Requiem

Requiem


CAPITULO V

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El espíritu errante giraba sobre sí mismo oteando las inmediaciones con los ojos entrecerrados.

—Es difícil de concretar. De abajo —terminó, enigmático—. Y abarca una gran zona.

Pascal tradujo para sus adentros esa última observación: fuera lo que fuese lo que estaba a punto de ocurrir, no podrían eludirlo.

El Viajero enfocó sus propios pies, a los que empezaba a llegar una leve vibración que iba haciéndose más nítida. Peligrosamente nítida.

—¿Qué está pasando, Alexander? —la voz de Pascal brotó alarmada—. Parece el comienzo de un terremoto.

El espíritu errante había adoptado una postura de alerta: mantenía flexionadas las piernas como si previese la necesidad de movimientos repentinos.

—¡Lo es! —respondió alzando la voz para imponerse al ruido imperante, sin dejar de atender a la vibración en la tierra, que continuaba aumentando de potencia—. ¡Se avecina un seísmo!

—¿Qué?

Todo el terreno, incluyendo los sectores de luz, empezó entonces a experimentar, entre crujidos, un movimiento sinuoso similar a un oleaje. Las piedras rodaban sin control por el suelo. Aquella región estaba despertando al impacto súbito de remotas convulsiones internas que estremecían el paisaje. Hasta ellos llegó enseguida la violencia de esos latigazos. Pascal, ante aquel despliegue de energía desbocada, fue incapaz de mantener el equilibrio y se desplomó.

El espíritu errante se apresuró a situarse junto a él, manteniéndose en pie a duras penas, y le ayudó a incorporarse.

—¡No te quedes en el suelo, pase lo que pase! —le gritó para hacerse oír sobre el fragor en que se había convertido el rumor de la sacudida—. ¡Pasará pronto, pero, mientras dura, se abren grietas que conducen a estratos infernales! ¡Si caes en una de ellas, nada podré hacer por salvarte!

Aquella amenaza era nueva, Pascal se enfrentaba a un peligro que desconocía en esa dimensión. Por lo visto, la naturaleza no estaba tan muerta allí. Despertaba dispuesta a engullir todo lo que hubiera sorprendido en la superficie. Y los había pillado de lleno.

La advertencia del espíritu errante se materializaba a los pocos minutos, cuando la superficie alrededor de ellos empezó a resquebrajarse emitiendo gemidos rechinantes. Pascal, asomándose a una de esas heridas que se iban abriendo en el terreno, pudo comprobar que se trataba de auténticas simas. Lanzó un grito sobre aquel abismo que acababa de nacer junto a él cuyo eco se perdió entre múltiples resonancias sin llegar a desvanecerse por completo.

—¡Cuidado! —chilló Alexander en ese momento, señalando detrás del Viajero—. ¡Apártate!

Pascal se giró justo a tiempo de ver cómo se generaba una nueva grieta que iba cuarteando el terreno en su dirección. Echó a correr a la penosa velocidad que le permitían los embates del suelo.

Pero sus pies quedaron demasiado al borde de aquella reciente brecha que partía el paisaje en su avance demoledor, y terminó cayendo ante la mirada espantada del espíritu errante. En el último momento, sin embargo, logró extender los brazos, lo que le permitió agarrarse al extremo de la zona firme y quedar colgando, mientras soportaba como podía las últimas vibraciones del suelo.

—¡Ayúdame! —aulló, bamboleándose por la inercia de las sacudidas—. ¡No aguantaré mucho!

Alexander ya se precipitaba hacia él.

—¡Dame la mano! —le gritó mientras extendía sus brazos.

Daphne dejó de caminar, exhausta. Sus viejos ojos contemplaron con impotencia el abigarrado panorama de tumbas que todavía le quedaba por inspeccionar, consciente de que no podría culminar su tarea antes de la noche. Luego, sus pupilas lechosas se alzaron hacia el cielo, un cúmulo de nubes que se iba oscureciendo con engañosa sutileza.

Suspiró.

Había demasiados rincones en el interior de aquel cementerio donde Jules habría podido buscar cobijo. Era absurdo continuar.

—No creo que esté en este camposanto… —se atrevió a susurrar la pitonisa—. No lo percibo, no está cerca.

Se había ido convenciendo de su propia intuición conforme se adentraba en Pere Lachaise sin notar ninguna presencia antinatural, aunque aquello tampoco ofrecía una absoluta fiabilidad. Todo era tan incierto… Y eso que la avanzada degeneración vampírica de Jules hacía difícil que el gótico pasara inadvertido para la bruja por debajo de determinada distancia.

No, Jules no parecía estar allí.

Y el silencio del móvil de la bruja indicaba que a Michelle no le había ido mejor. Acababan de desperdiciar la única oportunidad de impedir que el chico se enfrentara libre y solo a la siguiente noche.

¿Quién estaba en condiciones de calibrar las consecuencias de aquel hecho?

Nadie, teniendo en cuenta que ni siquiera albergaban alguna información concreta en torno a la evolución del proceso maléfico de Jules. La ignorancia suponía un adversario más, un imprevisto obstáculo que se interponía en su arduo camino.

Daphne dio la vuelta y comenzó a dirigirse hacia la salida principal del cementerio. «Si la realidad continúa empeorando», atisbó en el brumoso futuro, «el desafío al que nos enfrentamos mutará». De un cometido salvador, que liberaría a Jules de su maldición, se pasaría a un cometido preventivo destinado a salvar a los demás de la amenaza del propio muchacho.

El destino y sus guiños macabros.

Mientras se aproximaba al portón del muro, la vidente cayó en la cuenta de que tal vez en ese mismo espacio, aunque en otra dimensión, estaba a punto de producirse un encuentro no contemplado en el plan inicial.

Sonrió, perspicaz. Desde un principio había dado por hecho que Pascal aprovecharía su viaje para ver a su amigo muerto, a pesar de no haber llegado a escuchar la conversación que el Viajero había mantenido con Michelle antes de iniciar su último desplazamiento al Más Allá.

Conciliadora, entendió que el muchacho necesitara cerrar aquel capítulo de su vida. Solo rogó para que su determinación no complicara aún más la suerte del gótico.

El paisaje continuaba agitándose. Pascal, con el rostro contraído de miedo, miraba a Alexander implorando una ayuda que el espíritu errante no podía ofrecer hasta que él diese el primer paso.

—Si no me das una mano, no conseguiré sacarte de ahí —le advirtió, apremiante, asomándose al abismo que se abría bajo el Viajero—. Tienes que soltarte cuando yo te agarre, no temas.

«Se dice fácil», pensó Pascal. No era el espíritu errante quien se hallaba suspendido sobre una grieta de profundidad incalculable cuyo fondo ocultaba los horrores del infierno.

—¡Decídete! —Alexander flexionaba las piernas para compensar los vaivenes del suelo—. Tus fuerzas se acabarán y ya no podré ayudarte.

La palidez del muerto parecía haberse acentuado, como si la conciencia del riesgo influyera aún en su organismo inerte. Nadie es ajeno a las condiciones extremas.

Un nuevo embate del terreno estuvo a punto de precipitar al espíritu errante a la grieta. A duras penas logró mantener el equilibrio. Y es que la renuencia de Pascal a agarrarse a él, prolongando la situación crítica, también ponía en peligro a su guía.

«Venga, dale la mano…», el chico procuraba convencerse a sí mismo, «o te caerás…».

El Viajero empezaba a notar calambres en los brazos, y sus manos iban adquiriendo un tacto resbaladizo. Las yemas de sus dedos se deslizaban paulatinamente hacia el filo cortante de la cornisa, reduciendo el margen de que disponía para hacer caso a la insistencia de Alexander.

Su tiempo terminaba, no aguantaría mucho más en esa posición. Tenía que reunir la determinación suficiente para atreverse a soltar el borde y, de un movimiento, alcanzar las manos abiertas del espíritu errante, que permanecían tendidas hacia él.

Y debía hacerlo ya, o ni siquiera conservaría la energía necesaria para intentarlo.

A cierta distancia, mientras tanto, Alexander acertó a distinguir cómo varios cuerpos terminaban siendo devorados de un solo golpe por una de aquellas grietas del terreno, que se abrían, se extendían y cerraban con un sinuoso serpenteo. Se trataba de una manada de carroñeros, a la que había sorprendido el seísmo mientras merodeaban de caza por esa zona. Esos seres putrefactos no gozaban de la agilidad necesaria para eludir los latigazos letales del terreno, un don que sí poseían los espíritus errantes. Eso acababa de condenar a aquellas criaturas a un destino aún más terrible que su propia degeneración.

Pascal contempló por última vez las manos abiertas de Alexander e, incapaz de soportar más la presión de su propio cuerpo colgante, por fin aflojó los dedos para intentar atrapar los del muerto.

Alexander, atento a la maniobra, recogió aquel gesto de auxilio y no dejó que Pascal se precipitara al vacío. A continuación, casi tumbado en el suelo, empezó a arrastrarse hacia atrás, alzando al Viajero poco a poco. Este, completamente a merced del espíritu errante, no se atrevía ni a pensar, aterrado ante la posibilidad de un mal paso de Alexander o un descuido que los sentenciara. Observaba con cada doloroso tirón cómo la cornisa se iba aproximando, lo que situaba a su alcance la salvación.

Empezó a tener esperanzas.

Ya quedaba muy poco, e incluso las convulsiones del terreno se habían suavizado. Se convenció de que lo iban a conseguir.

Con un último empujón, Pascal quedó con la cintura clavada en el filo del estrecho precipicio que se abría bajo sus pies, que se agitaban en la nada hambrienta. Aplastó su torso contra el terreno, también su cara, anhelando el tacto salvador de aquel nivel volcánico. Poco después, su cuerpo al completo aterrizaba en esa maltrecha superficie donde aún se distinguía el resplandor pálido del sendero.

Solo entonces suspiró, exhausto. Quedó tirado como un guiñapo, incapaz de moverse.

Poco después, la rabia natural del paisaje pareció serenarse, y la tierra fue recuperando la calma.

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