Requiem

Requiem


Lena

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Lena

No es que el sol se ponga, es que descompone el cielo. El horizonte tiene un tono rojo ladrillo. El resto del firmamento está recorrido por líneas de color rojo intenso.

El río se ha ido haciendo cada vez más lento hasta convertirse apenas en un chorrito. La gente se pelea por el agua. Pippa nos advierte que no nos apartemos de su círculo y aposta guardias a lo largo del perímetro. Summer ya se ha ido. Pippa no sabe adonde o no comparte sus planes con nosotros.

Al final, ella decide que, cuantos menos, mejor: a cuantas menos personas impliquemos, menos oportunidad habrá de que alguien la fastidie. Los mejores luchadores, Tack, Raven, Dani y Hunter, se ocuparán de la acción principal: llegar a la presa, esté donde esté, y volarla. Lu insiste en ir con ellos y también Julián, y aunque ninguno de los dos es un luchador entrenado, Raven acaba por aceptar.

Podría matarla.

—También necesitaremos guardias —alega—. Gente que vigile. No te preocupes. Le traeré de vuelta sin problemas.

Álex, Pippa, Coral y uno del grupo de Pippa apodado Beast —solo puedo asumir que es por su mata salvaje de pelo negro y la barba oscura que le oscurece la boca— compondrán una fuerza de distracción. De algún modo, me reclutan para que lidere el segundo grupo. Bram será mi apoyo.

—Yo quería ir con Julián —le digo a Tack. No me siento cómoda quejándome directamente a Pippa.

—¿Sí? Bueno, esta mañana yo quería bacon y huevos —dice sin alzar la vista. Se está liando un cigarrillo.

—Después de todo lo que he hecho por ti —digo—, todavía me sigues tratando como a una niña.

—Solo cuando te comportas como tal —dice con severidad y me acuerdo de una pelea que tuve con Álex una vez, hace una vida, al descubrir que mi madre había pasado casi toda mi vida presa en las Criptas. No he pensado en aquel momento, y en el repentino estallido de Álex, desde hace un montón. Aquello ocurrió justo antes de que me dijera por primera vez que me quería. Y eso fue justo antes de que yo se lo dijera también.

De repente, me siento desorientada y tengo que clavarme las uñas en las palmas hasta que siento una pequeña sacudida de dolor. No comprendo cómo cambia todo, cómo son enterradas las capas de nuestra vida. Imposible. En algún momento, todos debemos explotar.

—Mira, Lena —en este momento, Tack alza la cabeza—. Te estamos pidiendo que hagas esto porque confiamos en ti. Eres una líder. Te necesitamos.

Me sorprende tanto la sinceridad de su tono que no se me ocurre qué contestar. En mi antigua vida, nunca era una líder. Hana era la líder. Yo era la que la seguía.

—¿Cuándo termina? —digo por fin.

—No lo sé —dice Tack. Es la primera vez que le oigo admitir que no sabe algo. Intenta liarse el cigarrillo, pero le tiemblan las manos—. Puede que no termine.

Al final se da por vencido y tira el cigarrillo, indignado. Durante un momento, nos quedamos en silencio.

—Bram y yo necesitamos a alguien más —digo por fin—. Así, si pasa algo, si cae uno de nosotros, el otro seguirá teniendo un apoyo.

Tack vuelve a mirarme. Me acuerdo de que él también es joven, veinticuatro, me dijo Raven una vez. En ese instante, aparenta la edad que tiene. Parece un chico agradecido, como si acabara de ofrecerme para ayudarle con los deberes escolares.

Luego, el momento pasa y su gesto se endurece de nuevo. Saca el tabaco y los papelillos de liar y empieza de nuevo.

—Puedes llevarte a Coral —dice.

La parte de la misión que más me asusta es el trayecto por el campamento. Pippa nos da una de las linternas que funcionan con baterías, que lleva Bram. A la luz rota de su resplandor, la multitud que nos rodea se descompone en trozos y fragmentos: el brillo de una sonrisa aquí; una mujer con el pecho desnudo que amamanta a un bebé mientras nos mira fijamente con resentimiento. Una marea de gente se abre apenas para dejarnos pasar, luego se cierra de nuevo a nuestras espaldas. Percibo su necesidad de beber. Ya han empezado los gemidos, los susurros: Agua, agua. De todas partes, además, nos llega el sonido de voces, gritos amortiguados en la oscuridad, puños que golpean carne humana.

Llegamos a la ribera, que en este momento está sumida en un silencio escalofriante. Ya no hay más gente que abarrote la parte profunda peleando por el líquido. Ya no hay agua por la que luchar, solo un hilo, no más ancho que un dedo, negro por la tierra.

Falta un kilómetro y medio hasta la pared, y luego otros siete hacia el noroeste a lo largo del perímetro, hasta una de las zonas mejor fortificadas. Ahí el problema será crear la máxima conmoción y atraer al mayor número posible de miembros de las fuerzas de seguridad, con el fin de alejarlos del punto por el que tienen que introducirse Raven, Tack y los demás.

Antes de irnos, Pippa ha abierto el segundo frigorífico, el más pequeño, para revelar baldas cargadas de armas que le ha enviado la Resistencia. A Tack, Raven, Lu, Hunter y Julián les ha entregado un arma a cada uno. Nosotros tenemos que conformarnos con una botella de gasolina medio vacía, con un harapo viejo dentro: un explosivo casero, lo ha llamado Pippa. Por consenso tácito, me han elegido para llevarlo. Al caminar, parece hacerse cada vez más pesado en mi mochila, me da golpes incómodos en la columna. No puedo evitar imaginarme explosiones repentinas y que salto en trocitos por los aires.

Llegamos a la zona donde el campamento circunda la pared fronteriza sur de la ciudad. Hay una maraña de gente y tiendas de campaña que bordean la muralla. Esta parte del muro, y de la ciudad más allá de él, ha sido abandonada. Enormes reflectores oscuros inclinan el cuello hacia el campamento. Solo queda intacta una bombilla: proyecta una luz brillante y blanca, delimita claramente el contorno de las cosas, dejando fuera el detalle y la profundidad, como un faro que lanzara su rayo sobre aguas oscuras.

Seguimos la pared fronteriza hacia el norte y por fin dejamos atrás el campamento. La tierra está seca bajo nuestros pies. La almohada de agujas de pino cruje y produce pequeños estallidos con cada una de nuestras pisadas. Aparte de eso, una vez queda atrás el ruido del campamento, todo es silencio.

La ansiedad me corroe el estómago. No me preocupa nuestro papel: si todo va bien, ni siquiera tendremos que cruzar el muro, pero Julián se ha metido en algo que le queda muy grande. No tiene ni idea de lo que está haciendo, ni idea de lo que implica.

—Esto es una locura —dice Coral de pronto. Tiene la voz aguda, chillona. Debe haber luchado contra el pánico todo este rato—. No puede funcionar. Es un suicidio.

—No tenías por qué venir —replico con severidad—. Nadie te ha pedido que te ofrecieras voluntaria.

Es como si no me oyera.

—Deberíamos haber liado el petate y habernos pirado de allí —dice.

—¿Y dejar que cada uno se las apañe como pueda? —respondo.

Coral no dice nada. Obviamente, a ella le gusta tan poco como a mí que nos hayan obligado a trabajar juntas; puede que incluso menos, porque yo soy la que está al mando.

Caminamos entre los árboles siguiendo los movimientos desacompasados de la linterna de Bram, que da botes por delante de nosotros como una luciérnaga demasiado grande. De vez en cuando cruzamos tiras de cemento, que salen de forma radial de las murallas de la ciudad. Antaño, estas antiguas carreteras llevarían a otras ciudades. Ahora se hunden en la tierra, fluyen como ríos grises en torno a los troncos de árboles jóvenes. Hay letreros, casi ahogados por la yedra parda, que indican el camino hacia ciudades y restaurantes desmantelados hace mucho.

Compruebo el pequeño reloj de plástico que me ha prestado Beast: son las once y media de la noche. Hace una hora y media que nos hemos puesto en camino. Nos queda otra media hora hasta que podamos prender fuego al harapo y mandar el explosivo al otro lado del muro. Esto se hará de forma sincronizada con una explosión en el lado este, justo al sur de donde Raven, Tack, Julián y los demás estarán cruzando en ese momento. Con suerte, las dos explosiones distraerán la atención de ese punto de ruptura.

A esta distancia del campamento, la frontera está mejor mantenida. El alto muro de cemento no ha sufrido daños y está limpio. Los reflectores funcionan y son más numerosos: ojos enormes, muy abiertos, situados a intervalos de ocho o diez metros.

Más allá de las luces, distingo las siluetas negras de altos bloques de apartamentos, edificios de fachada de vidrio, agujas de iglesias. Sé que debemos estar acercándonos al centro de la ciudad, una zona que, a diferencia de algunos de los barrios residenciales de la periferia, no ha sido evacuada por completo.

La adrenalina empieza a hacerme efecto, me hace sentir muy alerta. De repente me doy cuenta de que la noche no es silenciosa en absoluto. Oigo animales que se escabullen a nuestro alrededor, el sonido de pisadas de pequeños cuerpos que se deslizan entre las hojas.

Y entonces, débilmente, voces que se entremezclan con los sonidos del bosque.

—Bram —le susurro—. Apaga la linterna.

Lo hace. Nos paramos todos. Los grillos cantan cortando el aire en trocitos, marcando los segundos. Oigo el patrón desesperado de la respiración de Coral, superficial. Está asustada.

De nuevo, voces y algunas risas. Nos pegamos a los árboles, ocultos en un tramo espeso de oscuridad entre dos reflectores. Cuando mis ojos se adaptan a la penumbra, observo el resplandor de una luz diminuta, una luciérnaga naranja, que merodea por encima de la muralla. Brilla un momento, se amortigua, vuelve a brillar. Un cigarrillo. Un guardia.

Otro estallido de risa rompe el silencio, esta vez más fuerte, y una voz de hombre dice:

—Para nada.

Guardias. En plural.

Vale. O sea, que hay puestos de vigía a lo largo de la pared. Esas son buenas y malas noticias. Más guardias significa que hay más gente para dar la voz de alarma, más fuerzas a las que distraer del punto principal de ataque. Pero también hace que sea más peligroso acercarse al muro.

Le indico por gestos a Bram que siga moviéndose. Ahora que la linterna está apagada, tenemos que desplazarnos despacio. Vuelvo a mirar el reloj. Veinte minutos.

Entonces lo veo: una estructura metálica que se eleva por encima del muro como una jaula enorme. Una torre de vigía. Manhattan, que tenía un muro parecido a este, también tenía estas torres. En el interior de la estructura de alambre hay una palanca que activará las sirenas por toda la ciudad, convocando a los reguladores y a la policía hacia la frontera.

Por suerte, la torre está situada en uno de los tramos de oscuridad entre dos reflectores. Aun así, podemos apostar sobre seguro que habrá guardias protegiendo esta parte de la frontera, aunque no los veamos. La parte superior de la muralla es una masa de sombra y ahí podrían esconderse un buen número de reguladores.

Con un susurro, ordeno a Bram y Coral que se detengan. Aún nos faltan sus buenos treinta metros hasta el muro, y estamos cobijados a la sombra de altos robles y otros árboles de hoja perenne.

—Lanzaremos el dispositivo explosivo lo más cerca posible de la torre de alarma —digo manteniendo la voz baja—. Si la explosión no la hace saltar, lo harán los guardias. Bram, necesito que apagues uno de los reflectores más allá. Pero no demasiado lejos. Si hay guardias en la torre, quiero que abandonen su posición. Voy a tener que acercarme para poder lanzar esta cosa.

Me quito la mochila.

—¿Qué voy a hacer yo? —pregunta Coral.

—Quedarte aquí —digo—. Vigilar. Cubrirme si algo sale mal.

—Eso es una chorrada —dice poco convencida.

Vuelvo a comprobar el reloj. Quince minutos. Casi la hora de la acción. Saco la botella de la mochila. Me parece más grande de lo que me había parecido antes, y más pesada. No encuentro las cerillas que me ha dado Tack y, por un segundo, me entra el pánico de que se me hayan perdido en la oscuridad sin saber cómo, pero luego me acuerdo de que las he guardado en el bolsillo por seguridad.

Prende la mecha, lanza la botella, me ha dicho Pippa. No tiene ningún problema.

Respiro hondo, suelto el aire en silencio. No quiero que Coral sepa que estoy nerviosa.

—Vale. Bram.

—¿Ya? —habla bajo, pero con serenidad.

—Ve ahora. Pero espera a mi silbido.

Se pone de pie y se aleja de nosotros sin hacer ruido. Enseguida le absorbe la gran oscuridad. Coral y yo esperamos en silencio. En algún momento, nuestros codos se chocan y se echa hacia atrás bruscamente. Yo me agacho un poco apartándome, observando el muro, intentando distinguir si las sombras que veo son personas o solo trucos de la noche.

Compruebo el reloj, y lo vuelvo a comprobar. De repente, los minutos parecen acelerarse y pasar a toda velocidad. Las 11:50. 11:53. 11:55.

Ahora.

Tengo la garganta reseca. Casi no puedo tragar y tengo que humedecerme los labios dos veces antes de poder soltar un silbido.

Durante largos momentos de agonía, no sucede nada. Ya no tiene sentido fingir que no tengo miedo. El corazón me martillea en el pecho y mis pulmones parece que estuvieran aplanados.

Entonces le veo. En apenas un segundo, al correr hacia el muro, cruza la trayectoria del reflector y la luz lo ilumina, congelado como una fotografía; luego, la oscuridad vuelve a tragarle, y un segundo después se oye un ruido enorme y el reflector se queda oscuro.

Al momento, me pongo de pie y salgo corriendo hacia el muro. Oigo gritos, pero no distingo ninguna palabra, no me centro sino en el muro y en la torre de alarma más allá. Ahora que el reflector está apagado, las siluetas de la torre se ven mejor delineadas, iluminadas desde atrás por la luna y por algunas luces aisladas de la ciudad. A unos cinco metros de la pared, me aprieto contra el tronco de un roble joven. Coloco el explosivo entre mis muslos mientras busco la forma de encenderlo. La primera cerilla se apaga.

—Vamos, vamos —musito. Me tiemblan las manos. La segunda y la tercera cerilla no se encienden.

Una ráfaga de disparos rompe el silencio. Parecen lanzados a ciegas y rezo una breve oración para que Bram haya conseguido regresar ya a los árboles y esté escondido y a salvo, observando para asegurarse de que el resto del plan sale bien.

El cuarto fósforo prende. Muevo la botella de entre mis muslos, acerco la cerilla a la tela y veo cómo arde con una llama blanca y caliente.

Y entonces salgo del refugio entre los árboles, respiro hondo y la lanzo.

La botella sale disparada hacia el muro, formando un círculo de llamas que marea. Me preparo para la explosión, pero nunca llega. El trapo, aún ardiendo, se sale de la botella y cae al suelo. Por un momento me quedo embelesada mirando cómo desciende, siguiendo su trayectoria como un pájaro de fuego, lisiado y herido, que cae entre la maleza acumulada al pie de la muralla. La botella se estrella inofensiva contra el cemento.

—¿Qué cojones? ¿Y ahora qué pasa?

—Un fuego, parece.

—Seguramente tus dichosos cigarrillos.

—Anda, deja de criticar y acércame una manguera.

Sigue sin sonar la alarma. Con toda probabilidad, los guardias están acostumbrados a los ataques vandálicos de los inválidos, y ni un reflector dañado ni un pequeño incendio son suficientes para hacer que se preocupen. Puede que no tenga importancia: la distracción creada por Pippa, Álex y Beast es más importante, está más cerca de la acción principal, pero no puedo sacudirme el miedo de que tal vez su plan no haya funcionado tampoco. Eso dejará una ciudad llena de guardias preparados, dispuestos, atentos.

Eso sería mandar a Raven, Tack, Julián y los demás directamente al matadero.

Sin una decisión consciente de ponerme en movimiento, me vuelvo a poner de pie y corro hasta un roble cercano a la pared, que tiene aspecto de poder soportar mi peso. Todo lo que sé es que tengo que pasar al otro lado del muro y hacer saltar la alarma yo misma. Coloco un pie en un nudo del tronco y me impulso hacia arriba. Tengo menos fuerzas que el otoño pasado, cuando estaba acostumbrada a coger nidos rápidamente, sin dificultad. Caigo al suelo.

—¿Qué haces?

Me doy la vuelta. Coral ha salido de entre los árboles.

—¿Y tú qué haces?

Me vuelvo hacia el árbol y lo intento de nuevo, eligiendo una forma distinta esta vez. No hay tiempo, no hay tiempo, no hay tiempo.

—Me has dicho que te cubriera —dice Coral.

—Mantén la voz baja —susurro bruscamente. Me sorprende que de verdad le importe lo suficiente como para seguirme—. Tengo que pasar al otro lado del muro.

—¿Y hacer qué?

Lo intento una tercera vez y consigo rozar con los dedos las ramas por encima de mi cabeza, antes de que las piernas me venzan y me vea obligada a caer de nuevo al suelo. El cuarto intento es peor que los anteriores. Estoy perdiendo el control, no puedo pensar bien.

—Lena, ¿qué pretendes hacer? —insiste Coral.

Me doy la vuelta para mirarla.

—Dame impulso —le digo en un susurro.

—¿Cómo?

—Venga —el pánico se palpa en mi voz—. Si Raven y los demás no han cruzado todavía, estarán a punto de intentarlo en cualquier momento. Cuentan conmigo.

Coral ha debido notar el cambio en mi voz, porque no hace más preguntas. Entrelaza los dedos y se agacha para que yo pueda apoyar el pie en el hueco formado por sus manos. Luego me eleva, con un gruñido, y yo me alzo y consigo llegar hasta las ramas, que se abren en abanico desde el tronco, como las varillas de un paraguas sin tela. Una rama se alarga hasta casi llegar al muro. Me apoyo en el estómago, apretándome fuerte contra la corteza, y avanzo poco a poco como un gusano.

La rama comienza a ceder bajo mi peso. Algunos centímetros más y empieza a mecerse. No puedo continuar. Si la rama cede, aumenta la distancia entre donde estoy y la parte superior del muro. Un poco más y perderé la oportunidad de pasar al otro lado.

Respiro hondo y me agacho, con las manos aferrando bien la rama, que se balancea ligeramente. No hay tiempo de preocuparse ni vacilar. Salto hacia arriba en dirección a la pared y la rama se mueve conmigo, como un trampolín, cuando se libera de mi cuerpo.

Durante un segundo estoy en el aire, sin peso. Luego, el borde de la pared se me clava en el estómago con fuerza y me deja sin respiración. Apenas consigo agarrarme con las dos manos y subir hasta caer en el sendero elevado por el que caminan los guardias mientras patrullan. Me detengo en la sombra hasta controlar la respiración.

Pero no puedo descansar mucho rato. Oigo una repentina explosión de sonido: guardias que se llaman unos a otros y pisadas que corren hacia donde estoy yo. Me van a encontrar enseguida y habré perdido mi oportunidad.

Me pongo de pie y corro hacia la torre de alarma.

—Oye, oye, ¡para!

Hay siluetas que adquieren forma en la oscuridad. Uno, dos, tres guardias, todos hombres, luz de luna sobre metal. Armas.

El primer proyectil rebota en uno de los soportes metálicos de la torre. Me lanzo hacia la torre pequeña, al tiempo que otras detonaciones llenan el aire de sonidos. Me centro en la misión y todo suena lejano. En mi mente se suceden imágenes distorsionadas, como fotos fijas de distintas películas: Disparos. Petardos. Gritos. Niños en la playa.

Y después todo lo que puedo ver es la pequeña palanca, iluminada desde arriba por una única bombilla rodeada de cables metálicos: ALARMA DE EMERGENCIA.

El tiempo parece detenerse. Es como si mi brazo fuera el de otra persona que se acerca flotando a la palanca, con una lentitud angustiosa. La palanca está en mi mano; el metal está extrañamente frío. Lenta, muy, muy lentamente, la mano agarra, el brazo tira.

Otro disparo, un sonido metálico que me envuelve: una vibración alta, fina.

En ese momento, de repente, la noche es perforada por un aullido agudo y el tiempo regresa a su velocidad normal con un escalofrío. El sonido es tan potente que lo siento hasta en los dientes. En lo alto de la torre se enciende una bombilla enorme y empieza a girar, con lo que una luz roja barre la ciudad.

Hay brazos que tratan de alcanzarme por entre el andamio de metal: brazos de araña, enormes y peludos. Uno de los guardias me agarra de la muñeca. Yo extiendo el brazo y le cojo de la parte trasera del cuello, le tiro de repente hacia delante y se da con la frente en uno de los soportes metálicos. Me suelta mientras retrocede dando tumbos y maldiciendo.

—¡Puta!

Bajo de la torre. Dos pasos, saltar el muro y estaré bien, seré libre. Bram y Coral me estarán esperando en los árboles… Daremos esquinazo a los guardias en la oscuridad y las sombras…

Puedo conseguirlo…

Es en ese momento cuando Coral pasa el muro. Me quedo tan pasmada que dejo de correr. No sigue el plan previsto. Antes de que tenga tiempo de preguntarle qué está haciendo, un brazo me aferra por la cintura y tira de mí hacia atrás. Huelo a cuero y siento un aliento cálido en el cuello. El instinto se apodera de mí: pego al guardia un golpe en el estómago con el codo, pero no me suelta.

—Quieta —masculla.

Todo son pequeños estallidos: alguien grita y tengo una mano en la garganta. Coral está delante de mí, pálida y hermosa, con el pelo que le cae por la espalda, el brazo en alto, una visión.

Tiene una piedra en la mano.

Su brazo describe un círculo, una pirueta elegante y clara, y pienso: Me va a matar.

En ese momento, el guardia suelta un gruñido y el brazo que me aferraba por la cintura se queda flojo y la mano me suelta cuando él cae al suelo.

Pero ahora vienen de todas partes. La alarma sigue sonando como un aullido y, a intervalos, la escena se ilumina de rojo: dos guardias por la izquierda, otros dos por la derecha. Tres guardias, hombro con hombro, pegados a la pared bloqueando nuestra ruta de escape hacia el otro lado.

Barrido: la luz nos pasa por encima de nuevo, ilumina una escalera de metal a nuestra espalda, que llega hasta una estrecha sima de calles de la ciudad.

—Por aquí —digo jadeando. Agarro a Coral y tiro de ella hacia las escaleras. Este movimiento ha sido inesperado y los guardias tardan en reaccionar. Para cuando alcanzan la escalera, nosotras ya estamos en la calle. En cualquier momento llegarán más reguladores, convocados por la sirena. Pero si podemos encontrar una esquina oscura… Algún sitio en el que escondernos y esperar a que pase todo…

Solo unas pocas farolas están aún encendidas. Las calles están oscuras. Se oyen algunas ráfagas, pero está claro que los agentes disparan al azar.

Cogemos por la derecha, luego por la izquierda, luego otra vez por la derecha. Se oyen pasos que se acercan. Más patrullas. Dudo, preguntándome si deberíamos volver por el mismo camino. Coral me pone una mano en el brazo y me conduce hacia un espeso triángulo de sombra: un portal escondido, con olor a cigarrillos y a pis de gato, medio oculto tras una entrada con columnas. Nos agachamos en la oscuridad. Un minuto más tarde pasa una maraña de cuerpos, con un zumbido de walkie-talkies y respiraciones pesadas.

—La alarma sigue sonando. La posición veinticuatro notifica que se ha producido un incidente.

—Esperamos refuerzos para iniciar barrido.

En cuanto pasan, me vuelvo a Coral.

—¿Qué demonios pensabas que estabas haciendo? —le digo—.

¿Por qué me has seguido?

—Tú me has dicho que tenía que cubrirte —dice—. Al oír la alarma, me he puesto muy nerviosa. He pensado que tenías que estar en peligro.

—¿Y qué pasa con Bram? —pregunto.

Coral niega con la cabeza.

—No sé.

—No deberías haberte arriesgado —le digo con severidad, y luego añado—: Gracias.

Hago ademán de incorporarme, pero Coral tira de mí.

—Espera —susurra, y se lleva los dedos a los labios. Entonces lo oigo: más pisadas, que se mueven en dirección contraria. Aparecen dos figuras que caminan deprisa.

Una de ellas, un hombre, dice:

—No sé cómo has podido vivir tanto tiempo entre esa basura… Te lo juro, yo no habría podido hacerlo.

—No ha sido fácil.

La segunda es una voz de mujer. Me resulta familiar.

En cuanto desaparecen de la vista, Coral me da un empujoncito. Tenemos que salir de esa zona, que enseguida estará a rebosar de patrullas; probablemente encenderán hasta las farolas, para que la búsqueda sea más fácil.

Tenemos que dirigirnos hacia el sur. Así podremos cruzar de vuelta hacia el campamento.

Nos movemos rápidamente, en silencio, manteniéndonos muy cerca de los edificios, donde podemos ocultarnos con facilidad en callejones y portales. Me llena el mismo miedo sofocante que sentí cuando Julián y yo huimos por los túneles, y tuvimos que encontrar una salida por los subterráneos.

De repente, todas las farolas se encienden a la vez. Es como si las sombras fueran un océano y la marea se hubiera retirado, dejando un paisaje inhóspito, estriado de calles vacías. Instintivamente, Coral y yo nos refugiamos en un portal oscuro.

—Mierda —musita.

—Me temía que iba a pasar esto —susurro—. Tendremos que limitarnos a usar las callejuelas, eligiendo los sitios más oscuros que encontremos.

Coral asiente con la cabeza.

Nos movemos como ratas: correteamos de una sombra a otra, ocultándonos en los pequeños espacios, en las callejuelas y en las grietas, en los portales oscuros y detrás de los contenedores de basura. Dos veces más, oímos patrullas que se acercan y nos escondemos entre las sombras, hasta que se desvanece el zumbido de los walkie-talkies y el ritmo de los pasos.

La ciudad cambia. Pronto, los edificios empiezan a escasear. Por fin, el sonido de la alarma, que sigue aullando, se convierte en un grito lejano y nos sumergimos, agradecidas, en otra zona donde las farolas están apagadas. La luna está alta y muy hinchada. Los apartamentos a ambos lados de la calle tienen el aspecto abandonado de niños a quienes se ha separado de sus padres. Me pregunto a qué distancia estaremos del río, si Raven y los otros habrán conseguido volar la presa, si deberíamos haber oído la explosión. Me acuerdo de Julián y siento un poco de ansiedad y de arrepentimiento. He sido muy dura con él. Lo hace lo mejor que puede.

—Lena.

Coral se detiene y señala con el dedo. Estamos cruzando un parque, en el centro hay un anfiteatro excavado en la tierra. Durante un segundo de confusión, me parece ver petróleo oscuro que brilla entre los asientos de piedra. La luna reluce sobre una superficie negra.

Luego me doy cuenta: es agua.

La mitad del teatro está inundada. Una capa de hojas dispersas flota en la superficie interrumpiendo el reflejo de la luna, las estrellas y los árboles. Tiene una extraña belleza. Sin darme cuenta, doy un paso adelante, hacia la hierba, que se hunde bajo mis pies. El barro burbujea bajo mis zapatos.

Pippa tenía razón. Al construir la presa, deben haber redirigido el agua fuera del cauce, inundando zonas del centro. Eso debe significar que estamos en uno de los barrios que fueron evacuados tras las protestas.

—Volvamos al muro —digo—. No tendríamos que tener ningún problema para cruzar.

Continuamos rodeando el perímetro del parque. Nos envuelve un silencio profundo, completo, tranquilizador. Empiezo a sentirme bien.

Lo hemos conseguido. Hemos hecho lo que teníamos que hacer; con suerte, el resto del plan habrá funcionado también.

En una esquina del parque hay una pequeña rotonda de piedra, rodeada por unos pocos árboles oscuros. Si no hubiera sido por una farola de estilo antiguo que luce en una esquina, no habría visto a la chica que está sentada en uno de los bancos de piedra. Tiene la cabeza entre las rodillas, pero reconozco su pelo largo y las zapatillas moradas manchadas de barro. Es Lu.

Coral la ve al mismo tiempo que yo.

—¿No es esa…? —empieza a decir, pero yo ya he echado a correr.

—¡Lu! —grito.

Ella alza la mirada, sobresaltada. Parece que no me reconoce inmediatamente; durante un instante, su cara tiene un color blanco intenso, asustado. Me agacho delante de ella, le pongo las manos en los hombros.

—¿Estás bien? —digo sin aliento—. ¿Dónde están los demás? ¿Ha pasado algo?

—Yo… —se interrumpe, y mueve la cabeza.

—¿Estás herida? —me pongo de pie, manteniendo las manos en sus hombros. No veo sangre por ningún sitio, pero tiembla ligeramente bajo mis dedos. Abre la boca y luego la cierra otra vez. Tiene los ojos vacíos, muy abiertos—. Lu, háblame.

Alzo las manos desde los hombros hacia su cara dándole un pequeño meneo, intentando que salga del estado en que está. Al hacerlo, las yemas de mis dedos rozan la piel bajo su oreja izquierda.

Se me para el corazón. Lu suelta un pequeño grito e intenta separarse bruscamente de mí. Pero yo mantengo las manos apretadas con fuerza en la parte trasera de su cuello. Ella se resiste y se revuelve, intentando luchar para librarse de mí.

—Apártate de mí —dice, casi escupiendo las palabras.

No digo nada. No puedo hablar. Toda mi energía está ya en mis manos, en mis dedos. Ella es fuerte, pero la he pillado por sorpresa y consigo ponerla de pie y empujarla contra una columna de piedra. Le clavo el codo en el cuello para obligarla a volverse, tosiendo, hacia la izquierda.

Apenas soy consciente de la voz de Coral.

—Lena, ¿qué demonios estás haciendo?

Aparto con brusquedad el cabello de Lu de su cara para que se le vea el cuello, blanco y hermoso.

Siento el aleteo frenético de su pulso, justo bajo la cicatriz clara de tres puntas.

La marca de la operación. La de verdad.

Lu está curada.

Me acuerdo de las últimas semanas: de su quietud y de sus cambios de temperamento. El hecho de que se dejara crecer el pelo y de que se lo peinara cuidadosamente hacia delante cada día.

—¿Cuándo? —consigo decir como croando. Aún mantengo el antebrazo oprimiéndole la garganta. Algo negro y antiguo se alza en mi interior. Traidora.

—Suéltame —jadea. Su ojo izquierdo gira para mirarme.

—¿Cuándo? —repito, y le pego un apretón en la garganta. Suelta un grito.

—Vale, vale —dice, y yo aflojo la presión, solo un poco. Pero la mantengo sujeta contra la piedra—. Diciembre —dice con dificultad—. Baltimore.

Me da vueltas la cabeza. Por supuesto. Ha sido a ella a quien he oído hace un rato. Me vienen de nuevo a la mente las palabras del regulador con un significado nuevo, terrible. No sé cómo has podido vivir tanto tiempo entre esa basura. Y las de Lu: No ha sido fácil.

—¿Por qué? —casi muerdo las palabras. Comoquiera que no me contesta al momento, la aprieto con más fuerza otra vez—. ¿Por qué?

Comienza a hablar apresuradamente, con voz ronca.

—Ellos tenían razón, Lena, ahora lo sé. Piensa en toda esa gente ahí fuera, en los campamentos, en la Tierra Salvaje como animales. Eso no es la felicidad.

—Es la libertad —digo yo.

—¿De verdad? —me mira con los ojos muy abiertos, el iris ha sido tragado por el negro—. ¿Eres tú libre, Lena? ¿Es esta la vida que querías?

No puedo contestar. La furia es un barro espeso y oscuro, una marea que se alza en mi pecho y en mi garganta.

La voz de Lu cae hasta ser un susurro de plata, como el ruido de una serpiente que se desliza por la hierba.

—Lena, no es demasiado tarde para ti. No importa lo que hayas hecho en el otro lado. Eso lo borraremos, empezaremos de nuevo. Esa es la cuestión. Podemos borrar todo eso: el pasado, el dolor, todas tus penas. Puedes comenzar de cero.

Durante un instante, nos quedamos mirándonos fijamente. Ella respira con dificultad.

—¿Todo? —digo.

Intenta asentir con la cabeza y hace un gesto de dolor al encontrarse una vez más con mi codo.

—La inquietud, la infelicidad. Podemos hacer que todo eso desaparezca.

Aflojo la presión sobre su cuello. Aspira aire lentamente, agradecida. Me acerco mucho a ella y repito algo que me dijo Hana una vez, hace una vida.

—Ya sabes que no se puede ser feliz a menos que uno sea infeliz a veces, ¿verdad?

Su gesto se endurece. Acabo de darle el espacio suficiente para maniobrar y, cuando intenta darme un golpe, le agarro la muñeca izquierda y le retuerzo el brazo por detrás, obligándola a que se doble en dos. La fuerzo a que se tumbe en el suelo y la aprieto contra él colocándole una rodilla entre los omóplatos.

—¡Lena! —grita Coral. La ignoro. Una sola palabra me golpetea en la mente: Traidora. Traidora. Traidora.

—¿Qué les ha pasado a los demás? —pregunto. Mis palabras suenan agudas y estranguladas, atrapadas en las garras de la ira.

—Es demasiado tarde, Lena.

La cara de Lu está medio aplastada contra el suelo, pero aun así consigue torcer la boca y formar una sonrisa horrible un gesto de malicia.

Menos mal que no tengo un cuchillo. Se lo clavaría directamente en el cuello. Me acuerdo de Raven sonriendo, riendo mientras comentaba: Lu puede venir con nosotros. Es un amuleto andante de buena suerte. Me acuerdo de Tack que compartía su pan, dándole la parte mayor a ella cuando se quejaba de que tenía hambre. Parece que el corazón se me hubiera vuelto de tiza y estuviera rompiéndose en pedazos. Desearía llorar y gritar a la vez: Confiábamos en ti.

—Lena —insiste Coral—. Yo creo…

—Cállate —digo ásperamente, manteniendo la atención centrada en Lu—. Dime qué les ha pasado o te mato.

Se debate bajo mi peso y sigue lanzándome esa horrible sonrisa retorcida.

—Demasiado tarde —repite—. Ellos llegarán mañana antes del anochecer.

—¿De qué estás hablando?

Su risa es un traqueteo en su garganta.

—No pensarías que iba a durar, ¿no? No pensarías que os íbamos a permitir que siguierais jugando en vuestro pequeño campamento, entre vuestra porquería… —Le retuerzo los brazos un poco más hacia los omóplatos. Suelta un grito y luego sigue hablando aceleradamente—. Diez mil soldados, Lena. Diez mil soldados contra mil incurados muertos de hambre y de sed, enfermos, desorganizados. Van a acabar con vosotros. Os van a borrar del mapa. En un pispás.

Creo que voy a vomitar. Tengo la cabeza espesa, como llena de líquido. Desde lejos, me doy cuenta de que Coral me habla de nuevo. Me cuesta un momento que las palabras penetren la oscuridad, los ecos acuosos de mi mente.

—Lena, creo que viene alguien.

Apenas ha dicho las palabras cuando un regulador, seguramente el que he visto antes con Lu, dobla la esquina diciendo:

—Perdón por tardar tanto. La caseta estaba cerrada con llave…

Se interrumpe al vernos a Coral y a mí, y a Lu en el suelo. Coral grita y se lanza sobre él, pero torpemente, sin equilibrio. Él la empuja hacia atrás y oigo un pequeño crujido cuando su cabeza choca contra una de las columnas de piedra. El regulador se lanza hacia delante, usando su linterna para atacar. Ella consigue evitarlo a duras penas y la linterna choca contra la piedra y se rompe, con lo que quedamos a oscuras.

El regulador le ha puesto demasiado ímpetu al golpe, por lo que pierde el equilibrio. Eso le da a Coral el tiempo suficiente para apartarse de él alejándose de la columna. Está mareada, no se tiene de pie. Se da la vuelta, tambaleante, para hacerle frente de nuevo, pero con una mano se agarra la parte de atrás de la cabeza. El regulador se incorpora y se lleva la mano al cinturón. Un arma.

Me pongo de pie en un instante. No tengo más opción que liberar a Lu de mi peso. Me lanzo contra el regulador y le agarro por la cintura. Mi peso y el impulso nos hacen caer a los dos al suelo y rodamos con los brazos y las piernas enredados. Noto en la boca el sabor de su uniforme y su sudor, y siento el peso de su arma que se clava en mi muslo.

A mis espaldas, oigo un grito y un cuerpo que cae a tierra y rezo para que sea Lu y no Coral.

Luego, el regulador se libera de mí y se pone de pie, apartándome con brusquedad. Está jadeando, colorado. Es más grande que yo y más fuerte, pero también más lento: no está en forma. Forcejea con el cinturón, pero antes de que pueda sacar la pistola de la cartuchera, me pongo de pie. Le agarro por la muñeca y suelta un rugido de frustración.

Bang.

El arma se dispara. La explosión es tan inesperada que hace que una sacudida recorra todo mi cuerpo. Siento que me sube vibrando hasta los dientes. Me lanzo hacia atrás. El regulador grita de dolor y cae hecho un ovillo. Una mancha negra se extiende por su pierna derecha. Él se da la vuelta para quedar de espaldas, mientras se aprieta el muslo. Tiene el gesto torcido, la cara empapada de sudor. La pistola sigue en la cartuchera: se ha disparado sin querer.

Avanzo un paso y le quito el arma. No se resiste. Simplemente, sigue gimiendo y estremeciéndose y no deja de repetir:

—Ay, mierda, mierda.

—¿Qué demonios has hecho?

Me doy la vuelta a toda velocidad. Lu está de pie, jadeando, mirándome fijamente. Detrás veo a Coral tumbada en el suelo, de lado, con la cabeza apoyada en un brazo y las piernas dobladas hacia el pecho. Se me para el corazón. Por favor, que no esté muerta. Luego veo que mueve las pestañas y una de las manos. Gime. No está muerta, menos mal.

Lu da un paso hacia mí. Alzo el arma, la apunto con ella. Se queda paralizada.

—Oye, oye —tiene un tono de voz cálido, relajado, amistoso—. No hagas una tontería, ¿vale? Espera un momento.

—Sé lo que estoy haciendo —digo. Me sorprende ver lo firme que está mi mano. Me asombra que esto, la muñeca, el dedo, el puño, el arma, me pertenezcan.

Lu consigue sonreír.

—¿Te acuerdas del viejo hogar? —dice en ese mismo tono suave como de canción de cuna—. ¿Te acuerdas de cuando Blue y yo encontramos todos aquellos arándanos?

—No te atrevas a decirme lo que recuerdo —digo casi escupiendo las palabras—. Y no te atrevas a hablar de Blue tampoco.

Amartillo el arma. La veo estremecerse. Su sonrisa flaquea. Sería tan fácil… Flexionar y soltar. Bang.

—Lena —dice, pero no la dejo terminar. Doy un paso más hacia ella, acercándome, luego le paso un brazo por el cuello y le doy un abrazo, apretando la boca del revólver contra la suave carne de su barbilla. Empieza a poner los ojos en blanco, como un caballo cuando está asustado; noto que se revuelve contra mí, temblando, intentando liberarse.

—No te muevas —le digo en una voz que no parece mía. Ella se queda floja, excepto los ojos que siguen girando, aterrorizados, entre mi cara y el cielo.

Flexionar y soltar. Un sencillo movimiento, un tironcito.

Huelo su aliento también; acre y caliente.

La empujo alejándola de mí. Cae hacia atrás, sin aire, como si la hubiera ahogado.

—Vete —le digo—. Cógele —señalo al regulador, que sigue gimiendo y apretándose el muslo— y marchaos.

Se humedece los labios con nerviosismo y lanza una mirada al hombre que está en el suelo.

—Antes de que cambie de opinión —añado.

Después de eso, no duda más: se agacha y se pasa el brazo del regulador por los hombros para ayudarle a ponerse de pie. La mancha del pantalón de él es negra, y le llega desde la mitad del muslo hasta la rodilla.

De repente, se me ocurre la idea cruel de desear que se desangre antes de que puedan encontrar ayuda.

—Vámonos —le dice Lu en un susurro, con los ojos aún fijos en los míos. La observo mientras el regulador y ella se van por la calle caminando con dificultad. Cada uno de los pasos de él es subrayado por una exclamación de dolor. En cuanto se los traga la oscuridad, suelto aire. Me vuelvo y veo que Coral está sentada en el suelo, frotándose la cabeza.

—Estoy bien —me dice cuando voy a ayudarla. Se pone de pie con aire inseguro. Parpadea varias veces, como intentando aclarar su visión.

—¿Estás segura de que puedes andar? —pregunto, y ella asiente con la cabeza—. Venga —digo—. Tenemos que ver cómo salir de aquí.

Lu y el regulador nos van a delatar en cuanto tengan oportunidad. Sí no nos damos prisa, en cualquier momento estaremos rodeadas. Siento un profundo espasmo de odio pensando en cómo Tack compartió su cena con Lu hace apenas unos días, pensando en que ella aceptó ese regalo.

Por suerte, conseguimos llegar hasta la pared fronteriza sin tropezamos con más patrullas, y encontramos una escalera de metal oxidado que lleva al sendero de vigía, que también está vacío; debemos estar en este momento en el extremo sur de la ciudad, muy cerca del campamento, y la seguridad se centra en las zonas más pobladas.

Coral sube las escaleras con aire inestable y yo voy detrás de ella para asegurarme de que no va a caer, pero rechaza mi ayuda y se aparta bruscamente cuando le pongo una mano en la espalda. En unas pocas horas, mi respeto por ella ha aumentado muchísimo. Cuando llegamos al sendero, la alarma que sonaba a lo lejos por fin se detiene y la quietud repentina, de algún modo, resulta más aterradora: un grito silencioso.

Bajar por el otro lado del muro es más complicado. Tiene sus buenos cinco metros de caída y abajo hay un montón empinado de grava y piedras. Voy yo primero y me cuelgo de una de las farolas que no tienen luz: al soltarme, caigo al suelo, resbalo varios metros, me doy en las rodillas y noto la grava que me araña la piel a través de la tela del pantalón. Con la cara pálida por el esfuerzo, Coral me sigue y aterriza con una débil exclamación de dolor.

No sé qué esperaba: creo que temía que los tanques hubieran llegado ya, que nos encontráramos el campamento sumido en el caos y que fuera ya pasto de las llamas, pero se extiende ante nosotras como antes, un campo enorme y agujereado de refugios y tiendas de campaña puntiagudas. Más allá, al otro lado del valle, están los altos riscos, coronados por una desordenada masa negra de árboles.

—¿Cuánto tiempo crees que nos queda? —pregunta Coral. Sé sin preguntarle que se refiere al momento en que lleguen las tropas.

—No lo suficiente —digo.

Nos movemos en silencio hacía las afueras del campamento: caminar por la periferia siempre será más rápido que intentar orientarnos entre el laberinto de gente y tiendas. El río sigue seco. El plan, claramente, ha fallado. Raven y los demás no han conseguido volar la presa. No es que importe mucho, a estas alturas.

Toda esta gente… sedienta, agotada, débil. Serán más fáciles de acorralar.

Y por supuesto, mucho más fáciles de matar.

Para cuando llegamos de vuelta al campamento de Pippa tengo la garganta tan seca que casi no puedo tragar. Durante un instante, cuando Julián se acerca corriendo, no reconozco su cara: es una colección de formas y sombras aleatorias.

Detrás de él, Álex se aparta del fuego. Me mira a los ojos y hace ademán de acercarse a mí con la boca abierta, las manos extendidas. Todo se paraliza y sé que he sido perdonada y abro las manos, extiendo los brazos hacia él…

—¡Lena! —en ese momento, Julián me coge en brazos y yo vuelvo a mi ser y aprieto mi mejilla contra su pecho. Seguramente, Álex estaba recibiendo a Coral. Le oigo susurrarle a ella, y en cuanto me aparto de Julián, veo que Álex la lleva hacia una de las hogueras. Estaba segura, durante apenas un instante, de que se estaba abriendo a mí.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Julián acariciándome la cara y agachándose un poco para que estemos casi a la misma altura—. Bram nos ha dicho…

—¿Dónde está Raven? —pregunto cortándole.

—Estoy aquí mismo.

Sale de la oscuridad como flotando y de repente me siento rodeada: Bram, Hunter, Tack y Pippa, todos hablan a la vez, acribillándome a preguntas.

Julián mantiene una mano en mi espalda. Hunter me ofrece agua de una jarra de plástico, que está casi vacía. La tomo agradecida.

—¿Esta bien Coral?

—Lena, estás sangrando.

—Dios mío. ¿Qué ha pasado?

—No hay tiempo —el agua me ha ayudado, pero aun así las palabras me desgarran la garganta—. Tenemos que irnos. Tenemos que reunir a toda la gente que podamos y tenemos que…

—Para, para.

Pippa levanta las dos manos. La mitad de su cara está iluminada por el fuego; la otra, sumida en la oscuridad. Me acuerdo de Lu y me dan ganas de vomitar: una persona a medias, una traidora de dos caras.

—Empieza desde el principio —dice Raven.

—Hemos tenido que luchar —digo—. Hemos tenido que entrar al otro lado.

—Pensábamos que os habrían cogido —dice Tack. Me doy cuenta de que está ansioso, excitado, todos lo están. El grupo entero está cargado de malas vibraciones—. Después de la emboscada…

—¿Emboscada? —repito bruscamente—. ¿Qué quieres decir con emboscada?

—No hemos conseguido llegar hasta la presa —dice Raven—. Álex y Beast han conseguido hacer estallar su carga sin problemas. Estábamos a dos metros del muro cuando ha caído sobre nosotros un grupo de reguladores. Era como si nos estuviesen esperando. Nos habrían fastidiado bien de no ser por Julián, que ha visto algo de movimiento y ha dado la alarma enseguida.

Álex se ha unido al grupo. Coral se pone en pie torpemente, su boca es una línea fina, oscura. Me parece que está más hermosa que nunca. Se me encoge el corazón. Me doy cuenta de por qué le gusta a Álex.

Quizá incluso de por qué la ama.

—Hemos vuelto aquí a toda velocidad —interviene Pippa—. Después ha aparecido Bram. Estábamos considerando si ir a buscar…

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