Ritual

Ritual


12

Página 15 de 25

12

Tan pronto hubieron aterrizado los niños en la hierba, comenzaron a jugar al burro. David advirtió que Gilly no se encontraba entre ellos. ¿Dónde estaba, entonces? Los chiquillos se doblaban y brincaban con extrema precisión. David estaba impresionado. Era como si al ver al inspector hubiesen reaccionado con aquella particular rutina. Cuando acabaron con los ejercicios, Billy el Gordo avanzó a trompicones hacia Cready y le susurró algo al oído, ignorando del todo al inspector. Cready se disculpó por la falta de educación del chico; sin embargo, se lo llevó hacia el sauce para continuar la conversación sin interrupciones.

Los demás niños se sentaron formando un semicírculo y esperaron el desenlace. Miraban de arriba abajo al policía. David, que ignoraba por qué él también aguardaba, se frotó los pelillos que le crecían en la barbilla, y acto seguido miró el reloj. Eran las nueve en punto.

Con un gimoteo, Billy puso fin a la conversación:

—¡Jolín, señor Cready, nos lo prometió! ¡Sí, nos lo había prometido! ¡Que jugaríamos a los juegos buenos para ensayar lo de esta noche!

Algo estaba pasando. David se apresuró a abordar a Billy:

—¿Qué juegos, Billy? ¿A qué vais a jugar durante el solsticio?

Billy buscó ayuda en el rostro sonriente de Cready, cuyos ojillos de tiburón aconsejaban que lo más inteligente era no decir ni media. Ofreció al chiquillo el arco que tenía en la mano. Billy colocó una flecha del carcaj de Cready en la cuerda y la hizo aterrizar en el parche umbroso de verdor que quedaba entre los pies del inspector. Acto seguido echó a correr adonde estaban los demás niños.

—¡Hemos venido hasta aquí —vociferó para que se le oyera bien—, hemos venido hasta aquí para entrenarnos para el concurso de tiro con arco de esta noche!

El coro se puso de pie de un salto y entonó religiosamente:

—¡Eso es! ¡Hemos venido hasta aquí para entrenarnos para el concurso de esta noche!

Entonces el dúo, Cready y Martin, proporcionó el contrapunto grave con una original letra:

—¡Eso es! ¡Han venido hasta aquí para entrenarse para…!

David cortó el recital y acabó él mismo el melódico verso:

—… para el concurso de tiro con arco de esta noche. ¡Ya me he enterado, demonios!

—No es necesario hacer uso de esa fraseología rebelaisiana delante de los niños, ¿no cree, inspector?

Los treinta y siete años de civilización de David explotaron en su interior, y sacó a gritos su frustración de detective:

—¿Niños? ¡Estas criaturas son monstruos en potencia! He visto cómo Anna Spark los pervertía. Y cuando averigüe el propósito concreto de su corrupción, acabaré con toda la fruta podrida que hay en este pueblo. Sé muy bien, Cready, sé muy bien que usted forma parte de esta inmundicia. ¡Lo tengo muy claro, y voy a por usted!

El odio hacía sudar a David. Las continuas tergiversaciones, el cieno, todo eso se filtraba en las imaginaciones de los niños. Le ponía espiritualmente enfermo.

Abrió los brazos y se acercó al corrillo de niños:

—Escuchadme, por favor. Quiero contaros lo que está pasando aquí. Yo soy policía. Ostento el poder de la ley, y si os sentís intimidados, amenazados o algo peor (si vivís con miedo, en resumen), yo me encargaré de protegeros. ¡Y personalmente me ocuparé de que sufran los hombres y mujeres responsables de vuestro temor! Venga, ¿qué es lo que pasará esta noche? Contádmelo y os aseguro que nadie os castigará por vuestros malos modales, ni por vuestro descaro ni por esas otras costumbres tan desagradables que tenéis. Como no me lo contéis, les diré a vuestros padres lo que habéis estado haciendo.

Los niños recularon, pero en cuanto escucharon la amenaza sobre sus padres, se echaron a reír, echando la cabeza hacia atrás igual que unos asnos arrogantes. Las carcajadas eran rebuznos. El dueto de Cready y Martin se sumó a la burrada.

David agarró al pequeño Berty de los hombros y le cortó la risa a base de zarandeos. La respiración del niño sonaba, al pasar por su suave garganta, como el siseo del fuego sobre el agua. Sintió que las lágrimas inundaban su última risotada, pero no le quedaba aliento suficiente para echarse a llorar.

—Berty, te lo advierto: habla. ¿Habéis venido a jugar con el arco, o para ensayar las celebraciones de esta noche?

Berty no comprendía.

—No, señor inspector, hemos venido a ensayar con el arco para esta noche. Todo el mundo va a participar, ¿sabe? Hasta el terrateniente va a venir a practicar, ¿a que sí, señor Cready?

Aun sudando de risa, Cready asintió. David estaba absolutamente perplejo.

La mención de Berty al hacendado explicaba sin duda la presencia del arco y las flechas en el vestíbulo de su casa. Aunque tal vez no.

Billy empezó a bailar alrededor del inspector como un indio sediento de sangre. La Cuadrilla se unió e interpretó las danzas sanguinarias correspondientes, manteniendo una distancia prudencial. David soltó a Berty, quien se unió a los bailes de guerra. La siguiente contribución de Billy a las maniobras fue lanzar otra flecha a los pies del inspector. Cready amenazó con dar una buena torta al gordo. Billy decidió que había llegado el momento de poner en práctica el enfurruñamiento acostumbrado. Le duró diez segundos, porque a continuación comenzó a imitarlos flexibles andares del inspector. Se fabricó unos círculos con los dedos índice y pulgar y se los llevó a los ojos para representar las gafas del policía. De esta guisa desfiló por el césped unos sesenta segundos, hasta que le ladró al inspector:

—¿Por qué no te largas, polizonte? Mira que vas a acabar hecho picadillo…

Billy corrió describiendo un salvaje zigzag hacia el inspector sin dejar de bramar comentarios maleducados.

—¡Te estás ganando unos buenos correazos, niño! —replicó el inspector—. Y como me saque el cinturón, lo vas a lamentar.

El niño gordo rodeó al hombre esbelto. Y entonces, para sorpresa de todos, hizo un placaje de rugby al policía. El más sorprendido de todos fue el propio David, que estaba preparado para casi todo… Menos para aquello.

Cayó de boca, pero se las arregló para impulsarse con las manos y no tardó en ponerse de nuevo en pie. Dos manchas verde oscuro sonreían en las rodilleras de su pantalón. Billy se había hecho más daño. Arrepentido, se quitó la tierra húmeda que se le había quedado en los codos.

En un primer momento nadie se fijó en que el contenido de los bolsillos de Billy titilaba al sol. David fue el primero en advertir los objetos, y los cogió. Había tres canicas de arcoíris, una galleta de chocolate blandurria a medio comer, cuatro peniques, una pistola de agua corroída… Y una muñeca rosa con un largo alfiler de bronce clavado en el abdomen.

David devolvió a Billy todo lo que se le había salido de los bolsillos, salvo el alfiler y la muñeca. Igual que abejas obreras, con los aguijones preparados, los niños zumbaron en torno a su reina. Su intención era protegerla. Cready se colocó sin hacer ruido detrás del pequeño Berty, a la espera de que se desencadenara el conflicto.

—¿Qué significa esto, eh, Billy? —quiso saber el inspector—. ¿Y por qué has pintado con letra mayúscula «Dian» en la espalda de la muñeca?

David alzó la muñeca para que todos la vieran. Billy empezó a lloriquear. Sabía que, dijera lo que dijese, el colmenero se lo iba a hacer pagar. Se inclinó por considerar que la histeria le sería útil en aquella causa perdida, de modo que se obligó a abrir la boca y emitir un grito que luego reforzó con cuatro lagrimones perfectos. Las lágrimas eran la parte más difícil de la Operación Histeria. Tenía que exprimirse la cara como si fuera un pomelo y después sacar a la fuerza las lágrimas de detrás de los ojos. Era una ardua tarea. Agotadora. En el pasado se había trabajado a conciencia el llanto, así que se podía decir que tenía cierto dominio de la materia. Cuando por fin logró expulsar las lágrimas, agarró la muñeca con la mano izquierda. David la sostuvo por la cabeza y los pies valiéndose sólo de los dedos índice y pulgar, de tal modo que lo único que consiguió coger el gordinflas fue la punta del alfiler, que se le clavó en el pulgar. Ahora sí que tuvo motivo para llorar. Hizo erupción una perfecta burbuja de sangre. La lamió. Se sentía muy desgraciado.

—¡Yo odiaba a Dian! La odiaba… Bueno: la odiábamos todos. ¿A que sí, Cuadrilla? —imploraba a los niños, mudos, a la vez que derramaba agua salada por los ojos—. ¡Su madre es una bruja! ¡Una bruja…!

David deseaba interrumpir para hacer preguntas más concretas, pero logró dominarse. Billy seguía chillando.

—¡Que sí, que es una auténtica bruja, señor! ¡No se equivoque!

Cready intentó apartar a Berty con el fin de calmar al niño. David comprendió sus intenciones y negó con la cabeza. Nadie se movió. Entonces, Cready trató de abrirse paso de nuevo.

—Deje tranquilo al niño, Cready, o lo arrestaré por intimidación de testigos. Su orientación sexual, aunque ahora sea oficialmente legal, todavía podría causarle algún que otro problemilla si cayese en manos de algunos de mis hombres, que no aprueban ciertos cambios en las leyes; no sé si me explico.

Cready aceptó la derrota. Y Billy continuó.

—La madre de Dian puede hacer con nosotros lo que quiera. Puede provocarnos pesadillas. Me ha tenido muerto de miedo varias semanas, se lo prometo. Mientras duermo vienen los vampiros a buscarme. Se mete en tus sueños y los maneja, y Dian era igual que su madre. ¡Mala y muy astuta! Su hermana mayor, Anna, es muy simpática. ¡Pero me alegro de que Dian se haya muerto! ¡Me alegro! Intentó poner a la Cuadrilla en mi contra. Todos la odiábamos a muerte, ¿o no es verdad, Cuadrilla?

Los demás niños no iban a decir ni una palabra. No sabían de qué estaba hablando Billy.

—La odiábamos, ¿a que sí? ¿A que sí?

La histeria retorcía las palabras del niño y las hacía casi incomprensibles. Sólo el odio era inteligible.

David le mostró la muñeca a Billy.

—¿Le clavaste tú el alfiler a la muñeca?

No hubo respuesta. Apenas unos jadeos y varias lágrimas.

—Dices que su madre es una bruja. Pero tú también has practicado la magia negra. Deseaste la muerte de Dian al hincar el alfiler en la tripa de esta muñeca. ¿Eso es lo que querías que le sucediera a Dian? ¿Que tuviera una muerte terrible? ¿Tu intención era que sufriera con un alfiler clavado en las tripas, igual que la muñeca? ¿Querías ver la carne resquebrajada, igual que este plástico? Sí, tú eres capaz de algo así, ¿a que sí, Billy? ¡Un cobarde! ¡El cobarde que aterroriza a sus amigos solapadamente porque no es tan bueno como ellos!

»La mataste tú, ¿no es así, Billy? ¿Eso fue lo que pasó? Estabais jugando en el roble gigante y en un momento dado convenciste a Dian para que trepara. Y entonces, nuestro valiente Billy trepó tras ella. La Cuadrilla observaba la escena, expectante, porque no le importaba que ella muriese. Su madre ya no os molestaría más si Dian moría, ¿verdad? Pero ninguno de vosotros sabía lo que la muerte era en realidad, ¿a que no?

Se volvió hacia los niños mudos. Las gafas de sol absorbieron el sol mientras David escrutaba los rostros infantiles. Ellos le devolvían la mirada. Sólo interrumpía el contacto visual algún que otro parpadeo. Susan tentó con la lengua un diente que le estaba saliendo. Nadie se movía.

—Porque sabes lo que es la muerte, ¿no es así, Billy? ¡La empujaste para que cayera! Qué fácil era, igual que dar un puntapié a un gatito o despachurrar una mosca. El cuello se le partió al tiempo que los hombros daban contra la hierba. Se le retorció la columna vertebral. No, no apartes la vista, Billy, sé que mi descripción te excita. El dolor te excita por sistema, siempre y cuando no seas tú quien lo padezca.

Billy contuvo el aliento y exhaló un alarido.

—¡Eso es mentira! ¡Mentira! ¡Yo estaba en mi casa cuando se murió! ¿A que sí, Cuadrilla? ¡Venga, asquerosos, decidle al poli que lo que estoy diciendo es verdad! Por favor, decídselo. ¡Contadle que estábamos jugando en el jardín de mi casa!

Un amago de sonrisa asomó en las comisuras de los gemelos. Los gemelos siempre reaccionaban al mismo tiempo, como si estuviesen conectado a un mismo enchufe y los activasen a la par. Cualquier cosa los accionaba. Muy especialmente el malestar de su líder. Joan permitió que los músculos de sus labios se relajasen en una amplia sonrisa. Los ojos se le achicaron hasta no ser más que dos rajitas a medida que las comisuras se iban estirando.

Billy perdió los papeles y empezó a chillar:

—¡Tenéis que decirle que no estaba allí! Mirad… ¡Os vais a enterar! ¡Me las vais a pagar! ¡Decídselo! ¡Decídselo!

Cready sofocó una risa. Martin babeó. Dos hilillos grasientos de saliva le corrieron barbilla abajo.

—¡Decídselo! ¡Decídselo!

La Cuadrilla abandonó la pantomima y explotó en carcajadas. Lo único que Billy alcanzaba a ver eran siete cabezas que se agitaban adelante y atrás por obra de la risa. Risa y más risa, y más risa aún.

Se están riendo de mí. Creen que hice eso. ¡Pero no es así! ¡Ayúdame, mami! No lo hice, no lo hice, mamita, mami…

Una soledad total le anquilosaba el cuerpo, y lloraba ante una multitud indiferente. Ya no era su Cuadrilla. Lo odiaban. Igual que él odiaba a Dian. Era un cerdo viejo arrojado a los perros.

—¡Me odian! ¡Me odian…!

De improviso, apartó a Joan para abrirse camino al mismo tiempo que arrebataba la muñeca al inspector. Acto seguido, dio un empujón a Cready, otro a Martin, y echó a correr como loco. Por espacio de unos segundos, el inspector no supo cómo reaccionar: si debía someter a Cready y a la Cuadrilla a un tercer grado, o perseguir al chiquillo. No solía ser lento de reflejos, pero los acontecimientos se sucedían sin tregua, era apabullante.

Billy ganó la verja y se dirigió jadeante hacia el bosque. Le costaba horrores avanzar. Se había quedado sin aliento de tanto llorar. Le dolían las mantecas del esfuerzo de ir colocando una pierna delante de la otra. Y sudaba en abundancia. Empezó a pegársele el calzoncillo al trasero. El movimiento constante le provocó rozaduras entre las piernas. Le llegaba el estomagante aroma del cerdo asado.

El sol se había transformado en un martillo, y su cuerpecillo achaparrado era un yunque a la fuga. Con alivio, alcanzó las sombras acuosas del bosque, que se deslizaron por su cuerpo sudoroso igual que un cubito de hielo aplicado en la espalda. Una vez al abrigo del verdor moteado, comenzó a temblar de alivio. Se giró para contemplar el camino que había recorrido y vio que el inspector corría tras él. Billy sabía que si se quedaba quieto le caería encima una buena, de modo que optó por internarse en el follaje.

Dos minutos más tarde, David halló las sombras. Pero no a Billy. No estaba seguro de si el niño era la clave para salir del laberinto.

—Billy, ¿dónde estás? ¡Sal, hijo mío! Con retrasar el momento de decirme la verdad sólo empeoras las cosas. ¡Vamos, Billy!

Una paloma zureó entre los pliegues de un abedul dorado.

—¡Billy, campeón, sal, no me marees más! Te lo advierto: soy un hombre muy ocupado…

Se fue adentrando en la maleza. Era como perseguir a un ratón en un granero. Caminó y corrió en círculos vegetales. Ni rastro. Ni rastro de Billy. Le sorprendió descubrir que había llegado a otro límite del bosque.

El roble gigante se desplegaba bajo una luz deslumbrante. Su sombra era un estanque de hierba. Había perdido a Billy. Entonces, algo se movió junto al roble. David se ajustó las gafas y fue hacia las sombras punzantes.

Ir a la siguiente página

Report Page