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NIVEL UNO » 0008

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0008

Los muros del pasadizo que conducía al sepulcro eran una sucesión de cuadros raros que representaban a seres humanos esclavizados, orcos, elfos y otras criaturas. Cada uno de los frescos aparecía exactamente donde se señalaba en el módulo original de Dragones y mazmorras. Yo sabía que, ocultas entre las piedras del suelo había varias trampas de muelle. Si las pisabas, se abrían de golpe y te arrojaban a un hueco lleno de púas de hierro envenenadas. Pero, como la localización de aquellas trampillas figuraba con claridad en el mapa que llevaba, logré esquivarlas.

Hasta el momento, todo seguía al pie de la letra según constaba en el módulo original. Si sucedía lo mismo con el resto de la tumba, tal vez pudiera sobrevivir hasta localizar la Llave de Cobre. Había solo unos cuantos monstruos acechando en aquella mazmorra —una gárgola, un esqueleto, un zombi, algunos áspides, una momia y el malvado cadáver viviente, Acererak en persona—. Como el mapa me indicaba dónde se ocultaban, en principio debería ser capaz de evitar enfrentarme a ellos. A menos, claro, que la Llave de Cobre se hallara en poder de alguno. Y no me costaba adivinar en quién recaería, más probablemente, aquel honor.

Intentaba avanzar con cautela, como si no tuviera la menor idea de con qué iba a encontrarme.

Tras evitar la Esfera de la Aniquilación, al fondo del pasadizo, encontré una puerta oculta junto a la última trampilla. La abrí y vi que conducía a otro corredor que descendía en ligera pendiente. Iluminé la oscuridad con la linterna, apuntando el haz de luz sobre las paredes de piedra húmedas. El escenario me hacía sentir como un personaje de película de bajo presupuesto de esas de espada y brujería, tipo La espada invencible o El señor de las bestias.

Inicié el recorrido por la mazmorra, cámara tras cámara. A pesar de saber dónde se encontraban las trampas, debía proceder con prudencia para evitarlas. En una mazmorra oscura conocida como la Capilla del Mal encontré miles de monedas de oro y plata escondidas en los bancos, exactamente donde se suponía que debían de estar. Mi avatar no podía con tanto dinero, ni siquiera haciendo uso del Saco Contenedor que encontré. Recogí tantas monedas de oro como pude y al momento aparecieron en mi inventario. Se produjo una conversión instantánea y mi marcador de crédito se puso de golpe a más de veinte mil, con diferencia la mayor cantidad de la que había dispuesto nunca. Y, además de los créditos, mi avatar recibió un número equivalente de puntos por haber obtenido las monedas.

A medida que me adentraba en la tumba, fui adquiriendo varios objetos mágicos: una Espada Llameante a+1, una Piedra Preciosa para Ver, un Anillo de Protección. Incluso conseguí una armadura metálica plateada de tres puntos. Se trataba de los primeros tres objetos que mi avatar poseía y me hicieron sentir imbatible.

Cuando me cubrí con aquella cota de malla mágica, esta menguó para adaptarse a la perfección al cuerpo de mi avatar. Su brillo cromado me recordaba al de las que llevaban los caballeros de Excalibur. Lo cierto es que llegué a cambiar mi visión durante unos segundos para admirar lo guapo que estaba mi avatar con ella.

Cuanto más avanzaba, más seguro de mí mismo me sentía. La forma y el contenido de la tumba seguía coincidiendo exactamente con la descripción del módulo, incluso en el menor detalle.

Hasta que llegué a la Sala Hipóstila del Trono.

Se trataba de una cámara cuadrada, espaciosa, de techo alto, sostenido por gran cantidad de inmensas columnas de piedra. En su extremo más alejado se alzaba un enorme estrado y sobre él se destacaba el trono de obsidiana con incrustaciones de calaveras de plata y marfil.

Aunque todo coincidía con la descripción del módulo, existía una gran diferencia: se suponía que el trono debía de estar vacío, pero no lo estaba. El cadáver viviente Acererak se sentaba en él y me observaba fijamente, en silencio. Sobre su cabeza medio putrefacta reposaba una corona de oro polvorienta. Su aspecto era el mismo que el de la cubierta del módulo original de «La Tumba de los Horrores» pero, según el texto, Acererak no debía de encontrarse allí, sino esperando en una cámara funeraria situada en las profundidades de la mazmorra.

Me planteé la posibilidad de salir corriendo, pero la descarté. Si Halliday había colocado al zombi en aquella estancia, tal vez hubiera situado también en ella la Llave de Cobre. Debía averiguarlo.

Avancé hasta el borde del estrado. Desde ahí vi con más claridad el cadáver viviente. Sus dientes eran dos hileras de diamantes puntiagudos dispuestos como una sonrisa sin labios, y en las órbitas de los ojos había alojados dos grandes rubíes.

Por primera vez desde que había entrado en la tumba no estaba seguro de qué debía hacer a continuación.

Mis posibilidades de sobrevivir a un combate cuerpo a cuerpo con el monstruo eran nulas. Mi triste Espada Llameante a+1 no lo afectaría en absoluto y los dos rubíes mágicos de sus ojos tenían el poder de arrebatarle la vida a mi avatar y matarme al instante. Ni siquiera un equipo de seis o siete avatares del nivel más alto habría tenido fácil derrotarlo.

En silencio deseé (y no sería la última vez) que Oasis fuera como un juego de aventuras antiguo donde yo pudiera darle a «salvar» y conservar mi posición. Pero no lo era; aquella opción no existía. Si mi avatar moría allí, tendría que empezar de nuevo partiendo de cero. Pero no tenía sentido dudar a esas alturas. Si el zombi me mataba, yo regresaría a la noche siguiente y lo intentaría de nuevo. La tumba entera se reiniciaría cuando el reloj del servidor de Oasis marcara las doce de la noche. Y si lo hacía, todas las trampas ocultas que yo había desactivado se reiniciarían también y el tesoro y los objetos mágicos aparecerían de nuevo.

Pulsé el icono de «grabar», situado en una esquina de la visualización, para que todo lo que sucediera a partir de ese momento quedara almacenado en el archivo de vídeos y yo pudiera reproducirlo y estudiarlo más tarde. Pero, al hacerlo, me apareció un mensaje que decía: «GRABACIÓN NO AUTORIZADA». Al parecer, Halliday había desactivado las grabaciones en el interior de la tumba.

Aspiré hondo, levanté la espada y planté el pie derecho en el primer peldaño del estrado. Al hacerlo se oyó una especie de crujir de huesos, coincidiendo con el momento en que, muy despacio, Acererak levantaba la barbilla. Los rubíes de sus ojos empezaron a emitir un resplandor rojo intenso. Retrocedí varios pasos, temiendo que descendiera de un salto y me atacara. Pero no se levantó del trono. Lo que hizo fue bajar la cabeza e inmovilizarme con su mirada glacial.

—Saludos, Parzival —dijo con voz ronca—. ¿Qué es lo que buscas?

Aquello me pilló por sorpresa. Según el módulo, el cadáver viviente no hablaba. Se suponía que solo debía atacar, no dejarme más salida que matarlo o huir para ponerme a salvo.

—Busco la Llave de Cobre —le respondí. Y entonces recordé que me estaba dirigiendo a un rey, por lo que al momento bajé la cabeza, hinqué una rodilla en el suelo y añadí—: Majestad.

—Por supuesto —dijo Acererak mientras me hacía una seña para que me pusiera de pie—. Y has venido al sitio adecuado. —Se levantó y su piel momificada crujió como el cuero viejo.

Yo agarré la espada con más fuerza, pues todavía temía un ataque.

—¿Y cómo sé yo que eres digno de poseer la Llave de Cobre? —me preguntó.

«Mierda». ¿Cómo se suponía que debía responder a eso? ¿Y si le daba una respuesta incorrecta? ¿Me succionaría el alma y me calcinaría?

Me estrujé el cerebro para dar con una respuesta apropiada, pero lo único que se me ocurrió fue:

—Permíteme demostrar que lo soy, noble Acererak.

El cadáver viviente soltó entonces una risotada larga e inquietante que resonó por toda la sala.

—¡Muy bien! —dijo—. Demostrarás tu valor enfrentándote a mí en una justa.

Yo no había oído jamás que un rey cadáver retara a alguien a una justa. Y menos en una cámara funeraria subterránea.

—Está bien —acepté, poco convencido—. ¿Pero para eso no hacen falta caballos?

—Caballos, no —respondió él, alejándose de su trono—. Pájaros.

Señaló el trono con una mano esquelética. Hubo un fugaz destello de luz, acompañado de un efecto sonoro de transformación (que, estaba bastante seguro de ello, estaba tomado de los dibujos animados de Los superamigos). El trono se convirtió al instante en una de aquellas máquinas de videojuegos arcade, las que funcionaban con monedas y en las que se jugaba de pie en los salones recreativos. Del panel de control sobresalían dos joysticks, uno amarillo y otro azul. No pude evitar sonreír al leer el nombre del juego en la marquesina iluminada: «Joust. Williams Electronics, 1982».

—Jugaremos al mejor de tres partidas —masculló Acererak—. Si ganas, te concederé lo que buscas.

—¿Y si ganas tú? —le pregunté, a pesar de conocer la respuesta.

—Si salgo victorioso… —respondió él, y los rubíes de sus ojos centellearon—, ¡morirás!

En su mano derecha apareció una bola de luz incandescente, anaranjada, que giraba mientras él la levantaba amenazante.

—Sí, sí, claro —balbucí—. Ya lo suponía. Solo quería asegurarme.

La bola de fuego que sostenía desapareció. Acererak alargó la mano apergaminada, con la que sujetaba dos monedas.

—Yo pago las partidas —dijo.

Se acercó más a la máquina de las justas y metió las dos monedas en la ranura de la izquierda. El juego emitió dos avisos electrónicos graves y el marcador pasó de 0 a 2.

Acererak se asignó el joystick amarillo, el que quedaba a la izquierda del panel de control, y lo agarró con sus dedos huesudos.

—¿Estás listo? —graznó.

—Sí —respondí yo, aspirando hondo.

Hice chasquear los nudillos y agarré el joystick del «jugador 2» con la mano izquierda, al tiempo que colocaba la derecha sobre el botón de disparo.

Acererak movió la cabeza a izquierda y derecha y el cuello le crujió como si acabara de partirse la rama seca de un árbol. A continuación pulsó el botón de «2 jugadores» y la justa empezó.

La justa era un videojuego arcade clásico de la década de los ochenta. Cada jugador controla a un caballero armado con una lanza. El «jugador 1» va montado en un avestruz y el «jugador 2», en una cigüeña. Tienes que agitar las alas para volar por la pantalla y batirte en una justa contra el otro jugador, así como contra varios caballeros enemigos controlados por el ordenador (todos montados en buitres). Cuando chocas contra un oponente, aquel cuya lanza quede más alta en la pantalla gana la justa. El perdedor muere y pierde una vida. Cada vez que matas a alguno de los caballeros enemigos, su buitre pone un huevo verde que no tarda en convertirse en otro caballero enemigo si no lo atrapas a tiempo. También pulula por ahí un pterodáctilo alado y aparece de vez en cuando para sembrar el caos.

Hacía más de un año que no jugaba a La justa. Era uno de los juegos favoritos de Hache y durante un tiempo había tenido una máquina en su sala de chats. Muchas veces, cuando quería zanjar una discusión o alguna disputa estéril sobre cultura pop me retaba a una partida. Durante unos meses, jugamos casi todos los días. Al principio, Hache era un poco mejor que yo y tenía por costumbre regodearse en sus victorias. Aquello me molestaba bastante y empecé a practicar por mi cuenta, a jugar varias partidas por las noches contra un contrincante de inteligencia artificial. Perfeccioné mis habilidades hasta que logré derrotar a Hache repetida y sistemáticamente. Y entonces era yo quien me regodeaba, saboreando mi venganza. La última vez que jugamos le di tal paliza que él se enfadó y juró no volver a jugar conmigo. Desde entonces, para solucionar nuestras disputas, jugábamos a Street Fighter II.

Descubrí que tenía bastante más oxidado de lo que creía mi dominio de La justa. Me pasé los primeros cinco minutos intentando relajarme y acostumbrarme a los mandos y al ritmo del juego. Durante ese tiempo, Acererak consiguió matarme dos veces, arrojando sin piedad su montura alada contra la mía en una trayectoria perfecta. Manejaba los mandos de una máquina con la calculada perfección, que, claro, es lo que era: un PNJ de inteligencia artificial, programado por el propio Halliday.

Hacia el final de nuestra primera partida noté que empezaba a recuperar los movimientos y los trucos que había ido aprendiendo durante aquellas sesiones maratonianas con Hache. Pero a Acererak no le hacía falta ningún calentamiento. Él estaba en plena forma desde el principio y yo no iba a poder compensar lo mal que había jugado durante los primeros minutos. De hecho, mató a mi último hombre cuando yo todavía no había sumado ni treinta mil puntos. Vergonzoso.

—La primera partida es para mí, Parzival —dijo, forzando una sonrisa—. Queda otra.

El rey no estaba dispuesto a perder el tiempo haciéndome permanecer a su lado observando cómo jugaba, él solo, el resto de la partida. Se agachó, desenchufó la máquina y volvió a enchufarla. Tras mostrar la secuencia de arranque —todo un despliegue cromático de Williams Electronics—, hizo aparecer de la nada otras dos monedas y las metió en la ranura.

—¿Estás listo? —volvió a preguntarme, inclinándose sobre el panel de control.

Vacilé un momento antes de decidirme a preguntarle algo.

—En realidad, no sé si te importaría cambiar de lado. Estoy acostumbrado a jugar a la izquierda.

Era cierto. Cuando jugaba con Hache en El Sótano, yo siempre llevaba el avestruz. Y me había dado cuenta de que jugar en el lado derecho me había restado algo de ritmo.

Me pareció que Acererak reflexionaba durante unos momentos, antes de asentir.

—Sí, cómo no —contestó, retirándose de la máquina y ofreciéndome su lado.

De pronto tuve conciencia de lo absurdo de aquella escena: un tipo vestido con cota de malla de piel junto a un rey zombi, ambos inclinados sobre una máquina de juegos recreativos. Era una imagen típica de portada de las revistas Heavy Metal o Dragon.

Acererak le dio al botón de «2 jugadores» y yo fijé los ojos en la pantalla.

El siguiente juego también empezó mal para mí. Los movimientos de mi rival eran implacables, precisos, y me pasé las primeras oleadas intentando esquivarlo. También me distraían los constantes chasquidos de su esquelético dedo índice golpeando el botón de disparo.

Relajé un poco la mandíbula y me aclaré las ideas, obligándome a no pensar en dónde me encontraba, contra quién estaba jugando y qué había en juego. Intenté imaginar que estaba una vez más en El Sótano, jugando contra Hache.

Y funcionó. Me metí de lleno en el juego y la partida empezó a ir a mi favor. Empecé a descubrir los fallos en el estilo de juego del cadáver viviente, las lagunas en su programación. Era algo que había aprendido con los años, jugando a cientos de videojuegos distintos: siempre había un truco que permitía vencer a un rival controlado por ordenador. En un juego como ese, un jugador humano con talento siempre podía ganar a la máquina, porque el software no era capaz de improvisar. O bien reaccionaba aleatoriamente, o en un número limitado de formas predeterminadas, basadas en una cifra finita de condiciones programadas con antelación. Ese era un axioma de los videojuegos, y seguiría siéndolo hasta que los seres humanos inventaran la verdadera inteligencia artificial.

Nuestra segunda partida fue muy reñida, pero hacia el final descubrí un patrón en la técnica que utilizaba mi contrincante. En un momento dado, cambié la dirección de mi avestruz y logré que su cigüeña colisionara contra uno de los buitres que se acercaban. Y repitiendo el movimiento en varias ocasiones logré ir quitándole, una a una, todas sus vidas extra. A mí me mataron también varias veces, pero finalmente le di caza durante la décima oleada, cuando a mí tampoco me quedaban más vidas.

Me aparté un poco de la máquina y suspiré de alivio. Notaba que por la frente y los bordes del visor me resbalaban gotas de sudor. Me sequé la cara con la manga de la camisa y mi avatar imitó mi movimiento.

—Buena partida —me dijo Acererak.

Y entonces, para mi sorpresa, me alargó aquella mano suya que era como una garra. Se la estreché, ahogando una risa nerviosa mientras lo hacía.

—Sí —admití—. Ha sido una buena partida, tío.

Se me ocurrió que, en cierto modo, indirectamente, estaba jugando contra Halliday. Al momento me quité aquella idea de la cabeza, porque no quería sentir más presión psicológica.

La partida final, de desempate, duró más que las otras dos juntas. Durante la oleada final, fueron tantos los buitres que llenaron el campo de juegos que los dos debíamos pulsar sin parar los botones de disparo mientras movíamos los joysticks a izquierda y a derecha. Acererak ejecutó un movimiento final desesperado, para evitar mi ataque, pero quedó un milímetro por debajo de mí. Su última montura murió tras sucumbir a una explosión pixelada.

En la pantalla aparecieron las palabras PLAYER TWO GAME OVER y el cadáver dejó escapar un alarido de rabia que me puso los pelos de punta. Golpeó el costado de la máquina con el puño y esta se desintegró en millones de diminutos píxeles que se esparcieron por el suelo. Después se volvió para mirarme.

—Enhorabuena, Parzival —dijo, haciendo una reverencia—. Has jugado bien.

—Gracias, noble Acererak —le respondí, reprimiendo las ganas de dar saltos y menear el culo victoriosamente, apuntándolo hacia él.

Lo que sí hice fue devolverle la reverencia. Al hacerlo el cadáver viviente se transformó en un hechicero alto, ataviado con una túnica negra y ancha. Lo reconocí al momento: era el avatar de Halliday, Anorak.

Lo miré, anonadado. Durante años los gunters habían especulado sobre la posibilidad de que Anorak siguiera vagando por Oasis, convertido en PNJ autónomo. El fantasma de Halliday metido en la máquina.

—Y ahora —dijo el brujo, que hablaba con la voz inconfundible de Halliday—, tu premio.

La cámara quedó inundada por el sonido de una gran orquesta. Cuernos triunfantes a los que enseguida se unió una animada sección de cuerda. Reconocí aquella melodía: se trataba del último tema de la banda sonora original de La guerra de las galaxias, de John Williams, el que sonaba cuando la princesa Leia entrega a Luke y a Han sus medallas (y Chewbacca como tal vez recordéis, obtiene la espada de luz).

A medida que la música seguía in crescendo, Anorak alargó la mano derecha. Allí, en su mano abierta, estaba la Llave de Cobre, el objeto que millones de personas llevaban buscando desde hacía cinco años. Cuando me la entregó, la música dejó de sonar gradualmente y en ese mismo instante oí un sonido como de campanilla. Acababa de obtener cincuenta mil puntos, suficientes para que mi avatar pasara directamente al nivel 10.

—Adiós, señor Parzival —dijo Anorak—. Te deseo buena suerte en tu búsqueda.

No tuve tiempo de preguntarle qué se suponía que debía de hacer a continuación, ni dónde encontraría la siguiente puerta, porque su avatar se esfumó tras emitir un destello de luz, acompañado del efecto de sonido característico de la teletransportación, que yo sabía que estaba tomado de los dibujos animados de Dragones y mazmorras, producidos en los años ochenta.

Me encontré solo sobre el estrado vacío. Bajé la cabeza para contemplar la Llave de Cobre que sostenía en la mano y me invadió una sensación de asombro mezclada de alegría. Su aspecto era el mismo que tenía en Invitación de Anorak: una sencilla llave antigua, de cobre, de cabeza ovalada en la que aparecía inscrito el número romano I. La hice girar en la mano de mi avatar, e iluminé el número con la linterna. Entonces me di cuenta de que había dos breves líneas de texto grabadas en el metal. Acerqué la llave a la luz y leí en voz alta: «Lo que buscas está enterrado en la basura del nivel más profundo de Daggorath».

«Enterrado en la basura» hacía referencia a la línea antigua de ordenadores fabricados por la marca Tandy para las tiendas Radio Shack entre los años setenta y ochenta del siglo pasado. Los usuarios de ordenadores de aquella época bautizaron aquellos TRS-80 con el nombre peyorativo de Trash-80, es decir, «Basura-80».

«Lo que buscas está enterrado en la basura».

El primer ordenador de Halliday había sido un TRS-80, con nada menos que 16K de memoria RAM. Y yo sabía muy bien dónde podía encontrar una réplica de ese ordenador en Oasis. Todos los gunters lo sabíamos.

Durante la primera época de existencia de Oasis, Halliday había creado un pequeño planeta llamado Middletown, en honor a su ciudad natal de Ohio. El planeta contenía una recreación fiel de la localidad tal como era a finales de los años ochenta. Aunque, según se dice, uno no vuelve nunca del todo al lugar donde nació, Halliday había encontrado la manera de conseguirlo. Middletown era uno de sus proyectos más queridos y se pasó años codificándolo y perfeccionándolo. Y era un hecho sabido (al menos por los gunters) que una de las partes reproducidas con mayor exactitud en la simulación de Middletown era el hogar de la infancia del propio Halliday.

Yo nunca había tenido ocasión de visitarlo, pero había visto cientos de imágenes fijas y fragmentos de vídeo de aquel lugar. El dormitorio de Halliday albergaba una réplica de su primer ordenador, un TRS-80 Color Computer 2. Y yo estaba convencido de que allí era donde se encontraba la Primera Puerta. La línea de texto grabada en la llave me indicaba cómo llegar hasta ella.

«En el nivel más profundo de Daggorath».

Dagorath era una palabra en sindarin, la lengua élfica que había creado J. R. R. Tolkien para El Señor de los Anillos. Significaba «batalla», pero Tolkien la había escrito con una sola ge, no con dos. «Daggorath», con dos ges, solo podía significar una cosa: un juego de ordenador muy raro y abstruso llamado Mazmorras de Daggorath, que había salido al mercado en 1982. Únicamente se había fabricado para una plataforma; precisamente, el TRS-80 Color Computer.

Halliday había escrito en el Almanaque de Anorak que Mazmorras de Daggorath era el juego que le había llevado a querer ser diseñador de videojuegos.

Y Mazmorras de Daggorath era uno de los juegos metidos en la caja de zapatos, junto al TRS-80, en la recreación del dormitorio de infancia de Halliday.

De modo que solo tenía que teletransportarme a Middletown, entrar en casa de Halliday, sentarme frente a su TRS-80, jugar con aquel juego, llegar al nivel más profundo de la mazmorra y… allí encontraría la Primera Puerta.

Al menos así era como yo lo interpretaba.

Middletown estaba en el Sector 7, lejos de Ludus. Pero como había reunido mucho dinero y otros tesoros, podía pagar sin problemas el pasaje de teletransportación hasta allí. Comparado con lo que había sido mi avatar hasta entonces, me consideraba escandalosamente rico.

Comprobé la hora. Las 11.03 de la noche en la Franja Horaria de Oasis (FHO), que coincidía con el huso horario de la costa Este de Estados Unidos. Me quedaban ocho horas para entrar de nuevo en clase. Tal vez fuera bastante. Podía irme en ese mismo momento. Correr mucho, recorrer la mazmorra en dirección contraria, salir a la superficie, ir a la terminal de teletransportación más cercana y llegar hasta Middletown. Si salía en ese momento, podía conectarme al ordenador de Halliday en cuestión de una hora.

Pero sabía que antes me convenía dormir un poco. Llevaba casi quince horas seguidas conectado a Oasis. Y el día siguiente era viernes. Si me teletransportaba hasta Middletown al salir del colegio, dispondría de todo el fin de semana para intentar franquear la Primera Puerta.

Pero ¿a quién pretendía engañar? Esa noche no iba a poder dormir y al día siguiente no soportaría asistir a las clases. Tenía que irme ya.

Empecé a correr hacia la salida, pero, cuando estaba atravesando una cámara, me detuve en seco. A través de una puerta abierta entreví una sombra alargada que se agitaba en un muro, acompañada del eco de unos pasos que se acercaban.

Segundos después, la silueta de un avatar apareció en el umbral. Estaba a punto de sacar la espada cuando me di cuenta de que todavía llevaba la Llave de Cobre en la mano. Me la metí en el bolsillo del cinturón y entonces desenvainé la espada y, al levantarla, el avatar habló.

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