Revival

Revival


IV

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IV

Dos guitarras. Los Rosas Cromadas.

Rayos en Lo Alto del Cielo.

Cuando volvemos la vista atrás, creemos que nuestras vidas se rigen por pautas; de pronto, todo suceso nos parece lógico, como si algo —o Alguien— hubiera planificado todos nuestros pasos (y pasos en falso). Pongamos, sin ir más lejos, el jubilado de lengua sucia que, sin saberlo, me predestinó para lo que sería mi trabajo durante veinticinco años. ¿Llamamos a eso sino o simple casualidad? No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Yo ni siquiera estaba allí la noche que Hector el Barbero fue a buscar su vieja guitarra Silverstone. En otro tiempo yo habría dicho que elegimos nuestros caminos al azar: sucedió esto, luego aquello, después lo otro. Ahora sé que no es así.

Existen fuerzas.

En 1963, antes de la irrupción de los Beatles, se adueñó de Estados Unidos un breve pero incontenible furor por la música folk. El programa televisivo que surgió en el momento oportuno para sacar provecho de esta fiebre fue Hootenanny, donde aparecían intérpretes de la experiencia negra tan caucásicos como los integrantes del Chad Mitchell Trio o los New Christy Minstrels. (No se invitaba a actuar en el programa a músicos caucásicos presuntamente rojos como Pete Seeger y Joan Baez.) Mi hermano era íntimo amigo del hermano mayor de Billy Paquette, Ronnie, y se reunían para ver The Hoot, como ellos lo llamaban, cada sábado por la noche en casa de los Paquette.

En aquellos tiempos el abuelo de Ronnie y Billy vivía con la familia. Se lo conocía como Hector el Barbero, porque ese había sido su oficio durante casi cincuenta años, aunque costaba imaginarlo en el papel; se supone que los barberos, al igual que los camareros, son individuos gratamente locuaces, y Hector el Barbero casi nunca despegaba los labios. Inmóvil en el salón, se limitaba a echarse chorritos de bourbon en el café y a fumar Tiparillos. El olor a tabaco impregnaba toda la casa. Cuando hablaba, sazonaba su prosa con palabras soeces.

Pero el caso es que le gustaba Hootenanny, y siempre lo veía con Ronnie y Con. Una noche, después de interpretar un chico blanco una canción en la que explicaba su profunda tristeza porque su nena lo había abandonado, Hector el Barbero soltó un resoplido y dijo:

—Joder, chicos, eso no es blues.

—¿Qué quieres decir, abuelo? —preguntó Ronnie.

—El blues es una música con malicia. Viendo a ese muchacho, uno diría que acaba de mearse en la cama y teme que su madre se entere.

Al oír el comentario, los chicos se echaron a reír, en parte porque les hizo gracia, en parte porque los asombró que Hector se revelase como todo un crítico musical.

—Esperad un momento —dijo, y subió lentamente por la escalera sujetándose a la barandilla con su mano nudosa.

Tardó tanto que los chicos casi se habían olvidado ya de él cuando regresó con una maltrecha guitarra Silverstone cogida del mástil. Tenía la caja rayada, sujeta con una madeja de cordel de esparto, y las clavijas torcidas. Hector, al sentarse, dejó escapar un gruñido y un pedo, y se apoyó la guitarra en las rodillas huesudas.

—Apaga esa mierda —ordenó.

Ronnie obedeció; de todos modos, el Hoot de esa semana ya casi había terminado.

—No tenía ni idea de que supieras tocar, abuelo —dijo.

—Hace años que no toco —contestó Hector—. Lo dejé cuando la artritis empezó a cebarse en mí. No sé ni si podré afinar a esta mala puta.

—Esa lengua, papá —reprendió la señora Paquette desde la cocina.

Hector el Barbero no le hizo caso; a menos que la necesitara para acercarle el puré de patatas en la mesa, rara vez le prestaba atención. Afinó la guitarra lentamente, profiriendo maldiciones entre dientes, y después tocó un acorde que en efecto sonaba un poco a música. «Se notaba que seguía desafinada —comentó Con cuando me contó la anécdota más tarde—, pero igualmente fue una pasada.»

—¡Uau! —exclamó Ronnie—. ¿Qué acorde es ese, abuelo?

—Mi. Toda esta mierda empieza por mi. Pero espera, aún no has oído nada. A ver si me acuerdo de cómo va esta gran zorra.

Desde la cocina:

—Esa lengua, papá.

Esta vez no le hizo más caso que la anterior y, utilizando una uña endurecida y amarillenta por efecto de la nicotina a modo de púa, empezó a rasguear la vieja guitarra. Comenzó despacio, a la vez que profería entre dientes más vocabulario no aprobado, pero al cabo de un rato entró en un ritmo sincopado y uniforme, y los chicos cruzaron miradas de asombro. Al principio deslizaba los dedos por los trastes con torpeza; luego, a medida que las viejas sinapsis de la memoria cobraban vida, con un poco más de fluidez: de si a la, de la a sol, y otra vez a mi. Es una progresión que he tocado cien mil veces, pero en 1963 no habría sabido la diferencia entre un acorde y un acordeón.

Con voz aguda y gemebunda, muy distinta de aquella con la que hablaba (cuando hablaba), el abuelo de Ronnie cantó: «¿Por qué no te agachas, cariño, deja que papá vea… que ahí hay algo, cariño, preocupado me tienes…».

La señora Paquette salió de la cocina secándose las manos con un paño. A juzgar por su cara, se habría dicho que acababa de ver un ave exótica —un avestruz o un emú, por ejemplo— pasearse por el medio de la Interestatal 9. Billy y la pequeña Rhonda Paquette, que no debía de tener más de cinco años, bajaron hasta media escalera, donde, apoyados en la barandilla, miraron atónitos al viejo.

«Qué ritmo —me contó Con más tarde—. Desde luego no se parecía a nada de lo que tocaban en Hootenanny

Hector el Barbero ahora marcaba el compás con el pie y sonreía. Con dijo que nunca antes había visto sonreír al viejo, y que daba un poco de miedo, como si se hubiera transformado en un vampiro cantante o algo así.

—Mi madre no me deja andar tonteando por ahí toda la noche… teme que una mujer pueda… pueda… —Arrastró la vocal—. ¡Pueeeda tratarme mal!

—¡Bravo, abuelo! —exclamó Ronnie, y echándose a reír, aplaudió.

Hector acometió la segunda estrofa, esa en la que la jota de diamantes animaba a la reina de picas a portarse mal, pero en ese momento se rompió una cuerda: TUANNG.

—Vaya, cabrona de mierda —protestó, y ahí terminó el concierto improvisado de Hector el Barbero.

La señora Paquette agarró la guitarra (pasando la cuerda rota peligrosamente cerca de su ojo) y lo conminó a salir y a sentarse en el porche si quería hablar de esa manera.

Hector el Barbero no salió al porche, pero sí se sumió en su acostumbrado silencio. Los chicos nunca más lo oyeron cantar ni tocar. Murió el verano siguiente, y Charles Jacobs —todavía en pleno apogeo en 1964, el Año de los Beatles— ofició en su funeral.

Un día después de esa versión abreviada de My Mama Don’t Allow Me, de Arthur Crudup, alias Big Boy, Ronnie Paquette encontró la guitarra en uno de los cubos de basura de la parte de atrás de la casa, abandonada allí por su indignada madre. Ronnie se la llevó al colegio, donde la señora Calhoun, la profesora de lengua, que además daba clases de música en secundaria, le enseñó a cambiar las cuerdas y a afinarla tarareando las tres primeras notas de Taps. También dio a Ronnie un ejemplar de Sing Out!, una revista de música folk que contenía las letras y los acordes de canciones como Barb’ry Allen.

Durante los dos años siguientes (con un breve paréntesis durante el tiempo en que el Bastón de Esquí del Destino dejó mudo a Connie), los dos chicos aprendieron una canción folk tras otra, turnándose a la guitarra para aprender los mismos acordes básicos que sin duda Leadbelly tañó durante sus años en la cárcel. Los dos tocaban de puta pena, pero Con tenía una voz más que aceptable —aunque demasiado dulce para resultar convincente en los blues que tanto le gustaban—, y actuaron en público unas cuantas veces, haciéndose llamar Con y Ron. (Para decidir qué nombre iría primero, se lo jugaron a cara y cruz.)

Pasado un tiempo, Con consiguió su propia guitarra, una Gibson acústica con acabados en madera de cerezo. Era mil veces más bonita que la vieja Silverstone de Hector el Barbero, y la utilizaban cuando cantaban cosas como Seventh Son y Sugarland en el Eureka Grange la Noche de las Jóvenes Promesas. Nuestros padres los animaban, y también los de Ronnie, pero la máxima «entra basura, sale basura» es aplicable tanto a los ordenadores como a las guitarras.

Yo no presté gran atención a los esfuerzos de Con y Ron por alcanzar el estrellato a nivel local como dúo de folk, y apenas me di cuenta cuando empezó a apagarse el interés de mi hermano por su guitarra Gibson. El día que el reverendo Jacobs se marchó de Harlow en su coche viejo-nuevo, tuve la sensación de que quedaba un vacío en mi vida. Había perdido tanto a Dios como a mi único amigo adulto, y durante mucho tiempo sentí tristeza y un vago temor. Mi madre trataba de animarme; también Claire. Incluso mi padre lo intentó. Procuré recuperar la alegría, y al final lo conseguí, pero cuando 1965 dio paso a 1966 y este a 1967, mi radar apenas percibió el cese de malas interpretaciones de temas como Don’t Think Twice en el piso de arriba.

Para entonces Con vivía entregado a las actividades deportivas en el instituto (se le daban mucho mejor de lo que se le había dado jamás la guitarra), y en cuanto a mí… una chica nueva se había instalado en el pueblo, Astrid Soderberg. Tenía el cabello rubio y sedoso, los ojos de color azul aciano, y en su suéter se dibujaban unos pequeños bultos que en el futuro podían convertirse en pechos de verdad. Dudo mucho que pensara alguna vez en mí durante nuestros primeros años juntos en el colegio; a menos que quisiera copiar mis deberes, claro está. Yo, en cambio, la tenía en mente a todas horas. Sospechaba que si alguna vez me permitía tocarle el pelo, quizá me diera un ataque al corazón. Un día cogí el diccionario Webster de la estantería de libros de referencia, me lo llevé al pupitre y, muy cuidadosamente, escribí en mayúsculas ASTRID junto a la definición de «beso», con el corazón acelerado y un hormigueo en la piel. «Derretido» es una palabra acertada para describir el estado en que uno se encuentra durante esa clase de enamoramiento, porque derretido es como yo me sentía.

Jamás se me pasó por la cabeza coger la Gibson de Con; si quería oír música, encendía la radio. Sin embargo el talento es una cosa extraña, y tiene una manera discreta pero firme de anunciarse cuando llega el momento. Igual que ciertas drogas adictivas, se presenta como un amigo mucho antes de que uno se dé cuenta de que es un tirano. Eso lo descubrí el año que cumplí los trece.

Primero esto, luego aquello, después lo otro.

Mi talento musical distaba mucho de ser inconmensurable, pero era mucho mayor que el de Con… o el de cualquier otro miembro de la familia, dicho sea de paso. Descubrí su existencia un sábado nublado y aburrido del otoño de 1969. Toda mi familia —incluso Claire, que había venido de la universidad a pasar el fin de semana en casa— había ido a ver un partido de fútbol americano a Gates Falls. Con cursaba primero en el instituto y empezaba a jugar de halfback con el equipo del centro, los Gates Falls Gators. Yo me quedé en casa porque me dolía el estómago, aunque no tanto como fingí; sencillamente no me entusiasmaba el fútbol americano y, además, amenazaba lluvia.

Vi la televisión un rato, pero ponían fútbol en dos canales y, aún peor, golf en el tercero. Ahora la antigua habitación de Claire la ocupaba Connie, pero algunos de los libros de ella seguían apilados en el armario y se me ocurrió probar con alguna novela de Agatha Christie. Claire decía que eran fáciles de leer, y resultaba divertido investigar en compañía de Miss Marple o Hercule Poirot. Entré y vi en el rincón la Gibson de Con, en medio de un desordenado montón de números antiguos de Sing Out! Me quedé mirándola, allí apoyada y olvidada desde hacía mucho tiempo, y me pregunté: ¿Podría tocar Cherry, Cherry con eso?

Recuerdo ese momento con la misma nitidez que mi primer beso, porque la idea era una anomalía exótica, totalmente ajena a cualquier otra cosa que hubiese tenido en la cabeza cuando entré en la habitación de Con. Lo juraría sobre una pila de Biblias. Ni siquiera fue una idea. Fue como una voz.

Cogí la guitarra y me senté en la cama de Con. En un primer momento me limité a pensar un poco más en esa canción, sin tocar las cuerdas. Sabía que sonaría bien en la acústica de Connie porque Cherry, Cherry se basa en un riff acústico (aunque por entonces no conocía la palabra). La escuché dentro de mi cabeza y descubrí con asombro que era capaz no solo de oír la progresión de acordes, sino también de verla. Lo supe todo sobre ellos excepto dónde se ocultaban en los trastes.

Cogí un ejemplar de Sing Out! a voleo y busqué un blues, cualquier blues. Encontré uno titulado Turn Your Money Green, vi cómo se obtenía un mi («Toda esta mierda empieza por mi», había dicho Hector el Barbero a Con y a Ronnie) y lo toqué con la guitarra. Era un sonido ahogado pero fiel. La Gibson era un buen instrumento, y había permanecido afinada pese a su estado de abandono. Apreté más con el índice, el medio y el anular de la mano izquierda. Me dolió, pero no me importó. Porque el mi sonó bien. El mi sonó divino. Se correspondió perfectamente con el sonido que tenía en la cabeza.

Con tardó seis meses en aprender The House of the Rising Sun, y nunca era capaz de cambiar de re a fa sin vacilar al poner los dedos. Yo aprendí el riff de tres tonos de Cherry, Cherry —de mi a la y a re y de nuevo a mi— en diez minutos; luego me di cuenta de que podía emplear los tres mismos tonos para tocar Gloria, de Shadows of Knight, y Louie, Louie, de los Kingsmen. Toqué hasta rabiar de dolor de dedos y no poder extender apenas la mano izquierda. Cuando por fin paré, no fue porque quisiera sino porque no me quedó más remedio. Y estaba impaciente por volver a empezar. Me traían sin cuidado los New Christy Minstrels, o Ian & Sylvia, o cualquier otro cantante de folk, pero podría haberme pasado el día entero tocando Cherry, Cherry: tenía algo que me llegaba al alma.

Si aprendía a tocar relativamente bien, quizá Astrid Soderberg me viera como algo más que una simple fuente de tareas escolares. No obstante, incluso eso era una consideración secundaria, porque tocar llenó el vacío que había en mí. Era algo al margen de todo, una verdad emocional. Tocar me permitía sentirme de nuevo como una persona real.

Al cabo de tres semanas, otro sábado por la tarde, Con llegó a casa temprano después del partido de fútbol en lugar de quedarse a la tradicional barbacoa posterior al encuentro organizada por los seguidores del equipo. Yo, sentado en el descansillo de lo alto de la escalera, rasgueaba Wild Thing. Pensé que se pondría hecho un basilisco y me quitaría su guitarra, o quizá incluso me acusaría de sacrílego por tocar aquella idiotez de tres tonos de los Troggs en un instrumento concebido para canciones protesta tan rebosantes de sensibilidad como Blowin’ in the Wind.

Pero ese día Con había anotado tres touchdowns, había batido el récord de metros en carrera del instituto, y los Gators iban camino de entrar en los playoffs de la Clase C. Solo dijo:

—Esa es la canción más tonta que se ha oído jamás en la radio.

—No —contesté—. Creo que el premio se lo lleva Surfin’ Bird. Esa también sé tocarla, si quieres oírla.

—No, por Dios. —Podía pronunciar el nombre de Dios en vano porque mi madre estaba en el jardín, mi padre y Terry en el garaje, trabajando en el Cohete de la Carretera III, y nuestro hermano mayor de orientación religiosa ya no vivía en casa. Al igual que Claire, Andy estudiaba ahora en la Universidad de Maine (que, sostenía él, estaba plagada de «hippies inútiles»).

—Pero ¿no te importa que toque tu guitarra, Con?

—Tú mismo —respondió al pasar por mi lado en la escalera. Tenía un moretón llamativo en una mejilla y olía a sudor de después de un partido de fútbol—. Pero si la rompes, la pagas.

—No la romperé.

En efecto, no la rompí, pero sí me cargué muchas cuerdas. Con el rock and roll las cuerdas sufren más que con la música folk.

En 1970 ingresé en el instituto de Gates Falls, al otro lado del río Androscoggin. Con, ya en último curso y toda una figura gracias a sus hazañas deportivas y a su presencia en el cuadro de honor por sus notas, no me hacía el menor caso. Y por mí mejor, por mí estupendo. Lamentablemente, tampoco Astrid Soderberg me hacía el menor caso, pese a sentarse en la fila de detrás en nuestra aula común, y justo a mi derecha en la clase de lengua. Llevaba el pelo recogido en una coleta y las faldas como mínimo cinco centímetros por encima de la rodilla. Cada vez que cruzaba las piernas, yo me moría. Me derretía más que nunca, pero la había oído hablar con sus amigas en las gradas del gimnasio durante la hora del almuerzo, y sabía que solo tenían ojos para los chicos mayores. Yo solo era un figurante más en la gran epopeya de sus vidas de estudiantes de instituto recién inauguradas.

Pero alguien sí se fijó en mí: un chico de último curso, desgalichado y melenudo, con todo el aspecto de uno de esos «hippies inútiles» a los que se refería Andy. Vino un día a buscarme mientras yo estaba comiendo en el gimnasio, dos gradas por encima de Astrid y su risueña pandilla.

—¿Tú eres Jamie Morton? —preguntó.

Lo admití con cautela. El chico vestía unos vaqueros holgados con parches en las rodillas y tenía ojeras, como si no durmiera más de tres o cuatro horas por noche. O se la meneara mucho.

—Acompáñame a la sala de música —dijo.

—¿Para qué?

—Porque yo lo digo, novato.

Lo seguí, zigzagueando entre la muchedumbre de alumnos que se reían, vociferaban, se empujaban y aporreaban las taquillas. Confiaba en que aquello no acabara en una paliza. Concebía la posibilidad de recibir una paliza de un estudiante de segundo por cualquier nimiedad —en principio las novatadas a los de primero por parte de los de segundo estaban prohibidas, pero de hecho se practicaban profusamente—, pero no de recibirla de un estudiante de último año. Estos rara vez percibían siquiera la existencia de los chicos de primero, y buena muestra de ello era mi propio hermano.

La sala de música estaba vacía. Eso fue un alivio. Si ese individuo se proponía sacudirme, al menos no contaba con la ayuda de toda una panda de amigos. En lugar de darme una paliza, me tendió la mano. Se la estreché. Tenía los dedos flácidos y pegajosos.

—Norm Irving.

—Encantado de conocerte. —No sabía hasta qué punto eso era cierto.

—Novato, he oído que tocas la guitarra.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Tu hermano. El Rey del Fútbol. —Norm Irving abrió un armario de material lleno de guitarras en sus fundas. Sacó una, abrió los cierres y dejó a la vista una magnífica Yamaha eléctrica de color negro azabache.

»Una SA 30 —dijo lacónicamente—. La tengo desde hace dos años. Pinté paredes todo el verano con mi padre. Enciende el ampli. No, el grande no; el Bull Nose, justo delante de ti.

Me acerqué al miniamplificador, eché un vistazo en busca de un interruptor o botón, y no lo vi.

—En la parte de atrás, novato.

—Ah. —Encontré un interruptor basculante y lo accioné. Se encendió una luz roja y se oyó un leve zumbido. Ese zumbido me gustó desde el primer momento. Era el sonido de la fuerza.

Norm sacó un cable del armario de las guitarras y lo enchufó. Rozó las cuerdas con los dedos y del pequeño amplificador salió un breve BRONK. Era atonal, antimusical y de una belleza absoluta. Me tendió la guitarra.

—¿Qué? —Me alarmé y me entusiasmé al mismo tiempo.

—Tu hermano dice que tocas la guitarra rítmica. Toca algo, pues.

Cogí la guitarra, y a mis pies el pequeño ampli volvió a emitir ese BRONK. La guitarra pesaba mucho más que la acústica de mi hermano.

—Nunca he tocado una eléctrica —dije.

—Son iguales.

—¿Qué quieres que toque?

Green River, por ejemplo. ¿Sabes tocarla? —Se metió la mano en el bolsillo pequeño de los holgados vaqueros y sacó una púa. Conseguí cogerla sin que se me cayera.

—¿En mi mayor? —Como si tuviera que preguntarlo. «Toda esta mierda siempre empieza por mi.»

—Tú mismo, novato.

Me pasé la correa por encima de la cabeza y me acomodé la almohadilla en el hombro. La Yamaha me quedaba muy baja —Norman Irving era mucho más alto que yo—, pero estaba tan nervioso que ni siquiera se me ocurrió ajustar la altura de la correa. Toqué un acorde en mi mayor y me sobresalté por lo fuerte que se oyó en la sala de música cerrada. Él sonrió, y yo, viendo su sonrisa —que reveló unos dientes que iban a darle muchos problemas en el futuro si no empezaba a cuidárselos—, me sentí mejor.

—La puerta está cerrada, novato. Sube el volumen y dale caña.

El volumen estaba a cinco. Lo subí a siete, y el WHANGGG resultante fue de una intensidad satisfactoria.

—Como cantante, doy pena —dije.

—No tienes que cantar. Canto yo. Solo necesito un guitarra rítmico.

Green River tiene un compás básico de rock, no exactamente como Cherry, Cherry, pero casi. Volví a tocar un mi mayor, escuchando en la cabeza la primera frase de la canción y decidiendo que estaba bien. Norman empezó a cantar. El sonido de la guitarra casi ahogaba su voz, pero oí lo suficiente para saber que tenía buen pulmón. «Llévame de vuelta allí donde corre el agua fresca…»

Cambié a la, y él se interrumpió.

—Sigue en mi, ¿no? —dije—. Perdona, perdona.

Los primeros tres versos eran todos en mi, pero cuando cambié otra vez a la, como hace el rock más básico, continuaba estando mal.

—¿Dónde? —pregunté a Norman.

Él, con las manos en los bolsillos de atrás, se limitó a mirarme. Yo escuché en mi cabeza y empecé de nuevo. Cuando llegué al cuarto verso, cambié a do, y esta vez acerté. Tuve que volver a empezar, pero a partir de ese punto todo fue como la seda. Solo necesitábamos un batería, un bajo… y un guitarra principal, claro. John Fogerty, de la Creedence, cumplía esa función de un modo inaccesible para mí hasta en mis sueños más delirantes.

—Trae la guitarra —dijo Norman.

Se la entregué, lamentando tener que separarme de ella.

—Gracias por dejarme tocarla —dije, y me dirigí hacia la puerta.

—Un momento, Morton. —No era un gran cambio, pero al menos representaba un ascenso respecto al grado de «novato»—. La audición aún no ha terminado.

¿Audición?

Del armario del material sacó una funda más pequeña. La abrió y extrajo una semiacústica Kay muy rayada: una 900G, para quienes entiendan de estas cosas.

—Enchúfala al ampli grande, pero ponlo a medio volumen. Esa Kay se acopla como una mala puta.

Obedecí. La Kay se acomodaba mejor a mi cuerpo que la Yamaha; no necesitaría encorvarme para tocarla. Tenía una púa prendida bajo las cuerdas y la cogí.

—¿Listo?

Asentí.

—Uno… dos… un, dos, tres y…

Me puse nervioso al producir el ritmo sencillo y progresivo de Green River, pero si hubiese sabido lo bien que tocaba Norman, dudo que hubiese sido capaz siquiera de tocar; habría salido corriendo de la sala. Acometió el fraseo de Fogerty a la perfección, interpretándolo igual que en aquel viejo single de Fantasy. Así las cosas, me dejé llevar.

—¡Más fuerte! —exclamó—. ¡Dale caña y a la mierda el acople!

Subí el amplificador grande al máximo y volví a empezar. Con las dos guitarras sonando y un acople en el ampli que parecía el silbato de un policía, la voz de Norm se perdió en medio del ruido. Daba igual. Me atuve a la pauta y me dejé guiar. Fue como surfear en una ola de cristal que, sin romper, avanzaba durante dos minutos y medio.

Acabó y el silencio volvió a imponerse. Me zumbaban los oídos. Norm miró al techo, pensativo, y finalmente asintió.

—No es espectacular, pero tampoco es espantoso. Con un poco de práctica, podrías ser mejor que Snuffy.

—¿Quién es Snuffy? —pregunté. Me zumbaban los oídos.

—Un chico que se marcha a Massachusetts —contestó—. Probemos con Needles and Pins. La conoces, ¿no? De los Searchers.

—¿En mi mayor?

—No, esta en re, pero no un re puro. Tienes que forzarlo.

Me mostró cómo se obtenía un mi mayor aumentado con el meñique, y lo capté de inmediato. No sonaba exactamente igual que en el disco, pero no andaba lejos. Cuando acabamos, yo sudaba a mares.

—Vale —dijo a la vez que se descolgaba la guitarra—. Vamos a la zona de fumadores. Necesito un pitillo.

La zona de fumadores estaba detrás del edificio de tecnología y oficios. Por allí rondaban los porreros y los hippies, junto con chicas que llevaban faldas ajustadas, pendientes oscilantes y demasiado maquillaje. En el extremo opuesto del taller de metalistería había dos tipos en cuclillas. Los conocía de vista, como a Norman, pero no personalmente. Uno era rubio rojizo, con mucho acné. El otro tenía una mata de pelo rojo y rizado que apuntaba en nueve direcciones distintas. Tenían pinta de perdedores, pero me dio igual. Norman Irving tenía esa misma apariencia de perdedor, pero era el mejor guitarrista que yo había oído fuera de un disco.

—¿Qué tal lo hace? —preguntó el rubio. Resultó llamarse Kenny Laughlin.

—Mejor que Snuffy —contestó Norman.

El del pelo rojo y revuelto sonrió.

—Eso no es mucho decir.

—Ya, pero necesitamos a alguien, o no podremos tocar en el Grange el sábado por la noche. —Sacó un paquete de Kool y lo ladeó en dirección a mí—. ¿Fumas?

—No —contesté. Y a continuación, sintiéndome ridículo pero incapaz de evitarlo, añadí—: Lo siento.

Norman lo pasó por alto y encendió su cigarrillo con un Zippo que llevaba grabados una serpiente y el rótulo NO ME PISES.

—Te presento a Kenny Laughlin. Toca el bajo. El pelirrojo es Paul Bouchard. Batería. Este renacuajo es el hermano de Connie Morton.

—Jamie —dije. Deseaba con toda mi alma caer bien a esos tipos, ser aceptado por ellos, pero no quería iniciar la relación, fuera cual fuese, como simple hermano pequeño del Rey del Fútbol—. Soy Jamie. —Tendí la mano.

Tenían un apretón tan flácido como el de Norman. He hecho bolos con cientos de músicos desde el día que Norman Irving me sometió a una audición en la sala de música del instituto de Gates Falls, y casi todos aquellos con quienes he trabajado daban la mano como si fuera un pescado muerto. Es como si los roqueros consideraran que tienen que ahorrar toda su energía para el trabajo.

—¿Qué dices? —preguntó Norman—. ¿Quieres entrar en el grupo?

¿Que si quería? Si me hubiese dicho que debía comerme los cordones de los zapatos en un rito de iniciación, los habría sacado inmediatamente de los ojetes y habría empezado a masticar.

—Claro, pero no puedo tocar en ningún sitio donde sirvan alcohol. Solo tengo catorce años.

Sorprendidos, cruzaron las miradas y se echaron a reír.

—Ya nos preocuparemos por tocar en el Holly y el Deuce-Four cuando tengamos un representante —dijo Norman, expulsando el humo por la nariz—. De momento solo tocamos en bailes de adolescentes. Como el de Eureka Grange. Tú eres de allí, ¿no? ¿De Harlow?

—De Jau-Miau —se burló Kenny Laughlin—. Nosotros lo llamamos así. Porque suena a pelagatos.

—Oye, tú quieres tocar, ¿no? —dijo Norm. Levantó el pie para poder apagar la colilla en uno de sus botines a lo Beatles, viejos y gastados—. Tu hermano dice que tocas su Gibson, que no tiene pastilla, pero puedes usar la Kay.

—¿El Departamento de Música no tendrá inconveniente?

—El Departamento de Música no se enterará. Tú ven al Grange el jueves por la tarde. Yo llevaré la Kay. Basta con que no te cargues esa puta acopladora. Nos instalaremos allí y ensayaremos. Trae un cuaderno para anotar los acordes.

Sonó el timbre. Los chicos apagaron sus pitillos y empezaron a desfilar hacia el instituto. Una chica, al pasar junto a nosotros, dio a Norman un beso en la mejilla y una palmada en los fondillos de los holgados vaqueros. Él actuó como si no la viera, lo cual se me antojó el colmo de la sofisticación. Mi respeto por él ascendió un punto más.

Aparentemente ninguno de mis compañeros de grupo prestó la menor atención al timbre, así que me marché yo solo. De pronto me asaltó otra duda y me volví.

—¿Cómo se llama el grupo?

—Nos llamábamos Pistoleros —contestó Norm—, pero la gente pensaba que eso era un tanto… ya sabes, militarista. Así que ahora somos los Rosas Cromadas. Se le ocurrió a Kenny un día que estábamos fumados mientras veíamos un programa de jardinería en casa de mi padre. Mola, ¿no?

En el cuarto de siglo siguiente toqué con los J-Tones, con Robin y los Jays y con los Hey-Jays (todos encabezados por un estiloso guitarrista llamado Jay Pederson). Toqué con los Calefactores, los Fiambres, los Pompas Fúnebres, los Última Llamada y los Roqueros de Andersonville. Durante el florecimiento del punk, toqué con El Carmín de Patsy Cline, los Bebés Probeta, los Placentas y El Mundo Está Lleno de Ladrillos. Incluso toqué con un grupo de rockabilly llamado Asma Asma Llama a la Pasma. Pero, en mi opinión, no había un nombre mejor para un grupo que Rosas Cromadas.

—No sé —dijo mi madre. Más que enfadada, parecía al borde de una jaqueca—. Solo tienes catorce años, Jamie. Dice Conrad que esos chicos son muy mayores. —Cenábamos sentados a la mesa, que se veía mucho más grande desde que se habían marchado Claire y Andy—. ¿Fuman?

—No —contesté.

Mi madre se volvió hacia Con.

—¿Fuman?

Con, que en ese momento entregaba la crema de maíz a Terry, no se perdía detalle.

—No.

Lo habría abrazado. A lo largo de los años habíamos tenido nuestras diferencias, como todos los hermanos, pero a la hora de la verdad los hermanos tienden a permanecer unidos.

—No será en bares ni nada por el estilo, mamá —dije… a sabiendas, por pura intuición, que sí sería en bares, y probablemente mucho antes de que el miembro más joven de los Rosas Cromadas cumpliera los veintiuno—. Solo en el Grange. El jueves ensayamos.

—Mucho vas a tener que ensayar —comentó Terry con insidia—. Dame otra chuleta.

—Di por favor, Terence —dijo mi madre distraídamente.

—Dame otra chuleta, por favor.

Mi padre entregó la bandeja. No había hecho el menor comentario. Eso podía ser buena o mala señal.

—¿Cómo irás al ensayo? Y ya puestos, ¿cómo irás a esos… esos bolos?

—Norm tiene un microbús Volkswagen. Bueno, es de su padre, ¡pero le ha dejado pintar el nombre del grupo en el costado!

—Ese tal Norm no debe de tener más de dieciocho años —dijo mi madre. Había dejado de comer—. ¿Cómo sé que es un conductor fiable?

—¡Mamá, me necesitan! Su guitarrista rítmico se ha ido a vivir a Massachusetts. ¡Sin guitarrista rítmico, perderán el bolo del sábado por la noche! —Una idea atravesó mi cabeza como un meteorito: a lo mejor Astrid Soderberg iba al baile—. ¡Es importante! ¡Es un asunto muy serio!

—No me gusta. —Ahora se frotaba las sienes.

Mi padre se pronunció por fin.

—Déjalo, Laura. Ya sé que estás preocupada, pero eso es lo que se le da bien.

Ella exhaló un suspiro.

—De acuerdo. Supongo.

—¡Gracias, mamá! ¡Gracias, papá!

Mi madre cogió el tenedor y al cabo de un momento volvió a dejarlo.

—Prométeme que no fumarás tabaco ni marihuana y que no beberás.

—Lo prometo —dije, y fue una promesa que cumplí durante dos años.

Poco más o menos.

Lo que más recuerdo de aquel primer bolo en Eureka Grange, n.º 7 es el hedor de mi propio sudor cuando los cuatro subimos en bloque al tablado. En lo que se refiere a sudor, nadie supera a un adolescente de catorce años. Me había dado una ducha de veinte minutos antes de mi actuación inaugural —hasta agotar el agua caliente—, pero cuando me agaché a coger mi guitarra prestada, apestaba a miedo. Cuando me colgué la Kay al hombro, tuve la impresión de que pesaba al menos cien kilos. Tenía sobradas razones para estar asustado. Aun partiendo de la simplicidad inherente del rock and roll, la tarea encomendada por Norm Irving —aprender treinta canciones entre el jueves por la tarde y el sábado por la noche— era imposible, y así se lo dije.

Se encogió de hombros y me dio el consejo más útil que he oído como músico: ante la duda, lánzate. «Además —dijo, enseñando los dientes cariados en una sonrisa malévola—, voy a poner el volumen tan alto que en cualquier caso no te oirán.»

Paul tocó un breve riff en la batería para captar la atención del público y lo remató con un golpe de platillos. Se produjo una breve salva de aplausos de expectación. Un sinfín de ojos (millones, me pareció) miraban el pequeño escenario, donde estábamos apiñados bajo los focos. Recuerdo que me sentí de lo más ridículo con mi chaleco salpicado de estrás (los chalecos eran un vestigio del breve período en que los Rosas Cromadas habían sido los Pistoleros) y me pregunté si acabaría vomitando. No parecía muy probable, ya que apenas había probado la comida a mediodía y había sido incapaz de cenar, pero desde luego tenía esa sensación. De pronto pensé: A vomitar no. A desmayarme. Eso es, voy a desmayarme.

Ciertamente podría haberme sucedido, pero Norm no me dio tiempo. «Somos los Rosas Cromadas, ¿vale? Vosotros a bailar. —Luego, dirigiéndose a nosotros—: Un… dos… tres… ya sabéis qué hacer.»

Paul Bouchard inició el tam-tam que da comienzo a Hang On Sloopy, y arrancamos. Norm era la voz solista; salvo por un par de canciones en que intervenía Kenny, siempre lo era. Paul y yo nos encargábamos del acompañamiento vocal. Al principio me sentí muy cohibido, pero eso se me pasó en cuanto oí lo distinta que sonaba mi voz amplificada, lo adulta que parecía. Más adelante comprendí que de todos modos nadie presta mucha atención al acompañamiento vocal… aunque esas voces se echarían en falta si no estuvieran.

Vi a las parejas salir a la pista y empezar a bailar. Para eso habían ido, pero en el fondo de mi alma no creía que de verdad fueran a hacerlo, no al son de una música en la que yo intervenía. Cuando quedó claro que no iban a echarnos del escenario a fuerza de abucheos, sentí una creciente euforia cercana al éxtasis. Desde entonces he consumido drogas más que suficientes para parar un tren, pero ni siquiera las mejores podían compararse a ese primer subidón. Nosotros estábamos tocando. Ellos estaban bailando.

Tocamos desde las siete hasta las diez y media, con un descanso de unos veinte minutos a eso de las nueve, momento en el que Norm y Kenny soltaron sus instrumentos, apagaron los amplificadores y salieron a toda prisa a fumar. Para mí, esas horas transcurrieron como en un sueño, así que no me sorprendí cuando, durante uno de los temas más lentos —creo que era Who’ll Stop the Rain—, mi madre y mi padre salieron a bailar.

Mi madre, con los ojos cerrados y una sonrisa un tanto ensoñadora en el rostro, apoyaba la cabeza en el hombro de mi padre. Este, con los ojos abiertos, me guiñó uno cuando pasaron junto al estrado. No tenía por qué avergonzarme de su presencia; si bien los bailes de instituto y las fiestas de la Liga Atlética de la Policía en la pista de patinaje de Lewiston eran exclusivamente para jóvenes, siempre había muchos adultos cuando tocábamos en el Eureka Grange, o en el Elks y la Asociación de Veteranos de Gates. Lo único malo de ese primer bolo fue que, pese a estar allí algunas amigas de Astrid, ella no apareció.

Mis padres se marcharon temprano, y Norm me llevó en el viejo microbús. Ebrios de éxito, reíamos y revivíamos el concierto, y cuando Norm me tendió un billete de diez dólares, no entendí por qué era.

—Tu parte —dijo—. Nos han pagado cincuenta por el bolo. Veinte para mí, porque el microbús es mío y yo soy el líder del grupo, y diez para cada uno de vosotros.

Lo acepté, sintiéndome aún como en un sueño, y deslicé la puerta lateral con la mano izquierda dolorida.

—Este jueves ensayamos —recordó Norm—. Esta vez en la sala de música, después de clase. Pero al acabar no podré llevarte. Mi padre me necesita para ayudarlo a pintar una casa en Castle Rock.

Dije que no había problema. Si Con no podía acompañarme, haría autostop. La mayor parte de la gente que circulaba por la Interestatal 9 entre Gates Falls y Harlow me conocía y me recogería.

—Tienes que trabajar más Brown-Eyed Girl. Vas muy rezagado.

Dije que eso haría.

—Y otra cosa, Jamie.

Lo miré.

—Por lo demás, has estado bien.

—Mejor que Snuffy —dijo Paul.

Mucho mejor que ese manazas —añadió Kenny.

Eso casi compensó la ausencia de Astrid en el baile.

Mi padre ya se había acostado, pero mi madre estaba sentada a la mesa de la cocina con una taza de té. Se había puesto un camisón de franela, pero aún iba maquillada, y la encontré muy guapa. Cuando sonrió, vi que tenía lágrimas en los ojos.

—¿Mamá? ¿Te pasa algo?

—No —contestó—. Solo me alegro por ti. Y tengo un poco de miedo.

—Pues no lo tengas —dije, y la abracé.

—No empezarás a fumar con esos chicos, ¿verdad? Prométemelo.

—Ya te lo prometí, mamá.

—Prométemelo otra vez.

Se lo prometí. A los catorce años hacer promesas es incluso más fácil que sudar.

En el piso de arriba, Con, tendido en la cama, leía un libro de ciencias. Me costaba creer que alguien leyera libros como ese por placer (y más aún una figura del fútbol americano), pero Connie los leía. Lo dejó y dijo:

—Has estado bastante bien.

—¿Cómo lo sabes?

Sonrió.

—Me he asomado por allí, solo un momento. Estabas tocando esa gilipollez de canción.

Wild Thing. —Ni siquiera tuve que preguntarlo.

Fue en la Asociación de Veteranos donde tocamos la noche del viernes siguiente, y el sábado en el baile del instituto. En este, Norm cambió el verso «no voy a comerme ya más el corazón» por «no voy a comerme ya más a mi chica». Las carabinas no se dieron cuenta —nunca se fijaban en las letras—, pero los chicos sí, y les encantó. El gimnasio del Gates tenía espacio suficiente para actuar él mismo como amplificador, y el sonido que produjimos, sobre todo en los temas más estridentes, como Good Lovin’, fue impresionante. Si se me permite parafrasear el título de una canción de Slade, «nosotros, los chicos, hicimos mucho ruido». Durante el intermedio, Kenny se fue con Norm y Paul a la zona de fumadores, y yo también.

Había allí varias chicas, incluida Hattie Greer, la que había dado una palmada en el culo a Norm el día de mi audición. Le echó los brazos al cuello y apretó el cuerpo contra el de él. Norm le metió las manos en los bolsillos de atrás para estrecharla aún más. Procuré no mirar.

A mis espaldas sonó una tímida vocecilla.

—¿Jamie?

Me di la vuelta. Era Astrid. Vestía una falda blanca de corte recto y una blusa azul sin mangas. Prescindiendo de la pudorosa coleta de estudiante, se había soltado el pelo, que le enmarcaba el rostro.

—Hola —Saludé. Y como eso no me pareció suficiente—: Hola, Astrid. No te he visto dentro.

—He llegado tarde, porque he tenido que venir en coche con Bonnie y el padre de Bonnie. Vuestro grupo es muy bueno.

—Gracias.

Norm y Hattie se besaban vigorosamente. Norm era un besador ruidoso, y emitía un sonido semejante a la Electrolux de mi madre. Tenía lugar también otro magreo más discreto, pero Astrid no pareció darse cuenta. No apartaba de mi cara aquellos luminosos ojos suyos. Llevaba unos pendientes en forma de rana. Ranas azules a juego con su blusa. En ocasiones como esa uno se fija en todo.

Entretanto, parecía esperar que yo añadiera algo, así que amplié mi respuesta anterior:

—Muchas gracias.

—¿Vas a fumarte un cigarrillo?

—¿Yo? —Se me pasó por la cabeza la posibilidad de que acaso estuviera espiándome al servicio de mi madre—. No fumo.

—Acompáñame, pues.

La acompañé. La distancia entre la zona de fumadores y la puerta de atrás del gimnasio era de cuatrocientos metros. Deseé que hubieran sido cuatro kilómetros.

—¿Has venido con alguien? —pregunté.

—Solo con Bonnie y Carla —contestó—. No con un chico ni nada por el estilo. Mis padres no me dejan salir con chicos hasta que cumpla los quince.

Entonces, como para demostrarme lo que opinaba de esa idea absurda, me cogió de la mano. Cuando llegamos a la puerta de atrás, me miró. En ese momento estuve a punto de besarla, pero me faltó el valor.

Los chicos pueden ser muy tontos.

Mientras cargábamos la batería de Paul en el microbús después del baile, Norm me habló con voz severa y casi paternal.

—Después del intermedio, no has dado pie con bola. ¿Qué te pasaba?

—No lo sé —respondí—. Perdona. La próxima vez lo haré mejor.

—Eso espero. Si somos buenos, conseguimos bolos. Si no lo somos, no los conseguimos. —Dio una palmada en el costado herrumbroso del microbús—. Aquí Betsy no funciona con burbujas de aire.

—Era por esa chica —dijo Kenny—. La rubita mona de la falda blanca.

Norm pareció darse por enterado. Apoyó las manos en mis hombros y me dio una paternal sacudida para acompañar el tono paternal que adoptó:

—Móntatelo con ella, chaval. Lo antes posible. Tocarás mejor.

A continuación me entregó quince dólares.

Tocamos en el Grange en Nochevieja. Nevaba. Astrid estaba allí. Vestía un anorak con la capucha forrada de piel. La llevé bajo la escalera de incendios y la besé. Su carmín sabía a fresa. Cuando me aparté, me miró con aquellos ojos grandes suyos.

—Pensaba que nunca te decidirías —dijo, y soltó una risita.

—¿Ha estado bien?

—Repítelo y te lo diré.

Nos quedamos besándonos bajo la escalera de incendios hasta que Norm me tocó en el hombro.

—Cortad ya, chicos. Es hora de hacer un poco de música.

Astrid me dio un beso en la mejilla.

—Tocad Wild Thing, esa me encanta —dijo, y resbalando con sus zapatos de baile, corrió hacia la puerta de atrás.

Norm y yo la seguimos.

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