¡Robot!

¡Robot!


CAPÍTULO II

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CAPÍTULO II

 

 

EIS meses transcurrieron sin que volviera a acordarme, salvo en raras ocasiones, de Morgan y su proyecto. Por aquel entonces el Departamento de Enseñanza del Estado había hecho un pedido de ciento cincuenta robots maestros para sus Escuelas Estatales, y la realización de esta labor nos absorbió todo nuestro tiempo.

Seis meses después los ciento cincuenta robots maestros estaban terminados, convenientemente embalados en sus cajas protectoras individuales, y dispuestos para ser enviados a Washington. Con el fin de celebrar la terminación del pedido, al fin de la jornada diaria celebramos una pequeña fiesta-refresco en las naves de montaje de la fábrica, convenientemente habilitadas para tal fin, y en la que aprovecharnos la ocasión para probar otro tipo de robot que teníamos en periodo de experimentación: el robot camarero. He de consignar que éste se portó magníficamente, teniendo; tan sólo que lamentar la rotura de una bandeja de vasos, y por causas totalmente ajenas a la naturaleza del robot.

Serían ya las ocho y media de la noche, y se habían agotado ya doce cajas de licor, cuando se dio la fiesta por terminada. Todos los operarios —unos doscientos en total— se fueron retirando a sus respectivos domicilios, y en la fábrica solamente quedamos Cecily y yo.

Aquel mismo día, para celebrar también el feliz término de los robots maestros —y con el fin de gozar un poco más de su compañía— había invitado a Cecily a una cena íntima en el «Tipics», un restaurante donde los robots y el servicio automático brillaban… por su ausencia. Cuando quedamos solos nos dirigimos a mi despacho, con el fin de recoger nuestros abrigos. Por el camino hablamos de cosas triviales, como son los robots maestros, los robots camareros, los últimos pedidos que habíamos recibido…

Llegamos a mi despacho, y ayudé a Cecily a colocarse su abrigo, hecho lo cual tomé el mío. En aquel misino momento, como quien no quiere la cosa, a ella se le ocurrió preguntar:

—Oye, Frank. ¿No has sabido nada de aquel tipo… Morgan, creo que se llamaba, y su proyecto de robot?

¿Fue una premonición? ¿Un aviso? No lo sé. La realidad es que, apenas había tenido tiempo de negar con la cabeza, cuando el visófono exterior de mi despacho empezó a sonar con insistencia.

Alargue la mano, conectando el aparato. En la pequeña pantalla del mismo se reflejó un rostro que al principio no reconocí, pero que no tardó mucho en ocupar su lugar correspondiente en el archivo de mi memoria. ¡Era Albert Morgan!

Confieso que mi primara reacción fue de sorpresa. Y ésta aumentó cuando le oí decir:

—¡Buenas noches, señor Hickman! He llamado a su domicilio, pero su robot criado me ha informado que todavía estaba aquí, en la fábrica. Una maravilla de robot, criado, ¿verdad? Aunque he de reconocer que no es ni con mucho tan perfecto como el mío…

—¿Qué desea? —corté, deseoso de abreviar aquella conversación que preveía difícil.

—¿Desear? Nada, señor Hickman, absolutamente nada. Solamente recordarle lo que le dije en nuestra última conversación; que cuando tuviera mi robot construido le invitaría a contemplarlo y a ver su funcionamiento. Hoy he hecho las primeras pruebas y… ¡Bueno!, ¿para qué decirle que han sido un éxito completo?

Su rostro reflejaba una feroz alegría. Comprendí el motivo de su llamada. Yo le había humillado en su amor propio rechazándole su proyecto, y ahora se tomaba la revancha.

—Oiga, señor Morgan… —argüí, dispuesto a excusarme para no ir. No quería darle este gusto.

—¡Oh, no se preocupe por nada, señor Hickman! ¡No tiene que darme explicaciones! Simplemente, le invitaba a una velada agradable en compañía de mi «Homúnculos sapiens». Yo no le obligo para nada, aunque sé que terminará por venir, ¿verdad? La atracción que ejerce mi robot sobre usted es demasiado fuerte. Mi dirección es Avenida de los Mundos, 147. Le espero, ¡Buenas noches, señor Hickman!

 —¡Eh, pero…! ¡Oiga…!

Pero Morgan ya había cortado la comunicación. Apagué el aparato lanzando un bufido. ¡«Homúnculo sapiens»! Decididamente, aquel hombre estaba loco.

—Era Morgan, ¿verdad? ¿Qué es lo que quería?

Volví mi vista hacia Cecily, que me contemplaba entre curiosa e interesada.

—No, nada —repliqué, cogiéndole del brazo—. Vámonos a cenar.

—¡Eh, un momento! —se detuvo en seco, obligándome a detenerme a mí también—. Si no he entendido mal, el señor Morgan te invita a que presencies las pruebas de su robot, ¿no? ¿Y tú rechazas la invitación?

Pronuncié por lo bajo un gruñido indescifrable. No, yo no rechazaba su invitación. Y tampoco Morgan me había invitado a presenciar las pruebas de su robot. No me había hecho la menor gracia el tono irónico y terriblemente pretencioso con que me había hablado. Me lo imaginé al lado de su robot, un gigante de dos metros y medio de estatura y feroz aspecto… Sonreí para mi interior. ¡Lo que puede la animosidad contra cierta cosa! Según los planos, el robot en cuestión tenía figura y complexión enteramente humanas.

Meneé la cabeza.

—Tú no lo comprendes, Sis —repliqué—. El robot que ha construido Morgan es un modelo cuyas características están prohibidas por la ley. No quiero meterme en terrenos resbaladizos, ¿entiendes?

—Sí, Frank, comprendo. Pero tú no te expones a nada con ir a verlo. Y si se trata de un robot tan maravilloso…

Me paré en seco.

—¿Quién te ha dicho que era un robot maravilloso?

—Bueno, sus palabras no lo definieron exactamente como maravilloso. Fueron… perfecto; si eso fue exactamente.

—Sí, claro —con esta misma palabra me lo había definido a mí—. Precisamente por eso, Sis. El hombre no puede construir nada perfecto. Y si ha ideado algo que en el papel lo es, no podrá serlo nunca en la realidad. ¡Ese robot ha de tener algún fallo!

Ella adujo:

—Bien. En este caso ve a verlo y podrás encontrarle todos los fallos que quieras. ¿No eres técnico en la materia?

Me miraba fijamente, y yo sabía lo que quería decir aquella mirada. Precisamente por culpa de ella yo no podía negarle nada a Cecily. Pero no quería capitular. Ardía en deseos de ir a contemplar aquella maravilla que a pesar de todo debía ser el robot, lo confieso, pero al mismo tiempo no quería darle el gusto a Morgan. Y esta última sensación era la más fuerte.

—Lo siento, Sis —repliqué, intentando evadirme de la cuestión—. Vámonos a cenar, y no nos preocupemos más del asunto.

—No —se paró firmemente en el centro de la habitación, cruzando los brazos—. Siento comunicarte que me han desaparecido las ganas de ir a cenar. Ahora siento deseos de ir a ver un nuevo tipo de robot, al que han calificado pomposamente de «Homúnculos sapiens». Será un espectáculo digno de verse, ¿no crees?

Me quedé mirándola, lanzando reniegos por lo bajo. Bien, de todas formas, yo ardía en deseos de ver al robot, aunque mi orgullo no quisiera capitular, Cecily me ofrecía un camino a seguir, de modo que yo no hiriera mis convicciones y lograra satisfacer mis deseos.

La cogí del brazo y tiré de ella hacia la salida. Mientras descendíamos hacia la planta baja en busca de mi monobólido, rezongué:

—¿Por qué diablos todas las mujeres han de conseguir siempre lo que se proponen?

Cecily no contestó. Pero, sin necesidad de ser telépata ni mucho menos, yo hubiera podido leer con exactitud y sin temor a equivocarme todos los pensamientos que al respecto cruzaban en aquel momento por su mente.

*

 

*

 

*

La Avenida de les Mundos es un largo y ancho paseo, sito en las afueras de la ciudad, que la circunda casi completamente de norte a sur. En su mayor parte está formado por villas, a las que de tanto en tanto interrumpe la perspectiva un moderno edificio de veinte o más pisos, elevándose hacia el cielo cual dedo apuntando a las estrellas.

La villa de Morgan (el número ciento cuarenta y siete de la avenida) estaba situada a poca distancia de la carretera sur, en la parte de la izquierda. Era un edificio de un solo piso, de planta cilíndrica y pintado enteramente de azul. Sus ventanas eran redondas, a modo de escotillas, y en aquel momento permanecían a oscuras todas menos una, situada en el piso bajo, casi al lado mismo de la puerta. Supuse que allí estaría en aquellos momentos Morgan, gozando por anticipado del espectáculo.

Detuve el monobólido frente a la casa, y descendimos de él. Traspusimos la valla de cierre electrónica, abierta en aquellos momentos, y atravesamos un camino enarenado que serpenteaba entre extensiones de pasto artificial. Llegamos frente a la puerta de entrada y, adelantándome, pulsé el botón del timbre.

Transcurrieron varios minutos sin que ningún movimiento se apreciara en el interior de la casa. Volví a oprimir el botón, y el resultado fue idéntico de la vez anterior.

Miré a Cecily, y ella se encogió de hombros. Salté los tres peldaños que conducían a la puerta y me encaminé hacia la ventana que permanecía iluminada. Sin embargo, era demasiado alta para que pudiera verse su interior. Iba ya a darme por vencido, cuando me sobresaltó la voz de Cecily.

—¡Frank! ¡La puerta está abierta!

Regresé Inmediatamente a su lado, observando la exactitud de su aseveración. Cecily había tanteado la puerta, curiosa, y ésta se había abierto unos centímetros. Sin dudar, terminé de abrirla de un empujón y penetré en su interior.

Nos encontramos en el comienzo de un estrecho y largo pasillo, cuyas paredes estaban llenas de cuadros representando robots de todas clases y condiciones desde la famosa «Bessie» (La máquina calculadora «Bessie», de Cambridge (Massachusetts); fue una de las primeras construidas en los Estados Unidos y la precursora de los cerebros electrónicos que, en forma de máquinas calculadoras, pensantes y traductoras, invadieron poco después el mundo. Debe su fama a haber resuelto gran cantidad de problemas científicos, matemáticos y técnicos, entre los cuales descuella el del cañón eléctrico alemán de tiro rápido. proyecto del que demostró su imposibilidad cuando aún los técnicos germanos seguían trabajando esperanzados en su realización. (N. del E.)») hasta el último modelo de robot mayordomo. A ambos lados del mismo se abrían sendas puertas, sin que en ninguna de ellas se filtrara luz salvo en la primera, que correspondía a la ventana que habíamos observado iluminada. Sin ninguna clase de vacilación me dirigí hacia ella, seguido inmediatamente por Cecily. Abrí la puerta, y los dos penetramos casi al mismo tiempo en su interior.

Quizá si Cecily hubiera desistido de seguirme, se hubiera ahorrado la contemplación de un espectáculo nada agradable. Apenas penetramos en la habitación, lanzó un grito, llevándose las manos a la boca:

—¡Oh, Dios mío!

Yo, por mi parte, no grité. Aunque hubiera querido hacerlo, la voz no hubiera salido de mi garganta. Me quedé parado en el umbral, inmóvil, estupefacto, sin saber si la sensación que sentía era de asco, de horror o de repulsión.

¡Porque allí, en el centro de una habitación destrozada y llena de sangre, yacía el cuerpo de un hombre horrorosamente mutilado, como si en él hubieran cumplido una venganza sádica y feroz!

Avancé unos pasos, tambaleante. Sí, no cabía duda; aquel hombre había sido, en vida, Albert Morgan; pero… ¿podría reconocérsele ahora? Tenía la cabeza enteramente deshecha, esparcida por el suelo entre manchas de sangre y masa encefálica. Sus ropas estaban totalmente destrozadas, y a su través se velan retazos de carne magullada, llena de heridas y cardenales. Sus brazos permanecían en posiciones inverosímiles, completamente descoyuntados o rotos sus huesos Por toda la habitación se veían manchas de sangre, y todos los muebles aparecían tumbados en el suelo, rotos y aplastados en su mayoría. La escena toda daba idea de una lucha a muerte, feroz. Una lucha en la que Morgan estaba en patente inferioridad de condiciones…

Sentí que el pelo se me erizaba en la nuca. ¡Cielos, el robot!

Fue una idea repentina, que me estalló dentro de la cabeza al igual que una granada atómica. Morgan había construido ya su robot. Un robot que no sabía nada de leyes cibernéticas, que no obraba bajo mandato alguno, que pensaba y actuaba por cuenta propia…

Di media vuelta, y estuve a punto de chocar con Cecily, que contemplaba todavía con ojos desorbitados el mutilado cadáver yacente en medio de la habitación. Al cruzarse nuestras miradas, murmuró:

—¡Dios mío! ¿Qué… qué puede haber sucedido?

No respondí a aquella, pregunta, tan innecesaria como fuera de lugar en aquellas circunstancias. Cogí a Cecily por el brazo y la arrastré conmigo hacia la salida. Luego abrí la puerta y la empujé hacia el exterior.

—Regresa al monobólido —ordené—, y espérame allí hasta que yo vaya.

—¿Y tú?

Hice un gesto ambiguo.

—No te preocupes por mí. Tengo aún algo que hacer.

Volví a empujarla y ella obedeció dócilmente. Una vez vi que se metía en el monobólido, di media vuelta y volví a penetrar en la casa.

Mi intención era registrar la villa en su totalidad, con el fin de intentar hallar algún rastro del robot. Estaba ya completamente seguro de que él había sido el asesino de Morgan. Si Morgan era el que yacía en el centro de la habitación. Como elemento de precaución saqué mi pistola protónica, una pequeña pero mortífera arma, de la que nunca me he separado en mi vida, y empecé a recorrer la casa. Fui pasando habitaciones, una tras otra, sin hallar nada, digno de mención. Atravesé dormitorios, el comedor, la biblioteca la cocina… En ella encontré a un robot de tipo mayordomo, inmóvil en el centro de la pieza. Lo observé. Se le habían cortado deliberadamente las conexiones del motor. En la práctica estaba como muerto.

Una vez hube examinado por completo el piso bajo, la emprendí con el piso alto. Más dormitorios, una sala de dibujo, en la que todos los papeles estaban revueltos… y nada más. Volví a descender, encaminándome a una pequeña escalera que sin duda conducía a los sótanos. En efecto, allí fui a parar. Encontré diversos accesorios de montaje electrónico, una mesa semejante a las de operaciones, a las que conocía bien, ya que en ellas se procedía al montaje y ajuste de los robots, algunas piezas e instrumentos de alta precisión esparcidos por el suelo…; todo ello en el máximo desorden posible. No cabía duda de que alguien había rebuscado algo por allí, no molestándose en volver a colocarlo todo en su sitio. Del robot no había ni rastro.

Volví a la planta baja, haciéndome mentalmente un cuadro de lo sucedido. El robot había atacado a Morgan, matándolo, asesinándolo, o como quiera que legalmente se llamara a esta clase de crimen. Luego había rebuscado en la sala de dibujo y en el laboratorio algo que le interesaba, probablemente los planos de su propia construcción, ya que no los había visto en parte alguna. Después, ya satisfecho del resultado de sus actos (si es que un robot, aun siendo tan perfecto como éste, podía sentir satisfacción por algo), había abierto la puerta de la villa y…, ¡Adiós!

Me pasé la mano por la frente. Bien, ahora ya había hecho todo cuanto creía que debía hacer. A partir de aquel momento, el asunto dejaba de ser de mi incumbencia.

Por lo tanto, me dirigí hacia la primera habitación en la que había un visófono y, envolviéndome la mano con un pañuelo con el fin de no dejar huellas en el aparato, llamé a la policía.

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Pese a su habitual cachaza, la policía apenas tardó diez minutos en llegar a la villa, conduciendo sendos bólidos oficiales y haciendo sonar estrepitosamente sus sirenas. En seguida se metieron dentro de la casa, ocuparon posiciones, y un sargento, con gesto de malas pulgas y cara de “bull-dog”, se dirigió hacia mí para interrogarme. Me preguntó qué hacía en la villa, a qué hora había llegado, qué había hecho desde que llegara hasta llamarles a ellos, cuál había sido el motivo de mi visita… Me extrañó que no me preguntara también quién era el asesino, pues a esta pregunta hubiera podido contestar mejor que a las otras. No soy hombre que ande mirando siempre el reloj para saber a qué hora llega a todos sitios.

Con el fin de aclarar un poco las cosas, expliqué al sargento todo lo sucedido desde el día en que Morgan acudiera a mi despacho de la «Robot Machines Co.» ofreciéndome los planos de su robot, hasta el momento actual, explicándole asimismo mi teoría sobre el asesinato. A lo cual él, con el escepticismo característico da la policía neoyorquina, respondió con dos exclamaciones que reflejaban a un tiempo sus cortas entendederas y sus largas cualidades de rechazar todo lo que no pudiera verse, tocarse u olerse en torno al asesinato.

—¡Es absurdo! ¡Imposible! —repitió luego, por si yo no había acabado de entenderle. Y añadió—: Pero ¿cómo quiere usted que un robot mate a un hombre? ¡Está fuera de toda lógica!

—¿Por qué? —pregunté, aparentando indiferencia hasta la saciedad.

Me miró con fijeza.

Por unos momentos pareció cortado. Pero luego se rehízo y, con más potencia de voz que antes, respondió:

—¡Como que por qué! Por una razón muy sencilla: si un robot intentara matar a un hombre, se autodestruiría él mismo inmediatamente. ¡Para algo existen las leyes robóticas, digo yo!

—Ya. Y ¿quién le dice que el robot del que le he hablado tenga ese dispositivo de autodestrucción?

El sargento, que había adoptado una postura gallarda, como queriendo decir: «Te creías que yo no sabía nada de Cibernética, ¿verdad? ¡Pues ahí va eso!», pareció deshincharse de repente. Se me quedó mirando con ojos como platos, dándose cachetadas con sus mejillas al mover su cabeza de “bull-dog”. En su rostro se reflejaba la incredulidad, la sorpresa… y la incomprensión.

—¿Quiere decir —inquirió— que puede fabricarse un robot que no tenga grabadas en su interior ninguna ley cibernética?

—Indudablemente.

Siguió mirándome unos segundos, con ojos de alelado. Y después, recuperándose, y con una inconsecuencia mayor que un elefante, se llevó las manos a la cabeza.

—¡Cielos! ¡Y yo que le acababa de comprar a Betty un robot criado para su cumpleaños! ¡Cuando vuelva a casa, me deshago de él al instante! Un robot que puede asesinar a un ser humano… ¡Vaya con lo que se inventa hoy en día!

No me molesté en explicarle que, si el robot lo había comprado en una tienda dedicada a estos fines, no había peligro de que sucediera nada desagradable. ¿Para qué? Por lo que se veía, aquel tipo debía de tener muy buenas influencias en las altas esferas de la policía para haber llegado a sargento. Porque en cuanto a su inteligencia…

Por fortuna, él solamente era el encargado de realizar las tareas preliminares de la investigación, y poco después se presentaba allí un inspector de la Metropolitana a hacerse cargo oficialmente del asunto. En pocos minutos se puso al corriente de todo, hizo un somero examen «a vista», examinó el informe preliminar del forense, me hizo algunas preguntas, y acabó asintiendo con la cabeza.

—Veo que el informe del médico forense está de acuerdo con su teoría —dijo—. Según él, la víctima fue asesinada a golpes, que fueron dados con un objeto contundente de metal, de forma rara, articulada, como si fuera una mano provista de un guantelete metálico. Las señales del cuerpo demuestran que hubo una lucha feroz, en la que la víctima, no pudiendo defenderse contra un enemigo sin duda superior a su fortaleza física, intentaba constantemente huir. Recibió muchos golpes en el cuerpo antes del que definitivamente lo mató, seco, enérgico y en la cabeza. Lo cual justifica el desorden de la habitación, las heridas y las manchas de sangre por todas partes —se detuvo, y se me quedó mirando fijamente unos instantes—. Si —dijo luego—, todo parece demostrar que el asesino fue un robot. ¿Se imagina la escena?

Asentí con la cabeza, sintiendo un estremecimiento a todo lo largo de la columna vertebral. Mentalmente veía aquella habitación, y a Morgan, tratando inútilmente de huir de la mole maciza del robot, sabiendo de antemano que no podía hacer nada para combatir a su propia obra, infinitamente superior físicamente a él. Me lo imaginaba yendo de un lado para otro de la habitación, intentando inútilmente alcanzar la inaccesible salida, tropezando, cayendo, recibiendo continuamente golpes propinados por la mano metálica del robot.

—Bien. —El inspector lanzó un suspiro—. Preveo que este caso va a ser más difícil de lo que a simple vista parecía —permaneció unos momentos pensativo, y al cabo dijo—: Creo que de momento no le necesitaré más. Le agradeceré que se sirva declarar como testigo en la encuesta del asesinato y…, bueno, si necesito hacerle alguna otra pregunta, supongo que podré encontrarle en su domicilio.

Asentí con la cabeza, sin ganas de hablar. El inspector me indicó con la mano hacia la salida, y dijo:

—Creo que será mejor que ahora acompañe a su…, a la señorita a su casa. Por lo que he podido apreciar, se encuentra muy impresionada por lo sucedido.

Se llevó la mano a la sien en un breve saludo, y comprendí que aquello era una tácita despedida. De modo que salí de la casa y me dirigí hacia el monobólido, donde me esperaba Cecily. En cuanto subí, arranqué velozmente, apartándonos del lugar donde yacía el desgraciado Morgan, víctima de su propia creación.

—El inspector me ha interrogado a mí también, Frank —dijo Cecily mientras corríamos en dirección a su casa.

Levanté levemente una ceja, pero no dije nada. Cecily, al ver que no contestaba, siguió:

—Me hizo varias preguntas sobre cómo habíamos llegado aquí, el motivo de nuestra visita, qué habíamos hecho al descubrir el cadáver… Yo le he dicho todo lo que sabía. Lo relativo al proyecto, la llamada de esta noche, cómo habíamos descubierto el cuerpo…

Asentí en silencio, sin dejar de prestar mi atención a la carretera. El inspector demostraba ser más listo de lo que parecía a simple vista. Interrogándonos a Cecily y a mí por separado, sin que ninguno de los dos tuviera noticia de si había interrogado al otro o pensaba hacerlo, se había garantizado una especie de careo invisible de declaraciones, sabiendo al instante si alguno de los dos mentía. Un buen sistema.

—¿Qué te ha preguntado a ti? —inquirió Cecily, al ver que por mi parte no tenía muchas ganas de hablar.

Me encogí, de hombros, indicando así que no tenía deseos de hablar de ello. Cecily, mujer inteligente, comprendió. Durante el resto del viaje no me hizo más preguntas. Cuando llegamos frente a su casa la ayudé a bajar y le indiqué:

—Mañana no es necesario que vengas al despacho. Descansa un poco. Lo necesitas después de lo sucedido esta noche.

Asintió levemente, pronunció un susurrado «gracias», se elevó sobre la punta de sus pies, y me besó suavemente en la boca. Hecho esto, y antes que pudiera reponerme de mi sorpresa, dio media vuelta y se metió en el portal, agitando breves momentos su mano antes de cerrar definitivamente la puerta.

Me quedé parado en medio de la calle, contemplando el ya vacío portal por el que acababa de desaparecer ella. Desde que nos conocíamos (desde que había entrado a trabajar en la «Robot Machines Co.») nunca me había besado, ni yo había intentado hacerlo con ella, Sabía (ya he dicho que es una mujer inteligente) que a mí me gustaba, pero como nunca le había hablado claramente de ello, habíamos mantenido los dos en silencio nuestros pensamientos. Y ahora…

En otras circunstancias, sin duda la hubiera retenido antes de que se metiera en su casa, o hubiera llamado aunque hubiese tenido que despertar a todos los vecinos para inquirir el significado de aquel beso. Pero en aquellos momentos no hice nada de ello. Simplemente, y a costa de parecer idiota perdido, di media vuelta lentamente y me metí de nuevo en mi monobólido.

Poco después me encontraba tendido boca arriba en mi cama, con un cigarrillo inmóvil entre las manos, cuya roja punta iluminaba tenuemente las negruras de la habitación. Mis pensamientos, cosa rara, no se derivaban hacia Cecily y el breve pero para mí importante beso de aquella noche. Derivaban hacia un robot. Un robot perfecto, totalmente semejante a un ser humano, pero sin alma. Un robot al que se tendría que detener antes de que llegara a causar verdaderos daños…

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