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NIVEL UNO » 0009

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0009

—¿Quién coño eres tú? —exigió saber la silueta.

Por la voz, parecía una mujer joven. Una mujer joven con ganas de pelea.

Como yo no respondía, un avatar femenino curvilíneo abandonó las sombras y fue alcanzado por la luz inconstante de la linterna. Tenía el pelo negro azabache y muy corto, como Juana de Arco, y parecía tener diecinueve o veinte años. Cuando se acercó más me di cuenta de que la conocía. La verdad es que no nos habíamos visto nunca, pero la reconocí por las muchas fotos que llevaba años colgando en su blog.

Era Art3mis.

Llevaba una armadura de escamas metálicas que parecía más de ciencia ficción que de fantasía. En unas cartucheras atadas por debajo de las caderas tenía metidas dos pistolas de rayos y, cruzada a la espalda, enfundada, una espada élfica curva. Tenía las manos cubiertas por mitones de carreras estilo Road Warrior y se cubría los ojos con unas gafas de sol Ray-Ban clásicas. Su aspecto general pretendía emular el de la típica chica postapocalíptica ciberpunk de mediados de los ochenta. Y conseguía el efecto deseado, al menos conmigo. Y con creces. Estaba buenísima.

A medida que se acercaba a mí, los tacones de sus botas remachadas de combate resonaban en el suelo de piedra. Se detuvo a una distancia que impedía que la alcanzara con la espada, pero no desenvainó la suya. Lo que sí hizo fue levantarse las gafas de sol y apoyarlas en la frente de su avatar —en un gesto de gran afectación, pues estas no modificaban la visión de los jugadores—, y mirarme de arriba abajo, repasándome con parsimonia.

Mi asombro transitorio me dejó sin habla. Para salir de aquella parálisis, me recordé a mí mismo que la persona que manejaba aquel avatar no tenía por qué ser ni siquiera una mujer. La chica, de la que llevaba tres años «cibernéticamente colgado», podía ser un gordo peludo llamado Chuck. Una vez invocada la imagen que rebajaba expectativas, pude concentrarme en mi situación y en la pregunta que, en aquellas circunstancias, se imponía: «¿Qué estaba haciendo ella allí?». Tras cinco años de búsqueda, me parecía más que improbable que los dos hubiéramos descubierto el escondite de la Llave de Cobre exactamente la misma noche. Demasiada coincidencia.

—¿Te ha comido la lengua el gato? —insistió—. Te he preguntado quién-coño-eres.

Yo, como ella, llevaba apagada la etiqueta con mi nombre por razones evidentes: no quería que me identificaran y mucho menos en aquellas circunstancias. ¿Es que no pillaba la indirecta?

—Saludos —dije, con una ligera reverencia—. Soy Juan Sánchez Villa-Lobos Ramírez. —Contesté, como lo habría hecho Sean Connery.

Ella sonrió.

—¿El jefe de metalurgia del rey Carlos V de España?

—A su servicio —respondí, sonriendo también.

Ella captó al momento mi cita de Los inmortales, y me lanzó otra al vuelo. Era Art3mis, no había duda.

—Qué listo. —Se fijó un instante en el estrado vacío, detrás de mí, y volvió a mirarme—. Cuéntamelo ya. ¿Qué tal te ha ido?

—¿Qué tal me ha ido en qué?

La justa contra Acererak —respondió, como si fuera obvio.

Y de pronto lo comprendí. No era la primera vez que Art3mis pasaba por allí. Yo no era el primer gunter en descifrar la quintilla ni en encontrar la Tumba de los Horrores. Art3mis se me había adelantado. Y, como sabía lo del juego La justa, era evidente que ya se había enfrentado al cadáver viviente. Pero, de tener la Llave de Cobre, no tendría ningún motivo para regresar a aquella mazmorra. Así pues, también era evidente que no la tenía. Se había enfrentado a Acererak y había perdido. Por eso había vuelto, para intentarlo de nuevo. ¿Por qué no? Aquel podía ser su noveno o décimo intento. Y sin duda también daba por supuesto que el cadáver viviente también me había derrotado a mí.

—¿Eh? ¿Estás ahí? —preguntó, dando unas pataditas en el suelo, impaciente—. Estoy esperando.

Me planteé la posibilidad de abalanzarme sobre ella. Salir corriendo, dejarla atrás, recorrer el laberinto y regresar a la superficie. Pero, si lo hacía, Art3mis sospecharía que yo había conseguido la llave y me mataría para quitármela. La superficie de Ludus estaba claramente marcada como zona segura en el mapa de Oasis, lo que significaba que allí no se permitían los combates cuerpo a cuerpo. Pero no tenía modo de saber si sucedía lo mismo en aquel sepulcro, porque era subterráneo y ni siquiera aparecía en el mapa del planeta.

Art3mis me parecía una contrincante temible. Cota de malla. Pistolas de rayos. Y aquella espada élfica que llevaba podía resultar mortífera. Aunque solo la mitad de los recursos a los que hacía referencia en su blog fueran ciertos, su avatar debía de encontrarse al menos en el nivel 50. O en uno superior. Si en la mazmorra estaban permitidos los combates PvP, le daría una buena paliza a mi avatar de nivel 10.

En definitiva, tenía que proceder con cautela. Y decidí mentir.

—Me ha destrozado —dije—. La justa nunca se me ha dado muy bien.

Art3mis pareció relajarse un poco. Al parecer, era la respuesta que deseaba oír.

—Sí, a mí me pasa lo mismo —confesó en tono lastimero—. Halliday programó al rey Acererak con una buena dosis de inteligencia artificial, ¿no te parece? Es muy difícil ganarle. —Entonces se fijó en la espada, que yo todavía sujetaba, a la defensiva—. Ya puedes guardártela. No pienso morderte.

Pero yo no le hice caso.

—¿Esta tumba es zona de combates PvP?

—No lo sé. Eres el primer avatar con el que me encuentro aquí abajo. —Ladeó un poco la cabeza y me sonrió—. Supongo que solo hay un modo de averiguarlo.

Ella desenvainó su espada, que se iluminó al momento y realizó un giro sobre sí misma rodeándome con el filo resplandeciente, con el que me apuntó, en un solo movimiento continuo. En el último segundo, yo logré, con dificultad, levantar mi arma y detener el ataque. Pero las dos espadas quedaron detenidas en pleno vuelo, a escasos centímetros, como si una fuerza invisible las frenara. En mi visualizador apareció un mensaje: COMBATES PERSONA CONTRA PERSONA NO PERMITIDOS.

Suspiré, aliviado. (Hasta más tarde, no descubriría que las llaves eran intransferibles. No podías desprenderte de ellas, ni entregarlas a otro avatar. Y si te mataban en posesión de una de ellas, desaparecía junto con tu cuerpo).

—Pues ahora ya lo sabes —añadió ella, sonriendo—. Al final ha resultado que no lo es. —Blandió la espada para dibujar con ella un número ocho, antes de envainársela a la espalda. Con amplios movimientos.

Yo me guardé la mía, aunque sin tantas florituras.

—Supongo que Halliday no quería que nadie se batiera en duelo para tener derecho a enfrentarse en una justa con el rey —comenté.

—Sí —coincidió ella, sonriendo—. Has tenido suerte.

—¿Suerte? —le pregunté, cruzándome de brazos—. ¿Y eso por qué?

Ella señaló el estrado vacío tras de mí.

—Porque, después de haberte enfrentado a Acererak, no creo que te queden muchos puntos.

O sea, que si Acererak te ganaba en La justa, estabas obligado a luchar contra él… «Menos mal que he ganado —pensé—. Si no, en este mismo momento ya estaría creando otro avatar».

—Tengo un montón de puntos —mentí—. Ese cadáver viviente era malísimo…

—¿Ah, sí? —dijo ella, desconfiada—. Pues yo estoy en el nivel 52, y cada vez que he luchado contra él ha estado a punto de matarme. Tengo que beberme un montón de pociones curativas cada vez que vengo. —Me miró un momento antes de proseguir—: También reconozco la espada y la armadura que llevas. Las has conseguido aquí mismo, en esta mazmorra, lo que significa que son mejores que las que tu avatar poseía hasta ahora. Yo diría que eres un novato de nivel bajo, Juan Ramírez. Y además creo que escondes algo.

Al saber que no podía atacarme, pensé que tal vez pudiera contarle la verdad. ¿Por qué no sacar la Llave de Cobre y enseñársela? Pero lo pensé mejor. Lo que debía hacer era salir disparado hacia Middletown, todavía disponía de cierta ventaja. Art3mis todavía no tenía la llave, y era posible que tardara algunos días en conseguirla. No sé cuántos intentos me habría costado a mí derrotar a Acererak si no hubiera tenido tantas horas de práctica en el juego La justa.

—Piensa lo que quieras, She-Ra —dije, adelantándome—. Tal vez nos veamos alguna vez en el mundo exterior. Ya nos enfrentaremos entonces. —Me despedí de ella con un leve movimiento de mano—. Nos vemos por ahí.

—¿Adónde te crees que vas? —preguntó ella, siguiéndome.

—A casa —respondí, sin dejar de caminar.

—Pero… ¿Y el cadáver viviente? ¿Y la Llave de Cobre? —Señaló hacia el estrado vacío—. En unos pocos minutos resucitará. Cuando el reloj del Oasis marca las doce, la tumba entera se reinicia. Si esperas aquí mismo, tendrás otra oportunidad de derrotarle, sin tener que pasar de nuevo por todas esas trampas. Por eso yo llevo un tiempo viniendo poco antes de las doce cada dos días. Así puedo intentarlo dos veces seguidas.

Bien pensado. ¿Cuánto tiempo habría tardado yo en descubrirlo si no me hubiera salido con la mía al primer intento?

—Se me ha ocurrido que deberíamos turnarnos para luchar contra él —le dije—. Y como yo acabo de jugar, ahora, cuando sean las doce, te tocaría a ti, ¿no? Mañana, después de la medianoche, vendré yo. Podemos ir viniendo en días alternos hasta que uno de los dos lo derrote. ¿Te parece bien?

—Supongo que sí —contestó ella sin quitarme los ojos de encima—. Pero deberías quedarte aquí de todos modos. Tal vez, con dos avatares presentes a medianoche, suceda algo distinto. Es posible que Anorak contemplara esa contingencia. Quién sabe si aparecerán dos presencias del cadáver viviente, para que cada uno de nosotros juegue contra una. Quizá…

—Prefiero jugar en privado —insistí—. Mejor luchamos por turnos, ¿vale?

Ya estaba a punto de alcanzar la salida cuando ella se plantó frente a mí, impidiéndome el paso.

—Vamos, quédate un poco más —dijo con voz melindrosa—. Por favor…

Podría haber seguido andando, traspasar incluso su avatar con el mío. Pero no lo hice. Estaba impaciente por llegar a Middletown y localizar la Primera Puerta, pero también me encontraba delante de la célebre Art3mis, una mujer a la que llevaba años deseando conocer. Y ahora que lo había hecho me parecía mejor incluso de lo que había imaginado. Me moría de ganas de pasar más tiempo con ella. Quería, como habría dicho Howard Jones —el poeta de los ochenta—, «llegar a conocerla bien». Si me iba, era muy posible que no volviéramos a encontrarnos nunca.

—Oye —continuó, bajando la mirada—. Me disculpo por haberte llamado novato de nivel bajo. No ha estado bien. Te he insultado.

—No importa. De hecho tienes razón. Estoy en el nivel 10.

—Da igual. Eres un gunter y por tanto un compañero. Y muy listo porque, si no, no estarías aquí. Por eso quiero que sepas que te respeto y que valoro tus aptitudes. Te pido perdón por las tonterías que he dicho.

—Disculpas aceptadas.

—Bien. —Parecía aliviada.

Las expresiones del rostro de su avatar parecían reales, lo que por lo general significaba que estaban sincronizadas con las de la persona que lo manejaba y no controladas por un software. De ello podía deducirse que estaba usando un equipo caro.

—Lo que pasa es que me he asustado un poco al encontrarte aquí —prosiguió—. Vaya, yo sabía que alguien más encontraría este sitio tarde o temprano. Pero no pensaba que fuera tan pronto. He tenido la tumba para mí sola desde hace bastante tiempo.

—¿Cuánto? —le pregunté, poco convencido de que fuera a responderme.

Ella vaciló y divagó un poco.

—¡Tres semanas! —dijo al fin, desesperada—. Llevo tres putas semanas viniendo aquí, intentando derrotar a ese esqueleto absurdo en este juego idiota. Y esa inteligencia artificial es ridícula. Sí, ya sabes. Yo no había jugado nunca a La justa, y ahora me está volviendo loca. Te juro que estuve a punto de vencerlo hace unos días, pero entonces… —Nerviosa, se pasó los dedos por el pelo—. ¡Ah! No duermo. No como. Cada vez saco peores notas, porque solo practico justas…

Estaba a punto de preguntarle si iba al colegio en Ludus, pero ella siguió hablando, cada vez más deprisa, como si se hubiera abierto una compuerta en su cerebro. Las palabras seguían brotando de su interior. Apenas hacía pausas para respirar.

—… Y esta noche he venido hasta aquí creyendo que sería la última, que finalmente derrotaría a ese cabrón y conseguiría la Llave de Cobre, pero al llegar he descubierto que alguien había descubierto la entrada. Y me he dado cuenta de que, finalmente, mis peores temores se habían hecho realidad. Otra persona había dado con la tumba. Y he venido corriendo hasta aquí, cada vez más alterada. No es que estuviera demasiado preocupada, porque no creía que nadie fuera a derrotar a Acererak de buenas a primeras, pero aun así…

Se detuvo para respirar hondo y ya no siguió hablando.

—Lo siento —dijo, un segundo después—. Cuando estoy nerviosa hablo sin parar. O cuando estoy emocionada. Y en estos momentos estoy nerviosa y emocionada, porque me moría de ganas de hablar con alguien de todo esto pero, claro, no podía ir contándolo por ahí. En una conversación intrascendente uno no puede soltar que… —se interrumpió de nuevo—. No paro de hablar, tío. Soy una ametralladora. Una cotorra.

Hizo el gesto de cerrar los labios con una cremallera, de poner un candado y arrojar la llave. Sin pensarlo, yo hice el gesto de recoger la llave al vuelo y de abrírselos de nuevo. Mi reacción le provocó la risa, una risa sincera y auténtica, intercalada con unos ronquidos muy graciosos que me contagiaron a mí. Y me eché a reír también.

Era encantadora. Su conducta excéntrica y su forma de hablar atropellada me recordaban a Jordan, mi personaje favorito de Escuela de genios. Nunca había sentido una afinidad instantánea con nadie como la que sentía en ese momento ni en el mundo real ni en Oasis. Ni siquiera con Hache. Estaba flotando.

Cuando al fin logró controlar la risa, dijo:

—La verdad es que voy a tener que instalarme un filtro para suprimir esta risa que tengo.

—No, no lo hagas. Pero si tienes una risa preciosa. —Las palabras me salían con cuentagotas, no sabía qué decirle—. La mía también es una risa fácil.

«Fantástico, Wade —pensé—. Acabas de decirle que tiene una risa tonta. Qué listo eres».

Pero ella me dedicó una sonrisa tímida y pronunció una palabra más: «Gracias».

Sentí el impulso irrefrenable de besarla. Que fuera o no una simulación, no me importaba. Mientras me armaba de valor para pedirle una tarjeta de visita, ella alargó la mano.

—Había olvidado presentarme —dijo—. Me llamo Art3mis.

—Ya lo sé —repliqué, estrechándosela—. La verdad es que soy un fan absoluto de tu blog. Lo leo fielmente desde hace años.

—¿En serio? —Su avatar pareció sonrojarse.

Asentí.

—Es todo un honor conocerte en persona —insistí—. Yo soy Parzival. —Me di cuenta de que seguía aferrado a su mano y me obligué a mí mismo a soltársela.

—Con que Parzival, ¿eh? —Ladeó ligeramente la cabeza—. Por el caballero de la Mesa Redonda que encontró el grial, supongo. Increíble.

Asentí, más enamorado aún. Por lo general, tenía que ir explicando a la gente el origen de mi nombre.

—Y Artemisa era la diosa griega de la caza, ¿no?

—Sí, pero la palabra bien escrita ya estaba ocupada, y por eso se me ocurrió poner el número tres en vez de la letra e.

—Sí, ya lo sé. Una vez lo comentaste en el blog. Hace dos años. —Estuve a punto de darle la fecha exacta de la entrada, pero me di cuenta a tiempo de que, si lo hacía, quedaría todavía más como un ciberfriki absoluto, como un acosador informático—. Decías que de vez en cuando te encontrabas con tontos que pronunciaban «Ar-tres-mis».

Me alargó la mano, enfundada en el guante de piloto, y me entregó una de sus tarjetas de visita.

Todos podíamos diseñarlas a nuestro antojo, con la forma que quisiéramos, y ella había configurado la suya para que pareciera una figura vintage de La guerra de las galaxias, de la marca Kenner (todavía en su estuche de plástico transparente). La figura era, de hecho, una reproducción de su avatar hecha en plástico de mala calidad, con el mismo rostro, el mismo peinado, la misma ropa. Incluía también versiones en miniatura de sus pistolas y su espada. La información de contacto figuraba en la tarjeta, sobre la figura.

Art3mis

Nivel 52 Guerrera/hechicera

(El vehículo se vende por separado)

En el reverso de la tarjeta figuraban los links a su blog, su e-mail y su número de teléfono.

Aquella no era solo la primera vez que una chica me entregaba su tarjeta, la tarjeta en sí, sino que era, con diferencia, la mejor tarjeta de visita que había visto en mi vida.

—Esta es la mejor tarjeta que he visto en mi vida —le dije—. Gracias.

Yo le entregué una de las mías, que había diseñado imitando los cartuchos originales de Adventure de Atari 2600. La información de contacto aparecía impresa en la etiqueta.

Parzival

nivel 10 Guerrero

(Usar con joystick)

—¡Es preciosa! —exclamó ella observándola con atención—. ¡Qué diseño tan logrado!

—Gracias —le dije, sonrojándome por debajo del visor. Habría querido proponerle matrimonio.

Añadí su tarjeta a mi inventario y al momento apareció en mi lista de objetos, inmediatamente después de la Llave de Cobre. El recuerdo de la llave me devolvió a la realidad. ¿Qué coño estaba haciendo, ahí plantado, hablando de tonterías con aquella chica, cuando la Primera Puerta me esperaba? Consulté la hora. Faltaban menos de cinco minutos para la medianoche.

—Oye, Art3mis —añadí—. Me ha encantado conocerte. Pero tengo que irme. El servidor está a punto de reiniciarse, y quiero salir de aquí antes de que todas esas trampas y esos zombis se reactiven.

—Ah… Está bien. —Parecía decepcionada—. Pues yo creo que voy a prepararme para la justa. Pero, antes de que te vayas, déjame que te regale un hechizo para Curar Heridas Graves.

Sin darme tiempo a protestar, colocó la mano sobre el pecho de mi avatar y murmuró unas palabras incomprensibles. El marcador de mis vidas estaba al máximo, por lo que su encantamiento no surtió el menor efecto. Pero eso Art3mis no lo sabía. Ella seguía creyendo que todavía tenía que enfrentarme al cadáver viviente.

—Ya está —dijo, dando un paso atrás.

—Gracias, pero no hacía falta que te molestaras. Somos competidores, recuerda.

—Lo sé. Pero aun así podemos ser amigos, ¿no?

—Eso espero.

—Además, la Tercera Puerta todavía queda muy lejos. Si hemos tardado cinco años en llegar hasta aquí… Y, conociendo la estrategia de Halliday al diseñar juegos, me temo que las cosas van a ponerse más difíciles a partir de ahora. —Bajó la voz—. ¿Seguro que no quieres quedarte? Estoy convencida de que podemos jugar los dos a la vez. Podríamos darnos consejos. He empezado a detectar algunos fallos en la técnica del rey…

Empezaba a sentirme un capullo por haberle mentido.

—Es una propuesta muy amable por tu parte. Pero tengo que irme. —Busqué una excusa plausible—. Tengo clase mañana.

Ella asintió, pero la sospecha asomó a su rostro. Y entonces abrió mucho los ojos, como si acabara de ocurrírsele una idea. Sus pupilas se movían velozmente de un lado a otro, concentrándose en el espacio que tenía delante y me di cuenta que intentaba encontrar algo en un buscador. Segundos después, su gesto pasó de la desconfianza a la ira.

—¡Cabrón mentiroso! —exclamó—. ¡Falso! ¡Eres un mierda!

Hizo visible el buscador que había consultado y lo volvió. Allí aparecía la página web con La Tabla de Halliday. Con la emoción, me había olvidado de consultarla.

Estaba igual que en los últimos cinco años, salvo por un cambio: el nombre de mi avatar aparecía en primera posición, con diez mil puntos. Los otros nueve espacios todavía estaban ocupados por las iniciales de Halliday, JDH, seguidas de ceros.

—¡Mierda! —murmuré.

Desde el momento en que Anorak me entregó la Llave de Cobre me había convertido en el primer gunter de la historia en sumar puntos en La Cacería. Y caí en la cuenta de que, como aquella Tabla de Puntuación era consultable en todo el mundo, mi avatar acababa de hacerse famoso.

Eché un vistazo a los titulares que aparecían en pantalla para asegurarme. En todos figuraba el nombre de mi avatar. Cosas como «MISTERIOSO AVATAR “PARZIVAL” HACE HISTORIA Y ENCUENTRA LA LLAVE DE COBRE».

Permanecí unos segundos aturdido, con la respiración entrecortada, hasta que Art3mis me dio un codazo que yo, claro está, ni siquiera sentí. Pero mi avatar sí retrocedió unos pasos.

—¿Lo has derrotado a la primera? —me gritó.

Asentí.

—Él ha ganado la primera partida, pero yo le he ganado las otras dos.

—¡Mierda! —exclamó ella, apretando mucho los puños—. ¿Y cómo coño has hecho para ganarle en la primera justa?

Estaba bastante convencido de que me habría dado un puñetazo en la cara si hubiera podido.

—He tenido suerte, eso es todo —me justifiqué—. He jugado mucho a La justa con un amigo. O sea, que estaba muy preparado. Estoy seguro de que si tú hubieras practicado tanto como yo…

—Por favor —me interrumpió, levantando una mano—. No te pongas paternalista conmigo, ¿de acuerdo? —Soltó lo que solo se me ocurre describir como un gruñido de impotencia—.

¡No me lo puedo creer! ¿Te das cuenta de que yo llevo cinco semanas intentando ganarle?

—Pero si hace un momento me has dicho que eran tres…

—¡No me interrumpas! —Volvió a darme otro codazo—. Llevo más de un mes entrenándome en La justa sin parar. ¡Veo avestruces voladoras hasta cuando sueño!

—Pues eso no puede ser bueno.

—¡Y tú entras aquí y te lo cargas en el primer intento!

Empezó a darse puñetazos en la frente, y entonces me di cuenta de que no estaba enfadada conmigo, sino consigo misma.

—Escúchame —le dije—. En serio. He tenido buena suerte. Los juegos clásicos, los de monedas, se me dan bien. Son mi especialidad. —Me encogí de hombros—. Deja de pegarte como en Rain Man, ¿vale?

Ella me hizo caso y me miró. Transcurridos unos segundos, soltó un largo suspiro.

—¿Por qué no podía ser Centipede? ¿O Pac-Man? ¿O BurgerTime? En cualquiera de los tres casos seguramente yo ya habría franqueado la Primera Puerta.

—Eso yo no lo sé —contesté.

Art3mis me lanzó una brevísima mirada asesina, seguida de una sonrisa diabólica. Se volvió para dirigirse a la salida y empezó a ejecutar una serie de gestos elaborados en el aire, frente a ella, mientras susurraba las palabras de algún encantamiento.

—Eh —le dije—. Espera un momento. ¿Qué estás haciendo?

Aunque en realidad ya lo sabía. Al terminar de pronunciar el hechizo, una pared de piedra gigantesca apareció allí mismo y cubrió al momento la única salida de la cámara. ¡Mierda! Había pronunciado el hechizo de la Barrera. Y yo había quedado atrapado en el interior de la mazmorra.

—¡Oye! ¿Cómo has hecho eso?

—Me ha parecido que tenías mucha prisa por salir de aquí. Y supongo que cuando Anorak te ha entregado la Llave de Cobre también te ha ofrecido alguna pista sobre el paradero de la Primera Puerta, ¿no? Es ahí adonde te diriges ahora. ¿Me equivoco?

—No —admití yo.

Contemplé la posibilidad de negarlo, pero ¿de qué habría servido?

—Así pues, a menos que logres anular mi hechizo, y sé que no podrás, guerrerito de nivel 10, esa barrera te mantendrá aquí hasta después de la medianoche, hasta que el servidor se haya reiniciado. Y todas esas trampas que has desactivado al venir también se reactivarán. Eso dificultará un poco tu salida de la mazmorra.

—Sí —admití—. Tienes razón.

—Y mientras tú te ocupas de regresar a la superficie, yo tendré otra ocasión de derrotar a Acererak. Y esta vez pienso destrozarlo. Cuando lo consiga, ya estaré siguiéndote los talones, ¡señor!

Me crucé de brazos.

—Si el rey lleva cinco semanas dándote palizas ¿qué te hace pensar que esta noche vas a ganar tú?

—La competitividad saca lo mejor que hay en mí —respondió—. Siempre ha sido así. Y ahora me enfrento a una seria competencia.

Me fijé en la barrera mágica que había creado. Art3mis había superado el nivel 50, por lo que el hechizo duraría quince minutos, el máximo posible. Lo único que podía hacer era quedarme ahí y esperar a que desapareciera.

—Eres mala. Supongo que ya lo sabes —le dije.

Ella sonrió y negó con la cabeza.

—Caótica Neutral, cielo.

Yo también le dediqué una sonrisa.

—Aun así voy a llegar antes que tú a la Primera Puerta, eso también lo sabes.

—Seguramente. Pero esto es solo el principio. Tendrás que franquearla. Y todavía quedan dos llaves por encontrar. Y otras dos puertas que franquear. Dispongo de mucho tiempo para darte alcance y dejarte atrás.

—Eso ya lo veremos, damisela.

Se señaló el visualizador en el que aparecía La Tabla.

—Ahora eres famoso. Sabes qué significa eso, ¿no?

—La verdad es que no he tenido demasiado tiempo para pensarlo.

—Pues yo sí. Llevo cinco semanas pensando en ello. Tu nombre escrito en La Tabla va a cambiarlo todo. El público se obsesionará de nuevo con la competición, como cuando empezó. Los medios de comunicación ya han empezado a volverse locos. Mañana Parzival se habrá convertido en un nombre muy conocido.

Pensar en ello me dio vértigo.

—También podrías hacerte famoso en el mundo real —continuó—. Si revelas tu verdadera identidad.

—No soy tan tonto.

—Mejor. Porque hay miles de millones de dólares en juego y, a partir de ahora, todo el mundo va a dar por sentado que tú sabes cómo y dónde encontrar el Huevo. Hay mucha gente que estaría dispuesta a matar por conseguir esa información.

—Eso ya lo sé —repliqué—. Y te agradezco el interés. Pero tranquila, que no me va a pasar nada.

En realidad no estaba tan seguro. De hecho, no me había planteado todas aquellas cosas, tal vez porque nunca había creído del todo que algún día estaría en la situación en la que me encontraba.

Permanecimos allí de pie, en silencio, observando el reloj, esperando.

—¿Qué harías tú si ganaras? —me preguntó de pronto—. ¿En qué te gastarías el dinero?

En eso sí había pensado muchas veces. Me pasaba el día soñando despierto con esa posibilidad. Hache y yo habíamos elaborado listas absurdas de las cosas que haríamos y de las que compraríamos si ganábamos el premio.

—No lo sé —le respondí—. En lo normal, supongo. Me trasladaría a una mansión. Me compraría cantidad de cosas guapas. Dejaría de ser pobre.

—Vaya, vaya. Grandes sueños —se burló ella—. Y una vez que te hubieras comprado tu mansión y tus «cosas bonitas», ¿qué harías con los ciento treinta mil millones de dólares que te sobrarían?

Como no quería que creyera que era un imbécil superficial, le solté, impulsivamente, lo que siempre había soñado hacer si ganaba, cosa que nunca le había dicho a nadie.

—Me haría construir, en la órbita terrestre, una nave espacial interestelar alimentada por energía nuclear —dije—. La llenaría de alimentos y agua para toda una vida, añadiría una biosfera autosostenible y un superordenador cargado con todas las películas, libros, canciones, videojuegos y obras de arte creadas por la civilización humana, además de una copia autónoma de Oasis. Invitaría a algunos de mis mejores amigos a subir a bordo, junto con un equipo de médicos y científicos, y «Saldríamos a toda pastilla». Abandonaríamos el sistema solar y nos dedicaríamos a buscar algún planeta parecido a la Tierra.

Todavía no había pensado del todo en el plan, claro está. Me faltaba pulir un montón de detalles.

Ella arqueó una ceja.

—Un proyecto bastante ambicioso —admitió—. Aunque supongo que sabes que casi la mitad de la población de este planeta se muere de hambre, ¿no?

Me pareció que lo decía sin malicia, como si realmente creyera posible que yo ignorara el dato.

—Sí, lo sé —respondí, a la defensiva—. Y eso es porque nosotros nos hemos cargado el planeta. La Tierra se está muriendo. Es hora de irse.

—Tu visión me parece muy negativa —dijo—. Si gano yo toda esa pasta, me propondré que todo el mundo tenga qué comer. Una vez erradicada el hambre del mundo, ya pensaremos en la manera de mejorar el medio ambiente y resolver la crisis energética.

Entorné los ojos, escéptico.

—Sí, claro. Y una vez hayas obrado el milagro, creas mediante ingeniería genética a un grupito de pitufos y unicornios para que se paseen por ese mundo perfecto que habrás creado.

—Hablo en serio.

—¿De veras crees que es tan sencillo? ¿Que puedes extender un cheque de doscientos cuarenta mil millones de dólares y solucionar los problemas del mundo?

—No lo sé. Tal vez no. Pero pienso intentarlo.

—Si ganas.

—Eso, si gano.

En ese preciso instante, el reloj de Oasis marcó las doce de la noche. Los dos lo supimos en el segundo en que sucedió, porque en el estrado apareció el trono y sentado en él Acererak, inmóvil, con el mismo aspecto que tenía cuando yo había entrado en el aposento.

Art3mis alzó la vista para mirarlo y volvió a fijarse en mí. Sonrió y se despidió con la mano.

—Nos vemos por ahí, Parzival.

—Sí. Nos vemos.

Se volvió y empezó a caminar hacia el estrado. La llamé.

—¡Eh, Art3mis!

Ella se dio la vuelta. No sabía por qué, pero me sentía impelido a ayudarla, a pesar de saber que no debía hacerlo.

—Intenta ponerte a la izquierda —le dije—. Así es como le he ganado yo. Creo que tal vez te resulte más fácil derrotarlo si él va montado en la cigüeña.

Art3mis me miró fijamente durante unos segundos, tal vez intentando descubrir si pretendía engañarla. Entonces asintió y subió al estrado. Acererak revivió apenas ella puso el pie en el primer peldaño.

—Saludos, Art3mis —atronó su voz—. ¿Qué es lo que buscas?

No oí la respuesta, pero segundos después el trono se transformó en el juego de La justa, igual que había sucedido antes. Art3mis le dijo algo al cadáver viviente, se cambiaron de lado y ella quedó a la izquierda.

Inmediatamente después, empezaron a jugar.

Yo permanecí observándolos unos minutos hasta que el hechizo de la barrera perdió efecto. Miré por última vez a Art3mis, abrí la puerta y salí corriendo.

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