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Augusto » III. Nerón

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Aunque Helio llevaba semanas enviando mensajes a Nerón para decirle que se estaba organizando una revuelta, tuvo que ir en persona para convencer al emperador de que regresara urgentemente a Roma y se enfrentara a la crisis. En ausencia de Nerón, Cayo Julio Víndice, gobernador de una provincia de la Galia, había estado recabando opiniones sobre Nerón entre otros mandatarios provinciales. Helio se había enterado en Roma y ahora estaba allí, delante de Nerón, diciéndole que la revuelta de Víndice iba en serio. Nerón no le dio importancia. Víndice, un galo romanizado, no tenía un auténtico pedigrí aristocrático para suponer un problema serio; y en todo caso, no tenía ejército a su disposición. A pesar de todo, Nerón accedió a volver a Roma antes de tiempo. Fue un regreso que el pueblo tardaría en olvidar.

Así como había salido de Roma para vencer a sus rivales con el arte, volvió como si regresara de la guerra y organizó el típico desfile triunfal que se reservaba habitualmente a los grandes generales, pero con elementos casi grotescos. Su triunfo debía eclipsar a los concedidos a Pompeyo por la conquista del este y a César por la conquista de la Galia. En la lujosa comitiva iban las coronas que Nerón había ganado, y rótulos de madera con el nombre de la festividad y el certamen en los que había resultado victorioso. Mientras el heraldo anunciaba que Nerón había ganado 1808 coronas durante su gira, la multitud que llenaba las calles exclamaba: «¡Ave, campeón de las Olimpiadas! ¡Ave, campeón de las Píticas!». El remate fue el vehículo especialmente elegido por Nerón: el carro triunfal de Augusto, el carro en el que el primer emperador había celebrado sus muchas victorias militares.

En medio de la excitación, un productor teatral ofreció a Nerón un millón de sestercios por actuar en público, pero no en los festivales estatales organizados por el emperador, sino en el teatro privado del productor. Nerón accedió a aparecer, pero rechazó el dinero alegando cuestión de principios; aunque Tigelino se llevó al productor aparte y le pidió el dinero «a cambio de no ejecutarle»[40]. Sin embargo, a pesar de la cálida recepción que dispensaba al emperador, Roma, a medio construir y con los andamios vacíos, daba indicios de debilidad económica. Lo peor estaba por llegar. Aunque la plebe recibió a Nerón como a un salvador popular, éste no tardaría en manifestarse como otra cosa, pues su primera decisión tras llegar a la empobrecida Roma fue abandonarla e ir a divertirse a la ciudad más griega de Italia, Nápoles. Había llegado al límite.

Víndice se rebeló públicamente en la Galia. Acuñó monedas locales con las inscripciones «Abajo la Tiranía» y «Por la salvación de la raza humana». Era evidente que no estaba promoviendo el nacionalismo galo ni el separatismo, sino la expulsión de Nerón. Por supuesto, Nerón ya estaba acostumbrado a estas cosas. El elemento decisivo y la diferencia clave respecto de otras intentonas era que, esta vez, Víndice contaba con apoyo a una escala masiva: un ejército de 100 000 galorromanos. Víndice estaba capitalizando todo el odio acumulado durante los cuatro años anteriores, en que Nerón había elevado los impuestos y expoliado a los miembros de las oligarquías provincianas.

No lo había hecho como un rey consecuente que toma decisiones difíciles, sino como un tirano terco y caprichoso, más interesado por su carrera de intérprete. Ahora, en la Galia, lo estaba pagando con creces. Sin embargo, cuando la noticia de la rebelión llegó a sus oídos, no mostró preocupación alguna; de hecho, dijo que estaba complacido porque le daría la oportunidad, prevista por las leyes de la guerra, de expoliar aún más la provincia de Víndice. Nerón volvió a concentrarse en la competición deportiva que se estaba celebrando en aquellos momentos; estaba menos escocido por la noticia de la rebelión que por algo que había dicho Víndice: que era un pésimo tañedor de lira[41]. Pero una semana más tarde perdió la calma por primera vez.

Nerón cayó al suelo desmayado cuando se enteró de que otros cinco gobernadores provinciales se habían unido a la causa de Víndice. Entre los más destacados estaban su viejo amigo Otón, gobernador de Lusitania (hoy Portugal), y Servio Sulpicio Galba, gobernador de las provincias de Hispania y mascarón de proa de la rebelión. El viejo y artrítico Galba era un aristócrata de una antigua familia que hacía tiempo que se movía en los círculos más elevados de la sociedad romana. Aunque no era miembro de la dinastía Julio-Claudia, defendía los anticuados valores tradicionales y la conexión con el pasado y las tradiciones en una época de agitación, decadencia e inmoralidad como era la de Nerón. El ejército de Galba lo proclamó «legado del Senado y del pueblo de Roma» el 2 de abril de 68. La rebelión había encontrado un jefe.

Nerón entró en acción por fin. Organizó una expedición militar para que sofocara la rebelión, se nombró a sí mismo cónsul sine collega y, con el visto bueno del Senado, que en teoría le seguía siendo leal, declaró a Galba enemigo del Estado. El emperador ordenó organizar una línea de defensa a lo largo del río Po y llamó unidades de Iliria, Germania y Britania, más una legión de Italia. Nerón puso todas estas tropas a las órdenes de Petronio Turpiliano, el senador que había ayudado a descubrir la conspiración de Pisón. Pero, crucialmente, Nerón no se hizo cargo de las fuerzas en persona.

Quizá a consecuencia de esta decisión se extendieron por Roma diversos rumores. Según uno, Nerón se estaba preparando para ir a la Galia sin armas, para que los ejércitos rebeldes vieran sus lágrimas y se echaran atrás. Otro rumor decía que bastaría con que cantase una oda a la victoria. Finalmente, para remediar la crisis, el emperador optó por una solución igualmente fantástica: una representación teatral a escala natural. Cabalgó en medio de un ejército de míticas amazonas (en realidad prostitutas y actrices disfrazadas y equipadas con arcos, flechas y hachas), y los vehículos que acompañaban la expedición no transportaban vituallas y pertrechos, sino tramoyas y decorados[42]. Aunque el Senado y la Guardia Pretoriana habían permanecido hasta entonces teóricamente leales, ahora estaban a la espera, preparados para saltar en el momento idóneo. Este momento llegó en mayo, cuando la crisis llegó a su apogeo tras una serie de duros reveses.

Primero, el gobernador del norte de África, Clodio Macrón, se unió a la rebelión cortando el suministro de grano a Roma. La ciudad ya sufría escasez de comida y el trigo era su principal alimento. Macrón estaba respaldado por su legión romana, una fuerza auxiliar y un Senado local alternativo. Puede que entre sus motivos estuviera el que Nerón había mandado matar a seis latifundistas locales que en total eran dueños de la mitad del suelo cultivable de la provincia[43]. El prefecto de Egipto, el otro granero del imperio, también empezó a mostrarse levantisco. Entonces llegó la noticia de que el ejército de la Galia, en tiempos leal a Nerón, que incluso había luchado contra los reclutas de Víndice, se había pasado a las fuerzas de Galba. El golpe final fue el descubrimiento de que Turpiliano, el jefe de los ejércitos que defendían Italia, también se había puesto de parte de Galba. Cuando Nerón se enteró estaba comiendo, «rompió las cartas que le habían llevado, volcó la mesa y tiró al suelo dos de sus copas favoritas, las llamaba “homéricas” porque estaban decoradas con motivos de los poemas de Homero»[44].

Tigelino, enfermo a la sazón, hacía tiempo que se había dado cuenta de que Nerón estaba sentenciado. Estando en Grecia, el mando de la Guardia Pretoriana había pasado a su colega Ninfidio Sabino, y ahora, en secreto, quiso procurarse una salida limpia (incluida la seguridad física) congraciándose con el enviado de Galba a la ciudad[45]. El Senado esperó a que la Guardia Pretoriana aclarase su postura. Sabino sobornó a los oficiales con dinero entregado en nombre de Galba y dejaron de ser leales al emperador. La caída de éste fue como había sido su coronación: el Senado se movió cuando se movieron los demás, pero esta vez para declarar a Nerón enemigo del Estado.

Tras meditar varias formas de escapar, Nerón aplazó la decisión hasta el día siguiente. En las primeras horas del 9 de junio despertó y vio que estaba solo en palacio. No tardó en comprobar que los pretorianos habían desertado. Una inspección posterior de las habitaciones y pasillos puso en evidencia que todos sus amigos se habían ido, hasta los porteros habían desaparecido. Sólo se habían quedado cuatro libertos leales, entre ellos Esporo, Epafrodito y Faón. Cuando Nerón dijo que se escondería con gusto donde fuera, Faón sugirió su propia villa, a 6 kilómetros de la ciudad. El emperador, descalzo y vestido con una sencilla túnica y una capa oscura para no ser detectado por las partidas que le buscaban, montó a caballo y partió con los demás.

En cierto momento, el caballo de Nerón se encabritó. Había percibido el olor de un cadáver abandonado en el camino y se había asustado. «La cara de Nerón quedó al descubierto y fue reconocido y saludado por un hombre que había sido pretoriano»[46].

Hicieron a pie la última parte del viaje. El emperador y su pequeño séquito llegaron a la villa de Faón por un sendero lleno de matojos y zarzas. Pusieron una túnica en el suelo para que Nerón no se dañara los pies. El sendero terminaba en la pared trasera de la casa. Mientras Nerón esperaba que hicieran un agujero, limpió de espinas su desgarrada capa; luego pasó por el agujero. Una vez dentro de la villa, los libertos le suplicaron que se suicidara para no caer en manos de sus enemigos. Era una oportunidad única para poner en escena su última interpretación, su propia muerte. Nerón dio instrucciones sobre su tumba y sobre qué hacer con su cadáver; y todo el rato repetía: «Qué artista muere conmigo»[47].

A pesar de que se enteraron de que se acercaban sus perseguidores y de que sería castigado como un enemigo del Estado, Nerón lo dejó para más tarde. Indicó a Esporo cuándo y cómo llorar, y rogó a los demás que dieran ejemplo primero. Cuando ya oían los cascos de los caballos enemigos, Nerón, ayudado por Epafrodito, se cortó el cuello con una daga. Tenía treinta y un años. El último deseo, tener un funeral, le fue concedido y su abotargado cadáver fue incinerado. Sus niñeras y su antigua amante Acte enterraron los restos del último emperador de la dinastía Julio-Claudia en el panteón familiar de su padre natural, los Domicios.

EPÍLOGO

Nerón no dejó heredero ni sucesor, así que la jefatura del Estado quedó vacante. Entre el verano de 68 y diciembre de 69 Roma sufrió los estragos de una guerra civil por el derecho al imperio. Apoyados en sus ejércitos, tres generales provinciales, Galba, Otón y Vitelio, otro viejo amigo de Nerón, fueron emperadores en rápida sucesión, derrotados por un candidato más fuerte a los pocos meses. Lo más sorprendente es que, a pesar de la inestabilidad del gobierno del imperio, no se sugirió en ningún momento la vuelta a la república. Ahora, como en 31 a.C. y al final de la gran guerra civil, todo el mundo parecía estar de acuerdo en que, para tener paz y estabilidad, el poder debía estar en manos de un solo hombre. Pero ¿en qué hombre?

Ciertamente, no un aristócrata de la dinastía Julio-Claudia. Pocos quedaban de todos modos, pues Nerón había asesinado a la mayoría durante los últimos y sangrientos años de su régimen. En realidad, la mayoría ya no pensaba que el emperador debía ser por fuerza de linaje real. Aunque en parte subsistía aún el principio hereditario, la oligarquía pensaba que era algo secundario en la elección de los emperadores, que debían medirse por otro rasero: el mérito. En sus Historias, que comienzan con la guerra civil de 68-69, Tácito se refiere a este significativo cambio. Para elegir un sucesor, el efímero emperador Galba propuso romper con la dependencia de una sola familia aristocrática: «… mi principio de libre elección traerá la libertad»[48]. Tácito, que escribió menos de cuarenta años después, puso estas palabras en boca de Galba. Si Galba fue realmente capaz de expresar el problema tan claramente en aquella época, queda abierto a debate. Sin embargo, es revelador que, incluso visto retrospectivamente, el historiador fuera capaz de detectar el cambio de dirección de la corriente.

La disolución del criterio del linaje como virtud esencial para la elección también se reflejó en la realidad de la guerra civil. Galba, Otón y Vitelio podían apelar a antepasados de alta cuna, y esto habría complacido a algunos senadores conservadores, pero lo que la guerra civil estaba demostrando era que su opinión era cada vez más irrelevante: no eran los senadores los que nombraban candidatos a emperador, sino los ejércitos de las provincias. El factor decisivo en el tema de quién debía ser el siguiente emperador era la fuerza de las armas y el triunfo en el campo de batalla. El general que tuviera el apoyo mayor y más amplio en el ejército no sólo ganaría la guerra civil, sino que sería el emperador.

El Senado y el pueblo intervendrían como medios de conferir explícitamente el poder supremo. Donde Augusto y sus descendientes habían disfrazado ese poder de un modo u otro, ahora había que hacerlo público y explícito, como dice una inscripción de la época. Al nuevo emperador se le confería «el derecho y el poder […] de emprender y llevar a cabo todas las cosas divinas, humanas, públicas y privadas que juzgue que sirven al beneficio y el interés del Estado»[49]. Es posible que esta contundente declaración sirviera para suplir el prestigio y autoridad que la nueva dinastía, que había ascendido sólo por méritos, no tenía por ascendencia. Había una lección más importante que aprender de la vida de Nerón: la dinastía que sucediera a los Julio-Claudios necesitaría orientar su poder hacia un objetivo diferente; necesitaría crear una nueva imagen para el emperador.

Era de desear que el nuevo emperador de Roma no utilizara este poder para convertirse en un monarca dadivoso ni en un aristócrata que se envanecía de su generosidad con los súbditos y subrayaba que estaba por encima de ellos y de las instituciones del Estado. Incluso podía llegar a ser el brazo ejecutivo del pueblo, el hombre que le devolviera lo que le correspondía por derecho[50]. En particular, tras las extravagancias de Nerón, el nuevo emperador tenía que ser un administrador eficiente, un organizador, un líder que pudiera controlar al ejército tras la guerra civil y un estadista capaz de cuadrar la contabilidad de la administración, recaudando dinero juiciosamente y gastándolo con prudencia. Una de sus primeras decisiones sería qué hacer con el desmedido capricho de Nerón, la Domus Aurea.

Galba vivió brevemente en el palacio de Nerón; Otón gastó dinero para darle los últimos retoques y Vitelio y su esposa se burlaron de su fastuosa decoración. Pero el último sucesor de Nerón hizo demoler el lugar, manteniendo sólo una pequeña parte en pie. El fundador de otra dinastía ordenó secar el lago de palacio y empezó la construcción de un edificio nuevo, mucho más público; un monumento, no para un rey privado, sino para el pueblo: el Coliseo. Quién era este nuevo emperador y cómo llegó al poder es inseparable de la siguiente gran revolución de la historia romana.

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