocasión había confiado al historiador Polibio, su amigo y preceptor: «Todo el mundo me ve como una persona tranquila y perezosa que no posee el carácter enérgico de un romano porque no me dediqué a presentar casos en los tribunales. Dicen que la familia no necesita que la represente un sujeto como yo, sino alguien totalmente opuesto. Eso es lo que más me duele»[15]. El año que fue cónsul y general al frente de la guerra en Cartago fue su única baza, su única oportunidad en la vida de demostrar que era valioso para su familia, de renovar la fama de los Cornelios. La gloria estaba allí para ser alcanzada, siempre que el peso de las expectativas no le aplastara antes a él.

También se esperaba mucho de su primo. Desde la muerte de su padre, Tiberio, había sido educado, junto con su hermana y su hermano pequeño, por su famosa madre, Cornelia, la hija de Escipión el Africano. Ella se había encargado de que Tiberio recibiera la mejor instrucción en retórica y filosofía griegas; iba con la naturaleza inteligente, generosa e idealista del joven. Pero también le había inculcado la ambición de gloria y el deseo de destacar en las virtudes romanas de disciplina y valor. En consecuencia, aunque hombre amable, considerado y de ningún modo un guerrero por naturaleza, como su primo Emiliano, Tiberio era un joven de gran determinación[16]. Esta última cualidad sería una ventaja durante el verano que pasó en Cartago.

Tiberio se integró en el estado mayor de Emiliano para aprender el arte de la guerra, estudiar sus actos y seguir su ejemplo. Pero esta guerra también le dio la oportunidad de poner el pie en la escala política denominada cursus honorum, la competición electoralista por los honores que se celebraba todos los años. Como las profesiones política y militar no estaban en la antigua Roma separadas como lo están habitualmente hoy, sino que eran una sola, los jóvenes ambiciosos necesitaban haber estado en varias campañas para poder aspirar incluso a los puestos más bajos del funcionariado. Pero para construir una carrera política se necesitaba algo más que participar en una campaña tras otra. Como solía decir el mismo Emiliano, el poder empezaba en Roma adquiriendo integridad. De aquí partía una antigua norma aristocrática: «La dignidad de rango —decía Emiliano— procede de la integridad, el honor del funcionario procede de la dignidad, la suprema autoridad viene de ostentar un cargo público, y la libertad viene de la suprema autoridad»[17]. La libertad para hacer lo que uno quisiera era un valor muy apreciado por los aristócratas romanos. Era la misma esencia de la república libre. Pero ¿cómo iniciar una andadura política tan sobrecogedora? ¿Cómo se forjaba un carácter así? ¿Cómo emular a los propios antepasados? Tiberio lo descubrió mientras Emiliano y sus subordinados hacían los últimos preparativos para tomar Cartago.

No hay testimonios de lo que Emiliano dijo a sus oficiales antes de la batalla, pero es fácil imaginar que se centró en un viejo tema. La batalla que les esperaba era para que la libertad y la justicia predominaran sobre la tiranía. Era para que los decentes valores romanos eclipsaran la traición y falsedad de los cartagineses. En resumen, era para que la civilización venciera a la decadencia y la corrupción. Con la toma de Cartago iban a acabar 120 años de guerra, odio y suspicacias. Los interrogantes sobre quién controlaba el mundo y cómo iba a ser gobernado tuvieron finalmente una respuesta inequívoca. Como incentivo para que sus oficiales demostraran valor en un conflicto de tales proporciones, quizá Emiliano recordara también a sus seguidores las condecoraciones que suelen darse en estos casos. Los antiguos romanos no solían premiar los actos de valentía con medallas, sino con coronas, brazaletes, collares y flechas en miniatura. Según la magnitud de la hazaña, las coronas tenían diferentes nombres y formas. Unas eran de hierba, otras de hojas de roble, otras de oro. Pero sólo una se debió a aquella memorable ocasión. Se premiaría con la «corona mural» a la primera persona que escalara las murallas de la ciudad.

Quizá pensando en esto, Tiberio y su unidad esperaron a que amaneciera para soplar los cuernos. Con la sed de gloria compitiendo con el terror, Tiberio estaba a punto de probar la guerra por primera vez. Entonces llegó la señal. Los romanos salieron al descubierto, rápidamente colocaron maderos, andamios y máquinas de guerra contra las murallas de la ciudad y cargaron contra los 30 000 defensores cartagineses. Sorteando la lluvia de flechas, lanzas y pesadas redes que caían sobre los escaladores romanos, la unidad de Tiberio comenzó la larga escalada de la muralla, que tenía unos 9 metros de anchura y 18 de altura. A pesar de los muchos romanos que se estrellaban en el suelo, a su alrededor, Tiberio consiguió lo que quizá había parecido imposible: fue el primero en coronar las murallas. Pero tan pronto estuvieron arriba él y sus hombres, debieron de darse cuenta de que la lucha acababa de comenzar. Ahora se enfrentaban al enemigo cuerpo a cuerpo en un combate duro y mecánico. En el momento de su triunfo Tiberio se sintió en el mismo infierno.

El terrible conflicto duró seis días con sus noches. Una vez dentro de la ciudad, los batallones de la muerte avanzaron casa por casa, callejón por callejón. Se abrieron camino por tres calles, apuñalando y matando desde el Foro, obligando al enemigo a retroceder hasta Birsa, la ciudadela. Cuando los decididos cartagineses, que luchaban por su supervivencia, comenzaron a atacar a los romanos arrojándoles piedras desde los tejados de las prietas casas, los romanos capturaron los primeros edificios, mataron a sus ocupantes y subieron a los tejados también. Saltando sobre las estrechas callejas con pasarelas de madera, continuaron librando la batalla de tejado en tejado, dejando a su paso un reguero de cadáveres mutilados o tirándolos a las calles. Entonces, en medio de los llantos, los gritos y los gruñidos animales, Emiliano intensificó el ataque y ordenó que incendiaran las calles. El ruido aumentó la confusión. Las casas empezaron a hundirse y los ancianos, los heridos, las mujeres y los niños tuvieron que salir de sus escondites[18].

Las cuadrillas romanas de «limpieza» intentaron poner orden en aquel escenario de frenética actividad. Recogieron los cuerpos de los muertos y heridos juntos, los mezclaron con los escombros y los arrojaron a los hoyos excavados en la tierra. Había que limpiar las calles para que las cohortes de la infantería y la caballería pudieran cargar a continuación. Los caballos pisoteaban los brazos, piernas y cabezas seccionados que encontraban en su camino. Aquella forma de hacer la guerra estaba muy lejos de los sangrientos enfrentamientos de Aníbal en el campo y de las batallas navales de la Primera Guerra Púnica. Se había ido un grado más allá del horror. Pero había que mantener la disciplina romana a toda costa. Aunque las tropas se alternaban para que no mermase la ferocidad del ataque, Emiliano, comiendo lo que pillaba y durmiendo cuando podía, trabajó día y noche[19].

El séptimo día se vio el resultado del esfuerzo de los romanos y 50 000 cartagineses agotados y famélicos se acercaron a Emiliano con guirnaldas del dios de la medicina, Esculapio, una señal de que se rendían a cambio de conservar la vida. Emiliano accedió. Acabada la tregua, el ejército romano se concentró en el templo de Eshmún, que estaba situado en lo más alto de la ciudadela y era el refugio fortificado al que se habían retirado Asdrúbal, el general cartaginés, y un ejército desafiante de novecientos defensores. Los romanos lo rodearon y durante un tiempo fueron incapaces de atravesar las defensas naturales del templo. El desgaste de la guerra (fatiga, hambre y miedo) obligó finalmente a los cartagineses a salir al tejado. No había más lugares donde refugiarse. Cuando Asdrúbal, dándose cuenta de que estaban vencidos, desertó en secreto, Emiliano se apresuró a aprovechar la ventaja. Se dirigió a los rebeldes y les describió la abyecta y cobarde rendición de su jefe. Tras este desmoralizador espectáculo sólo era cuestión de tiempo que los rebeldes, incluida la mujer y los hijos de Asdrúbal, perdieran toda esperanza y murieran arrojándose a los fosos que rodeaban el templo[20].

Los romanos habían sentenciado la victoria. Pero lo más sorprendente del final del cruel saqueo de Cartago fue la reacción de Emiliano. El momento no fue motivo de una celebración irreflexiva e impulsiva, sino de pesimismo, dudas e incluso culpabilidad. Polibio, testigo de los sucesos, lo contó por escrito. Emiliano lo llevó consigo, subió a un punto desde donde podía verse la espectacular devastación que había abajo y rompió a llorar. Incluso citó unos versos de la Ilíada:

habrá un día en que seguramente perezcan la sagrada Ilión y Príamo, y la hueste de Príamo, el de buena lanza de fresno[21].

Cuando Polibio le preguntó qué quería decir, Emiliano respondió que un día Roma correría la misma suerte que Troya y su rey Príamo. La antigua ciudad de Cartago, después de todo, había sido el centro de un imperio que había durado setecientos años. Había «gobernado tantas tierras, islas y mares, y fue en tiempos tan abundante en armas y flotas, elefantes y dinero como los imperios más poderosos»[22]. Y ahora yacía en ruinas. Es sorprendente que un general romano pudiera comportarse de una manera tan diferente de sus antepasados. No reflexionó sobre la gloria de Roma ni sobre el triunfo de la república justa y libre, sino sobre su futuro y su inevitable desaparición. El recuerdo del poema homérico era doloroso por otra razón. El saqueo de Troya había ocasionado la huida de Eneas. Aquella huida había tenido como resultado la legendaria fundación de Roma. Los romanos «troyanos», dijo Emiliano, irían por el mismo camino, el de los cartagineses y también el de sus lejanos antepasados.

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