¡Robot!

¡Robot!


CAPÍTULO III

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CAPÍTULO III

LA SEGUNDA VÍCTIMA

 

 la mañana siguiente todos los periódicos hablaban del asesinato cometido por el «robot humano», incluyendo amplios detalles e impresionantes fotos mostrando las manchas de sangre de la habitación, el lugar donde había sido hallada la víctima, los muebles rotos… Todos los periódicos mencionaban también que yo, Frank Hickman, director de la «Robot Machines Co», había sido quien había descubierto el cuerpo. Es más: uno de ellos incluso llegó a acusarme veladamente, relacionándome en forma directa con el crimen. Decía textualmente:

 

«El cadáver fue hallado por Frank Hickman, el conocido presidente y director de la “Robot Machines Co.”, quien, junto con su bella secretaria, iba a visitar a la víctima. Y ahora nosotros nos preguntamos: ¿Cuál era la relación, de Hickman con Albert Morgan? ¿Cuál era el motivo de la visita? Según el propio Hickman, ver las pruebas de un nuevo tipo de robot. «Un nuevo tipo de robot auto-pensante, totalmente independizado del hombre, y sin ninguna ley robótica grabada en su cerebro.» ¿Existe tal robot? El único testimonio que de ello tenemos es el de Hickman. Ahora bien: este tipo de robot, si es que puede llegar a construirse, está penado por la ley. ¿Por qué, si Hickman conocía su existencia, no lo denunció a la policía? ¿Por qué accedió a acudir a la villa de Morgan para presenciar las pruebas? En verdad, todo nos parece muy embrollado en este turbio asunto…»

 

Dejé el periódico sobre la mesa del desayuno, poniéndome a pensar. Aunque no lo dijera claramente, lo insinuaba lo bastante como para que todo el mundo lo entendiera. O el robot no existía, y yo mentía para encubrirme de algo, o el robot sí existía, y entonces yo quedaba encartado como encubridor de trabajos ilegales. Más claro no podía estar. Tanto si se miraba por un lado como por otro, yo tenía una gran relación con el asesinato de Morgan. Es más: era la única persona realmente sospechosa del mismo. La gente, naturalmente, pensaría sobre aquello. Y, la policía también.

Me tildé de idiota por no haber caído en ello antes. El inspector no parecía nada tonto, como había demostrado al interrogarnos a Cecily y a mí por separado. Y a pesar de sus buenas formas y su amabilidad, me debía de tener ya en el primer plano (mejor dicho en el único plano) de su lista de presuntos culpables En verdad, mi relación con el asunto era muy turbia, y mi historia todavía lo era más. Todo sonaba a inverosímil, desde la existencia de un robot como el del profesor Morgan, hacia la historia del asesinato. ¿No sería, más plausible, pensaría la policía que yo hubiera matado a Morgan (o al menos hubiera participado en el crimen), inventándome después aquella historia para protegerme? Como director de una fábrica de robots podía haber construido uno, eliminando de su cerebro las circunvoluciones y los mecanismos anexos automáticos de la primera ley, ordenándole después que matara a Morgan en su propio domicilio. Claro que existía el punto flaco del motivo, pero, ¿cuál sería el motivo de un crimen causado por un robot de las características del de Morgan? Por odio no podía ser, pues una máquina es incapaz de odiar. ¿Entonces…?

Me devané los sesos buscando una solución plausible, Claro que, en mi caso existía la defensa, de que crimen así cometido por un robot pondría en entredicho y desprestigiaría la fábrica. Pero… Supongamos que Morgan me hubiera, amenazado con un chantaje ¿No sería preferible el desprestigio comercial a un chantaje que durara toda la vida?

Per unos momentos pensé en ir a ver al inspector y aclarar de una vez todos los extremos. Pero me retracté de mi idea. El inspector no había dado ningún motivo que pudiera darme a entender que me creía culpable, aunque en realidad si lo creyera. ¿No sería una implícita declaración de culpabilidad el presentarme ante él con excusas y argumentos seudoconvincentes? Mejor sería dejar transcurrir el tiempo y esperar los acontecimientos. Ya llegaría el momento de poder defenderme.

Animado por estos pensamientos, salí de mi casa dispuesto a dirigirme a la fábrica, como si nada hubiera sucedido. Tomé el monobólido, y poco después rodaba velozmente en dirección a ella. Pero detrás mío, sin que yo me diera cuenta en ningún momento (sólo fue hasta más tarde cuando lo supe), otro monobólido civil, ocupado por dos agentes de la Metropolitana, sin uniforme, se lanzó a seguirme los pasos.

Cuando llegué a la fábrica hacía ya casi una hora que había empezado el trabajo. Nadie me dijo nada especial, como si todos ignoraran lo sucedido la noche anterior. La realidad era que todo el mundo lo sabía, pero nadie se atrevía a formular ninguna pregunta.

Una vez en mi despacho, llamé por el intercomunicador al jefe de personal, anunciándole que había dado dispensa a Cecily por todo aquel día, y que necesitaba una secretaria sustituta. La tal sustituta resultó ser Eva, una chica guapa, agraciada, eficiente, que sólo tenía un defecto en su haber: el de ser un robot.

Particularmente, a mí nunca me han gustado las secretarias de esta clase, y por esta causa el puesto lo ocupó desde un principio Cecily. Estoy de acuerdo con que una secretaria-robot es mucho más eficiente, mucho más trabajadora y mucho más rápida que una secretaria de carne y hueso, pero las encuentro demasiado frías, demasiado impersonales para su labor. Una secretaria es alguien en quien el jefe ha de poder confiar, a quien pueda someter un problema y una duda, con la seguridad de encontrar una ayuda, una sugerencia… o al menos unas palabras de confianza o consuelo. Las secretarias son el remedio de las vacilaciones de los jefes, y esto… un robot no puede serlo nunca.

Pero, en fin, acepté lo inevitable. La mañana fue transcurriendo entre firma y firma, y a medida que pasaba el tiempo el problema que ocupaba mi mente me iba absorbiendo más y más, hasta que llegó a adquirir proporciones verdaderamente ciclópeas. Tanto fue así, que mi secretaria tuvo que llamarme la atención, con la poca delicadeza propia de los robots, sobre dos errores que cometí en el curso de la redacción de unos contratos.

Para mí el problema no estribaba ya ahora en el robot de Morgan y sus poderes, sino en el modo de librarme de la acusación de asesinato que cada vez veía gravitar más directamente sobre mi cabeza. La única solución plausible era «demostrar» con pruebas fehacientes la existencia del tal robot y sus extraordinarios atributos Pero ¿cómo podía hacerlo? Repasé mentalmente las personas que conocían la existencia de los planos de robot y la posibilidad de su construcción. Yo, Cecily… y, naturalmente, Edward.

Di un salto en el asiento al recordar el nombre del técnico, ¡Claro! ¡Si tenía la solución al alcance de mi mano! ¡Si había estudiado los planos, él conocía los poderes y las limitaciones del robot! ¡Él sabía de su existencia teórica! Incluso en el libro de entradas y salidas del departamento técnico existirían las anotaciones sobre el provecto, sus fechas de entrada y de salida sus características, el oficio de notificación de haber sido rechazado, y las causas que lo habían motivado.

¡Y unas anotaciones hechas hacía ya varios meses no podían falsificarse así como así!

En seguida me tracé el plan a seguir. Iría con Edward a ver al inspector y trataría de convencerle de que debía derivar sus investigaciones, no en busca del asesino, un asesino desconocido e hipotético, sino en busca del robot, un ente material y existente, al que debía destruirse antes de hiciera más daño del que ya había hecho. Y después, una vez convencido el inspector…

Pulsé el botón del intercomunicador ordenando a Eva:

—Haga el favor de avisar al señor Franklin que venga a mi despacho.

—Muy bien, señor —contestó la voz eficiente de la mujer-robot.

Transcurrieron varios minutos, y cuando ya creía ver aparecer la figura corpulenta de Edward por la puerta, volvió a sonar el intercomunicador, encendiéndose la señal de llamada.

—Lo siento, señor, pero comunican de la sección técnica que el señor Franklin no ha venido hoy a trabajar. Tampoco ha dado ninguna razón para justificar su falta.

—¡¡Qué!! —chillé más que grité, dando un bote en el asiento. Lo que menos me esperaba era oír aquello.

La paciente y monótona voz de Eva, al igual que un magnetófono, fue repitiendo palabra por palabra todo lo dicho anteriormente con el tono de una lección bien aprendida. Pero yo no esperé a escuchar el final. Cerré el micrófono me puso en pie de un salto y recogí mi sombrero. Una idea acababa de asaltarme con la fuerza de una bala de cañón. Una idea loca, descabellada, pero que me hizo nacer alas en los pies.

Cuando Eva aún estaba hablando por el intercomunicador, ya irrumpía yo en su despacho en busca de la puerta de salida. Ya salía por ella cuando torcí el cuello y grité por encima de mi hombro:

—¡Comunique a todo el que venga que no volveré en toda la mañana, y quizás incluso tampoco por la tarde! ¡Tengo un problema muy urgente que resolver!

*

 

*

 

*

La casa donde vivía Edward, a la cual me traslada en menos de dos minutos, era un moderno edificio de cincuenta y siete pisos, dotado de todos los servicios automáticos y todas las comodidades que se puedan desear. Edward habitaba un departamento en la planta treinta y ocho, pese a lo cual apenas tardé medio minuto en llegar allí.

Apenas salí del ascensor ultrarrápido, tropezando aparatosamente con una pareja que pasaba por delante, me lancé hacia la puerta del departamento de Edward. Pulsé el timbre y, como tardara más de lo que creía necesario para abrir, volví a repetir la llamada, esta vez directamente con los puños sobre la hoja de madera plastificada.

¡Y la puerta cedió unos centímetros!

Creo que es innecesario explicar lo que sentí en aquellos momentos. Terminé de abrir la puerta de un golpe, recorrí a paso de carga un par de habitaciones y…

Si de mi boca no escapó ningún grito no fue por falta de voluntad. Simplemente, la voz se negó a salir de mi garganta.

¡Porque allí, tendido sobre la cama, y nadando en un charco de sangre, se encontraba el cadáver de Edward…, si a él pertenecía aquel cuerpo yacente cuya cabeza no era más que una pulpa sanguinolenta, con menos forma que un coco aplastado, prensado, triturado y macerado concienzudamente.

Me quedé allí, parado frente a la cama, contemplando sin ver aquella figura que antes habla sido Edward, y que ahora no era más que un pobre cuerpo muerto, inanimado, sin vida. Por mi mente pasaba una confusión, un verdadero caos de ideas. No me cabía ninguna duda de que el asesino había sido el robot, aquel maldito robot al que, aun sin conocerlo ni haberlo visto nunca, ya odiaba más que al mismísimo diablo. Y a juzgar por los coágulos de sangre que se habían formado ya y resecado en torno a la triturada cabeza, hacía ya horas que el crimen había sido cometido…

No sé cuánto tiempo permanecí allí, de pie a los pies de la cama, sin acertar a moverme del lugar donde me encontraba, Al fin tuvieron que ser dos hombres (los dos agentes que hasta entonces, y sin yo apercibirme en ningún momento, me habían seguido discretamente) quienes, situándose a mis espaldas y colocándome sus manos sobre mis hombros, me ordenaron:

—Haga el favor de acompañarnos, señor Hickman. Nos vemos precisados a detenerle bajo la acusación de doble asesinato.

Y de nuevo me encontré frente a frente con el inspector.

CAPÍTULO IV

BUCEADOR CEREBRAL

 

ONIÉNDOSE en pie, el inspector me miró fijamente a la cara.

—Bien, señor Hickman: ¿podría darme ahora alguna explicación plausible a este nuevo asesinato?

No respondí. Me encontraba todavía demasiado impresionado por lo que acababa de ver para hacerme una idea cabal de lo que sucedía a mi alrededor. Todo ocurría como en un sueño, a través de una espesa nube algodonosa.

En mi mente sólo rondaba una pregunta; una sola y obsesionante pregunta: ¿por qué?

El inspector se inclinó sobre su mesa, recogiendo unos papeles.

—Voy a leerle —dijo— el informe del forense en los dos asesinatos El completo y definitivo informe. En el primer caso, el de Albert Morgan, la víctima presentaba gran cantidad de heridas y contusiones en todo el cuerpo, producidas todas ellas antes de su muerte. El despellejamiento de los nudillos y manos en general indicaban que había habido lucha y él se había defendido, aunque en inferioridad de condiciones. Había golpeado y golpeado repetidas veces contra algo «o alguien» provisto de una coraza dura y resistente que lo protegía y escudaba de los golpes. Probablemente una coraza «metálica». La muerte definitiva, aparte los golpes ya mencionados, fue debida a un fuerte golpe recibido en la base del cráneo, golpe que bastó para matarlo instantáneamente. Sin embargo, después de muerto recibió aún otros muchos golpes, todos en la cabeza, los cuales se la deshicieron materialmente. Sin embargo, dichos golpes no fueron propinados con furia, con rabia o con sadismo, sino que fueron golpes certeros, estudiados, como si el asesino tuviera alguna duda sobre la muerte de su víctima, y quisiera asegurarse bien de ello.

»Y ahora llega lo más interesante del informe. A juzgar por el tamaño, forma y dimensiones de los golpes y las heridas, éstas fueron causadas por un objeto articulado en forma de mano. Asimismo, el polvillo microscópico adherido a las heridas indica que esta mano era metálica, concretamente de berilo súper-2. La posibilidad de que los golpes fueran dados con un objeto de esta forma sujeto por la mano queda descartado, por cuanto se movía, y sus dedos se entreabrían o se cerraban de un modo «independiente» según el golpe que tuviera que asestar. La hipótesis de que fueran producidos por una mano recubierta por un guantelete de ese material queda descartada también, por cuanto ningún hombre, por fuerte que sea, y aunque su mano esté protegida de esta forma, puede golpear con tanta fuerza ni causar heridas tan profundas. Por lo tanto, solamente queda una posibilidad: los golpes fueron producidos por una mano maciza o semimaciza, metálica, y con movimientos propios e independientes. ¡La mano de un robot!

Siguió un silencio. El inspector me contempló fijamente, pero yo no alcé mis ojos hacia él. En vista de ello, prosiguió:

—En cuanto al segundo cuerpo, señor Franklin, fue muerto en idénticas circunstancias que el anterior, y por el mismo método. Solo que esta vez faltan las heridas por todo el cuerpo. Sin duda el asesinó lo encontró aun durmiendo, y le bastó tan sólo el golpe en la cabeza. Y en cuanto a los demás golpes…

Volvió a seguir mi silencio, durante el cual me observó de nuevo atentamente. Yo, por mi parte, no cesaba de repetirme una y otra vez la misma pregunta: ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?… Era algo verdaderamente obsesionante, enloquecedor: ¿por qué?… —bien, señor Hickman—. El inspector volvió a dejar los papeles que había cogido sobre la mesa, y se encaró francamente conmigo—. Será mejor que pongamos de una vez las cartas sobre la mesa. ¿Me dirá la relación concreta que tiene usted con estos dos crímenes?

Levanté la vista bruscamente.

—¿Relación?…

—¡Sí!, ¡relación! No me va a hacer creer que todo esto ha sido una simple coincidencia. ¡Usted sabe mucho más sobre este asunto de lo que aparenta y lo que me dijo ayer!

Hubiera podido protestar, defenderme, alegar la injusticia de aquella acusación, pero me callé. Sabía que por más que hiciera todo sería inútil; no llegaría a convencer al inspector. Todas las pruebas parecían estar contra mí.

—Está bien —dijo, al ver mi silencio—. Si no quiere hablar usted, lo haré yo. Usted había recibido de manos de Morgan los planos de un robot, un robot extraordinario, sin precedentes en su campo, como me dijo usted mismo anoche. Pero Morgan pedía demasiado por él. Usted no estaba dispuesto a pagárselo, y decidió apoderarse de él por la fuerza, robarle los planos. Concibió una idea que juzgó maravillosa. Debido a su cargo y a su posición en la «Robot. Machines Co.», para usted sería lo más fácil del mundo construir por su cuenta un robot del tipo medio que fabrican. «Pero suprimiendo de su cerebro todo vestigio de leyes robóticas». Así lo hizo, y cuando lo tuvo completamente listo lo envió a casa de Morgan con una orden concreta: matarlo. Luego fue usted también allá y, libre ya del obstáculo del profesor buscó los planos del robot, se apoderó de ellos, y los ocultó. Luego, con el fin de dar un viso de verosimilitud al relato que pensaba hacer a la policía, se quedó en el lugar del crimen y desde allí nos llamó, anunciándonos el asesinato.

»Pero hoy, cuando estaba ya completamente tranquilo, confiando en la impunidad de su crimen, recordó algo, un detalle que le había pasado inadvertido. Franklin, su colaborador en el departamento técnico de la fábrica, sabía también lo del proyecto. Podía hablar, y entonces se encontraría usted en situación comprometida. Decidió eliminarlo también. Envió a su robot particular para que realizara el trabajo, y usted se desplazó como cada día a la fábrica, aparentando que nada había sucedido. Más a media mañana decidió acudir a casa de su segunda víctima para comprobar la efectividad de sus órdenes y constatar que no había dejado ningún cabo suelto. Pero cometió un error: no creyó que nadie fuera a seguirle, cuando la realidad era que dos de mis agentes no le perdían ni un segundo de vista desde la noche anterior, por expresa orden mía. Y así pudieron cogerle en el mismo escenario de su segundo crimen, casi con las manos en la masa…

—¡Eso no es cierto!

Me semilevanté del asiento, dirigiendo al inspector una ansiosa mirada. Pero él se limitó a observarme fríamente.

—¿De veras? No, amigo mío; no podrá engañarme de nuevo. Lo tenía todo muy bien planeado, pero cometió un fallo. Pensó que nos engañaría con el cuento de llamar usted mismo a la policía, y éste fue su error. Si el cuento del robot asesino hubiera sido cierto, usted se hubiera guardado muy bien de indicar su relación con ello. Existe un robot del profesor Morgan, es cierto, pero no tiene ninguno de los fantásticos atributos con que nos lo ha descrito usted. No tiene nada de peligroso. Usted inventó esa patraña para despistarnos, para desviar nuestra atención hacia otros cauces. Por eso mató a Franklin. Él sabía que el robot que había presentado Morgan no era el que usted nos había dicho. Y tuvo miedo de que hablara demasiado…

—¡No, no es verdad! —en mis ojos se pintaba la ansiedad—. Están equivocados. ¡El robot existe, él fue quien mató a Morgan y a Edward, y robó los planos de su propia construcción!…

—¡Muy bien, de acuerdo! Él hizo todo eso. ¿Por qué? ¿Acaso quería guardar un recuerdo de cómo estaba construido por dentro? ¿O acaso pensaba fabricar a varios otros congéneres suyos, con la ambición de dominar el mundo? ¡Oh, todo esto es absurdo! ¿No comprende que parece un cuento de hadas?

—No —murmuré lentamente, hundiendo la cabeza entre las manos—; mejor parece una pesadilla…

Transcurrieron unos instantes de silencio. El inspector me contemplaba como supongo debe de contemplar la fiera a la presa que ya ve segura bajo sus garras. Yo, por mi parte no me movía. Comprendía que para mí todo estaba perdido. No me creían; no querían creerme El inspector se había aferrado como una lapa a su teoría, y no quería apelar a razones. ¡Y lo peor era que estábamos perdiendo lastimosamente el tiempo, mientras el robot del profesor Morgan seguía libre, y con su capacidad intacta de hacer daño!

De pronto, animado por una súbita decisión, me puse en pie.

Muy bien exclamé, mirándole fijamente con ojos resueltos. Una idea repentina acababa de pasar por mi cerebro. —Usted no quiere creerme ¿verdad, inspector? No quiere admitir que se ha equivocado en sus deducciones. Muy bien. En ese caso, le agradeceré que me someta a la prueba del «buceador cerebral». Estoy dispuesto a soportarla con tal de que se esclarezca todo de una vez.

El Inspector se me quedó mirando, con un evidente gesto de sorpresa en el semblante. Todo se lo hubiera esperado menos aquello. El «buceador cerebral», el actual substituto del antiguo detector de mentiras, es un aparato que analiza hasta el último rincón, célula por célula, todo el cerebro del paciente sometido a su acción. Su empleo es muy doloroso para el que se somete a él, y por ello solamente se emplea para hacer confesar a criminales peligrosos, espías, y cuando el propio reo se somete voluntariamente a él. En el «buceador cerebral» no existe el error, el fallo psicológico. Sencillamente, no puede existir; aunque uno quiera esconder sus pensamientos en el rincón más oculto de su cerebro, el aparato los busca, los encuentra, los desentierra, y los analiza hasta la última partícula. Por este motivo, todos los que piden voluntariamente ser sometidos a su prueba, ya no cabe ninguna duda: son inocentes.

—¿Está seguro de que lo desea? —preguntó el inspector, mirándome fijamente.

Afirmé con la cabeza.

—Sí. No tengo pruebas para demostrar mi inocencia, pero «soy» inocente. Y necesito demostrarlo. Sólo así podré hacerle comprender que lo más importante no es buscar «quién» es el asesino, sino «hallarlo», encontrar el lugar dónde se oculta y destruirlo antes de que siga haciendo más daño…

El inspector continuó mirándome, sin duda pensando que mis palabras sonaban apasionadas como las del culpable que pretende a toda costa probar su falsa inocencia agarrándose a una coartada falsa. Al fin, encogiéndose de hombros, murmuró:

—Bien. Si es su deseo… ¡En fin, usted se lo busca!

Y, llamando a dos policías, ordenó que me condujeran a la «habitación especial» donde se hallaba el aparato.

*

 

*

 

*

El famoso «buceador cerebral» era un aparato que imponía por su sola presencia. De más de cinco metros de altura por siete u ocho de largo, y con un grosor de más de tres, su superficie estaba repleta de indicadores, esferas y conmutadores especiales, cuya misión era para mí completamente desconocida. En la parte delantera, en el centro, se encontraba el aparato principal, el «contacto» como se le llamaba, una especie de silla con abrazaderas metálicas al estilo de las antiguas sillas eléctricas, en cuya parte superior se encontraba una especie de casco estratosférico lleno de cables y conexiones: era el famoso «encéfalobuceador».

Durante casi media hora, dos hombres provistos de sendas batas blancas, los cuidadores del aparato, trabajaron preparando y disponiéndolo todo para el experimento. A mi lado, el inspector me examinaba curiosamente. Por su mente debían de pasar las más curiosas ideas. ¿Me supondría todavía culpable? ¿Empezaría a creer en mi inocencia? No cabía ninguna duda de que mi petición le había sorprendido…

Uno de los que manipulaban el aparato se acercó a nosotros.

—El aparato está listo —informó—. Cuando quieran…

El inspector asintió, volviéndose hacia mí

—¿Todavía está dispuesto a someterse a la prueba?

Asentí con la cabeza, sin dejar de mirar la imponente mole del aparato. Lanzando un suspiro, el inspector me tendió una hoja de papel para que la firmara. Era una declaración en la que yo explicaba que me sometía voluntariamente a la prueba, y que aceptaría como único e inimpugnable el veredicto que diera la máquina, fuera cual fuere, considerándolo como definitivo. La firmé sin pestañear, y se la devolví al inspector. Éste la echó una breve ojeada, e hizo una seña al encargado.

—Por aquí —indicó éste, cogiéndome amablemente del brazo.

Nos dirigimos a la silla metálica, y me hizo sentar en ella, colocando mis brazos sobre los de la máquina. Acto seguido procedió a atármelos con las abrazaderas, pasándome además una correa por el pecho y otra por los muslos. No sé por qué, pero en aquel momento sentí una especie de hormigueo inquietante por mi cuerpo. A pesar de que tenía la casi completa seguridad del resultado satisfactorio del experimento, no podía evitar sentir una cierta intranquilidad.

El otro hombre de blanco se acercó, llevando en su mano una jeringuilla hipodérmica rellena de un líquido blancuzco. Mientras me la inyectaba en un brazo, el otro colocaba el «encéfalobuceador» sobre mi cabeza, asegurándolo a mis orejas y por debajo de la barbilla. Una vez bien asegurado, apretó un botón, y sentí un débil pinchazo en las sienes. Después, a efectos de la inyección (cuya finalidad era aletargar al paciente y dejar el cerebro desbloqueado y libre para recibir las ondas de sondeo) sentí cómo me iba invadiendo una débil somnolencia, y me pareció que caía en un pozo profundo, profundo…

Cuando desperté, mi cabeza resonaba como si en su interior hubieran colocado un tambor redoblando a toda potencia, y mis piernas parecían estar formadas da gelatina. Me encontraba sentado en el mismo sillón, libre ya de las correas y del «encéfalobuceador». Sin embargo, mi debilidad era tanta que ni siquiera me atreví a moverme por temor a desintegrarme en el aire cual inconsistente voluta de humo.

El mismo hombre de blanco que antes me diera la inyección, me clavó otra aguja, deslizándome un líquido lechoso a través del torrente sanguíneo. Poco a poco, sentí que las fuerzas iban volviendo a mí. Me puse en pie, pero tuve que agarrarme fuertemente al sillón para no caer. La cabeza me daba más vueltas que un satélite artificial.

No podía andar.

—Esta sensación pasará pronto —me dijo uno de los dos hombres de blanco—. Mientras, siéntese y repose.

—Gracias.

No me hice repetir la indicación, y me derrumbé de nuevo en el sillón. Parecía como si me hubieran exprimido la cabeza como un limón. «Al fin y al cabo —me dije—, esto es lo que hace el «buceador cerebral» Té exprime el cerebro hasta sacarte todo lo que tienes dentro. ¡Cielos, me lo debe haber dejado más seco que el desierto del Sahara! En fin, todo sea para demostrar mi inocencia.»

Transcurrieron unos minutos, y cuando me pareció que las vueltas del Sputnik habían cesado volví a intentar levantarme. Ésta vez la habitación permaneció estable a mi alrededor, pero el tambor de mi cabeza seguía resonando a toda potencia, sin apenas dejarme pensar.

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