Revival

Revival


II

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II

Tres años. La voz de Conrad. Un milagro.

El reverendo Jacobs fue despedido por el sermón que pronunció desde el púlpito el 21 de noviembre de 1965. Eso me fue fácil consultarlo en internet, porque tenía un punto de referencia: ocurrió el domingo anterior a Acción de Gracias. Desapareció de nuestras vidas al cabo de una semana, y se marchó solo. Patsy y Morris —apodado este Morrie el Lapa por los niños de catequesis— para entonces ya se habían ido. Como también el Plymouth Belvedere de cambio automático.

Mis recuerdos de los tres años transcurridos entre el día que vi por primera vez el Lago Apacible y el día del Sermón Tremebundo son de una nitidez asombrosa, pese a que antes de iniciar este relato habría dicho que apenas guardaba memoria de esa época. Al fin y al cabo, me pregunto, ¿cuántos de nosotros recordamos con detalle el período transcurrido entre los seis y los nueve años? Pero escribir es algo prodigioso y aterrador. Abre en la memoria profundos pozos que antes estaban tapados.

Tengo la sensación de que podría dejar de lado el relato que me proponía escribir y, en su lugar, llenar todo un libro —y no uno pequeño— con la historia de aquellos años y aquel mundo, que es tan distinto del mundo en el que ahora vivo. Recuerdo a mi madre ante la tabla de planchar, en combinación, de una belleza increíble bajo el sol de la mañana. Recuerdo mi holgado bañador, de un color verde oliva más bien feo, y cuando mis hermanos y yo íbamos a nadar al Estanque de Harry. Nos decíamos que el légamo del fondo era mierda de vaca, pero era solo barro (probablemente era solo barro). Recuerdo la modorra de las tardes en la escuela unitaria de West Harlow, allí sentados sobre los abrigos en el Rincón de la Ortografía, animando al pobre Dicky Osgood, de pocas luces, a que deletreara bien la palabra «jirafa». Incluso recuerdo que dijo: «¿P-P-Por qué t-t-tengo que d-d-deletrearla si nunca v-v-veré ninguna?».

Recuerdo la red de caminos de tierra que se entrecruzaban en nuestro pueblo, y las partidas de canicas en el patio durante los gélidos recreos de abril, y el murmullo del viento entre los pinos cuando ya en la cama, una vez pronunciadas mis oraciones, esperaba a que me venciera el sueño. Recuerdo a mi padre salir del garaje con una llave inglesa en la mano y la gorra con el rótulo MORTON FUEL calada hasta las cejas, y la sangre que rezumaba entre la grasa de sus nudillos. Recuerdo que veía a Ken MacKenzie presentar los cortos animados de Popeye en The Mighty 90 Show, y que me veía obligado a renunciar a la televisión las tardes en que llegaban Claire y sus amigas, porque querían ver American Bandstand para fijarse en la ropa que llevaban las chicas. Recuerdo puestas de sol tan rojas como la sangre en los nudillos de mi padre, y ahora me estremezco al evocarlas.

Y recuerdo un millar de cosas más, casi todas buenas, pero no me he sentado ante el ordenador para pintar ese mundo de color de rosa y abandonarme a la nostalgia. La memoria selectiva es uno de los principales pecados de la vejez, y yo no tengo tiempo para eso. No todo fue bueno. Vivíamos en una zona rural, y por aquel entonces la vida en el medio rural era difícil. Supongo que todavía lo es.

Mi amigo Al Knowles se pilló la mano izquierda en la clasificadora de patatas de su padre y perdió tres dedos antes de que el señor Knowles consiguiera apagar aquel artefacto peligroso e inmanejable. Yo estaba allí aquel día, y recuerdo cómo se tiñeron de rojo las cintas transportadoras. Recuerdo los chillidos de Al.

Mi padre (junto con Terry, su fiel aunque inepto acólito) logró poner en marcha el Cohete de la Carretera —¡Dios mío, qué extraordinario y atronador zumbido emitía cuando revolucionaba el motor!— y, recién pintado y con el número 19 en el costado, lo dejó en manos de Duane Robichaud, para que corriera en el autódromo de Castle Rock. El muy idiota volcó en la primera vuelta de la primera prueba y lo dejó para la chatarra. Duane salió sin un rasguño. «El acelerador ha debido de quedarse atorado», afirmó con su sonrisa de cretino, solo que lo pronunció atarado, y mi padre dijo que allí el único «tarado» iba sentado al volante.

«Así aprenderás a no confiarle nada de valor a un Robichaud», dijo mi madre, y mi padre, quizá para asegurarse de que las manos no se le escaparan y fueran a donde no debían, las hundió en los bolsillos tan profundamente que le asomó la cinturilla de los calzoncillos.

Lenny Macintosh, el hijo del cartero, perdió un ojo al agacharse para ver por qué el petardo que había metido en una lata de piña vacía no estallaba.

Mi hermano Conrad perdió la voz.

Así que no, no todo fue bueno.

El primer domingo que el reverendo Jacobs subió al púlpito se congregaron en la iglesia más fieles que ningún día en todos los años en que ofició el señor Latoure, un hombre gordo y canoso de buen carácter que pronunciaba sermones bien intencionados pero incomprensibles y el Día de la Madre, que él llamaba Domingo de la Madre, invariablemente tenía lágrimas en los ojos (esos detalles los conocí años después por gentileza de mi propia madre; yo apenas recuerdo al señor Latoure). En lugar de veinte feligreses, había fácilmente el cuádruple, y recuerdo cómo se elevaron sus voces durante la doxología: Alabad a Dios, de quien proceden todas las bendiciones; alabadlo, criaturas de este mundo. Se me puso la carne de gallina. La señora Jacobs, sentada al órgano con pedalera, tampoco se quedaba corta, y su pelo rubio —recogido con una sencilla cinta negra— emitía destellos multicolores bajo la luz que penetraba por el único vitral.

Al salir de la iglesia y volver a casa a pie en familia, levantando pequeñas nubes de polvo con nuestros zapatos buenos de los domingos, me rezagué sin querer y, desde detrás de mis padres, oí a mi madre expresar su aprobación. También su alivio.

—Como es tan joven y tal, pensaba que nos saldría con eso de los derechos civiles, o la eliminación del servicio militar obligatorio, o algo así —comentó—. En cambio, nos ha ofrecido una amena lección basada en la Biblia. Yo diría que la gente volverá, ¿no te parece?

—Durante un tiempo —contestó mi padre.

—Vaya, ya habló el gran magnate del petróleo —dijo ella—. El gran cínico. —Y, en broma, lo golpeó con el puño en el brazo.

Como se vio más adelante, los dos tenían razón, cada uno hasta cierto punto. La asistencia a la iglesia nunca se desplomó a los niveles del señor Latoure —por entonces, en invierno no pasaba de la docena de fieles, todos apiñados para darse calor en aquella iglesia con estufa de leña y corrientes de aire—, pero sí descendió paulatinamente, primero a sesenta, luego a cincuenta, y por último a cuarenta o algo así, cifra en torno a la que osciló como el barómetro en un variable día veraniego. Nadie atribuyó el desgaste a la oratoria del señor Jacobs, que fue siempre clara, grata y basada en la Biblia (sin alusiones turbadoras a la bomba atómica o las Marchas de la Libertad); los feligreses fueron ausentándose, así sin más.

«Dios ya no es tan importante para la gente —dijo mi madre un día de concurrencia especialmente escasa—. Llegará el día en que lo lamentarán.»

Durante esos tres años también nuestra catequesis experimentó un modesto resurgimiento. En la Era Latoure, los jueves por la tarde rara vez acudían más de diez o doce niños, y cuatro de ellos se apellidaban Morton: Claire, Andy, Con y Terry. En la Era Latoure a mí se me consideraba demasiado pequeño para asistir, y por esa razón a veces Andy me daba un capón y me llamaba «suertudo». Cuando una vez le pregunté a Terry cómo era aquello de la catequesis, encogió los hombros en un gesto de aburrimiento. «Hemos cantado y hecho ejercicios sobre la Biblia y hemos prometido que nunca probaremos las bebidas alcohólicas ni el tabaco. Luego nos ha dicho que amemos a nuestras madres, y que los católicos irán al infierno porque veneran ídolos, y que a los judíos les gusta el dinero. También ha dicho que si algún amigo nuestro cuenta chistes verdes, nos imaginemos que Jesús nos oye.»

En el nuevo régimen, en cambio, la asistencia aumentó a más de treinta chicos de edades comprendidas entre seis y diecisiete años, lo que obligó a comprar más sillas plegables para el sótano de la iglesia. Ese auge no se debió al Jesús mecánico que, tambaleante, atravesaba el Lago Apacible, truco cuyo efecto se desvaneció rápidamente, incluso en mi caso. Dudo asimismo de que las imágenes de Tierra Santa que el reverendo Jacobs colgó en las paredes tuvieran mucho que ver.

La causa fue en gran parte su juventud y su entusiasmo. Además de dar sermones, introdujo juegos y actividades, porque, como señalaba con frecuencia, Jesús había predicado casi siempre al aire libre, y eso significaba que el cristianismo no acababa en la iglesia. Mantuvo los ejercicios sobre la Biblia, pero los hacíamos jugando a las sillas musicales, y cada dos por tres alguien se caía al suelo mientras buscaba el capítulo 14, versículo 9 del Deuteronomio, o Timoteo 2:12. Era de lo más cómico. Estaba también el campo de béisbol, que Con y Andy ayudaron a crear en la parte de atrás. Algunos jueves los chicos jugábamos y las chicas nos jaleaban. En jueves alternos eran las chicas quienes jugaban al softball y los chicos (con la esperanza de que alguna de las chicas se olvidara de que le tocaba jugar y viniera con falda) las jaleábamos a ellas.

El interés del reverendo Jacobs en la electricidad afloraba a menudo en sus «charlas para jóvenes» de los jueves por la tarde. Recuerdo un día que vino a casa y pidió a Andy que ese jueves, para ir a catequesis, se pusiera un jersey. Cuando estábamos todos reunidos, hizo salir al frente a mi hermano y anunció que quería demostrar el peso del pecado.

—Aunque estoy seguro de que tú no eres un gran pecador, Andrew —añadió.

Mi hermano esbozó una sonrisa nerviosa y permaneció en silencio.

—Esto no es para meteros miedo —dijo el reverendo Jacobs—. Hay pastores que creen en esos métodos, pero no es mi caso. Es solo para vuestra información. —(Como después he descubierto, esa es la clase de comentarios que hace la gente justo antes de darle a uno un susto de muerte.)

Hinchó varios globos y nos pidió que imagináramos que cada uno pesaba diez kilos. Levantó el primero y dijo:

—Este es decir mentiras.

Se lo frotó enérgicamente contra la camisa y lo acercó al jersey de Andy, donde se quedó adherido como si lo hubiera pegado con cola.

—Este es el robo. —Pegó otro globo al jersey de Andy.

—Aquí está la ira.

No lo recuerdo con exactitud, pero posiblemente pegó en total siete globos al jersey de renos de Andy, tejido en casa, uno por cada pecado capital.

—Eso suma más de cincuenta kilos en pecados —dijo—. ¡Una pesada carga! Pero ¿quién quita los pecados del mundo?

—¡Jesús! —contestamos todos a coro solícitamente.

—Exacto. Cuando le pedís perdón, esto es lo que ocurre.

Sacó un alfiler y reventó los globos uno tras otro, incluido uno que se había desprendido y hubo que pegar de nuevo. Todos pensamos, creo, que la parte de los reventones de esa lección tuvo mucho más interés que la parte de la bendita electricidad estática.

En su demostración más impresionante de la electricidad en acción recurría a uno de sus propios inventos, que llamaba la Escalera de Jacob. Era una caja metálica del mismo tamaño, poco más o menos, que el cofre donde moraba mi ejército de juguete. Sobresalían dos cables semejantes a la doble antena de un televisor. Cuando la enchufaba (este invento funcionaba con corriente de la toma, no con pilas) y accionaba el interruptor de un costado, ascendían por los cables unas chispas alargadas tan resplandecientes que casi era imposible mirarlas. En lo alto, alcanzaban su máxima intensidad y desaparecían. Cuando esparcía unos polvos sobre el aparato, las chispas ascendentes adquirían distintos colores. Las niñas dejaban escapar exclamaciones de placer.

También esto tenía alguna interpretación religiosa —al menos en la cabeza de Charles Jacobs—, pero no sería capaz de recordarla ni a tiros. ¿Algo sobre la Santísima Trinidad, tal vez? Esas exóticas ideas tendían a esfumarse como una fiebre pasajera en cuanto la Escalera de Jacob, con sus chispas de colores elevándose y la corriente silbando como un gato furioso, no se encontraba ya ante nuestros ojos.

Pero sí recuerdo con toda claridad uno de sus minisermones. El reverendo Jacobs estaba sentado a horcajadas en una silla vuelta del revés para poder mirarnos por encima del respaldo. Detrás de él, en la banqueta del piano, se hallaba su mujer, con las manos cruzadas pudorosamente en el regazo y la cabeza un poco inclinada. Quizá rezaba. Quizá sencillamente se aburría. Me consta que ese era el caso de buena parte de los oyentes de su marido; para entonces, la mayoría de los alumnos de catequesis de Harlow habían empezado a cansarse de la electricidad y sus correspondientes maravillas.

—Chicos, la ciencia nos enseña que la electricidad es el movimiento de unas partículas atómicas con carga que se llaman electrones. Cuando los electrones circulan, crean corriente, y cuanto mayor es la velocidad de los electrones, superior es el voltaje. Eso es ciencia, y la ciencia está bien, pero a la vez es finita. Siempre llega un punto en que los conocimientos se agotan. ¿Qué son exactamente los electrones? Átomos con carga, dicen los científicos. De acuerdo, eso está bien dentro de sus limitaciones, pero ¿qué son los átomos?

Se echó hacia delante por encima del respaldo y fijó en nosotros sus ojos azules (estos mismos parecían eléctricos).

¡En realidad nadie lo sabe! Y es ahí donde interviene la religión. La electricidad es una de las puertas de Dios para acceder al infinito.

«Ojalá trajera una silla léctrica y friera unos cuantos ratones blancos —comentó con desdén Billy Paquette una tarde después de la bendición—. Eso sí sería indresante

A pesar de los frecuentes y (cada vez más aburridos) sermones sobre el santo voltaje, casi todos nosotros esperábamos con ilusión la catequesis de los jueves. Cuando el reverendo Jacobs abandonaba su monotema, era capaz de dar charlas animadas, y hasta divertidas, a partir de temas extraídos de las Sagradas Escrituras. Hablaba de problemas de la vida real que nos atañían a todos, desde el acoso escolar hasta la tentación de copiar en los exámenes cuando no habíamos estudiado. Disfrutábamos con los juegos, disfrutábamos con la mayoría de las lecciones y disfrutábamos también con el canto, porque la señora Jacobs era una buena pianista y con ella los himnos nunca se nos hacían pesados.

Además, no solo conocía himnos. Una tarde inolvidable tocó tres canciones de los Beatles, y cantamos al son del piano From Me to You, She Loves You y I Want to Hold Your Hand. Según mi madre, Patsy Jacobs tocaba el piano setenta veces mejor que el señor Latoure, y cuando la joven esposa del pastor pidió que se destinara parte de la colecta a contratar a un afinador de Portland, los diáconos aprobaron unánimemente la solicitud.

«Pero quizá sea mejor prescindir de las canciones de los Beatles —dijo el señor Kelton. Era el diácono que más tiempo llevaba al servicio de los metodistas de Harlow—. Los niños ya pueden oír esas cosas por la radio. Preferiríamos que se atuviese usted a melodías más… esto… cristianas

La señora Jacobs expresó su asentimiento con un murmullo, manteniendo la mirada pudorosamente baja.

Había otra cosa, además: Charles y Patsy Jacobs tenían sex appeal. Ya he comentado que Claire y sus amigas estaban locas por él; la mayoría de los niños, por su parte, no tardaron en enamorarse de ella, porque Patsy Jacobs era francamente guapa: pelo rubio, tez clara, labios carnosos. Tenía los ojos verdes, un poco rasgados, y poseía poderes hechicerescos, o eso afirmaba Connie, porque le flojeaban las rodillas cada vez que ella posaba esos ojos verdes en él. Con semejante belleza, las malas lenguas se habrían cebado en ella si se hubiese excedido con el maquillaje, pero a sus veintitrés años no necesitaba más que un decoroso toque de carmín. La juventud era su maquillaje.

Los domingos lucía vestidos hasta la rodilla o la pantorrilla absolutamente decentes, pese a que corrían los años en que los dobladillos de las faldas empezaban a subir. Las tardes de los jueves, en catequesis, vestía unos pantalones y unas blusas absolutamente decentes (de Ship ’n Shore, según mi madre). Pero, por si acaso, las madres y las abuelas de la parroquia no le quitaban ojo, ya que la silueta que realzaban esas prendas tan absolutamente decentes era de las que a veces inducían a los amigos de mis hermanos a poner los ojos en blanco o sacudir la mano tal como uno hace después de tocar un fogón que alguien se ha olvidado de apagar. Jugaba al softball las Tardes de las Chicas, y una vez oí decir a mi hermano Andy —quien por aquel entonces debía de rondar los catorce, creo— que verla correr de base en base era sencillamente una experiencia religiosa.

Le era posible tocar el piano los jueves por la tarde y participar en casi todas las actividades de catequesis porque podía llevar a su hijo. Este era un niño dócil y manejable. Todo el mundo apreciaba a Morrie. Si la memoria no me engaña, incluso Billy Paquette, ese joven ateo en ciernes, apreciaba a Morrie, que casi nunca lloraba. Ni siquiera cuando se caía y se pelaba las rodillas hacía mucho más que gimotear, e incluso de eso se abstenía enseguida si alguna de las niñas mayores lo ayudaba a levantarse y lo abrazaba. Cuando salíamos a jugar, seguía a los chicos siempre que podía, y cuando era incapaz de mantener el paso y se rezagaba, seguía a las niñas, que también lo cuidaban durante el Estudio de la Biblia o lo mecían al son de la música durante la Hora del Canto; de ahí el mote: Morrie el Lapa.

Claire le tenía un afecto especial, y yo guardo un claro recuerdo —que sin duda debe de componerse de muchos recuerdos superpuestos— de ellos dos en el rincón donde estaban los juguetes, Morrie en su sillita, Claire de rodillas a su lado, ayudándolo a colorear o a construir una serpiente con piezas de dominó.

—Yo quiero cuatro iguales que él cuando me case —dijo Claire a mi madre una vez. Por entonces debía de rondar los diecisiete años, supongo, y estaba a punto de acabar la catequesis.

—Pues que tengas suerte —contestó mi madre—. Espero que al menos los tuyos sean más guapos que Morrie, Clari-Claire.

Eso fue un poco cruel, pero no falso. A pesar de que Charles Jacobs era un hombre apuesto y Patsy Jacobs una mujer de una belleza innegable, Morrie el Lapa era, como mucho, del montón. Tenía una cara muy redonda que me recordaba a Charlie Brown y el pelo oscuro, de un tono anodino. Sus ojos eran de un castaño vulgar y corriente, pese a que los de su padre eran azules y los de su madre de ese verde cautivador. Aun así, todas las niñas lo adoraban, como si con él se ejercitaran para los hijos que ellas mismas tendrían en la década siguiente, y los chicos lo trataban como a un hermano menor. Era nuestra mascota. Era Morrie el Lapa.

La tarde de un jueves de febrero mis cuatro hermanos y yo, cantando I’m Henry the Eighth a pleno pulmón, regresamos de la rectoría con las mejillas enrojecidas de jugar con los trineos en la parte de atrás de la iglesia (el reverendo Jacobs había instalado luces eléctricas en nuestra pista). Recuerdo que Andy y Con estaban especialmente eufóricos, porque habían llevado nuestro tobogán y colocado a Morrie al frente sobre un cojín, donde montó valientemente, y parecía el mascarón de la proa de un barco.

—Os gustan esas reuniones, ¿verdad? —preguntó mi padre. Creo que en su voz se traslucía cierto asombro.

—¡Sí! —contesté—. Esta tarde hemos hecho unos mil ejercicios sobre la Biblia, ¡y luego hemos salido con los trineos! ¡La señora Jacobs también ha montado en trineo, solo que ella se caía una y otra vez!

Me reí, y él se rio conmigo.

—Eso está muy bien, Jamie, pero ¿estás aprendiendo algo?

—La voluntad del hombre debe ser una prolongación de la voluntad de Dios —dije, repitiendo como un loro la lección de esa tarde—. Además, si conectas los polos positivo y negativo de una batería con un cable, se produce un cortocircuito.

—Así es —convino él—, por eso cuando arrancas un coche con pinzas, hay que tener siempre mucho cuidado. Pero no veo ninguna lección cristiana en eso.

—Venía a querer decir que hacer algo mal con la idea de que así podría mejorarse otra cosa no da buen resultado.

—Ah. —Cogió el último ejemplar de la revista de automovilismo Car and Driver, que mostraba en la portada un Jaguar XK-E impresionante—. En fin, ya conoces el refrán, Jamie: El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. —Se detuvo a pensar por un momento y añadió—: E iluminado con luces eléctricas.

Dicho esto se echó a reír, y yo me reí con él, pese a que no capté el chiste. Si es que era un chiste.

Andy y Con eran amigos de los hermanos Ferguson, Norm y Hal. Eran lo que llamábamos «llaneros», o gente forastera. Los Ferguson vivían en Boston, así que por lo general la amistad entre unos y otros se limitaba a las vacaciones estivales. La familia tenía un chalet en Lookout Lake, a solo dos kilómetros o así de nuestra casa, y los dos pares de hermanos coincidían también en una actividad relacionada con la iglesia, en este caso la catequesis de verano.

Los Ferguson tenían el carnet familiar del complejo turístico de Monte Cabra, y a veces Con y Andy los acompañaban en la ranchera de los Ferguson para nadar y almorzar en «el club». La piscina, decían, era mil veces mejor que el Estanque de Harry. Eso a Terry y a mí no nos despertaba gran interés —la charca del pueblo nos bastaba para nadar, y nosotros teníamos nuestros propios amigos—, pero Claire se ponía verde de envidia. Quería ver «cómo vivía la otra mitad».

—Viven igual que nosotros, cariño —dijo mi madre una vez—. Quienquiera que diga que los ricos son distintos se equivoca.

Claire, que estaba pasando la colada por el escurridor de nuestra vieja lavadora, contrajo el rostro en un mohín.

Eso lo dudo —repuso.

—Según Andy, las chicas que nadan en la piscina llevan biquini —dije.

Mi madre soltó un resoplido de irritación.

—Para eso, ya podrían echarse a nadar en sujetador y bragas.

—A mí me gustaría tener un biquini —comentó Claire.

Fue, supongo, una de esas provocaciones especialidad de las chicas de diecisiete años.

Mi madre la señaló con el dedo, de cuya uña, muy corta, goteaba jabón.

—Así es como se quedan embarazadas las chicas, jovencita.

Claire devolvió el golpe con agudeza.

—Siendo así, no deberías dejar ir a Con y a Andy. Igual dejan ellos embarazada a alguna chica.

—Echa la cremallera —replicó mi madre, lanzando una mirada en dirección a mí—. Hay ropa tendida.

Como si yo no supiera lo que significaba «dejar embarazada a una chica»: sexo. Los chicos se tumbaban encima de las chicas y se meneaban hasta que les venía esa sensación. Cuando eso ocurría, salía de la pirula del chico una cosa misteriosa llamada «leche». Esta se filtraba en el vientre de la chica, y al cabo de nueve meses llegaba el momento de los pañales y el cochecito de bebé.

Mis padres no prohibieron a Con y a Andy ir al complejo turístico una o dos veces por semana durante el verano, por más que Claire rabiara de envidia, y cuando en 1965 los Ferguson vinieron a pasar las vacaciones de febrero e invitaron a mis hermanos a ir a esquiar con ellos, mis padres los mandaron a Monte Cabra sin el menor reparo, con sus esquís viejos y rayados sujetos a la baca de la ranchera junto con los de los Ferguson, nuevos y flamantes.

Cuando regresaron, Con tenía una roncha encarnada en el cuello de parte a parte.

—¿Te has salido de la pista y has chocado con una rama? —preguntó mi padre cuando vino a cenar y vio la marca.

Con, excelente esquiador, se indignó.

—No, papá, caray. Norm y yo estábamos haciendo una carrera. Bajábamos juntos, uno al lado del otro, a toda hos…

Mi madre lo señaló con el tenedor.

—Perdona, mamá, a toda pastilla. Norm ha topado con un montículo de nieve helada y casi ha perdido el equilibrio. Ha estirado el brazo así —al imitar el gesto, casi volcó el vaso de leche—, y me ha dado en el cuello con el bastón. He sentido un dolor de la… bueno, mucho dolor. Pero ahora ya estoy mejor.

Solo que en realidad no lo estaba. Al día siguiente la marca roja se reducía a un moretón semejante a un collar, pero Con hablaba con ronquera. Esa noche ya apenas podía levantar la voz más allá de un susurro. Al cabo de dos días quedó totalmente mudo.

Hiperextensión del cuello con la consiguiente dilatación de un nervio laríngeo. Ese fue el diagnóstico del doctor Renault. Afirmó que ya había visto casos como ese antes, y que en una o dos semanas Conrad recuperaría la voz. A finales de marzo Connie estaría sano como una manzana. No había ninguna razón para preocuparse, dijo, y no la había. Al menos para él; a él no le pasaba nada en la voz. No podía decirse lo mismo de mi hermano. Llegado abril, Con seguía escribiendo notas y expresándose mediante gestos cuando quería algo. Insistió en seguir yendo al colegio, pese a que los otros niños habían empezado a mofarse de él, sobre todo desde que, para resolver el problema de su participación en clase (al menos hasta cierto punto), se escribía SÍ en la palma de una mano y NO en la otra. Tenía una pila de tarjetas con otras comunicaciones en letras mayúsculas. La que provocaba más risas entre sus compañeros era ¿PUEDO IR AL LAVABO?

Con parecía tomarse todo esto con buen ánimo, consciente de que, si no, las burlas serían aún peores, pero una noche entré en la habitación que él compartía con Terry y lo encontré llorando en su cama quedamente. Me acerqué a él y le pregunté qué le pasaba. Una pregunta tonta, porque ya lo sabía, pero en una situación así uno tiene que decir algo, y yo podía decirlo, puesto que no era a mí a quien el Bastón de Esquí del Destino había asestado un golpe en la garganta.

¡Lárgate!, dijo formando la palabra con los labios. Le ardían las mejillas y la frente, salpicadas de granos recién salidos. Tenía los ojos hinchados. ¡Lárgate, lárgate! Luego, para mi consternación: ¡Lárgate de una puta vez, soplapollas!

Esa primavera empezaron a asomarle las primeras canas a mi madre. Una tarde, cuando mi padre llegó a casa, con aspecto más cansado que de costumbre, mi madre le dijo que debían llevar a Con a un especialista de Portland.

—Ya hemos esperado demasiado —añadió—. Ese viejo inepto, George Renault, puede decir lo que quiera, pero yo sé qué pasó, y tú también. Ese niño rico, ese niño descuidado, le rompió las cuerdas vocales a mi hijo.

Mi padre se dejó caer pesadamente en la silla junto a la mesa. Ninguno de los dos se dio cuenta de que yo, en el zaguán, dedicaba una desmedida cantidad de tiempo a atarme los cordones de las Keds.

—No podemos pagarlo, Laura —adujo mi padre.

—¡Pero sí pudiste comprar Hiram Oil en Gates Falls! —reprochó ella con un tono insolente, casi de desprecio, que nunca le había oído.

Él mantuvo la mirada fija en la mesa en lugar de dirigirla a ella, pese a que no había allí nada excepto el mantel a cuadros rojo y blanco.

—Por eso no podemos pagarlo. Estamos en la cuerda floja. Ya sabes cómo ha sido este invierno.

Todos lo sabíamos: un invierno moderado. Cuando los ingresos de la familia dependen del fueloil usado en las calefacciones, entre Acción de Gracias y Pascua uno permanece atento al termómetro con la esperanza de que la raya roja permanezca baja.

Mi madre estaba ante el fregadero, con las manos hundidas en una nube de espuma. A juzgar por el ruido de platos que se oía bajo esa nube, parecía que quisiera romperlos más que lavarlos.

—Tenías que comprarlo, ¿verdad? —Aún con el mismo tono de voz. Detesté esa voz. Era como si lo incitara—. ¡El gran magnate del petróleo!

—Cerré ese trato antes del accidente de Con —dijo él, todavía sin alzar la vista. Una vez más tenía las manos muy hundidas en los bolsillos—. Cerré ese trato en agosto. Los dos juntos, tú y yo, consultamos El viejo almanaque del granjero: un frío invierno de nieves, decía, el más frío desde la Segunda Guerra Mundial… y decidimos que era lo acertado. Tú misma hiciste los cálculos con tu sumadora.

El ruido de platos aumentó bajo la espuma.

—¡Pide un préstamo!

—Podría, Laura, pero… escúchame. —Por fin levantó la vista—. Es posible que tenga que pedirlo solo para llegar hasta el verano.

—¡Es tu hijo!

¡Lo sé, maldita sea! —bramó mi padre.

Me asustó, y debió de asustar también a mi madre, porque esta vez los platos, bajo la nube de espuma, no solo emitieron ruido. Se rompieron. Y cuando ella levantó las manos, una le sangraba.

La sostuvo en alto ante él —como mi hermano mudo cuando enseñaba el SÍ o el NO en clase— y dijo:

—Mira lo que me ha pasado por tu… —En ese momento descubrió mi presencia, allí sentado en una pila de leña, vuelto hacia la cocina—. ¡Fuera de aquí! ¡Sal a jugar!

—Laura, no la tomes con Ja…

¡Lárgate! —exclamó tal como me habría gritado Con si hubiese tenido voz—. ¡Dios aborrece a los entrometidos!

Rompió a llorar. Salí como una exhalación, también llorando. Corrí Methodist Hill abajo y, sin mirar en ninguno de los dos sentidos, crucé la Interestatal 9. Mi intención no era ir a la rectoría; estaba demasiado alterado para pensar siquiera en acudir en busca de consejo pastoral. Si Patsy Jacobs no hubiese estado en el jardín delantero comprobando si brotaban las flores que había plantado el otoño anterior, quizá habría seguido corriendo hasta desplomarme. Pero ella sí estaba allí, y me llamó. Parte de mí quiso seguir adelante sin más, pero —como creo haber dicho— era un niño bien educado, incluso cuando me alteraba. Así que paré.

Se acercó a donde yo me hallaba, jadeante, con la cabeza gacha.

—¿Qué ha ocurrido, Jamie?

No contesté. Colocando los dedos bajo mi barbilla, me obligó a levantar la cabeza. Vi a Morrie sentado en la hierba junto a la escalinata de la rectoría, rodeado de camiones de juguete. Me miraba con los ojos desorbitados.

—¿Jamie? Cuéntame qué te pasa.

Del mismo modo que nos habían enseñado buenos modales, habíamos aprendido también a mantener la boca cerrada con respecto a los asuntos privados de la familia. Esa era la costumbre en el norte. Pero ella me desarmó con su amabilidad, y todo brotó de mí a borbotones: la desdicha de Con (cuya profundidad no comprendían ni mi padre ni mi madre, de eso estoy convencido, pese a su muy sincera preocupación); el miedo de mi madre a que se le hubieran roto las cuerdas vocales y nunca más recobrara la voz; su insistencia en buscar un especialista y la de mi padre en que no podían pagarlo. Sobre todo, el griterío. No hablé a Patsy de ese tono desconocido que había oído salir de la boca de mi madre, pero solo porque no supe cómo explicarlo.

Cuando por fin terminé, dijo:

—Ven al cobertizo de atrás. Tienes que hablar con Charlie.

Desde que el Belvedere ocupaba el lugar que le correspondía en el garaje de la rectoría, el cobertizo de atrás se había convertido en el taller de Jacobs. Cuando Patsy me acompañó hasta allí, él trasteaba con un televisor sin pantalla.

—Cuando vuelva a montar esta preciosidad —dijo a la vez que deslizaba un brazo por encima de mis hombros y sacaba un pañuelo del bolsillo de atrás—, podré captar emisoras de televisión de Miami, Chicago y Los Ángeles. Sécate los ojos, Jamie. Y ya puestos, tampoco a tu nariz le vendría mal un poco de atención.

Miré fascinado aquel televisor sin ojo mientras me limpiaba.

—¿De verdad conseguirá ver emisoras de Chicago y Los Ángeles?

—No, lo decía en broma. Solo pretendo construir un amplificador de señal que nos permita captar algo aparte del Canal Ocho.

—Nosotros también cogemos el Seis y el Trece —dije—. Aunque el Seis se ve con un poco de nieve.

—Vosotros tenéis una antena en el tejado. La familia Jacobs se las apaña con una antena portátil.

—¿Por qué no compra una? Venden en Western Auto, en Castle Rock.

Sonrió.

—¡Buena idea! Me plantaré ante los diáconos en la reunión quincenal y les diré que quiero gastar dinero de la colecta en una antena de televisión, y así Morrie podrá ver Mighty 90, y mi mujer y yo Expreso a Petticoat los martes por la noche. En fin, Jamie, no hagas caso. Cuéntame a qué se debe este nerviosismo tuyo.

Eché un vistazo a mi alrededor en busca de la señora Jacobs, con la esperanza de que me ahorrara el esfuerzo de contarlo todo dos veces, pero se había retirado discretamente. Jacobs me tomó por los hombros y me llevó hasta un caballete. Con mi estatura, apenas podía sentarme en él.

—¿Es por Con?

Lógicamente lo había adivinado; durante esa primavera, la oración de clausura de todas las sesiones de catequesis incluía una súplica para que Con recuperase la voz, junto con plegarias por otros alumnos en tiempos difíciles (las fracturas de huesos eran de lo más habitual, pero Bobby Underwood había sufrido quemaduras, y a Carrie Doughty su madre le había afeitado la cabeza y se la había enjuagado con vinagre después de descubrir, horrorizada, que la niña tenía el cuero cabelludo infestado de piojos). Pero el reverendo Jacobs no imaginaba, como tampoco lo hacía su mujer, lo honda que era la desdicha de Con, ni que esa desdicha se había propagado por toda la familia como un germen especialmente dañino.

—El verano pasado mi padre compró Hiram Oil —expliqué, lloriqueando otra vez. Eso era algo que detestaba, ese lloriqueo propio de niños pequeños, pero no podía evitarlo—. Se empeñó en que a ese precio no podía rechazarlo, pero este invierno no ha hecho frío y el fuel para calefacciones ha bajado a quince centavos el galón y ahora no pueden pagar a un especialista, y si hubiera oído usted a mi madre, no la habría reconocido, y a veces mi padre se mete las manos en los bolsillos porque… —Pero finalmente se impuso la reticencia norteña y acabé—: No sé por qué.

El reverendo Jacobs volvió a sacar el pañuelo, y mientras yo me limpiaba, cogió una caja metálica de su banco de trabajo. Asomaban cables por todas partes, como pelo mal cortado.

—Mira el amplificador —dijo—. Inventado por un servidor. En cuanto lo conecte, tenderé un cable que saldrá por la ventana y subirá hasta el alero. Entonces acoplaré… eso. —Señaló hacia el rincón, donde había un rastrillo apoyado por el mango, con las púas metálicas oxidadas hacia arriba—. La Antena a Medida Jacobs.

—¿Funcionará? —pregunté.

—No lo sé. Creo que sí. Pero, aunque funcione, sospecho que las antenas de televisión tienen los días contados. Dentro de diez años las señales viajarán por los cables telefónicos, y no habrá solo tres canales, sino muchos más. Hacia 1990, aproximadamente, las señales llegarán de satélites. Ya sé que parece ciencia ficción, pero esa tecnología ya existe.

En ese momento tenía aquella peculiar expresión ensoñadora suya, y pensé: Se ha olvidado por completo de Con. Ahora sé que no era así. Solo me daba tiempo para recuperar la serenidad, y —quizá— se daba tiempo él mismo para pensar.

—Al principio la gente quedará asombrada; luego ya no le darán importancia. Dirán «Ah, sí, tenemos televisión por teléfono» o «Tenemos televisión por vía satélite». Pero estarán equivocados. Todo es un don de la electricidad, que ahora se ha convertido en algo tan básico y tan extendido que tendemos a no concederle la menor atención. Existe la expresión «elefante en el salón» para referirse a algo tan grande y obvio que nadie dejaría de verlo, pero la gente no vería ni a un elefante si se quedara el tiempo suficiente en el salón.

—Salvo cuando tuvieran que recoger la caca —dije.

Al oírme, soltó una carcajada, y yo me reí con él pese a que aún tenía los ojos hinchados de llorar.

Se acercó a la ventana y se asomó. Cruzó las manos por detrás y guardó silencio durante un rato. Luego se volvió hacia mí y dijo:

—Quiero que esta noche traigas a Con a la rectoría. ¿Puede ser?

—Claro —respondí sin gran entusiasmo. El reverendo nos tenía reservadas unas cuantas plegarias más, o eso pensé yo, y sabía que no harían ningún mal, pero ya eran muchas las plegarias que se habían pronunciado por Con, y no habían servido de nada.

Mis padres no se opusieron a que fuéramos a la rectoría (tuve que pedirles permiso por separado, porque esa noche apenas se dirigieron la palabra). Fue a Connie a quien me costó convencer, probablemente porque yo mismo no estaba muy convencido. Pero como se lo había prometido al reverendo, no desistí. Por el contrario, recurrí a la ayuda de Claire. Su fe en el poder de la oración era mucho mayor que la mía, y ella misma poseía sus propios poderes. Se derivaban, creo, del hecho de ser la única hermana. De los cuatro hijos varones, solo Andy —el más próximo a Claire por edad— era capaz de resistirse cuando ella hacía ojitos y pedía algo.

Mientras cruzábamos los tres la Interestatal 9, nuestras sombras muy alargadas bajo la luz de la luna llena ascendente, Con —por entonces un chico de trece años, moreno, espigado, con una chaqueta a cuadros descolorida heredada de Andy— alzó su cuaderno, que llevaba a todas partes. Sin dejar de andar, había escrito con letras desiguales: ESTO ES UNA TONTERÍA.

—Es posible —contestó Claire—, pero habrá galletas. La señora Jacobs siempre tiene galletas.

También estaba allí Morrie, ya con cinco años cumplidos, en pijama para acostarse. Corrió derecho a Con y saltó a sus brazos.

—¿Todavía no puedes hablar? —preguntó.

Con negó con la cabeza.

—Mi papá lo arreglará —dijo—. Lleva toda la tarde trabajando. —A continuación tendió los brazos hacia mi hermana—. ¡Cógeme, Claire, cógeme, Clari-Claire, y te daré un beso!

Ella, riéndose, lo tomó en sus brazos.

El reverendo Jacobs, en el cobertizo, vestía unos vaqueros desteñidos y un jersey. En un rincón, las resistencias de un calefactor eléctrico despedían un resplandor de color rojo cereza; aun así, hacía frío en el taller. Supuse que Jacobs, ocupado en sus diversos proyectos, no había tenido tiempo de acondicionar aquel espacio de cara al invierno. La manta de una compañía de mudanzas cubría ahora el televisor temporalmente ciego.

Jacobs abrazó a Claire y le dio un beso en la mejilla; luego estrechó la mano a Con, que acto seguido alzó el cuaderno. MÁS ORACIÓN, SUPONGO, se leía en la página, por lo demás en blanco.

Eso me pareció un tanto descortés, y a juzgar por la expresión ceñuda de Claire, ella opinó lo mismo; Jacobs, no obstante, se limitó a sonreír.

—Puede que lleguemos a eso, pero antes quiero probar otra cosa. —Se volvió hacia mí—. ¿A quiénes ayuda el Señor, Jamie?

—A quien se ayuda a sí mismos —contesté.

—Gramaticalmente incorrecto, pero cierto.

Se acercó al banco de trabajo y regresó con algo que parecía un ancho cinturón de tela o la manta eléctrica más estrecha del mundo. Colgaba de ella un cable, conectado a una cajita blanca de plástico con un interruptor deslizante en lo alto. Jacobs permaneció allí con el cinturón en las manos y miró seriamente a Con.

—Este es un proyecto con el que ando trabajando a ratos desde hace un año. Lo llamo Estimulador Eléctrico de los Nervios.

—Uno de sus inventos —dije.

—No exactamente. La idea de utilizar la electricidad para reducir el dolor y estimular los músculos es muy, muy antigua. Sesenta años antes del nacimiento de Cristo, un médico romano que se llamaba Escribonio Largo descubrió que el dolor de pies y piernas podía aliviarse si el paciente pisaba firmemente una anguila eléctrica.

—¡Eso se lo ha sacado de la manga! —recriminó Claire, y se echó a reír.

Con no se rio; fascinado, mantenía la mirada fija en el cinturón de tela.

—Ni mucho menos —repuso Jacobs—, pero esto funciona con unas pilas pequeñas, que sí son invento mío. Es difícil encontrar anguilas eléctricas en la zona interior de Maine, y más difícil aún ponerle una a un niño alrededor del cuello, que es lo que me propongo hacer con este aparato mío, el EEN. Porque quizá el doctor Renault ha acertado, Con, y en realidad no tienes dañadas las cuerdas vocales. Quizá solo necesitan una sacudida. Yo estoy dispuesto a hacer el experimento, pero la decisión es tuya. ¿Qué dices?

Con asintió. En sus ojos vi una expresión que no asomaba a ellos desde hacía un tiempo: esperanza.

—¿Cómo es que nunca nos ha enseñado eso en catequesis? —preguntó Claire, casi con tono acusador.

Jacobs pareció sorprendido y un tanto incómodo.

—Posiblemente no se me ha ocurrido cómo relacionarlo con una enseñanza cristiana. Hasta que Jamie ha venido hoy a verme, mi intención era probarlo con Al Knowles. Recordáis su desafortunado accidente, ¿no?

Los tres asentimos: la amputación de los dedos en la clasificadora de patatas.

—Todavía siente los dedos que ya no tiene, y dice que le duelen. Además, ha perdido buena parte de la movilidad en esa mano debido a las lesiones en los nervios. Como he dicho, sé desde hace años que la electricidad puede ser útil en casos como ese. Ahora, según parece, serás tú mi conejillo de Indias, Con.

—¿Ha sido pura suerte, pues, que tuviera ese aparato a mano? —preguntó Claire. No entendí qué importancia podía tener eso, pero al parecer sí la tenía, al menos para ella.

Jacobs la miró con expresión de reproche y dijo:

—«Coincidencia» y «suerte» son palabras que usa la gente de poca fe para referirse a la voluntad de Dios.

Ante esto, Claire se sonrojó y se miró los pies. Entretanto, Con escribía en su cuaderno. Lo alzó. ¿DUELE?

—No lo creo —respondió Jacobs—. La corriente es muy baja; mínima, en realidad. Me lo he probado en el brazo, a modo de brazalete para la tensión, y no he sentido más que ese hormigueo que notamos cuando se nos duerme un brazo o una pierna y empieza a despertar. Si duele, levanta las manos y cortaré la corriente en el acto. Ahora voy a ponerte esto. Te quedará ajustado, pero no te apretará. Podrás respirar con normalidad. Las hebillas son de nailon. En algo así no se puede utilizar metal.

Ciñó el cinturón en torno al cuello de Con. Parecía una bufanda gruesa. Con tenía los ojos muy abiertos y cara de miedo, pero cuando Jacobs le preguntó si estaba preparado, asintió. Sentí los dedos de Claire, muy fríos, cerrarse alrededor de los míos. Pensé que Jacobs quizá iniciara las plegarias en ese momento, para rogar que todo saliera bien. En cierto modo supongo que sí lo hizo. Se inclinó para poder mirar a Con directamente a los ojos y dijo:

—Espera un milagro.

Con asintió. Vi tensarse la tela en torno a su cuello cuando tragó saliva.

—Bien. Allá vamos.

Cuando el reverendo Jacobs deslizó el interruptor de la caja de control, oí un leve zumbido. Con sacudió la cabeza. Contrajo los labios, primero una comisura, luego la otra. Empezó a agitar rápidamente los dedos y a sacudir los brazos.

—¿Te duele? —preguntó Jacobs. Mantenía el dedo índice suspendido sobre el interruptor, listo para apagar el aparato—. Si duele, levanta las manos.

Con negó con la cabeza. A continuación, con una voz que pareció salir de su garganta a través de una bocanada de grava, dijo:

—No… duele. Caliente.

Claire y yo cruzamos una mirada de asombro y entre nosotros fluyó un pensamiento tan poderoso como la telepatía: ¿He oído eso? Me estrujó la mano de tal modo que me dolió, pero no me importó. Cuando volvimos a mirar a Jacobs, el reverendo sonreía.

—No intentes hablar. Todavía no. Dejaré el cinturón encendido durante dos minutos, según mi reloj. A menos que empiece a dolerte. Si eso ocurre, levanta las manos y lo apagaré al instante.

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