Roma

Roma


Augusto » IV. Rebelión

Página 16 de 26

IV

REBELIÓN

En la zona sudeste del Foro de Roma hay en la actualidad un arco de triunfo dedicado a Tito, el décimo emperador romano. En cada esquina de los pedestales hay columnas jónicas con floridos capiteles corintios, y encima del arquitrabe bellamente esculpido se alza la masa del alto friso. Se cree que encima del friso hubo en otra época una gloriosa escultura de Tito en un carro tirado por elefantes. Desgastadas y majestuosas, las solemnes piedras que quedan del arco original recuerdan a los visitantes todo el clima de austeridad, nobleza y belleza del mundo clásico. Y sin embargo, el sombrío interior del arco sugiere una historia muy diferente. Los antiguos relieves que cubren la bóveda describen con detalle una de las atrocidades más violentas, brutales y ofensivas de la historia del imperio: el saqueo de Jerusalén en verano del año 70.

En los relieves vemos soldados romanos transportando triunfalmente el botín robado en el lugar más importante de la fe judía, el Templo de Jerusalén. En sus manos llevan algunos de los tesoros judíos más sagrados: la menorá de oro (el candelabro de siete brazos), trompetas de plata y la mesa de los doce panes. Estos objetos eran tan sagrados que durante siglos sólo los sacerdotes podían poner los ojos en ellos. No sólo vemos en el arco estos objetos robados y profanados por gentiles, sino que el robo se celebra como hazaña máxima de Tito. El arco ha permanecido hasta hoy como recuerdo del gran triunfo romano a través de los siglos, y también como testigo de aquel cruel acto de imperialismo.

La destrucción del Templo de Jerusalén fue el desenlace de uno de los más dramáticos y cruciales momentos de la historia de Roma. La revuelta de 66-70 en la provincia romana de Judea desencadenó la mayor operación individual que se emprendía contra una provincia en la historia del imperio. En 66 Roma controlaba un territorio que iba desde el Atlántico hasta el mar Caspio, y desde Britania hasta el Sáhara. Judea había caído bajo el control romano en el año 63. Y sin embargo, como descubriría el gobierno imperial con la rebelión de los judíos, la mayor dificultad no era conquistar y fundar provincias en el extranjero, sino gobernarlas. Para los romanos, como para muchas potencias imperiales posteriores, ganar la paz era mucho más complejo que ganar la guerra.

La rebelión de los judíos puso de manifiesto los principales problemas del imperialismo: el lugar, si lo tenía, del nacionalismo dentro del imperio; la coexistencia de dos religiones: el culto al emperador (parte vital del paganismo romano) y el judaísmo; y, por encima de todo, el asunto del dinero: quién pagaba impuestos a quién, quién se beneficiaba con el imperio y quién no. En realidad, fue esta última cuestión de quién se beneficiaba realmente de la famosa pax romana, del hecho de ser una provincia del imperio, lo que al final provocó la revuelta. La rebelión de Judea planteó todas estas cuestiones de la forma más gráfica y vívida, y por una simple razón: entre 66 y 70 se tradujo en una guerra que se convirtió en un asunto de vida o muerte para cientos de miles de personas. La cruda realidad del imperialismo romano era que, cuando se le plantaba cara y si hacía falta, el emperador no vacilaba en abrir el infierno. Para aplastar la revuelta, el imperio concentró la ferocidad y la potencia armada de casi la cuarta parte del ejército.

Pero en el centro del episodio hubo motivaciones y acciones altamente personales, y un extraordinario revés de la fortuna, pues el hombre designado para mandar las fuerzas romanas en Judea aprovecharía la oportunidad que le brindaba la guerra para justificar su deseo de hacerse con el poder absoluto. Su premio por aplastar la rebelión fue surgir de la oscuridad y la desgracia para ser emperador, o al menos así lo presentó él. Satisfecha su ambición, fundó una dinastía totalmente nueva y puso los cimientos de la gloriosa edad de oro y la paz de Roma. Se llamaba Vespasiano. Pero no consiguió él solo la victoria sobre los judíos ni el poder. Vespasiano dependía de su hijo Tito, que le sucedería al principio como gobernador de Judea y más tarde como emperador. El legado de padre e hijo ha sobrevivido hasta nuestros días, no sólo en el triunfal arco de Tito, sino en uno de los mayores símbolos del poder romano, el Coliseo.

UNA PROVINCIA ROMANA

Unos 120 años antes de la revuelta, Judea era un pequeño estado monárquico gobernado por una dinastía de sumos sacerdotes, poblado principalmente por judíos y centrado en la ciudad santa de Jerusalén. Anteriormente había formado parte del imperio persa, y luego del reino helenístico de los Ptolomeos y, más tarde, del de los Seléucidas. Estos últimos se llamaron así por uno de los generales griegos de Alejandro Magno, Seleuco, que fundó la nueva monarquía y gobernó desde Antioquía, la capital de Siria. Con el tiempo, los Seléucidas llegaron a abarcar reinos más pequeños del sur, como Judea. Pero finalmente la autoridad de los Seléucidas, al igual que la de los persas, decayó y Judea quedó bajo la esfera de influencia romana. Entre 66 y 63 el general Pompeyo extendió el control de Roma hacia el este, sustituyendo a los sucesores de Alejandro Magno por reyes-clientes, leales a Roma. La expansión dio a Roma grandes oportunidades de explotación y heredó tanto extraordinarias riquezas como, mediante la apropiación de obras de arte griegas, el refinamiento cultural del viejo mundo helenístico. Pero aún le aguardaba un trofeo mayor. La colonización romana de Oriente creó una crítica zona de amortiguamiento entre el imperio romano y el otro gran imperio rival, Partia, que abarcaba lo que hoy es Irán-Irak.

Tras la aprobación de un decreto, Pompeyo hizo de Siria una provincia romana que sería gobernada directamente desde la capital, pero en Judea, en lugar de un gobierno directo, instaló un gobernador-cliente, leal a Roma. El más famoso de estos reyes fue Herodes el Grande. Pero bajo el mandato del primer emperador de Roma, Augusto, cambió el sistema de gobierno de las provincias. Algunas provincias siguieron siendo gobernadas como durante la república: los cónsules o los pretores, después de haber ejercido el cargo durante un año en Italia, recibían el mando de una provincia durante un período que oscilaba entre uno y tres años. El gran cambio fue que Augusto puso bajo su propio mando las provincias fronterizas. Todas estas «provincias imperiales» recibieron una guarnición de legiones y fueron gobernadas por un representante nombrado especialmente por el emperador. Siria se convirtió así en una provincia imperial, y en 6 d.C., tras la expulsión del gobernador-cliente Arquelao, Judea también. Y así permaneció, con un cambio de política, hasta los problemas del año 66.

Como Judea era una provincia más pequeña, el gobierno no estaba en manos de un legado, que solía ser un senador veterano, sino en las de un procurador.

El procurador de Judea procedía de la clase de los équites, que era más inexperta, y tanto él como su estado mayor residían en la grecorromana y costera Cesarea. Allí, rodeado más por gentiles que judíos, vivía en uno de los lujosos palacios construidos por Herodes el Grande. Al contrario que en la provincia de Siria, no había ninguna legión romana en Judea; en total había 3000 soldados auxiliares, divididos en cinco unidades de infantería y otra de caballería, cada una de quinientos hombres que procedían en su mayor parte de la población local. Pero para gobernar Judea, los romanos se apoyaron en los habitantes locales también en otro sentido[1].

Roma no gobernaba Judea entrometiéndose en todos sus asuntos públicos. Algunas ciudades y pueblos eran gobernados como lo habían sido tradicionalmente, por un pequeño grupo de ancianos; otros, al estilo griego, elegían consejos y magistrados. Roma dependía de ellos, no sólo para administrar fácilmente la provincia, sino también para la ejecución del contrato fundamental entre provincia y emperador. A cambio de una paz relativa, protección y las libertades asociadas a la esfera política de Roma, la población de Judea, como la de todas las provincias, recaudaba y pagaba impuestos. Ésta era la piedra angular de la pax romana, la base fundamental para dirigir un imperio. Había un impuesto sobre los productos de la tierra y un impuesto comunitario indirecto. El procurador de Judea, como gobernador y responsable de la hacienda pública, tenía la obligación de recaudar los dos. Sin embargo, como la burocracia imperial era pequeña en comparación con el vasto territorio que abarcaba, los procuradores necesitaban ayuda para recaudar los impuestos. En Judea, como en muchas otras partes del imperio, la ayuda procedía de la oligarquía local.

Los impuestos directos, más abundantes, eran recaudados por los sumos sacerdotes y por un consejo de ciudadanos ricos de Jerusalén; los impuestos indirectos eran recaudados por prósperos comerciantes locales[2]. En la práctica, sólo los ricos podían ser recaudadores de impuestos. El derecho a recaudar impuestos se subastaba, y el que pujaba más alto abonaba al procurador una suma elevada por adelantado, consciente de que ganaría más dinero realizando concienzudamente su trabajo. Esta misma oligarquía aportaba los magistrados en muchas ciudades y consejos locales. En consecuencia, con poco personal burocrático, una pequeña guarnición y el apoyo de la oligarquía local para la recaudación de impuestos, el buen gobierno de Judea no dependía de la fuerza o el poder de Roma, sino del conformismo de los provincianos. La administración romana era, en realidad, un delicado ejercicio de equilibrismo. Sin embargo, fue un ejercicio que los romanos hicieron siempre mal.

Uno de los puntos críticos era la ciudadanía. Ser ciudadano romano comportaba cierta inmunidad ante los funcionarios. San Pablo, un judío grecohablante de Tarso, pueblo de la provincia romana de Cilicia, al sureste de la actual Turquía, estuvo a punto de ser azotado en público porque su llegada a Jerusalén, el año 58, causó una revuelta. En el último minuto se salvó del castigo porque era ciudadano romano y como tal tenía derecho a ser juzgado en Roma. Jesucristo causó una reacción similar en Jerusalén, pero como no era ciudadano romano, fue entregado para que lo crucificaran, aunque no había hecho nada. La realidad de la pax romana era que, para los funcionarios romanos, a menudo era más fácil mantener el orden que impartir justicia y proteger al débil del poderoso. El lazo de la ciudadanía con la comunidad de la paz romana era pues un trofeo muy deseado del que muchos en Judea estaban excluidos[3]. Sin embargo, la administración romana estaba lejos de ser sensible a este hecho.

En 63, los judíos se reunieron en Cesarea para protestar en masa por la sistemática discriminación que sufrían, se enfrentaron a los ciudadanos griegos locales y se produjeron disturbios. El procurador romano Marco Antonio Félix respondió con gran dureza y envió el ejército. Para empeorar las cosas, Félix era griego, como muchos de los soldados. El resultado fue que quienes salieron perdiendo fueron los judíos. Muchos murieron y sus tierras fueron saqueadas. El altercado, que duró varios días, causó tal escándalo que en Roma se celebró un juicio presidido por Nerón. Pero como Nerón era helenófilo, se puso de parte de los griegos y el procurador fue declarado inocente. Los judíos se sintieron indignados por el veredicto[4].

Una fuente aún mayor de tensión fue la religión. Para los judíos sólo había un señor en Judea y era Dios, Yaveh. A pesar de todo, los judíos adoptaron al divino emperador romano accediendo a hacer sacrificios dos veces al día, a él y al pueblo romano[5]. En los Evangelios, el mismo Jesús reconocía que Dios y el César podían coexistir. Pero una vez más los romanos cruzaron la línea de lo que podían tolerar los judíos. En 26, el prefecto romano de Judea, Poncio Pilatos, ordenó que se desplegaran estandartes militares en Jerusalén, para que los soldados romanos les ofrecieran sacrificios. Tal despliegue era contrario a la Torá, el antiguo libro de la ley judaica, que decretaba que no podía haber imágenes talladas de un dios pagano en la ciudad santa. Sólo tras cinco días de protestas cedió Pilatos y accedió a retirar los estandartes. El siguiente emperador estaría dispuesto a ir mucho más lejos para introducir en Judea el culto a su persona.

En 38 Calígula había ordenado a Publio Petronio, el legado de Siria, que marchara sobre Jerusalén y erigiera estatuas religiosas suyas no sólo en la ciudad, sino también una dentro del Templo. Si había protestas, rezaban las órdenes de Roma, los objetores serían ejecutados y los demás esclavizados. En Jerusalén, Galilea y Tiberíades se concentraron miles de objetores intransigentes para enfrentarse a los soldados y a los carros que transportaban los mármoles imperiales. Semana tras semana le decían al comandante que antes moriría toda la raza judía que permitir que erigieran una estatua del emperador en Jerusalén. Petronio se enfrentó a un dilema: o mataba a todos los judíos que se oponían o arriesgaba su propia vida desobedeciendo las órdenes de Calígula. Escogió la última opción y regresó a Antioquía esperando una muerte temprana. Afortunadamente para Petronio, cuando la orden imperial de su ejecución llegó de Roma, Calígula ya había sido asesinado y Claudio, más conciliador, había sido proclamado emperador en su lugar. Desde entonces cedió el incendio, aunque estaba muy lejos de apagarse.

También la realidad económica de la ocupación romana mantuvo encendidos algunos rescoldos. Puede que la mayor fuente de tensión entre romanos y judíos fuera el dinero. En la república, gobernar una provincia equivalía a extorsionar, robar y explotar a los provincianos. «No puede explicarse con palabras con qué encono nos odian las naciones extranjeras debido a la licenciosa e indignante conducta de los hombres que hemos enviado a gobernar», escribió el senador Cicerón en 66 a.C.[6] Las leyes aprobadas por Julio César y Augusto para poner freno a los desmanes de los gobernadores y militares codiciosos redujeron un poco el problema de la corrupción, aunque ahora había muchos casos de los que no se informaba oficialmente. En Judea, según los Evangelios, Jesús defendió un principio de concordia. Cuando dijo a los fariseos de Jerusalén «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», estaba reconociendo la aceptabilidad de pagar impuestos a Roma y al templo judío. Igualmente, cuando los soldados romanos se acercaban a Juan el Bautista en busca de consejo, su respuesta no cuestionaba su presencia en Judea, sino que la aceptaba: «No saquéis dinero a la fuerza y no acuséis falsamente al pueblo […] conformaos con vuestra paga»[7]. A pesar de todo, su respuesta da por sentado que las fuerzas de ocupación solían encontrar formas de extorsionar.

En realidad, los impuestos romanos y otras exacciones resultaron irritantes desde el principio para la mayoría de los judíos de la provincia. Con el paso de los años, la idea promovida por Jesús, un gobierno romano aceptable en Judea, cada vez era más difícil de soportar. La tierra cultivable era escasa. Tenerla o no tenerla dividía a las personas en clases radicalmente separadas, lo mismo que hoy. Mientras que en la llanura costera había un suelo fértil y ríos para regarlo, las tierras altas eran rocosas y secas, y su suelo pobre. Ya era suficientemente oneroso vivir en esta situación, encontrar tierra en condiciones, alimentar una familia y pagar impuestos al templo y diezmos a los sacerdotes para tener que trabajar encima para los recaudadores de impuestos del César[8].

Pero los recaudadores no eran bien recibidos por otra razón. Los hombres que recorrían las poblaciones de Judea y se llevaban los ahorros de los pobres ni siquiera eran romanos. Los campesinos judíos pagaban a una oligarquía judía que prosperaba con protección romana y con los contratos fiscales. En consecuencia, el asunto de los impuestos dividió a la sociedad judía. La Pax romana enriquecía a unos y mataba lentamente a los demás.

Las semillas de estas tensiones políticas y económicas se habían sembrado cuando Roma había tomado el control de Judea, en 63 a.C. Desde entonces no habían dejado de florecer. En 66 d.C., Judea era una bomba de relojería. Para que estallara sólo hacía falta que alguien apretara el botón. En mayo de aquel mismo año, Jesio Floro, el procurador romano, lo apretó con mucho gusto.

EL ESTALLIDO

Los últimos años del voraz régimen de Nerón se caracterizaron por una monstruosa necesidad de dinero. El aumento de las cargas fiscales y las levas obligatorias afectaron a las provincias con dureza. La pobreza se enseñoreó de las Galias y Britania; en el norte de África ejecutaron a seis magnates que poseían la mitad de las tierras de la provincia; ahora también Judea iba a pasar estrecheces[9]. De una manera u otra, Judea tenía que ayudar a cuadrar el balance entre el haber de los ingresos y el debe de los derroches de Nerón. Floro dijo que el emperador había pedido 400 000 sestercios. Estaba dispuesto a sacarlos incluso del tesoro del Templo y anunció que irían los soldados a buscarlos a Jerusalén. Como el tesoro consistía en las cuotas religiosas que daba el pueblo como ofrenda a Dios, la amenaza de Floro equivalía a un robo de lo más indignante. Los judíos de la ciudad santa estaban furiosos.

Jesio Floro era el arquetipo del gobernador codicioso. Se deleitaba empobreciendo a los judíos, se jactaba de sus atropellos y no desaprovechaba ninguna ocasión para sacar tajada mediante la extorsión y el robo. En realidad lo consideraba un deporte[10]. Al menos ésta era la opinión de José ben Matatías, testigo de los hechos. Josefo (su nombre romano) era un sacerdote y erudito de veintinueve años, descendiente de una aristocrática familia que podía remontar sus orígenes hasta una influyente dinastía de sacerdotes, los asmoneos, que gobernaban Judea cuando llegaron los romanos. Había estudiado las enseñanzas de las tres sectas judías más importantes, y como no supiera con cuál quedarse, luego afirmó que había pasado tres años con un eremita, meditando en el desierto. Tras unos años cumpliendo con sus deberes como sacerdote en Jerusalén, viajó a Roma en misión diplomática y allí permaneció durante dos años. En mayo de 66, quizá ya un poco romanizado, había vuelto a Jerusalén y se había encontrado con la crisis provocada por Floro. Era una crisis que podía complicarle y cambiar su vida para siempre. Desde aquel momento pasó a ser el historiador de primera mano de la revuelta de los judíos.

Fiel a su palabra, Floro ordenó a sus soldados de Cesarea que se llevaran diecisiete talentos (más de 400 kilos) de plata del tesoro del Templo. Este solo hecho hizo explotar la tensión entre romanos y judíos. Que se robara en el mismo lugar en que el rey David había fundado la ciudad santa, donde el rey Salomón había construido el primer templo, y donde los judíos que regresaron de la cautividad de Babilonia habían construido el segundo, fue la mayor ofensa que podía hacerse a su raza y a su historia. El Templo era el símbolo de la identidad judía. Pero a Floro no le importó. Deseoso de hacer valer el poder romano, ordenó a los soldados que se abrieran paso a la fuerza hasta el sanctasanctórum, rebuscaran entre los objetos sagrados, apartaran a los sacerdotes y opositores que se interponían en su camino, y cogieran el dinero.

Toda Jerusalén se levantó, incitada por los nacionalistas y radicales judíos. Cuando llegó a Cesarea la noticia de que la ciudad se había levantado en armas, Floro corrió a Jerusalén en persona con una unidad de infantería y otra de caballería, para restaurar el orden y llevarse el dinero. Cuando entró en la ciudad, unos bromistas iban de aquí para allá, fingiéndose mendigos y haciendo como que pedían para el pobre procurador romano. Esta vez fue Floro quien se enfadó. Levantó un estrado en un espacio público, formó un tribunal al aire libre y se dispuso a juzgar a todos los que le habían ofendido. Los cabecillas locales formaron una fila entre la autoridad romana y la multitud de manifestantes iracundos. Entre los sacerdotes moderados estaban Josefo y el sumo sacerdote Ananías. Disculpándose ante Floro en nombre del pueblo de Jerusalén, trataron desesperadamente de calmar a la multitud y restaurar el orden. Pero sus ruegos no tuvieron efecto. La realidad era que la oligarquía sacerdotal filorromana pisaba terreno resbaladizo. Por una parte, entregar a los culpables a Floro podía causar más revueltas; pero por otra, apoyar a los nacionalistas era arriesgarse a caer en desgracia ante los romanos y terminar con sus privilegios. Así, en aquella audiencia al aire libre, transigieron y rogaron a Floro que perdonara al grupúsculo de agitadores y extremistas por el bien de muchos súbditos inocentes y leales a Roma. Pero la reacción de Floro no hizo sino avivar las llamas: lanzó a la caballería.

La represión de los manifestantes del Mercado Alto se convirtió rápidamente en algo mucho peor. Se saquearon casas, se mató a cerca de 3000 inocentes y los instigadores de la revuelta fueron crucificados para escarmiento de los demás. Cuando los judíos se atrevieron a protestar, esta vez por la matanza, tuvo lugar otro baño de sangre. Los moderados de la oligarquía judía volvieron a quedar en medio, de modo que realizaron los habituales gestos de súplica: se arrojaron a tierra, se cubrieron la cabeza con polvo, se rasgaron las vestiduras y suplicaron a los insurgentes que se detuvieran. Les dijeron que aquello sólo servía para que los romanos tuvieran un pretexto para saquear aún más sus pertenencias. El procurador volvió a recurrir a la fuerza. Reclutó otras dos cohortes en Cesarea y los soldados mataron a los insurrectos a bastonazos. A los que trataron de escapar, la caballería los persiguió hasta las puertas de la Fortaleza Antonia. Allí, amontonados y desesperados, muchos murieron aplastados y otros apaleados y convertidos en una pulpa irreconocible[11]. Dada la diaria sucesión de catástrofes, la autoridad de los dirigentes y sacerdotes locales se vino abajo y la opinión popular se puso bruscamente a favor de los nacionalistas y de la resistencia armada.

Deseosos de entrar en combate, los nacionalistas organizaron represalias. Levantaban barricadas en las calles, aislaban y rodeaban a pequeños destacamentos de soldados; luego atacaron con lanzas, hondas, ladrillos y baldosas, y arrojaron de la ciudad a Floro y a la mayor parte de sus cohortes. Floro volvió cojeando a Cesarea mientras la solitaria cohorte romana que había quedado en la ciudad era pasada a cuchillo inmediatamente. Hacía falta una acción contundente, pero ninguna de las medidas romanas tuvo efecto. Llamaron al rey Agripa, gobernador-cliente de una parte de Galilea y del territorio situado al noreste del mar de Galilea. Puede que él tuviera más influencia sobre los indignados judíos de Jerusalén. Hacía más de un decenio que el emperador le había responsabilizado de supervisar la administración del Templo y del nombramiento del Sumo Sacerdote. Pero cuando Agripa entró en la ciudad santa y se dirigió a las masas hostiles, también fue expulsado a pedradas[12].

La noticia de la resistencia jerosolimitana corrió por toda la provincia. Por toda Judea, en todas las plazas fuertes, se pasaba a cuchillo a la guarnición romana y los rebeldes judíos se hacían con el control. Para restaurar el orden, el emperador de Roma y sus consejeros del Senado recurrieron a Cayo Cestio Galo, recién nombrado legado de Siria. Quizá pensaran que una legión romana con otras unidades podía triunfar donde las magras fuerzas auxiliares de Judea habían fracasado. A mediados de octubre de 66, Galo marchó de Antioquía a Jerusalén con 30 000 soldados y el objetivo de aplastar a los rebeldes en una confrontación rápida y decisiva. Pero no era el hombre indicado para aquel trabajo. Era un político más acostumbrado a los placeres de la paz provinciana que a la realidad de la guerra. No sólo no consiguió tomar la ciudad, sino que al retirarse cayó en una emboscada. Fue el momento en que la rebelión que había estallado en una pequeña provincia del imperio pasó a ser una guerra con Roma la superpotencia.

Mientras la duodécima legión mordía el polvo y se retiraba desmoralizada a Cesarea, Galo olvidó una cosa: controlar las cumbres que bordeaban los parajes por los que los romanos tenían que pasar.

En el punto más estrecho del desfiladero, cerca de Betorón, los judíos rebeldes le cortaron el paso, inmovilizaron por completo la serpeante columna de soldados y la rodearon por todas partes. Entonces, desde las rocosas laderas, atacaron las fuerzas de ocupación con una lluvia de flechas, lanzas y piedras. Incapaces de defenderse ni de mantener la formación en aquel angosto espacio, los romanos, invadidos por el pánico, se cubrieron con los escudos y soportaron horas de doloroso vapuleo. No tuvieron un momento de respiro hasta que se hizo de noche, y cuando llegó el nuevo día, Galo optó por huir ignominiosamente.

Los romanos habían sido derrotados de forma aplastante y unos 6000 soldados habían muerto. Fue la mayor derrota que habían sufrido y sufrirían las fuerzas regulares romanas a manos de una provincia[13].

Los judíos de toda la provincia saltaron de alegría. Muchos creían que la victoria era un milagro. Los profetas, que quizá colaboraban con los cabecillas revolucionarios, también desempeñaron su papel diciendo que era la mano de Dios. Con Su ayuda, quizá fuera posible que los desamparados derrotaran a la todopoderosa Roma. ¿Qué otra cosa podía explicar, si no, aquella victoria histórica y sin precedentes? Pero, según Josefo, también había muchos que veían consternados aquel triunfo, pues mientras los judíos debatían la importancia de su brillante e histórico triunfo, una cosa estaba clara. La puerta de las negociaciones se había cerrado a cal y canto. Los judíos, tanto si les gustaba como si no, estaban ahora obligados a ir a la guerra.

Los moderados habían recuperado el control de Jerusalén. Algunos cabecillas de la insurrección habían sido asesinados y, con sus muertes, la opinión popular entre la mayoría se inclinaba a favor de la oligarquía sacerdotal. El sumo sacerdote Ananías y otros moderados aprovecharon entonces su ventaja. Si Judea tenía que luchar contra Roma, dijeron a los jerosolimitanos con remozada autoridad, al menos dejad que dirijamos nosotros[14]. El pueblo accedió y permitió que los sacerdotes organizaran la estrategia. Sin embargo, por haber tomado aquella iniciativa, es razonable imaginar que Ananías y la oligarquía tenían otras intenciones que callaban.

Pues aunque las esperanzas de muchos jerosolimitanos se habían multiplicado con la derrota romana, Ananías y sus moderados tenían un concepto más realista del futuro. En su opinión, el resultado más probable de la guerra no iba a ser la victoria de los judíos, sino importantes concesiones de Roma. Después de todo, habrían podido comentar entre sí, seis años antes, en Britania, los romanos habían pasado grandes apuros para aplastar la revuelta encabezada por Boudicca, reina de los icenios. Para evitar otro conflicto —un conflicto que sería largo y prolongado y en el que se perderían muchas vidas romanas—, cabía la posibilidad de que los romanos estuvieran dispuestos a renegociar la situación[15]. De lo que Ananías y sus sacerdotes estaban seguros era de que también ellos tendrían que ceder su parte en el contencioso de la rebelión. Su único consuelo era que el mando lo tenían ellos y no los tercos nacionalistas.

Había mucho que hacer. Antes de que los romanos reunieran el apoyo militar adecuado para responder a la catastrófica derrota de Galo, los judíos tenían que organizarse, y con rapidez. Ananías reclutó urgentemente a personas en las que podía confiar, para ponerlas a la cabeza de los rebeldes en general, y preparó a las ciudades para la resistencia. Para el puesto de comandante de Galilea conocía al hombre perfecto.

JOSEFO, COMANDANTE DE GALILEA

Cuando la noticia de la derrota de Galo llegó a Roma, Nerón y sus consejeros comprendieron el peligro. La rebelión en la pequeña provincia de Judea auguraba eventualidades mucho peores: la revuelta podía extenderse y desestabilizar toda la frontera oriental del imperio. Los judíos que vivían en Alejandría y Antioquía (las ciudades más grandes del imperio después de Roma) podían ser convencidos para la causa de sus compatriotas: las comunidades judías del Mediterráneo oriental podían llegar a ser una especie de quinta columna. Sin embargo, había una zona de peligro que los consejeros imperiales posiblemente temían más: Partia. Allí vivía la mayor comunidad judía que había fuera de Judea. ¿Se aprovecharían los partos de la insurrección? ¿Verían en ella una invitación a entrometerse en el Mediterráneo? Para solucionar la crisis, el emperador recurrió a un personaje inesperado.

El senador Tito Flavio Vespasiano era un general caído en desgracia que vivía desterrado en Grecia. Hijo de un recaudador de impuestos y el primero de su familia en llegar al Senado, había formado parte de la comitiva que acompañó a Nerón en su visita a las celebraciones griegas, dando por hecho que aplaudiría dócilmente al emperador siempre que éste honrara el escenario con su presencia. Vespasiano correspondió a aquella deferencia quedándose dormido en el teatro, por lo que no fue capaz ni de dar una palmada. Los chistes vulgares y los juegos de pelota le aburrían. Sencillamente, no estaba hecho para promover el arte. Era un soldado. De físico musculoso y con una extraña expresión en el rostro, había llegado a formar parte del Senado gracias a una impecable carrera militar. Había luchado en Germania como tribuno militar, pero cuando su reputación se disparó fue durante la invasión y conquista de Britania. Durante el gobierno de Claudio combatió en no menos de treinta batallas y fue recompensado con honores triunfales y un consulado[16]. Además de su impecable carrera militar, también pudo haber pesado en su favor el que Vespasiano estuviera en Grecia: desde allí podía llegar a la zona conflictiva en la mitad de tiempo.

Otro factor decidió su nombramiento. Como a Nerón le obsesionaba la posibilidad de que sus rivales de la aristocracia ganaran gloria y ensombrecieran la suya, el hecho de que la familia de Vespasiano no pudiera presumir de antepasados distinguidos fue una ventaja única. Fue la razón definitiva por la que Nerón perdonó su conducta desatenta y desagradecida en la gira griega y dio al experto general la mayor oportunidad de su carrera: el mando de las fuerzas de Judea[17]. Pero al enterarse, Vespasiano no podía imaginar hasta qué punto transformaría el nombramiento su vida y la de su esposa y sus dos hijos.

Como necesitaba personas en las que confiar, Vespasiano llamó a su hijo mayor, Tito, para que se reuniera con él en Grecia, donde trazarían juntos un plan de operaciones. Tito era encantador, amable y popular. Al igual que su padre, era un soldado fuerte, hábil con el caballo y las armas, pero también tenía otras dotes. Sobresalía en el canto y en la música, y era capaz de componer un discurso o un poema en griego o en latín en un santiamén[18]. Ahora que padre e hijo estaban juntos, se acordó que, aunque sólo era cuestor, a Tito se le diera el mando de la decimoquinta legión, con base en Alejandría, mientras Vespasiano se hacía cargo de la décima y la quinta, con base en Siria. El general decidió no utilizar la desgraciada legión duodécima, derrotada por los judíos en Betorón. Las tres legiones se reunirían en Tolemaida, ciudad costera de Galilea, antes de lanzarse al ataque contra los rebeldes.

Aunque podría parecer que estas legiones representaban una fuerza inmensa, se necesitaban todos y cada uno de los soldados que las componían. La misión a la que padre e hijo se enfrentaban era colosal. Había que restaurar el orden en muchos pueblos y aldeas de la provincia de Judea y, según las exageradas cifras de Josefo, cada población tenía más de 15 000 habitantes. Además, las legiones romanas no estaban bien equipadas ni entrenadas para la táctica de guerrillas adoptada por los judíos. Finalmente, si estos últimos se retiraban a fortalezas de las colinas, las fuerzas romanas tendrían que afrontar asedios largos y desmoralizadores. Mientras meditaban todos estos riesgos, la relación entre Vespasiano y Tito era más de compañeros que de padre e hijo. Los dos hombres sabían que el mando de las fuerzas de Judea era algo en lo que no podían permitirse el fracaso. Había mucho dinero que ganar entre los saqueos y las ventas de esclavos. Liquidar la rebelión también supondría gloria y honores para el nombre de la familia.

Mientras Vespasiano organizaba su ejército en Siria durante el invierno de 66-67, el jefe de la resistencia judía en Galilea también estaba haciendo preparativos. Josefo se encargó de construir defensas en las poblaciones de Galilea; además tuvo que cogerle el tranquillo al arte de equipar y entrenar a un ejército. Más tarde aseguraría haber seguido el modelo romano, para inculcar disciplina y obediencia en las tropas, instruirlas en la práctica de las armas y establecer una cadena de mando claramente organizada. Pero le resultaba muy deprimente y cuesta arriba. El joven y aristocrático estudioso era responsable de un ejército de indigentes, campesinos enfadados y aldeanos que nunca habían visto la ciudad santa. Y allí estaban, escuchando a un aristócrata, un desconocido, que les decía que se unieran a él y libraran una guerra que era la de Jerusalén. Imponer su autoridad iba a ser toda una hazaña por derecho propio. A pesar de estas dificultades, la labor de Josefo en Galilea estaba a punto de complicarse mucho más.

Un radical llamado Juan ben Leví, también conocido como Juan de Guiscala, por su pueblo natal, llegó buscando a Josefo y le ofreció sus servicios y los de sus seguidores, que Josefo aceptó agradecido. Juan organizó la reconstrucción de las murallas de Guiscala y Josefo quedó impresionado por su energía. Pero esta buena impresión no duraría mucho. En su versión de los preparativos bélicos en Galilea, escrita con posterioridad, los elogios de Josefo se convierten en veneno. Juan era un «embustero», «el embaucador con menos escrúpulos y peor fama» y un chanchullero que se había rodeado de un ejército privado de cuatrocientos matones y bandidos dispuestos a matar por dinero[19]. Leyendo entre líneas la subjetiva opinión de Josefo, Juan era sencillamente un oportunista con instinto popular que en la guerra contra la opresión extranjera estaba dispuesto a llegar mucho más lejos que el acaudalado sacerdote. No había nada que Juan no estuviera dispuesto a hacer, ni dinero que no estuviera dispuesto a robar, con tal de adquirir poder y combatir a Roma. Su presencia en Galilea iba a convertir en un infierno la vida del sensible y moderado comandante. Más aún, las disputas entre radicales y moderados darían a los romanos una inesperada ventaja incluso antes de haber puesto los pies en Judea.

Por ejemplo, cuando Josefo dio a Juan permiso para dar a los judíos de Siria aceite kosher para que no tuvieran que romper su costumbre religiosa y utilizar un aceite de oliva refinado en el extranjero, Juan aprovechó la oportunidad para hacerse con el mercado de aceite de Galilea y organizar un negocio de extorsión. Revendiendo el producto por ocho veces su precio, hizo una fortuna para la guerra y, según Josefo, para sí mismo. Con los beneficios pagaba a sus secuaces para que asaltaran las casas de los ricos de Galilea. Al aumentar la confusión, también creció la hostilidad entre Josefo y Juan. Las relaciones llegaron a tal punto que el comandante creyó que Juan intentaba matarle en secreto. En la mente de Josefo se repetía una y otra vez la misma escena: Juan llamaba a Josefo para que supervisara sus golpes de mano; en medio de la refriega, Josefo caía en una trampa y era asesinado, y Juan se hacía con el poder. Josefo tenía razón por estar paranoico. Juan no tardó mucho en hacer planes para matarle.

Fingiéndose enfermo, Juan obtuvo permiso de Josefo para ir a los baños de Tiberíades, con objeto de descansar y recuperarse. Pero su intención real era levantar una revuelta contra Josefo con engaños, mentiras y sobornos. Alertado del peligro por su delegado en Tiberíades, Josefo mostró el valor por el que quizá Ananías le había nombrado comandante. Sin vacilar, se dirigió a la ciudad, reunió al pueblo y habló con energía, reafirmando así su autoridad. Pero Juan no se rindió. Parte de su ejército privado se abrió paso entre la multitud y, desenvainando las espadas, se acercó a Josefo por detrás. La multitud alertó a Josefo, que, con una afilada hoja a pocos centímetros del cuello, escapó en el último instante. Saltó desde la tribuna en la que había estado hablando y, con ayuda de uno de sus hombres, escapó en una barca amarrada cerca de allí[20].

El episodio bastó para inclinar la opinión popular a favor de Josefo y en contra de Juan. Los conspiradores fueron rodeados, pero Juan fue demasiado rápido. Había huido de la ciudad con la idea de reunir seguidores de otras zonas de Galilea. Pero ésta no sería la última vez que se cruzarían los caminos de los dos hombres. Su enfrentamiento era el símbolo de un conflicto que fermentaba por toda la provincia. En Judea y Galilea aumentaba sin cesar la tensión entre el liderazgo moderado de los sacerdotes de la capital y las partidas de revolucionarios en el campo. Durante los preparativos de la guerra contra Roma, otros con más conciencia ideológica que Juan estaban aprovechando el caos y la confusión. En la ciudad de Acrabata, un campesino llamado Simón ben Gioras había fundado su propia partida de revolucionarios y estaba operando al margen de la resistencia organizada en Jerusalén por Ananías y las autoridades del Templo. Cuanto más empeoraba la tensión entre las facciones judías, y más división había entre los que preparaban la guerra, más fácil les resultaría a los romanos su trabajo. Sin embargo, en la primavera de 67 tanto revolucionarios como moderados supieron que había llegado el momento de olvidar sus rencillas por el poder. Los romanos se acercaban.

Las tres legiones de Vespasiano se habían reunido en Tolemaida y fueron reforzadas por una mezcla de cohortes auxiliares y regulares de Cesarea y Siria, y también con tropas aliadas de los reyes pro romanos de la región: Agripa, Antíoco y Soemus. Con un ejército no inferior a 60 000 soldados, Vespasiano y Tito decidieron la estrategia. Algunos oficiales aconsejaron que la manera más limpia y sencilla de terminar con la rebelión era ir directamente a la yugular y aplastar la resistencia en Jerusalén. Vespasiano no estuvo de acuerdo. Sabía que había una razón fundamental por la que Cestio Galo no había sido capaz de tomar la ciudad santa: Jerusalén era prácticamente inexpugnable.

Construida sobre una meseta rocosa con abruptos barrancos al sur, este y oeste, la ciudad era una fortaleza natural. Además, tenía tres poderosas murallas concéntricas. Aunque se hubiera construido en una llanura, habría seguido siendo imbatible[21]. Intentar tomarla, según la lógica de Vespasiano, suponía un peligro inmenso y su conclusión podía ser, no la desmoralización de los soldados, sino el fin de muchos. La única forma segura de aplastar la rebelión centrada en Jerusalén era hacerse con los territorios que la rodeaban. Primero debían someter a los rebeldes de los pueblos y las aldeas, y las fortalezas de la guerrilla de Judea y Galilea. Pero Vespasiano también sabía que los métodos que utilizase Roma para recuperar aquellos territorios iban a ser de vital importancia.

Para ganar una ventaja psicológica sobre los rebeldes, Vespasiano y Tito optaron por una guerra de terror, habitual en la táctica romana. El principio básico era no tener compasión: matar a todo el que pudiera llevar armas y esclavizar a los que no opusieran resistencia; saquear y arrasar todo lo que se pusiera por delante. El plan, en pocas palabras, era que Jerusalén, aterrorizada, claudicase[22]. Bastaba ver la columna militar para echarse a temblar. Detrás de los auxiliares con armas ligeras y arcos iban infantes totalmente pertrechados, algunos con la responsabilidad de organizar los campamentos. Detrás avanzaban los constructores de carreteras, con herramientas para nivelar superficies y enderezar curvas que entorpecieran el camino. Un pelotón de jinetes y lanceros protegía el equipaje personal del alto mando. Tras ellos se veía una reata de mulas que transportaban proyectiles, arietes y catapultas. Luego iba el grupo de Vespasiano, Tito y los oficiales superiores con sus escoltas. Los estandartes militares, formados alrededor del símbolo del águila («la reina de las aves y la más valiente»), separaban a los generales de la tropa, mientras que los criados y los proveedores de campamento cerraban la retaguardia.

Vespasiano entró en Galilea por el oeste y tomó Gabara, donde Juan de Guiscala estaba al frente de la rebelión. Juan escapó de nuevo y se reagrupó en otra parte, pero la ciudad no fue tan afortunada: cayó al primer asalto. Vespasiano tomó el control de la ciudad y ejecutó su plan. No mostró clemencia, pasó por la espada a todos los habitantes salvo a los niños y luego quemó la ciudad y los pueblos circundantes. Pero cuando supo que el comandante de Galilea había reunido el grueso de la resistencia judía en Jotapat, hizo de esta ciudad su siguiente objetivo. Jotapat se convertiría también en escenario de un duro enfrentamiento. Vespasiano tenía intención de continuar como había comenzado.

Construida junto a un precipicio, Jotapat era una fortaleza montañosa natural, protegida por profundos barrancos por todas partes menos por el norte. En la ciudad, esperando a que se acercaran los romanos, estaba Josefo. Aunque con su sola presencia el comandante de Galilea había elevado la moral de los rebeldes, Josefo tenía sentimientos encontrados. Racionalmente sabía que era inútil enfrentarse al poder romano. Incluso aseguró haber hecho una profecía al respecto: la ciudad caería a los cuarenta y siete días. La única esperanza de salvación era entregarla de inmediato. Josefo incluso se consoló pensando que si se pasaba a los romanos, sería perdonado; así pues, ¿qué sentido tenía luchar? Pero el otro sentimiento era más fuerte. Prefería morir a traicionar a su patria y defraudar la confianza que su ejército provisional y campesino había depositado en él[23]. Al menos éste es el cuadro que pintó Josefo en su libro sobre La guerra de los judíos. Es un indicio de que su historia se escribió después del suceso para presentarse ante el lector romano, hasta cierto punto, bajo una luz propicia. Una cosa era cierta. Josefo, simpatizante romano y comandante inverosímil, estaba a punto de enfrentarse a la fuerza bruta que había creado el imperio y que ahora aplastaba cruentamente toda oposición.

Tardaron exactamente cinco días en despejar un camino lo bastante ancho para que las fuerzas romanas se acercaran a Jotapat por el norte. Una vez en posición, Vespasiano comenzó el asalto. Durante los cinco primeros días, los judíos mostraron una falta de respeto total por su enemigo, inmensamente superior. Protegidos por las flechas y piedras que lanzaban desde las murallas, Josefo y sus hombres hicieron varias incursiones osadas contra el enemigo, mientras Vespasiano trataba de subir la pendiente y llegar a la ciudad. Tras cinco días de valerosa defensa, el ánimo de los sitiados estaba lleno de confianza, pero entonces Vespasiano cambió de táctica. Para proteger a las unidades de asalto, ordenó que erigieran torres de asedio contra el muro norte. Pero una y otra vez la determinación judía frustraba las operaciones.

Cuando los romanos trataban de proteger la construcción de las torres con obstáculos, los judíos les arrojaban piedras desde las murallas. Cuando los romanos hicieron más altas las torres de asedio, Josefo ordenó que aumentaran la altura del muro norte, protegiendo a los obreros con toldos de pellejo de buey. Acto seguido, protegidos por toldos y proyectiles lanzados por ciento sesenta máquinas en semicírculo, entraron en acción los arietarios o encargados del ariete (llamado así porque el tope de hierro del extremo parecía una cabeza de carnero). Cuando finalmente llegaron a la muralla y comenzaron a martillearla, los judíos tiraron grandes sacos llenos de ropa para amortiguar los golpes.

Pero los romanos también mejoraron su juego. Cuando, en una refriega, Vespasiano recibió un flechazo en el pie, utilizó la ocasión para inspirar a sus hombres. Se levantó reprimiendo el dolor y animó a sus soldados a combatir más bravamente. Josefo vio a un hombre decapitado por el proyectil de una catapulta, «la cabeza salió disparada a más de doscientos metros, como un guijarro lanzado con honda»[24]. De igual forma, una mujer encinta fue arrastrada cien metros por el impacto de otra piedra. Alrededor y por encima de la extraordinaria resistencia judía silbaban las piedras que se acercaban, sonaba el estampido del choque y luego el golpeteo sordo de los cuerpos que caían de las murallas.

Finalmente, el ataque romano obtuvo una pequeña recompensa: un agujero en la muralla. Pero cuando los romanos ampliaron la brecha y entraron en la ciudad, los judíos les reservaban una última sorpresa. Para protegerse de la lluvia de proyectiles, la infantería romana se acercaba formada en testudo (tortuga): veintisiete hombres en cuatro filas con los escudos protegiendo el frente, los laterales y las cabezas de la unidad y formando una especie de caja metálica. La unidad se movía lentamente hacia el muro norte. Pero Josefo encontró la forma de neutralizar incluso esta argucia. Cuando los romanos se acercaron, los judíos les vertieron aceite hirviendo desde arriba. El ardiente líquido se coló por todas las ranuras del testudo y sembró quemaduras, dolor y pánico en la unidad romana. A pesar de todo, algunos soldados se las arreglaron para escapar y pusieron una tabla para salir por el agujero de la muralla. Los judíos también habían previsto aquello. Echaron en la tabla una sustancia grasienta en la que resbalaron los romanos. A pesar de estas tretas, era imposible contener a los romanos eternamente.

Poco antes del alba del cuadragésimo segundo día de asedio, Tito se puso al frente de un escuadrón de la muerte que se acercó en silencio al agujero. Tan exhaustos estaban los judíos que los hombres de Tito consiguieron llegar hasta los centinelas dormidos, cortarles el cuello e infiltrarse en Jotapat. Pronto se dio la voz de alarma, pero era demasiado tarde para que los judíos impidieran que las legiones entraran como hormigas en la ciudad. Aterrorizados, los rebeldes se dispersaron por las estrechas callejas. Unos se rindieron, otros opusieron una débil resistencia y otros intentaron huir desesperadamente para refugiarse en pozos y cuevas. Los demás fueron rápida y fácilmente conquistados y dominados. Pero a los soldados que se hicieron con el control de la ciudad les costaba distinguir a los insurgentes de los civiles rendidos. Cuando un judío pidió a un centurión romano que le ayudara a salir de una cueva, el romano le dio la mano de buen grado. Se lo agradecieron con una rápida estocada que lo mató al instante. Los romanos siguieron removiendo cielo y tierra en busca de insurgentes, y de un hombre en particular al que todavía no le habían visto la cara.

El hombre que había profetizado acertadamente que la ciudad caería a los cuarenta y dos días también se había escondido en un pozo. Allí estuvo con otros cuarenta rebeldes. Durante dos días consiguieron sobrevivir, pero el tercero, un miembro del grupo que salía por las noches para buscar provisiones, fue capturado y confesó el paradero de Josefo. Inmediatamente, Vespasiano envió dos tribunos militares para hacer salir al comandante con la promesa de recibir un salvoconducto. Josefo y sus hombres se negaron. Los soldados congregados en la entrada del pozo estaban deseosos de cortarle el cuello. Pero otro oficial, llamado Nicanor, entró en escena y consiguió contenerlos.

Nicanor era amigo de Josefo, a quien probablemente conoció en Jerusalén. Y le juró por su amistad que Vespasiano quería salvar la vida del comandante que había llevado a cabo una defensa tan extraordinaria de la ciudad. Pero en el fondo del pozo la oferta desencadenó una furiosa discusión. Josefo quería rendirse. De acuerdo con los últimos sueños que había tenido, creía que Dios estaba enfadado con los judíos y que era Su voluntad que los romanos prosperasen. Pero los demás, coléricos porque osaba hablar de rendición, llamaron a Josefo cobarde y traidor. Repitieron que el suicidio era el único camino honorable para ellos. Si Josefo se negaba a imitarles, dijeron, lo matarían de todas formas.

Ir a la siguiente página

Report Page