Ritual

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En el ayuntamiento de la localidad, frente a la carnicería del matagatos y a un minuto apenas de la iglesia de St. Peter, tenía lugar un interrogatorio oficial.

Con el terrateniente a la cabeza, varios vecinos selectos formulaban preguntas a Gilly acerca de la muerte de Dian. La intensidad de los intervinientes tenía apabullada a la niña. Todo el mundo participaba. La señora Spark clavó sus cuchillas verbales. Hasta los progenitores de Gilly se mostraban implacables con su hija. En ese momento, los tres jornaleros se ensañaban con ella.

—¿Por qué corrías con tantas ganas para huir del árbol, si sólo fue un accidente, Gilly? ¿Por qué?

—¡Fue un accidente! ¡Un accidente, un accidente…!

El terrateniente interrumpió las preguntas con una orden:

—¡Silencio! Te lo explicaré por última vez, Gilly. ¡Si no nos cuentas la verdad, no nos quitaremos de encima al inspector durante semanas! Y lo que es peor: nos echará a perder los actos de celebración de esta noche. ¡La verdad, Gilly, o pagarás tú el pato! Sabes lo que eso significa, ¿no? Sabes bien lo que eso puede llegar a significar, ¿a que sí?

Gilly miró a sus padres. Sí, sabía lo que eso podía llegar a significar.

—¡No estoy mintiendo! ¿Cuántas veces tengo que decirlo? Mire, si no me cree, conozco una forma de que lo averigüe definitivamente. Dian me contó que su madre sabía dormir a la gente y luego hacerle preguntas, y las respuestas eran siempre la verdad…

Un aspaviento recorrió toda la sala. Todas las miradas se giraron hacia la señora Spark. Conque hasta una niña conocía sus poderes…

Gilly continuó, al margen de todo.

—¿No podría usted dormirme, señora Spark, y luego hacerme las mismas preguntas que me hacen ahora? Entonces sabrán si estoy diciendo la verdad.

La señora Spark contestó:

—Ven, nena, siéntate en esta silla.

Gilly obedeció.

—Mírame a los ojos, Gilly… No, no, concéntrate más, más… Hasta que mis ojos estén por todas partes. Así… Así… Son agua… Vastas profundidades de aguas verdosas y apacibles… Y ahora, ahora estás descendiendo una escalera de caracol hecha de agua… Atraviesas maíz, amarillos granos de maíz que entrechocan sus cáscaras… Igual que la lluvia que cae sobre el agua radiante… Y ahora, ahora duermes en esas aguas radiantes…

La cabeza de Gilly cayó hacia atrás, apoyada en el respaldo de la silla. La señora Rowbottom pasaba los dedos por la clara melena de su hija. Le susurró:

—Gilly, cuéntaselo a mamá, cuéntale a mami cómo murió Dian. ¿Cómo murió Dian?

A pesar de que estaba dormida, Gilly tenía los ojos como platos. Como platos enormes. Parecían crecer como unas lunas cristalinas desprovistas de vida que sobresalían entre las pestañas.

—Venga, Gilly, tesoro mío, cuéntaselo a mamá…

Bajo los efectos de la hipnosis, Gilly comenzó despacio a juntar las palabras. Los espectadores estaban en ascuas. Sabían que, dijera lo que dijese en ese momento, sería la pura verdad. Si había alguien a quien acusar, la acusación se produciría en ese instante. Gilly señalaría al culpable.

—Dian está trepando, poco a poco… Trepa por el árbol despacio… Ay, tan despacio… Yo estoy masticando un pedacito de hierba… Para sacarle el jugo… Ella se ríe… Se ríe de mí… Me arroja ramillas y un puñado de hojas de roble… Y yo me enfado… Le grito… La odio, la odio con todas mis ganas… Odio a su madre… Es una bruja, ella también… Es mala…

Los divertidos ojos se posaron en la señora Spark. La madre de Gilly secó unas gotitas de sudor que se formaban en el puente de la nariz de su hija.

—Sigue, cariño, cuéntale a mamá lo que pasó luego. Lo que pasó después…

Gilly tomó aliento.

—Te odio, Dian Spark, a ti y a la desgraciada de tu madre… Es culpa vuestra que se agrie la leche de las vacas… Y que se mueran los pollos… Es culpa vuestra que tengamos malas cosechas… Y que llueva siempre… Tu madre me provoca pesadillas terribles por las noches… Se me mete en la cabeza y hace que me atrapen los espíritus… ¡¡¡Ojalá estuvieseis las dos muertas y enterradas!!!… Se está riendo de mí, con esa mirada… Esa mirada cargada de odio… Y ahora se ha sentado en la rama como si fuera la escoba de una bruja… Se balancea arriba y abajo… Arriba y abajo… Las hojas parlotean… Y mira, mira, la rama se está agitando demasiado… Se le ha enganchado un pie al tronco… Se va a caer… Está cayendo… Agárrala… Agárrala… Me golpea la barbilla con las rodillas… Me he golpeado una mejilla con el tronco… Escucha, por favor, escucha… Una flauta suena más allá de las colinas, a lo lejos… Una flauta gime… Gime para que yo la oiga… Y Dian… Me levanto y me quedo a su lado… Está tumbada… Parece que el cuello se le ha partido igual que el tallo de hierba que tengo en la mano… ¿Estás bien, Dian? No iba en serio… Lo que he dicho de ti y de tu madre… No iba en serio… ¡Pégame si quieres! O tírame del pelo… Mientras no te ensañes… Si no, tendré que darte una buena torta… Pero ella sigue ahí tumbada… Le tomo el pulso, como he visto hacer en la tele… Y no siento latido… ¿Estás muerta? Estás muerta, ¿a que sí? ¿A que sí?…

Con un brusco movimiento, Gilly inclinó la cabeza hacia delante y gritó, gritó y gritó. La señora Spark dio un paso adelante y arremetió contra uno de los pómulos de la niña. El grito cambió a un llanto seco. Gilly había salido del trance.

La señora Rowbottom parecía notablemente despreocupada. Aparte de la marca blanca de un dedo que le atravesaba el pómulo, la niña no aparentaba sufrir grandes efectos secundarios. Ignoraba que la habían agredido. Su boca amagaba una sonrisa.

—¿Ha ido bien, mamá? Estaba diciendo la verdad, ¿a que sí? ¿A que fue un accidente?

—Sí, Gilly —ronroneó la señora Spark—. Estabas diciendo la verdad.

En ese momento se dirigió a la hostilidad silenciosa del público.

—Amigos, y digo bien: amigos, por favor, acepten mis humildes disculpas por dudar de su honestidad y sus intenciones. Merezco ser castigada por desconfiar de ustedes. Estoy convencida de que recibiré mi castigo. Les ruego que traten de perdonarme, por favor.

La mayoría de los allí congregados estaban dispuestos a perdonarla. Entendían que se había visto sometida a una enorme presión. El único que cambió la indignación por el odio fue el señor Rowbottom.

La señora Spark concluyó su alegato y abandonó la sala. Jamás en su vida había pedido perdón. La humillación era dolorosa. Se aborrecía a sí misma.

El terrateniente pidió silencio una vez la mujer se hubo marchado.

—Muy bien, damas y caballeros, ya podemos irnos todos a casa. Tenemos pruebas suficientes para acallar las teorías de asesinato del inspector. ¡Esta noche nos entregaremos a las celebraciones! ¡Vivan las celebraciones!

Un rugido de aprobación poseyó al público, que salió en tromba del ayuntamiento. Sólo quedaron en el interior las huellas del sudor y de las exhalaciones de tabaco, y los muros volvieron a enfrascarse en sí mismos. Incorporaron el recuerdo del experimento a la historia secreta del edificio. Algún día, alguien con audición hiperaguda entraría en el ayuntamiento y escucharía. Las paredes le contarían su historia. El oyente escucharía el relato y se haría preguntas.

Una vez acabada la reunión, los aldeanos se dirigieron a sus respectivas casas. Algunos de ellos, por lo menos. Una cosa era segura: una inquietud había sacudido la rutina. A nadie le apetecía relacionarse con los demás. Maridos y esposas caminaban por lados opuestos de la calle y sorteaban las casas de ciertos vecinos. Algunos fueron al bosque. Otros se acercaron a la playa. El solsticio convertía sus cabezas en un cazo de leche hirviendo.

El inspector Hanlin perseguía aún a Billy el Gordo. Había inspeccionado las inmediaciones del gran roble —dos veces— y después siguió sus penosas huellas por el bosque. En ese momento, estaba terminando una rápida batida a la playa.

Sí, huellas de niños, sin duda. Húmedas por el mar. Pero no se veía niños por ninguna parte. Las huellas las podía haber dejado cualquier criatura.

Se encaminó, exhausto, hacia el pueblo, pasando por casa del terrateniente.

Hanlin se detuvo ante la cancela. El caballo blanco ya no estaba en el prado. Volvió sobre sus pasos para examinar la hierba. Para su sorpresa, no había ni rastro de bosta fresca. Boñigas secas de la víspera sí, pero nada más. ¿Dónde se había metido el animal? Se planteó cínicamente la posibilidad de que el hacendado lo hubiese vendido al carnicero matagatos como solomillo de primera. ¡De este pueblo podía esperarse cualquier cosa!

Decidió investigar. David desconocía el porqué, pero sabía que la desaparición del jamelgo era de vital importancia.

Cansado. Estaba muy cansado. La falta de sueño le cerraba los ojos. El descuidado vello facial le irritaba el labio superior y la barbilla. El sudor le apelmazaba la vellosidad de las axilas y la entrepierna. No se había cambiado de ropa desde que había salido de Londres, y necesitaba un baño con urgencia.

Cuando hubo llegado a la casita donde vivía el terrateniente, llamó a la puerta. Sin respuesta. Golpeó la aldaba tres veces. Nada. De modo que continuó su paseo al pueblo. El hambre comenzaba a manifestarse. Una triste tostada fría con un pegote de mermelada le hacían sentir como un monje astroso castigado por tener pensamientos impuros.

Veinte minutos más tarde llegó al pueblo, tras haberse detenido dos veces a quitarse pedazos de conchas de los zapatos. Estaba hecho polvo. Miró el reloj. ¡Por Dios, las doce en punto! El tiempo no existe en ese bosque. Allí sólo reina el miedo.

Emprendió la calle principal. De pronto recordó el abrecartas, que se sacó del bolsillo. Con ayuda de la navaja empezó a añadir sofisticadas espirales a la cola del dragón. Pensó que sería capaz de zamparse el dragón, con fuego y todo, de tan hambriento que estaba.

Una vez cobijado en el umbrío frescor de la casa, se obligó a subir las escaleras. Antes de llegar al rellano, supo que había alguien en su cuarto, lo cual sólo podía significar que uno de los lugareños había decidido registrarlo. Pero ¿por qué? Avanzó de puntillas por el descansillo. La puerta de su habitación estaba cerrada. Con sumo cuidado, apoyó el hombro contra el marco de la puerta e hizo girar el pomo. Con suavidad. Así. Describiendo un ángulo obtuso con el batiente, entró.

Anna examinaba el interior de su bolsa de viaje, sentada en la cama. Sobre el cubrecama había una bandeja con sándwiches recién hechos y cortados en triángulos. David cerró la puerta tras de sí. La chica manifestó un vago temor. Sus ojos reflejaron la cresta de una límpida ola.

—He entrado para ver cómo estabas y traerte algo de comer. ¿Por qué no viniste a mi encuentro anoche?

Hablaba atropelladamente. Por toda respuesta, David engulló un triangulito de tomate y pepino. A la vez que hacía crujir el sabroso pepino con las muelas, dijo:

—Acabarás muy mal, Dian… ¡Digo: Anna! ¿Qué hacías con los niños? Fuera lo que fuese, era una bestialidad.

Se comió dos sándwiches más, percatándose de que el cangrejo y la mermelada de grosellas no casaban muy bien. Muy poco se diferenciaba su hambre del ansia. Anna observó cómo se atiborraba. Le gustaban los músculos oscuros que se le contraían y relajaban bajo el mentón.

—¿Por qué no viniste a mi cuarto anoche, David? Lo estaba deseando. Te habría dejado impresionado. Sentía tu calor a través de la fría pared. Modestia aparte, no somos más que animales cultivados, ¿no crees?

Su mano se deslizó igual que la lengua de un lagarto hacia la entrepierna de él. Le desilusionó comprobar que no estaba nada impresionado. Tenía el pene tan flácido como la piel abandonada de una serpiente. Lo miró fijamente, perpleja.

—¿Es que no te gusto? Porque siento en las entrañas que te mueres por poseerme. ¿Me equivoco?

David se quitó las gafas de sol. Los dedos crispados abandonaron su entrepierna. Anna hizo un último intento. Frotó la pernera con fuerza contra la parte superior de su muslo. Nada. Entonces dirigió los pezones hacia él. David empezaba a aburrirse.

Su mente puritana tenía asignado un momento y un lugar para la sensualidad: el momento era la noche cerrada, mientras que el lugar debía ser el lecho de la dama. No a aquella hora y sobre la moqueta. Con paciencia, David introdujo los dedos entre su frondosa cabellera. Se le adhirieron a las uñas unas escamitas de caspa. Entonces, la agarró bruscamente de un mechón y la forzó a ponerse de pie. Ella soltó un grito, y David le tapó la boca húmeda con la otra mano. Anna trató de morder, pero David supo evitar los dientes. Redujo la fuerza que aplicaba sobre el pelo y la boca y la depositó en la cama. Anna estiró pechos y brazos en dirección a él; la muy controlada crueldad de David resultó ser un potente afrodisiaco. Éste aceptó la oferta metiéndose dos sándwiches en la boca y apartándose de la cama.

—¡Anna, me veré obligado a molerte con los tirantes como no cierres tus orificios y recobres la compostura! Una noche de éstas, si estoy muy desesperado, puede que ceda a poseerte. Pero, tal y como están ahora las cosas, tú eres una ninfómana y yo un policía. Tengo una tarea que atender, y esa tarea no eres tú. Te aconsejo que desembuches; ya sabes qué es lo que me interesa.

Al tiempo que pronunciaba estas palabras se desabrochaba los tirantes. Por suerte, los pantalones no le iban grandes, con lo que se evitó exhibir los calzones largos. Anna sonrió sin reparos mientras él, con un gangueo, se liberó de los elásticos sin quitarse la chaqueta.

—Así que te va azotar culitos desnudos con los tirantes… ¿O prefieres los pechos? ¿O…?

Oliver Cromwell asomó tras los ojos de David. Una espumilla le manchaba las comisuras de los labios. Hizo restallar los tirantes en las muñecas de ella. Su actitud era la de un maestro de escuela. No le procuraba ningún placer infligir dolor. Los ojos verdes de Anna se vidriaron. Le había gustado. Era toda una experiencia. Y no es que la violencia representara una novedad, pero resultaba muy estimulante que ésta procediera de un agente de la ley. Era su primera vez con un inspector de policía, ¡y con gafas de sol y tirantes!

David se preparaba para propinarle otro latigazo en la muñeca, cuando ella se dio cuenta de que después no habría sexo. Cambió de opinión sobre lo provechoso de la experiencia y decidió seguir el juego para ganar tiempo. Ya le había comentado su madre que la muerte de Dian había sido, sin duda, un accidente. La madre quería que el inspector se volviera a Londres, pero Anna deseaba a ese hombre con todas sus fuerzas y no iba a permitir que se marchase sin antes haberlo catado.

—Madre tiene ya la prueba definitiva —dijo— de que Dian no fue asesinada.

—¿A qué esperas? Continúa.

Anna observó cómo se sumergían los icebergs de sus ojos. Los iris morados de David se tornaron rosas al entrar en calor. Consciente de la atenta mirada de la chica, David se subió las gafas de sol a lo más alto del puente de la nariz.

—¡Continúa, vamos!

—Han sometido a la pequeña Gilly Rowbottom a un trance hipnótico. Como seguramente ya sabrás, mi madre es la reconocida bruja del pueblo. Así que fue ella quien la hipnotizó. La palabra «bruja» se presta a muchas interpretaciones. Ella es lo que uno quiera ver que es. ¿Qué te gustaría a ti que fuese, mi atrevido David?

—¡No te salgas por la tangente!

—Bueno; bajo el efecto de la hipnosis se ha descubierto que lo que decía Gilly era verdad. La muerte de Dian fue un accidente. Y, como sabes, el subconsciente carece de sentido del humor y raras veces miente. Así que mi madre opina que ya es hora de que agarres tus cosas y te largues de una puñetera vez.

—¿Y qué opinas tú, pequeña ninfa?

—Estoy de acuerdo con ella. Pero me encantaría que te quedaras. No, David, no me preguntes por lo que pasa en este pueblo. Sabes muy bien que no te lo puedo contar. Mira, ¿por qué no te quitas de en medio una noche? Esta noche. Y luego me mostraré abierta a cualquier sugerencia.

Hanlin se abrochó los tirantes a los pantalones. Ya no le divertía aquello. Más me valdría tantear a la señora Spark, pensó, para ver quién estaba mintiendo.

Se aproximó a la puerta sin dejar de masticar el último emparedado de mermelada de frambuesas. Se giró.

—¡Eres una buscona! ¡Una prostituta en toda regla! ¡Fuera de mi cama! Si hallo pruebas concluyentes que me demuestren que la muerte de Dian no fue asesinato, me iré en el tren esta misma tarde y tú podrás retomar tus procaces jueguecitos con Gypo hasta hartarte. ¡Si hasta hueles a fecundación!

—Ay, mi pobre Oly Cromwell…

Llamaron a la puerta, y David fue a abrir. Entraron dos policías. Los mismos que David había conocido la noche anterior. Tres diminutas perlas de sudor pendían del bigote del sargento. El olor acre de la transpiración reciente penetró en el cuarto, y no tardó en imponerse sobre el perfume de Anna. Igual que un perro empapado, el sargento se sacudió las gotas de sudor, que cayeron a la moqueta.

—Disculpe que irrumpamos así, inspector Hanlin, señor, pero tengo algo muy importante que comunicarle. ¿Podría acompañarme a la calle, señor?

—¿Cómo ha entrado?

—La señora Spark nos ha abierto la puerta, señor. ¡Aunque nuestras botas embarradas no le han hecho mucha gracia!

—A mí tampoco, sargento, a mí tampoco.

—Nos gustaría que viniera con nosotros. ¡Hemos descubierto una cosa!

—¿El qué?

Con nerviosismo, el sargento tomó aire, aspirando su propio sudor.

—No me parece aconsejable contárselo delante de la señorita Spark, señor, no sé si me explico.

Seguido por su ayudante, el sargento dio media vuelta con intención de abandonar la estancia.

—Le agradecería que viniera conmigo, señor.

El sargento salió.

—De acuerdo. —David fue tras él y gritó a Anna por encima del hombro—: ¡Sal de mi cuarto ahora mismo!

Anna sonrió e hizo fluir un hilillo de saliva adelante y atrás entre los incisivos, pero no se movió. David se planteó si debía sacarla arrastrándola por el pelo, pero optó por no hacerlo.

Una vez en la calle, David interrogó al sargento:

—Bueno, ¿de qué se trata?

—El joven Billy, ya sabe quién le digo, Billy el Gordo… En fin, ha sufrido un terrible accidente…

David se quedó sin palabras.

—¿Qué? ¿Cómo, dónde?

El policía hizo el gesto de rigor de tomar aliento y declaró:

—Bajo el roble gigante, señor, donde murió Dian Spark. Nos ha parecido una coincidencia… Por eso hemos recurrido a usted, señor.

—¿Coincidencia, dice? ¡Caray!

—Sí, señor.

—¡Ay, Dios! ¿Está muerto?

—Creemos que sí, señor.

David se quedó de una pieza. A continuación, los policías y él echaron una frenética carrera en dirección al bosque.

Todo transcurría según el plan. Pero ¿el plan de quién?

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