Requiem

Requiem


CAPITULO V

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Marcel Laville tenía que acudir aquella tarde al Instituto Anatómico Forense, así que no podía incorporarse a la búsqueda de Jules. Pero no sería la única baja en esa apremiante labor; teniendo en cuenta que Pascal ya se encontraba en tránsito hacia el Más Allá, resultaba imprescindible que alguien quedara velando la Puerta Oscura.

—Tú serás quien permanezca aquí, Edouard —señaló Daphne a su antiguo pupilo—. Es importante. No solo para proteger la vía de retorno del Viajero, sino también porque desde aquí captarás mejor cualquier comunicación que el Viajero pueda iniciar desde el mundo de los muertos. En caso de que recibas algún mensaje, ponte en contacto de inmediato con nosotros.

—De acuerdo —acató el joven médium, enfocando con sus pupilas el enorme arcón—. No es la primera vez que me quedo a solas aquí.

Edouard recordó los angustiosos momentos que viviera en ese intrincado sótano, mientras en el vestíbulo se producía el enfrentamiento con André Verger que acabó con la vida de la detective Betancourt. Aquella experiencia, y no otra, había culminado su transición de aprendiz a médium.

Las vivencias extremas ayudan a quemar etapas.

—Aunque, como sugirió Pascal, Mathieu debería acompañarme —dijo segundos después—. No sabemos en qué momento Pascal alcanzará la Colmena de Kronos, y puede requerir con urgencia conocimientos históricos.

La pitonisa frunció el ceño; se le había escapado ese detalle. A Mathieu, por el contrario, le ilusionaba la posibilidad de compartir de nuevo unas horas con Edouard, en medio de tanta tensión. El joven médium, por su parte, no había exteriorizado ningún sentimiento al plantear su propuesta, en una muestra de seriedad que Mathieu admiró a pesar de la ligera decepción que le había provocado. La interpretó como una manifestación más de la responsabilidad con la que Edouard afrontaba aquella etapa. Dio por hecho que, en el fondo, se alegraba igual que él ante la perspectiva de compartir un rato juntos, a solas.

—¿Creéis que sucederá esta misma tarde? —Daphne no parecía convencida, a pesar de la petición expresa que había manifestado el Viajero antes de introducirse en la Puerta—. Es un poco pronto.

Marcel intervino con otra pregunta.

—¿Hay alguna forma de asegurarnos de que no sea así? Sabes que allí el tiempo funciona a otro ritmo. Y las distancias.

La vidente asintió, contrariada. Por ínfima que fuese la posibilidad de que Pascal los necesitara, debían contemplarla.

—Es una pena que tengamos que renunciar a un buscador más; bastante difícil será ya localizar a Jules. Pero supongo que no hay más remedio…

Edouard y Mathieu, que por otra parte lamentaban no incorporarse a la búsqueda de Jules, se miraron ahora, por un instante, con evidente satisfacción. Michelle, atenta, se preguntó por qué lo suyo con Pascal no sería igual de fácil. Tal vez porque los dos chicos no habían dudado, quizá su mérito radicaba en una valentía que ni ella ni Pascal habían exhibido desde el principio. Michelle, molesta ante esa inesperada idea, se negó a que sus pensamientos continuasen en tal dirección; no estaba dispuesta a recriminarse el modo lamentable en que había derivado su relación. Pascal había sido infiel, y punto. Él era el único responsable de lo que había sucedido.

—Así es, Daphne —Marcel continuó hablando, ajeno a lo que pasaba por la mente de la chica—. Hemos de jugar con las cartas que tenemos. Así que seréis tú y Michelle las encargadas de rastrear los movimientos de Jules…

—Antes de que caiga la noche —añadió Daphne, insegura ante el efecto que podía ocasionar en Jules la llegada del crepúsculo—. Lo que nos deja todavía menos tiempo para buscar.

Michelle, que había despertado de sus reflexiones al escuchar su nombre, empezó a valorar hipotéticos lugares donde Jules pudiera haberse ocultado.

—Estoy pensando en los requisitos que debe reunir el refugio de un… inminente vampiro —a Michelle aún le costaba mucho vincular a su amigo Jules con aquella monstruosa condición.

Daphne, conocedora de la pasión gótica de la chica, la animó a continuar.

—Adelante.

Michelle se mordió el labio inferior, reflexiva.

—Está claro que lo que más molestará a Jules durante el día será la luz —comenzó—. Así que tiene que tratarse de un lugar oscuro.

—Traducido: un lugar a cubierto —intervino Mathieu—. Nada es oscuro en París durante el día, salvo un interior.

—Eso es —Michelle asentía concentrada—. Y aislado, tiene que tratarse de un escondite aislado. Le molestará la gente, los ruidos. Además, la proximidad de otras personas le obligaría a dar explicaciones sobre su comportamiento.

—Muy lúcida la observación —comentó Marcel—. A lo que hay que añadir para reforzar ese presunto aislamiento que, si su proceso no ha avanzado lo suficiente, vuestro amigo seguirá sin querer hacer daño a nadie. Por eso elegirá, sin duda, un lugar solitario, poco transitado.

—¿Un cementerio? —planteó Edouard, considerando la atracción que los no-muertos sentían hacia las sepulturas—. Son lugares muy tranquilos y poco frecuentados.

—Tal vez —Daphne aceptó aquella teoría—. París cuenta con varios bastante grandes donde es fácil localizar panteones vacíos. ¿Quién te va a molestar allí? Además, los visitantes serán escasos un viernes por la tarde.

—Como buen gótico, debería acudir a un cementerio, sí. Y otra ventaja de esos lugares —añadió Michelle, cada vez más convencida— es que, una vez cierren el recinto, no podrá hacer daño a nadie. Seguro que Jules ha tenido en cuenta eso.

—A no ser… —Daphne se resistía a terminar la frase—, a no ser que su apetito de sangre se haya vuelto demasiado fuerte.

Nadie supo qué replicar a eso.

Pascal —ya con los oídos libres, pues se había quitado los tapones a mitad de trayecto— reconoció desde la distancia el muro del cementerio, y poco después atravesaba sus umbrales, contento de abandonar por un rato la amenazadora compañía de los flancos oscuros del camino. Su esponjosa negrura parecía siempre dispuesta a saltar sobre él, y eso que el Viajero no se apartaba de la zona central de los senderos brillantes.

Al menos no había sufrido más sorpresas desagradables durante el resto del desplazamiento.

En el interior del cementerio, detenidos en una explanada arbolada a la que conducían las sendas que serpenteaban entre lápidas, le aguardaban ya bastantes muertos. La tradición de apostar vigilantes que custodiaban el recinto y oteaban el panorama del páramo en busca de carroñeros que se aproximaran demasiado se mantenía, y la llegada del chico se había notificado puntualmente.

—Bienvenido una vez más, Viajero —le recibió Charles Lafayette con un gélido abrazo—. Nos alegra verte.

Pascal continuó saludando a otros difuntos que conocía de sus viajes anteriores. Varios rostros nuevos se asomaban entre el gentío, y una señora de sesenta años se presentó como el más reciente fichaje de aquella comunidad. Había muerto el día anterior y acababa de llegar hasta el cementerio tras la impactante travesía en la barca de Caronte. Pascal, rememorando la primera escala que el siniestro remero llevaba a cabo para deshacerse de los pasajeros condenados, no pudo evitar recordar el desolador espectáculo del que ella se había librado.

El capitán Mayer también se había aproximado para estrechar la mano del Viajero. No había perdido su porte marcial, pero el brillo inusual de sus ojos delataba lo mucho que le emocionaba encontrarse con Pascal.

—Pronto te has recuperado del enfrentamiento con el ente demoníaco —dijo el militar, admirado—. No te esperábamos aún.

—No creas que estoy bien —confesó Pascal—. Pero es que otra vez el tiempo juega en contra nuestra.

—Un buen soldado siempre está preparado para el combate. El enemigo nunca avisa de sus movimientos.

—Ya. Aunque no me importaría, por una vez, acudir aquí sin un objetivo concreto.

—Quizá la Puerta no permite viajes gratuitos —observó Lafayette—. Es su peaje.

—Hasta ahora, desde luego, no lo ha hecho —Pascal hablaba en un evidente tono de queja. Necesitaba descansar, terminar de asumir su rango sin la presión de los riesgos.

Su cara experimentó un visible cambio en aquel instante: la cordialidad con la que había llegado perdió luz, convicción. Se interrumpió con brusquedad. Y es que sus ojos acababan de reconocer la silueta erguida del panteón donde se había reunido con Beatrice no hacía tanto tiempo.

Una oleada de recuerdos envueltos en tristeza colapsó su memoria.

Se había propuesto no pensar en ella, pero no resultaba nada fácil. La imagen de Beatrice no había perdido fuerza con su ausencia.

Pascal recordó la figura esbelta del espíritu errante, la ingenuidad de sus ojos transparentes, que había terminado sucumbiendo al Mal. Había sido una víctima del amor, arrastrada por la intensidad de un sentimiento que no había conocido en vida. Aun así, la nobleza de la chica había terminado resurgiendo, imponiéndose al error en un último sacrificio que honraba su recuerdo.

Esa piel que no volvería a acariciar… y que había provocado la ruina de su relación con Michelle. ¿Lograría recuperar a su amiga? Lo que sentían el uno por el otro no podía desaparecer con tanta facilidad, ni siquiera después de aquel tropiezo. Al menos, en él no había sucedido.

—Beatrice no volverá —comunicó con gravedad.

Todos los que conocían al espíritu errante se aproximaron unos pasos al escuchar ese inesperado anuncio.

—¿Qué sabes de ella? —le preguntó Lafayette, intrigado en medio de su preocupación ante aquellas enigmáticas palabras.

El chico emitió un profundo suspiro mientras elegía las palabras con las que responder.

—Cometió un error —empezó, experimentando un íntimo dolor al recuperar esos recuerdos y sus consecuencias—. Quiso encontrarse conmigo en mi dimensión, en el mundo de los vivos. Se obsesionó con esa idea y al final… vendió su espíritu —esa información levantó un revuelo entre los impresionados oyentes—. Se equivocó. Al menos, al final se sacrificó por todos nosotros, ella misma acabó con su segunda vida para librarnos de un peligro que nos amenazaba.

El capitán Mayer y Lafayette se miraron.

—Nosotros ya hablamos de las complicadas consecuencias de su posible enamoramiento. Pero ni se nos pasó por la cabeza que pudiese llegar tan lejos.

—De hecho nos pareció esperanzador —completó Armand—. Un romance entre ambos mundos volvía a producirse. La misma historia que originó la existencia de la Puerta Oscura.

—Pero no fuimos realistas —terminó el otro—. El idealismo nos impidió distinguir la importancia de la frontera que separa tu región de la nuestra. Esta es la Tierra de la Espera; uno no debe volver la vista atrás cuando ha llegado a este punto del camino. Determinados errores se pagan.

Pascal asintió.

—¿Para siempre? —a pesar de la urgencia que lo embargaba, no pudo resistirse a indagar—. ¿Qué será de ella ahora?

La imaginó deambulando sola por la tierra de los condenados, la temible oscuridad sin horizonte.

—Su último gesto, según cuentas, fue de una extraordinaria generosidad —comentó Mayer—. No creo que Caronte la haya entregado a los espectros.

Lafayette había asentido ante esa conjetura. Pascal alzó la mirada, expectante.

—¿Entonces?

El militar se tomó su tiempo antes de responder.

—Esa maniobra final de Beatrice, de alguna manera, fue un suicidio. Lo fue, en realidad, desde el momento en que aceptó ese oscuro pacto para regresar a tu mundo. Una difunta que vuelve a matarse, que se hunde más en su propia muerte —calló un instante, meditabundo—. Supongo que le aguarda una larga temporada en el lugar al que lleven a los suicidas… Tenías razón, no la volveremos a ver. Al menos, en esta dimensión.

Pascal recordó las cuevas donde permanecía el chico negro que le ayudó en el subterráneo nivel de los fantasmas hogareños, Ralph. E imaginar allí, en aquella solitaria serenidad, a Beatrice, le devolvió el ánimo. Por mucho tiempo que ella tuviese que soportar en ese entorno aislado como castigo por sus decisiones, la perspectiva era infinitamente mejor que una condena perpetua en el territorio de los sentenciados.

Tal vez la realidad era menos injusta de lo que había creído. La constatación de aquel descubrimiento supuso para él un fogonazo de luz en medio de ese entorno inerte.

—¿Qué te trae por aquí, Pascal? —Lafayette reconducía la conversación, consciente de que el Viajero debía expulsar de su mente determinados recuerdos que amenazaban con restarle impulso.

El chico reaccionó, la premura volvía a agitarse en él despertándole de su ensueño. El pasado, aunque fuera reciente, no era un equipaje que pudiera remolcar en aquella misión. Conforme sus palabras fluían, los rostros de sus oyentes iban adoptando semblantes aún más lúgubres que su propia naturaleza.

—La mordedura de un vampiro, aunque sea superficial, tiene muy mal pronóstico —comentó Mayer tras escuchar la explicación.

—Qué tragedia la de tu amigo Jules —susurró Lafayette, impresionado—. La Puerta Oscura agita en exceso las aguas; demasiados embates está sufriendo tu mundo desde que se ha abierto.

Pascal también se había planteado aquel interrogante, a raíz del abrumador rastro que sus pasos iban dejando: ¿compensaba esa brecha abierta entre los dos mundos?, ¿qué precio estaban pagando a cambio de que él mantuviera su rango de Viajero?

En cualquier caso, mientras la situación de Jules no se hubiese resuelto, esa duda no tenía sentido. La salvación de su amigo era prioritaria, costara lo que costase.

A continuación, Pascal compartió con ellos la posibilidad de que la sangre de la Viajera anterior sirviera como antídoto de la infección vampírica, lo que provocó el asombro generalizado, pues se revelaba así un enigma: qué había ocurrido con la apertura de la Puerta correspondiente al siglo XX.

—Pero antes de iniciar su búsqueda, necesito llegar hasta la comunidad del cementerio de Pere Lachaise —advirtió entonces, decidido a cumplir con la despedida pendiente de Dominique—. ¿Podéis ayudarme?

Un joven de unos treinta años se adelantó.

—Me viene de camino —explicó—. Me llamo Alexander y soy un espíritu errante, llevo aquí dos jornadas y tenía previsto ponerme en marcha. Si quieres, te guío hasta allí.

El sudor resbalaba por la frente de Jules. Hundido en el modesto camastro, donde su propio peso había terminado por apelmazar las ropas y papeles colocados a modo de colchón hasta hacerle sentir el frío relieve del suelo, se revolvía en una semiinconsciencia crispada.

Aunque la pesadilla real renacía con cada oscuridad, su sueño diurno no estaba libre de imágenes aberrantes. Sufría, en medio del ambiente de cubil que se había impuesto en el interior de aquella casucha, aunque para Jules era un remanso de penumbra a pleno día.

En el exterior, la tarde iba avanzando, el húmedo frescor se acentuaba y las sombras comenzaban a alargarse, presagio de la noche.

Jules despertó, logró zafarse de los retazos de sueño contaminado que lo envolvían. Efímeros atisbos de humanidad. Apenas alcanzaba a moverse. Desde su postura, contempló una de sus muñecas; el brazo le colgaba estirado frente al rostro.

La imagen de las venas azuladas sobre la extrema blancura de su piel le trajo el recuerdo de su reciente intento de suicidio en la azotea de la casa de sus padres. Deseó poder abrírselas de cuajo, observar con una sonrisa hasta morir el lento derramarse de esa sangre infecta.

Maldijo en silencio. ¿Por qué no había terminado con su vida cuando pudo hacerlo? La escena en el tejado se repetía en su memoria, ante sus ojos recreaba cada paso hasta terminar con la última zancada —la que no se había producido, para su desgracia— que lo precipitaba al vacío de la calle. Aquella había constituido la última oportunidad de escapar a su maléfico destino, no había sabido verlo. La intromisión de sus amigos había arruinado su determinación, lo había confundido. Incluso había generado en él una esperanza que poco después se había revelado como absurda, ingenua.

Ahora era tarde. Su cuerpo no lograba reunir las fuerzas necesarias para el sacrificio definitivo. Quizá ni siquiera habría sido suficiente, dado el avanzado estado de su degeneración.

La espera hasta la noche se había convertido en una tortura tan insoportable que le hizo anhelar la inconsciencia. Y es que, en cierto modo, con cada nuevo despertar moría un poco más su esencia humana.

Michelle se detuvo al pie de la entrada al cementerio de Montparnasse, con el móvil en una mano. Daphne acababa de llevarla hasta allí con su destartalado coche, y habían quedado en comunicarse de inmediato cualquier novedad en la búsqueda. No cabían las iniciativas individuales. Incluso la pitonisa se había visto obligada a llevar otro teléfono, algo a lo que ella siempre se había resistido. Las circunstancias imponían sus reglas, sus condiciones.

Como habían dado por supuesto que, ni siquiera en el peor de los casos, Jules suponía un peligro durante el día si no se le despertaba, la solución para rentabilizar el hecho de que eran las dos únicas personas del grupo que podían dedicarse a buscarle había consistido en separarse, en repartirse los cementerios.

Michelle había preferido no encargarse de Pere Lachaise, ya que no se sentía con fuerzas para enfrentarse a la tumba de Dominique. Sería Daphne quien lo hiciese.

Aun así quedaban otros recintos pendientes en París, como los cementerios de Montmartre, De Pantin o D'Ivry, lugares que tendrían que registrar al día siguiente… si Jules continuaba sin aparecer.

Michelle comenzó a caminar, perdiéndose pronto en el bosque de lápidas y panteones que se extendía por aquella zona. Descartaba sobre la marcha toda construcción demasiado pequeña para albergar a una persona, las que se encontraban junto a los caminos y los monumentos modernos. Procurando meterse en la cabeza de Jules, se planteó que si ella tuviese que escoger un escondite para soportar las horas diurnas, se decidiría por algún panteón antiguo y apartado, de esos pertenecientes a familias extintas que llevaban décadas sin ser visitados.

Por ello sus ojos se iban deteniendo en las sepulturas viejas que pasaban más inadvertidas, a las que se aproximaba para comprobar si permanecían cerradas. Llegó a descubrir varios panteones abiertos, lo que en cada ocasión le provocaba un repentino galopar de los latidos de su corazón. ¿Y si Jules se encontraba dentro? Recordó la consigna: nada de actuaciones individuales; debía alejarse y avisar a Daphne. Por su seguridad.

El resultado, sin embargo, fue siempre igual de infructuoso. Solo interiores polvorientos y deteriorados la recibían.

Y el tiempo iba precipitándose.

—¿Crees que lo encontrarán?

Edouard, que se había levantado para acariciar los bordes pulidos de la Puerta Oscura, se giró y miró a Mathieu con detenimiento antes de responder.

—¿Tienes idea de cuántos cementerios hay en París, y de cuántas horas quedan de luz? Ni aunque buscáramos todos lo lograríamos…

—Pero conocemos bien a Jules —argumentó el otro desde su asiento, una simple silla con respaldo de madera—. Sobre todo Michelle. Se esforzará por adivinar la elección que hubiera hecho él. Y acertará.

Edouard no parecía muy convencido.

—No sé —reconoció—. Está muy bien ser optimista, es incluso algo necesario. Pero la maniobra de Jules nos ha pillado demasiado fuera de juego. Esa impaciencia de última hora puede arruinar su salvación. Nos lo ha puesto muy difícil, Mat. Seamos sinceros.

A Mathieu le gustó que el joven médium empleara aquella abreviatura de su nombre; lo interpretó como una muestra de cariño.

—Créeme. Si ha actuado de ese modo, es porque algo muy fuerte le ha sucedido. No habría huido de no ser así.

—La hipótesis de un avance brutal en su proceso vampírico…

—¿Se te ocurre otra?

—No, supongo que no. Pero no olvido que ha sido él quien nos ha embarcado en esta locura de encontrar a su bisabuela. ¿Qué sentido tiene que ahora desaparezca?

—¿Te atreves a ponerte en su lugar? ¿A meterte en la cabeza de alguien que se está transformando en un vampiro y lo único que puede hacer es esperar mientras su cuerpo y su mente se van… corrompiendo?

El joven médium echó un último vistazo al arcón medieval.

—Nadie que no lo haya vivido puede hacerlo.

A continuación se acercó hasta Mathieu para sentarse a su lado.

—De momento, Pascal no da señales de vida —comunicó—. No percibo nada.

—Paciencia, aún es pronto.

Se contemplaron mutuamente, muy próximos, en silencio.

—En algún momento, todo esto acabará y tendremos tiempo para nosotros —susurró Edouard, tomando la iniciativa.

Mathieu se sorprendió ante la osadía de aquel comentario. Feliz, se atrevió a acariciarle una mejilla. A pesar de que la constitución del otro chico no era muy atlética —algo en lo que en principio siempre se había fijado—, le parecía muy guapo, muy atractivo.

—A mí también me apetece —confesó—. Sabes que me gustaste desde el primer momento. Quién me lo iba a decir, estoy a punto de liarme con un médium…

—Yo soy el primer sorprendido.

—No me estarás hechizando con tus poderes, ¿verdad?

Los dos se echaron a reír. Sus ojos, mientras tanto, seguían estudiándose.

—Estuviste muy bien cuando lo de Marc —comentó Mathieu, recordando todo lo que les habían contado—. Y eso que las ratas te dan mucho asco, ¿no?

Edouard sonrió.

—Sí. Me revuelven las tripas. Fue una buena prueba.

Ninguno supo muy bien cómo llegaron a lo siguiente, pero a los pocos segundos sus labios se habían juntado en un cálido beso que les hizo olvidar, por un instante, el escenario solemne de aquel sótano, las circunstancias que los rodeaban e, incluso, la presencia intimidante de la Puerta Oscura a sus espaldas.

Pascal y Alexander avanzaban a buen ritmo por el entramado de senderos brillantes, rumbo al cementerio de Pere Lachaise. La tradicional velocidad de los espíritus errantes. A su alrededor, la espesura de tinieblas mantenía su velo compacto, amortiguaba los inquietantes ruidos que llegaban hasta ellos de vez en cuando, rastros sonoros de criaturas condenadas que merodeaban por la planicie desértica anhelando pisar la superficie resplandeciente de los caminos. Pascal se planteó si ese anhelo respondía al lógico deseo de salvarse de su sentencia perpetua o si, por el contrario, obedecía más bien a una instintiva cuestión… de hambre.

Las presas más sabrosas para los entes malignos, las más apetecibles, eran los espíritus que aguardaban en la Tierra de la Espera. Y, destacando entre todas ellas, la figura de un vivo: el Viajero.

¿Podían detectar su calor, en medio de aquel entorno gélido?

El chico se sintió observado, imaginó ojillos voraces que seguían sus pasos desde las sombras, aguardando un error que lo pusiera a su alcance. Un escalofrío sacudió su cuerpo mientras acariciaba la empuñadura de su daga, oculta bajo el pantalón.

—Tranquilo —Alexander se había percatado del gesto inseguro de Pascal, acompañado de un fugaz temblor—. Mientras no nos apartemos del sendero, no nos puede ocurrir nada. Ya falta poco.

Apenas hablaban, no tanto porque el espíritu errante fuese especialmente tímido, sino debido a la actitud meditabunda de Pascal. La posibilidad de un inminente encuentro con Dominique copaba los escasos huecos de su mente que el conflicto con Michelle y la desesperada situación de Jules dejaban libres.

Ver a Dominique, hablar con él. Alucinante, parecía imposible que eso fuera a suceder. A sucederle a él. Pascal tuvo que reconocer que, esta vez, su rango de Viajero le estaba permitiendo un privilegio impagable.

Porque necesitaba ver a su amigo de nuevo, darle un abrazo. Despedirse… hasta siguientes encuentros, quizá. Era muy consciente de que la contrarreloj que se había activado para salvar a Jules imponía su implacable cadencia, así que no dispondría apenas de tiempo para compartir con Dominique. Pero eso sería suficiente, no pedía más.

Un rumor sordo interrumpió sus cavilaciones. Se trataba de un murmullo cavernoso, de creciente intensidad. Procedía de las profundidades subterráneas del área oscura. No daba la impresión de tener un origen animal o humano. Pascal lanzó una mirada interrogadora a Alexander, que había frenado de golpe al percibir el primer indicio de aquel misterioso sonido.

—¿De dónde viene? —preguntó Pascal, procurando ubicar el ruido.

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