Revival

Revival


III

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—¿Es verdad lo que ha dicho el señor Easterbrook? ¿Ella bebía?

Debajo del coche la luz de la lamparilla dejó de moverse. Acto seguido, mi padre impulsó la plataforma para salir y poder mirarme.

Yo temía que se enfadara, pero no percibí enojo en él; solo tristeza.

—Circulaban rumores, y supongo que ahora que el tarado de Easterbrook ha ido y lo ha dicho a las claras, correrán aún más, pero tú escúchame, Jamie: eso da igual. George Barton tuvo un ataque de epilepsia e invadió el carril contrario; ella salió de una curva con poca visibilidad, y se armó una buena. Da igual si estaba sobria o como una cuba y cabeza abajo. Ni Mario Andretti habría podido evitar ese accidente. El reverendo tenía razón en una cosa: la gente siempre busca una explicación para las cosas malas de esta vida. Y a veces no la hay.

Levantó la mano que no sostenía la lamparilla enrejada y me señaló con un dedo embadurnado de grasa.

—Todo lo demás eran las estupideces propias de un hombre desolado, y eso no lo olvides.

El miércoles anterior a Acción de Gracias, en nuestro distrito escolar teníamos la tarde libre, pero yo había prometido a la señora Moran que me quedaría a limpiar las pizarras y a poner en orden los manoseados libros de nuestra pequeña biblioteca. Cuando avisé a mi madre, me dirigió un gesto distraído y me dijo que bastaba con que estuviera en casa a la hora de la cena. En ese momento estaba metiendo un pavo en el horno, pero yo sabía que no era el nuestro; era demasiado pequeño para siete.

Resultó que Kathy Palmer (una pelotillera donde las hubiese) también se quedó a echar una mano, y acabamos en media hora. Pensé en ir a casa de Al o de Billy a jugar a pistolas o algo así, pero sabía que querrían hablar del Sermón Tremebundo y de que la señora Jacobs había puesto fin a su propia vida y la de su hijo a causa de una cogorza descomunal —rumor que de hecho había adquirido la credibilidad de una verdad absoluta—, y yo no deseaba participar en eso, así que me marché a casa. Como hacía un calor impropio de la época, las ventanas estaban abiertas, y cuando llegué, oí discutir a mi hermana y a mi madre.

—Pero ¿por qué no puedo ir? —preguntaba Claire—. ¡Quiero que sepa que al menos algunas personas en este pueblo insoportable siguen de su lado!

—Porque tu padre y yo opinamos que tus hermanos y tú no debéis acercaros a él —repuso mi madre. Estaban en la cocina, y para entonces yo me había detenido junto a la ventana.

—Ya no soy una niña, mamá. ¡Tengo diecisiete años!

—Perdona, pero a los diecisiete años todavía eres una niña, y no quedaría bien que una jovencita lo visitara. Tendrás que aceptarlo porque yo lo digo.

—Pero ¿no hay inconveniente en que vayas tú? ¡Sabes que Gagá te verá, y en veinte minutos habrá corrido la voz en la línea colectiva! Si vas a ir, déjame que te acompañe.

—He dicho que no, y no se hable más.

—¡Le devolvió la voz a Con! —prorrumpió Claire—. ¿Cómo puedes ser tan mala?

Se produjo un largo silencio y finalmente mi madre dijo:

—Por eso voy a verlo. No para llevarle la comida de mañana, sino para que sepa que le estamos agradecidos a pesar de las barbaridades que dijo.

—¡Tú ya sabes por qué las dijo! ¡Acaba de perder a su mujer y a su hijo y se ha trastocado! ¡Está medio enloquecido!

—Ya lo sé. —Ahora mi madre hablaba en voz más baja, y yo tenía que aguzar el oído porque Claire lloraba—. Pero no por eso la gente está menos escandalizada. Se pasó de la raya. Se pasó mucho. Se marcha la semana que viene, y es mejor así. Cuando sabes que te van a despedir, es preferible renunciar antes. Así conservas un poco de dignidad.

—Lo despiden los diáconos, supongo —dijo Claire casi con desdén—. O sea, papá.

—A tu padre no le queda más remedio. Cuando ya no seas una niña, quizá lo entiendas y sientas un poco de compasión. Este asunto está trayendo a Dick por la calle de la amargura.

—Adelante, pues —continuó Claire—. Ve a ver si un par de trozos de pechuga de pavo y unos boniatos compensan el trato que está recibiendo. Me juego lo que sea a que ni lo prueba.

—Claire… Clari-Claire…

¡No me llames así! —exclamó mi hermana, y oí sus sonoros pasos escaleras arriba. Se quedaría en su habitación llorando y enfurruñada durante un rato, supuse, y al final se le pasaría, igual que un par de años antes cuando mi madre le había dicho que a los quince años era sin duda demasiado joven para ir al autorrestaurante con Donnie Cantwell.

Decidí largarme al jardín trasero antes de que mi madre saliera con su comida preparada para la ocasión. Me senté en el neumático colgante, no exactamente escondido pero tampoco exactamente a la vista. Al cabo de diez minutos, oí cerrarse la puerta. Fui a la esquina de la casa y vi a mi madre alejarse por la calle sosteniendo con ambas manos una bandeja recubierta de papel de aluminio. El papel destellaba bajo el sol. Entré en casa y subí por la escalera. Llamé a la puerta de la habitación de mi hermana, adornada con un enorme póster de Bob Dylan.

—¿Claire?

—¡Vete! —gritó—. ¡No quiero hablar contigo! —Empezó a sonar el tocadiscos: los Yardbirds, y a todo volumen.

Mi madre regresó al cabo de una hora —una visita más bien larga, para tratarse de ir solo a dejar una comida a modo de regalo—, y aunque para entonces Terry y yo estábamos en el salón, viendo la televisión y disputándonos a empujones el mejor sitio en el viejo sofá (en el centro, donde los muelles no se hincaban en el trasero), apenas pareció reparar en nuestra presencia. Con, arriba, tocaba la guitarra que le habían regalado por su cumpleaños. Y cantaba.

David Thomas, de la iglesia congregacionista de Gates Falls, volvió a dar un sermón el domingo posterior a Acción de Gracias. La iglesia estaba otra vez a rebosar, quizá porque la gente quería ver si el reverendo Jacobs se presentaba e intentaba decir alguna otra inconveniencia. No lo hizo. Si hubiese aparecido, sin duda lo habrían mandado callar antes de que entrara en calor, quizá incluso lo habrían sacado de allí en volandas. Los norteños se toman muy en serio las cosas de la religión.

Al día siguiente, lunes, después de clase, volví a casa sin parar de correr en todo el camino, casi medio kilómetro. Se me había ocurrido una idea, y quería estar allí antes que el autobús escolar. Cuando este llegó, agarré a Con y lo llevé a rastras hasta el jardín trasero.

—¿Qué bicho te ha picado? —preguntó.

—Tienes que venir a la rectoría conmigo —dije—. El reverendo Jacobs pronto se marchará, quizá mañana, y debemos verlo antes de que se vaya. Debemos decirle que todavía nos cae bien.

Con se apartó de mí y se sacudió la pechera de la camisa de cuello abotonado, como si temiera que hubiese dejado microbios en ella.

—¿Estás mal de la cabeza? Eso ni hablar. Dijo que Dios no existe.

—También te devolvió la voz a base de corrientes en la garganta.

Con se encogió de hombros en un gesto de incomodidad.

—La habría recuperado igualmente. Eso dijo el doctor Renault.

—Dijo que la recuperarías al cabo de una o dos semanas. Eso fue en febrero. En abril aún no hablabas. Pasados dos meses.

—¿Y qué? Tardó un poco más, así de simple.

Yo no podía dar crédito a lo que oía.

—¿A ti qué te pasa, gallina?

—Repítelo, y te sacudo.

—¿Por qué no vas a darle las gracias, como mínimo?

Fijó la mirada en mí con los labios apretados y las mejillas enrojecidas.

—No debemos ir a verlo, eso han dicho mamá y papá. Ese hombre está chiflado, y seguramente es un borracho como su mujer.

Yo enmudecí. Se me empañaron los ojos. No eran lágrimas de pena; eran de rabia.

—Además —prosiguió Con—, tengo que llenar la leñera antes de que llegué papá, o me la cargaré. Así que no insistas más con eso, Jamie.

Me dejó allí plantado. Mi hermano, que llegaría a ser uno de los astrónomos más destacados del mundo —en 2011 descubrió el cuarto «Planeta Ricitos de Oro», donde podría haber vida—, me dejó allí plantado. Y nunca más volvió a mencionar a Charles Jacobs.

Al día siguiente, martes, eché a correr otra vez por la Interestatal 9 en cuanto salí de clase. Pero no fui a casa.

Había un coche nuevo en el camino de acceso de la rectoría. Bueno, en realidad no era nuevo; era un Ford Fairlane del 58 con los estribos oxidados y la ventanilla del acompañante resquebrajada. El maletero estaba abierto, y cuando eché un vistazo al interior, vi dos maletas y un voluminoso aparato eléctrico que el reverendo Jacobs había enseñado un jueves en catequesis: un osciloscopio. Él estaba en su taller. Oí trajín dentro.

Me detuve junto a su coche viejo-nuevo, acordándome del Belvedere, que era ya chatarra calcinada, y estuve a punto de dar media vuelta y salir por piernas. Me pregunto hasta qué punto mi vida habría cambiado si me hubiese ido. Me pregunto si ahora estaría escribiendo esto. Imposible saberlo, ¿no? Qué razón tenía san Pablo acerca de las confusas imágenes de ese espejo. Lo miramos todos los días de nuestra vida y no vemos más que nuestro propio reflejo.

En lugar de echar a correr, me armé de valor y me encaminé hacia el cobertizo. Jacobs metía material eléctrico en una caja de madera de color naranja, con grandes hojas de papel marrón arrugado a modo de relleno, y al principio no me vio. Vestía vaqueros y una sencilla camisa blanca. El alzacuello había desaparecido. Por norma, los niños no se fijan mucho en los cambios que se producen en los adultos, pero incluso a mis nueve años advertí que había adelgazado. Se hallaba bajo un haz de sol, y cuando me oyó entrar, alzó la vista. Tenía nuevas arrugas en la cara, pero al verme sonrió y las arrugas desaparecieron. Fue una sonrisa tan triste que tuve la sensación de que una flecha me traspasaba el corazón.

Sin pensar, me abalancé hacia él. Abrió los brazos y me levantó para besarme en la mejilla.

—¡Jamie! —exclamó—. ¡Eres Alfa y Omega!

—¿Eh?

—Apocalipsis, capítulo 1, versículo 8. «Yo soy Alfa y Omega, el principio y el fin.» Eres el primero al que vi cuando llegué a Harlow, y eres el último al que veré. No sabes cuánto me alegro de que hayas venido.

Me eché a llorar. No quería pero no pude contenerme.

—Lo siento, reverendo Jacobs. Lo siento por todo. Tenía usted razón en la iglesia: no es justo.

Me besó la otra mejilla y me dejó en el suelo.

—No creo que lo dijera con esas mismas palabras, pero desde luego captaste la idea. Aunque no tienes por qué tomarte en serio todo lo que dije; estaba fuera de mí. Tu madre lo sabía. Me lo dijo cuando me trajo ese magnífico banquete para Acción de Gracias. Y me deseó suerte.

Al oírlo, me sentí un poco mejor.

—Además, me dio un buen consejo: que me marche lejos de Harlow, Maine, y empiece de cero. Dijo que tal vez encontrara la fe de nuevo en otro sitio. Lo dudo mucho, pero sí tenía razón en que debo irme.

—Nunca volveré a verlo.

—Eso no lo digas, Jamie. En este mundo nuestro los caminos se cruzan continuamente, a veces en los lugares más insospechados. —Sacó el pañuelo del bolsillo trasero y me enjugó las lágrimas de la cara—. En cualquier caso, siempre me acordaré de ti. Y espero que tú pienses en mí de vez en cuando.

—Lo haré. —Y acordándome de pronto, añadí—: ¡Ya puede jugarse el jornal!

Volvió a su banco de trabajo, ahora tristemente vacío, y acabó de guardar en la caja los últimos objetos: un par de grandes baterías cúbicas que él llamaba «pilas secas». Cerró la tapa y, para mayor seguridad, ató alrededor dos recios cordeles.

—Connie quería venir conmigo para darle las gracias, pero tiene… mmm… creo que hoy le toca entrenamiento de fútbol. O algo así.

—No pasa nada. En realidad dudo que lo que yo hice sirviera de algo.

Me quedé atónito.

—Pero ¿qué dice? ¡Usted le devolvió la voz, córcholis! ¡Se la devolvió con aquel aparato!

—Ah, sí. El aparato. —Anudó el segundo cordel y lo tensó de un tirón. Iba remangado, y advertí que tenía unos músculos imponentes. Nunca antes me había fijado en ese detalle—. El Estimulador Eléctrico de los Nervios.

—¡Debería venderlo, reverendo Jacobs! ¡Se forraría!

Se acodó en la caja, apoyó el mentón en la mano y me miró.

—¿Tú crees?

—¡Sí!

—Lo dudo mucho. Y dudo que mi EEN tuviera algo que ver con la recuperación de tu hermano. Mira, lo monté aquel mismo día. —Se echó a reír—. Y lo activé con un motor minúsculo de fabricación japonesa que tomé prestado de un juguete de Morrie, el robot Roscoe.

—¿En serio?

—En serio. El concepto es válido, de eso estoy seguro, pero esos prototipos, improvisados, sin ningún experimento para verificar los pasos intermedios, muy rara vez dan resultado. Sin embargo sí creí que existía una posibilidad, porque nunca dudé del diagnóstico inicial del doctor Renault. Fue la dilatación de un nervio, nada más.

—Pero…

Levantó la caja. Se le hincharon los músculos de los brazos y se le marcaron las venas.

—Vamos, chaval. Acompáñame.

Lo seguí hasta el coche. Dejó la caja junto al guardabarros trasero, inspeccionó el maletero y dijo que tendría que pasar las maletas al asiento trasero.

—¿Puedes coger tú la pequeña, Jamie? No pesa mucho. Cuando se viaja lejos, es mejor ir ligero de equipaje.

—¿Adónde va?

—Ni idea, pero creo que lo sabré cuando llegue allí. Si este trasto no se avería, claro. Consume gasolina suficiente para acabar con todo el petróleo de Texas.

Trasladamos las maletas a la parte trasera del Ford. El reverendo Jacobs colocó la caja enorme en el maletero con un gruñido de esfuerzo. Lo cerró y, apoyándose en el portón, me examinó.

—Tienes una familia extraordinaria, Jamie. Y unos padres extraordinarios que de verdad prestan atención a los demás. Si les pidiera que describiesen a sus hijos, seguro que dirían que Claire es la maternal, Andy el mandón…

—En eso sí ha dado en el clavo.

Sonrió.

—Hay uno en cada familia, chico. Dirían que Terry es el mecánico y tú el soñador. ¿Qué dirían de Con?

—El estudioso. O quizá el cantante folk, desde que tiene la guitarra.

—Quizá, pero seguro que no sería eso lo primero que acudiera a su cabeza. ¿Te has fijado alguna vez en las uñas de Con?

Me eché a reír.

—¡Se las muerde como un poseso! Una vez mi padre le ofreció un dólar si dejaba de hacerlo durante una semana, pero Con fue incapaz.

—Con es el nervioso, Jamie: eso dirían tus padres si fueran del todo sinceros. El propenso a tener úlceras antes de los cuarenta. Cuando recibió el golpe en el cuello con el bastón de esquí y perdió la voz, empezó a temerse que nunca la recuperaría. Y como no la recuperaba, se convenció de que se quedaría mudo para siempre.

—El doctor Renault dijo…

—Renault es un buen médico. Muy concienzudo. Se presentó aquí en un santiamén cuando Morrie tuvo el sarampión, y también cuando Patsy tuvo… bueno, un problema femenino. Los atendió a los dos como todo un profesional. Pero carece de ese aire de seguridad en sí mismo que tienen los mejores médicos de cabecera. Esa manera de decir: «Bah, eso no es nada, enseguida se pondrá bien».

—¡Pero dijo eso!

—Sí, pero Conrad no se quedó convencido, porque Renault es poco convincente. Es capaz de tratar el cuerpo, pero ¿y la mente? No tanto. Y la mitad de la curación tiene lugar en la mente. Quizá más. Con pensó: «Ahora me miente para que me vaya acostumbrando a la idea de quedarme sin voz. Más adelante me dirá la verdad». Así es como piensa tu hermano, Jamie. Vive con los nervios a flor de piel, y cuando la gente es así, la mente puede volverse contra ellos.

—Hoy no ha querido venir conmigo —admití—. Antes le he mentido.

—¿Ah, sí? —Jacobs no pareció sorprenderse mucho.

—Se lo he pedido, pero le daba miedo.

—Nunca te enfades con él por eso —instó Jacobs—. Las personas asustadas viven en su propio infierno particular. Podría decirse que se lo crean ellas mismas, igual que Con se provocó la mudez, pero no pueden evitarlo. Son así. Merecen lástima y compasión.

Se volvió hacia la rectoría, que ya parecía abandonada, y suspiró. Luego me miró de nuevo.

—Quizá el EEN sí sirvió de algo… tengo razones para creer que la teoría en que se basa es válida… pero la verdad es que lo dudo. Jamie, creo que engañé a tu hermano. O si me permites el juego de palabras, me quedé con Con. Es una aptitud que enseñan en la facultad de Teología, aunque allí lo llaman «despertar la fe». A mí siempre se me ha dado bien, lo cual me causa tanto vergüenza como satisfacción. Le dije a tu hermano que esperara un milagro, y luego activé la corriente de mi juguete electrocutador con pretensiones. En cuanto vi que contraía la boca y parpadeaba, supe que daría resultado.

—¡Es increíble! —exclamé.

—Sí, desde luego. Y también bastante mezquino.

—¿Cómo?

—Da igual. Lo importante es que no debes decírselo nunca. Probablemente no volvería a perder la voz, pero no puede descartarse. —Consultó su reloj—. ¿Sabes qué te digo? Creo que ya no tengo tiempo para más charla si quiero llegar a Portsmouth esta noche. Y más vale que te vayas a casa. Donde la visita que me has hecho esta tarde será un secreto entre tú y yo, ¿entendido?

—Entendido.

—No has pasado por delante de la casa de Gagá, ¿no?

Alcé la vista al cielo, como preguntándole si realmente era tan tonto, y Jacobs se rio un poco más. Me alegré de poder arrancarle la risa a pesar de todo lo sucedido.

—He atravesado el campo de Marstellar.

—Buen chico.

Yo no quería irme, ni quería que se fuera él.

—¿Puedo hacerle otra pregunta?

—Vale, pero que sea rápida.

—Cuando estaba usted dando su… mmm… —No quería usar la palabra «sermón»; por algún motivo me parecía peligrosa—. Cuando estaba hablando en la iglesia, dijo que un rayo llegaba a los treinta mil grados. ¿Eso es verdad?

Se le iluminó el rostro tal como ocurría solo cuando se hablaba de electricidad. Su «monotema», habría dicho Claire. Mi padre lo habría llamado su «obsesión».

—¡Totalmente verdad! A excepción, quizá, de los terremotos y maremotos, el rayo es la fuerza más poderosa de la naturaleza. Más que los tornados y más que los huracanes. ¿Alguna vez has visto caer un rayo en la tierra?

Negué con la cabeza.

—Solo los he visto en el cielo.

—Es hermoso. Hermoso y aterrador. —Levantó la vista, como si buscara uno, pero esa tarde el cielo estaba azul, y las únicas nubes eran pequeñas borlas blancas que se movían lentamente hacia el sudoeste—. Por si alguna vez quieres ver uno de cerca… sabes dónde está Longmeadow, ¿no?

Claro que lo sabía. A medio camino entre el pueblo y el Monte Cabra, por la carretera que llevaba al complejo turístico, había un parque estatal. Eso era Longmeadow. Desde allí la vista hacia el este se extendía kilómetros y kilómetros. En días muy despejados se veía el desierto de Maine, cerca de Freeport. A veces incluso más allá, hasta el océano Atlántico. Los alumnos de catequesis organizaban la barbacoa de verano en Longmeadow cada agosto.

—Si subes por la carretera desde Longmeadow —dijo—, llegas a la garita de entrada del complejo de Monte Cabra…

—… donde no te dejan entrar a menos que seas socio o invitado.

—Exacto. El sistema de clases en acción. Pero antes de llegar a garita, sale a la izquierda un camino de grava. Está abierto a todo el mundo porque son tierras del estado. Tras unos cinco kilómetros, el camino termina en un mirador que se llama Lo Alto del Cielo. Nunca os llevé allí porque es peligroso: una pendiente de granito que acaba en una pared vertical de seiscientos metros de altura. No hay valla, solo un cartel para advertir a la gente que no se acerque al borde. En Lo Alto del Cielo, arriba del todo, hay un poste de hierro de seis metros de altura. Está clavado muy hondo en la roca. No sé quién lo colocó, ni por qué, pero lleva allí mucho, mucho tiempo. Debería estar oxidado, pero no lo está. ¿Sabes por qué?

Moví la cabeza en un gesto de negación.

—Porque han caído rayos allí muchas veces. Lo Alto del Cielo es un sitio especial. Atrae los rayos, y ese poste de hierro es su foco.

Miraba con expresión soñadora en dirección al Monte Cabra. Desde luego no era grande en comparación con las Rocosas (ni siquiera con las Montañas Blancas de New Hampshire), pero dominaba las tierras onduladas del oeste de Maine.

—Allí el trueno es más sonoro, Jamie, y las nubes están más cerca. Al ver arremolinarse esos nubarrones, uno se siente muy pequeño, y cuando uno está agobiado por las preocupaciones… o las dudas… sentirse pequeño no es tan malo. Sabes cuándo va a caer el rayo porque se nota en el aire algo sobrecogedor. Una sensación de… no sé… como si algo ardiera sin arder. Se te ponen los pelos de punta y sientes una opresión en el pecho. Sientes un temblor en la piel. Esperas, y cuando se oye el trueno, no es un estruendo. Es un crujido, como cuando una rama cargada de hielo cede, solo que cien veces más sonoro. Hay silencio… y de pronto un chasquido en el aire, más o menos como el sonido de los interruptores antiguos. Se oye el trueno y cae el rayo. Tienes que entornar los ojos porque el rayo te ciega, y entonces no ves que el poste de hierro pasa de negro a blanco púrpura y luego a rojo, como una herradura en la forja.

—Uau —dije.

Parpadeó y volvió en sí. Dio un puntapié al neumático de su coche viejo-nuevo.

—Perdona, chaval. A veces me dejo llevar.

—Debe de ser impresionante.

—Uy, es mucho más que impresionante. Cuando seas un poco mayor, ve allí alguna vez y obsérvalo con tus propios ojos. Pero ten cuidado si te acercas al poste. Por efecto de los rayos, hay mucha rocalla suelta, y si resbalas pendiente abajo, quizá ya no puedas sujetarte. Y ahora, Jamie, tengo que ponerme en marcha.

—Es una lástima que tenga que irse. —Deseé llorar un poco más, pero no me lo permití.

—Te agradezco que me lo digas, y me conmueve, pero ya conoces el dicho: si los deseos fueran caballos, los mendigos serían jinetes. —Abrió los brazos—. Ahora dame otro abrazo.

Lo estreché con fuerza, respirando hondo, procurando almacenar en la memoria los olores de su jabón y su tónico capilar: Vitalis, el mismo que usaba mi padre. Y ahora también Andy.

—Eras mi preferido —me dijo al oído—. Ese es otro secreto que probablemente también debas guardar.

Me limité a asentir con la cabeza. No había necesidad de decirle que Claire ya lo sabía.

—He dejado una cosa para ti en el sótano de la rectoría —dijo—. Si la quieres. La llave está debajo del felpudo.

Me dejó en el suelo, me dio un beso en la frente y abrió la puerta del conductor.

—Este coche no es gran cosa, socio —dijo, adoptando un acento norteño que me arrancó una sonrisa pese a la tristeza que sentía—. Aun así, calculo que me llevará un buen trecho.

—Le quiero —dije.

—Yo también te quiero a ti —contestó—. Pero no vuelvas a llorar, Jamie. Ya tengo el corazón más roto de lo que puedo soportar.

No volví a llorar hasta que se marchó. Me quedé allí y lo observé salir del camino de acceso marcha atrás. Lo observé hasta que se perdió de vista. Luego me fui a casa. Por aquel entonces aún teníamos un surtidor en el jardín trasero, y me lavé la cara con aquella agua gélida antes de entrar. No quería que mi madre viese que había estado llorando y me preguntara la causa.

Correspondería a las Damas Auxiliadoras darle a la rectoría un buen baldeo de arriba abajo para eliminar todo rastro de la malhadada familia Jacobs y prepararla para el nuevo predicador, pero no había prisa, dijo mi padre; la maquinaria del obispado metodista de Nueva Inglaterra era lenta, y sería una suerte si se nos asignaba un nuevo pastor antes del verano.

«Dejemos pasar un tiempo», fue el consejo de mi padre, y las Auxiliadoras lo siguieron de buena gana. No se pusieron manos a la obra con las escobas y los cepillos y las aspiradoras hasta después de Navidad (ese año fue Andy quien pronunció el sermón laico, y mis padres casi reventaron de orgullo). Hasta entonces la rectoría permaneció vacía, y algunos niños del colegio empezaron a decir que estaba encantada.

Pero sí hubo un visitante: yo. Fui un sábado por la tarde, una vez más a través del maizal de Dorrance Marstellar para eludir la vigilante mirada de Gagá Harrington. Entré utilizando la llave dejada bajo el felpudo. Daba miedo. Me había burlado de la fantasía de que la casa estuviese encantada, pero una vez dentro era muy fácil imaginar a Patsy y a Morrie el Lapa allí de pie, cogidos de la mano, con los ojos desorbitados, ambos en estado de descomposición.

No seas tonto, me dije. O se han ido a otro sitio, o sencillamente han desaparecido en la nada negra, como dijo el reverendo Jacobs. Así que déjate de miedos. Déjate de tonterías y no seas gallina.

Pero no pude dejarme de tonterías y no ser gallina en igual medida que no podía evitar el dolor de estómago después de comer demasiados perritos calientes un sábado por la noche. Sin embargo no salí corriendo. Quería ver qué me había dejado. Necesitaba ver qué me había dejado. Fui, pues, hasta la puerta en la que aún había un póster (Jesús con dos niños cogidos de la mano, que se parecían a Dick y Jane, los personajes de mi libro de lectura de primero) y el rótulo donde se leía DEJAD QUE LOS NIÑOS VENGAN A MÍ.

Encendí la luz, bajé por la escalera y miré las sillas plegables apiladas contra la pared, y el piano con la tapa bajada, y el Rincón de los Juguetes, donde ahora, en la pequeña mesa, no había fichas de dominó ni libros de colorear ni ceras. Pero el Lago Apacible seguía allí, y también la cajita de madera con el Jesús Eléctrico dentro. Eso era lo que me había dejado, y me llevé una tremenda decepción. Aun así, abrí la caja y saqué el Jesús Eléctrico. Lo coloqué en el borde del lago, donde sabía que estaba el carril, y empecé a palpar bajo la túnica para encenderlo. En ese momento me asaltó el mayor ataque de rabia de mi corta vida. Fue tan repentino como uno de esos rayos que, según me había contado el reverendo Jacobs, se veían en Lo Alto del Cielo. De un manotazo, arrojé el Jesús Eléctrico a la otra punta del sótano.

¡No eres real! —exclamé—. ¡No eres real! ¡Todo son trucos! ¡Maldito seas, Jesús! ¡Maldito seas, Jesús! ¡Maldito seas, maldito seas, maldito seas, Jesús!

Corrí escaleras arriba, llorando de tal modo que apenas veía.

Ya no tuvimos otro pastor, como se vio. Algunos de los clérigos de la zona intentaron llenar el hueco, pero la asistencia se redujo a casi nada, y para cuando yo cursaba mi último año de instituto, la puerta de nuestra iglesia estaba cerrada con llave y las ventanas atrancadas. A mí me era indiferente. Había perdido la fe. Ignoro qué fue del Lago Apacible y el Jesús Eléctrico. Cuando volví a entrar en aquel sótano, en la sala de catequesis —eso ocurrió muchos años después—, estaba totalmente vacío. Tan vacío como el cielo.

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