Revival

Revival


II

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Con no levantó las manos, pese a que siguió moviendo los dedos como si tocara un piano invisible. Contrajo el labio superior unas cuantas veces en un gruñido involuntario y cerró los ojos en un parpadeo espasmódico. Llegado un punto, todavía con la misma voz chirriante, como a través de un puñado de grava, dijo:

—¡Vuelvo a… a… hablar!

—¡Calla! —ordenó Jacobs con severidad. Mantenía el dedo índice suspendido sobre el interruptor, listo para cortar la corriente, atento al segundero en movimiento de su reloj. Después de lo que se nos antojó una eternidad accionó el interruptor y se desvaneció el leve zumbido. Desabrochó las hebillas del cinturón y lo retiró del cuello de mi hermano. Con se llevó las manos a la garganta de inmediato. Tenía la piel un poco enrojecida en esa zona, pero dudo que eso se debiera a la corriente eléctrica. Era seguramente por la presión del cinturón.

—Ahora, Con, quiero que digas: «Mi perro tiene una garrapata, y vaya si da la lata». Pero si notas que te duele la garganta, calla enseguida.

—Mi perro tiene una garrapata —repitió mi hermano con aquella extraña voz chirriante—, y vaya si da la lata. —Luego añadió—: Tengo que escupir.

—¿Te duele la garganta?

—No, solo tengo que escupir.

Claire abrió la puerta del cobertizo. Con se asomó, se aclaró la garganta (emitiendo un desagradable sonido metálico semejante al de un gozne herrumbroso) y soltó un lapo que a mí me pareció casi del tamaño del pomo de una puerta. Masajeándose la garganta con la mano, se volvió hacia nosotros.

—Mi perro tiene una garrapata. —Su voz no parecía aún la que yo recordaba, pero las palabras sonaban ya más claras, y más humanas. Se le saltaron las lágrimas, y resbalaron por sus mejillas—. Y vaya si da la lata.

—De momento con eso basta —instó Jacobs—. Entraremos en casa y beberás un vaso de agua. Uno bien lleno. Debes beber mucha agua. Hoy y mañana. Hasta que tu voz vuelva a sonar normal. ¿Lo harás?

—Sí.

—Cuando llegues a casa, puedes saludar a tus padres. Luego quiero que te vayas a tu habitación y te arrodilles y des gracias a Dios por devolverte la voz. ¿Lo harás?

Con asintió con vehemencia. Ahora se deshacía en llanto, y no era el único. Claire y yo llorábamos también. Solo el reverendo Jacobs tenía los ojos secos. Creo que, en su asombro, era incapaz de derramar una sola lágrima.

Patsy fue la única que no se sorprendió. Cuando entramos en la casa, dio un apretón a Con en el brazo y dijo con naturalidad:

—Buen chico.

Morrie estrechó a mi hermano, y este le devolvió el abrazo, con tal fuerza que al pequeño se le desorbitaron los ojos. Patsy llenó un vaso de agua del grifo de la cocina, y Con se lo bebió entero. Cuando le dio las gracias, habló casi con su voz normal.

—No hay de qué, Con. Morrie tendría que haberse acostado hace rato, y vosotros deberíais estar en casa. —Llevando a Morrie de la mano hacia la escalera pero sin volverse, añadió—: Creo que tus padres se pondrán muy contentos.

En eso se quedó corta.

Estaban en el salón, viendo El virginiano, todavía sin dirigirse la palabra. Aun en mi estado de júbilo y entusiasmo, percibí la frialdad entre ellos. Andy y Terry armaban jaleo en el piso de arriba, echándose algo en cara; es decir, como de costumbre. Mi madre, con una manta afgana en el regazo, inclinada sobre su canasta, desenredaba un ovillo. Cuando Con dijo:

—Hola, mamá; hola, papá.

Mi padre lo miró boquiabierto. Mi madre se quedó inmóvil, con una mano en la canasta y la otra cerrada en torno a las agujas. Alzó la vista muy despacio.

—¿Qué…? —dijo.

—Hola —repitió Con.

Mi madre lanzó un chillido y se levantó de un salto, volcando la canasta de labores. Agarró a Con tal como hacía a veces cuando éramos pequeños y pretendía darnos una sacudida para reprendernos por algo que habíamos hecho mal. Esa noche no hubo sacudida. Llorando, estrechó a Con entre los brazos. Oí las sonoras pisadas de Terry y Andy en la escalera cuando bajaron a ver qué ocurría.

—¡Di algo más! —exclamó mi madre—. ¡Di algo más para que yo vea que no es un sueño!

—No debería… —terció Claire.

Pero Con la interrumpió. Porque ahora ya podía.

—Te quiero, mamá. Te quiero, papá.

Mi padre sujetó a Con por los hombros y escrutó su garganta. Pero allí no había nada que ver. La marca roja había desaparecido.

—Gracias a Dios —dijo—. Gracias a Dios, hijo mío.

Claire y yo nos miramos, y tampoco esta vez fue necesario expresar el pensamiento de viva voz: el reverendo Jacobs merecía parte de ese agradecimiento.

Explicamos que de momento Con debía utilizar la voz lo mínimo posible, y cuando añadimos que necesitaba beber agua en abundancia, Andy fue a la cocina y volvió con una taza de café enorme de mi padre, un artículo de broma (a un lado llevaba estampada la bandera canadiense y el rótulo GALÓN IMPERIAL DE CAFEÍNA), llena de agua. Mientras Con bebía, Claire y yo, alternándonos, contamos lo ocurrido. Con intervino una o dos veces para hacer referencia al hormigueo que había sentido por efecto de la corriente que pasaba por el cinturón. Cada vez que nos interrumpía, Claire lo reprendía por hablar.

—No me lo puedo creer —repitió mi madre en varias ocasiones. Parecía incapaz de apartar la mirada de Con. Lo cogió y lo abrazó varias veces, como si temiera que fueran a salirle alas, se convirtiera en ángel y emprendiera el vuelo.

—Si la parroquia no pagara el fuel de la calefacción —dijo mi padre una vez concluido el relato—, el reverendo Jacobs no tendría que pagar nunca más ni un solo litro.

—Ya se nos ocurrirá algo —añadió mi madre, alterada—. Ahora vamos a celebrarlo. Terry, trae del congelador el helado que teníamos reservado para el cumpleaños de Claire. A Con le vendrá bien para la garganta. Andy y tú, servidlo en la mesa. Nos lo tomaremos todo, así que poned los tazones grandes. No te importa, ¿verdad, Claire?

Mi hermana movió la cabeza en un gesto de negación.

—Esto es mejor que una fiesta de cumpleaños.

—Necesito ir al baño —anunció Connie—. Con tanta agua… Luego debería ir a rezar. Eso me ha dicho el reverendo. Los demás no entréis mientras lo hago.

Subió al piso de arriba. Andy y Terry fueron a la cocina para servir el Napolitano (que llamábamos «vai-choco-fre»… es curioso cómo vuelven las cosas a la memoria). Mis padres se desplomaron en sus sillones y fijaron la vista en el televisor, sin verlo. Vi a mi madre buscar a tientas con la mano, y vi a mi padre cogérsela sin mirarla, como si ya supiese que estaba allí. Ante eso, sentí felicidad y alivio.

Noté que alguien me tiraba de la mano. Era Claire. Atravesamos la cocina, donde Andy y Terry discutían por el tamaño relativo de las porciones, y entramos en el zaguán. Cuando me miró, tenía los ojos radiantes y muy abiertos.

—¿Lo has visto? —me preguntó. No, más que eso: me exigió una respuesta.

—¿A quién?

—¡Al reverendo Jacobs, tonto! ¿Has visto qué cara ha puesto cuando le he preguntado por qué no nos había enseñado ese cinturón eléctrico en catequesis?

—Bueno… sí…

—Ha dicho que llevaba un año trabajando en eso, pero si fuera verdad, nos lo habría enseñado para alardear. Siempre alardea de todo lo que hace.

Recordé la cara de estupefacción del reverendo, como si Claire lo hubiera sorprendido en algo (más de una vez había advertido esa misma expresión en mi propio rostro cuando era yo el sorprendido en algo), pero…

—¿Estás diciendo que mentía?

Ella movió la cabeza en un enérgico gesto de asentimiento.

¡Sí! ¡Claro que mentía! ¿Y su mujer? ¡Ella lo sabía! ¿Sabes qué pienso? Diría que ha empezado a trabajar en eso justo cuando tú te has marchado de allí. Quizá ya tenía la idea. Me parece que tiene miles de ideas para inventos eléctricos; deben de reventar dentro de su cabeza como palomitas de maíz, pero en cuanto a esta, no había hecho nada hasta hoy.

—Caramba, Claire, no creo…

Aún tenía mi mano sujeta, y de pronto me dio un tirón brusco e impaciente, como si yo me hubiera quedado atascado en el barro y necesitara ayuda para desprenderme.

—¿Te has fijado en la mesa de la cocina? Había aún un cubierto puesto, sin nada en el plato ni en el vaso. Se ha saltado la cena para seguir trabajando sin parar. Trabajando como un demonio, diría yo, a juzgar por sus manos. Las tenía rojas, con ampollas en dos dedos.

—¿Ha hecho todo eso por Con?

—No lo creo —contestó. No apartaba de mí la mirada.

—¡Claire! ¡Jamie! —nos llamó mi madre—. ¡Venid a por el helado!

Claire ni siquiera dirigió la vista hacia la cocina.

—Entre todos los niños de catequesis, fuiste tú el primero en conocerlo, y tú eres quien mejor le cae. Lo ha hecho por ti, Jamie, lo ha hecho por ti.

A continuación entró en la cocina y me dejó allí de pie, junto a la pila de leña, atónito. Si Claire se hubiera quedado un momento más y yo hubiese tenido ocasión de salir de mi asombro, le habría expresado mi propia sospecha: el reverendo Jacobs se había sorprendido tanto como nosotros.

No esperaba que aquello surtiera efecto.

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