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NIVEL TRES » 0033

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0033

Todos nos quedamos estupefactos, en silencio, observando a Ogden Morrow.

—¿Cómo ha entrado? —le preguntó al fin Hache, cuando consiguió cerrar la mandíbula, que le llegaba hasta el suelo—. Esto es un chat privado.

—Sí, lo sé —respondió Morrow, que parecía algo avergonzado—. Me temo que llevo un tiempo escuchando más de la cuenta. Y espero que aceptéis mis sinceras disculpas por haber invadido vuestra intimidad. Lo he hecho con la mejor de las intenciones, os lo prometo.

—Con todos mis respetos, señor —intervino Art3mis—. No ha respondido a su pregunta. ¿Cómo ha podido entrar en una sala de chat sin invitación? ¿Y sin que ninguno de nosotros supiera que estaba aquí?

—Perdonadme —contestó Morrow—. Entiendo que os preocupe. Pero no tenéis por qué inquietaros. Mi avatar cuenta con muchos poderes únicos, entre ellos la capacidad de entrar en los chats privados sin haber sido invitado. —Mientras hablaba, se fue acercando a una de las librerías de Hache y empezó a repasar los suplementos de algunos juegos de rol antiguos—. Antes del lanzamiento oficial de Oasis, cuando Jim y yo creamos nuestros avatares, nos concedimos a nosotros mismos un acceso sin restricciones a toda la simulación. Además de ser inmortales e invencibles, nuestros avatares podrían ir a donde quisieran y hacer lo que les apeteciera. Ahora que Anorak ya no está entre nosotros, mi avatar es el único que conserva esos poderes. —Se volvió para mirarnos a los cuatro—. Nadie más puede oír lo que decís. Menos, los sixers. Los protocolos de encriptación de las salas de chat de Oasis son seguros, podéis estar tranquilos. —Ahogó una risita—. Por más que mi presencia aquí pueda indicar lo contrario.

—¡Fue él quien tiró la pila de cómics! —le dije a Hache—. ¿Te acuerdas? La primera vez que nos reunimos aquí todos. Ya te dije que no era un defecto del software.

Morrow asintió y, con gesto culpable, se encogió de hombros.

—Es verdad. Era yo. A veces puedo ser bastante torpe.

Hubo otra breve pausa, durante la que finalmente me armé de valor para dirigirme directamente a él.

—Señor Morrow… —balbuceé.

—Por favor —dijo él, levantando la mano para interrumpirme—. Llámame Og.

—Está bien —acepté, sin poder reprimir una risa nerviosa. Incluso en aquellas circunstancias, yo no salía de mi asombro. No terminaba de creerme que estuviera hablando con Ogden Morrow «en persona»—. Og, ¿le importaría contarnos por qué ha estado escuchando nuestras conversaciones?

—Porque quiero ayudaros —respondió—. Y por lo que acabo de oír, parece que no os vendría mal algo de ayuda. —Todos intercambiamos miradas nerviosas, y él pareció detectar nuestra desconfianza—. Por favor, no me malinterpretéis —prosiguió—. Mi intención no es proporcionaros pistas ni ninguna información que os ayude a encontrar el Huevo. Si lo hiciera, todo esto dejaría de ser divertido, ¿no creéis? —Se acercó de nuevo a nosotros y su expresión se volvió seria—. Justo antes de su muerte, le prometí a Jim que, en su ausencia, yo haría todo lo que estuviera en mi mano para proteger el espíritu y la integridad de su competición. Y por eso estoy aquí.

—Pero, señor…, Og… —volví a intervenir—. En su autobiografía asegura que James Halliday y usted estuvieron los últimos diez años de su vida sin hablarse.

Morrow, divertido, me dedicó una sonrisa.

—Vamos, chico. No puedes creerte todo lo que lees. —Soltó una carcajada—. De hecho, en cuanto a esa cuestión en concreto es casi verdad. No hablé con él durante una década, hasta unas semanas antes de su muerte. —Se interrumpió, como si rebuscara en su recuerdo—. En aquel momento, yo ni siquiera sabía que estaba enfermo. Me llamó un día, así, sin más, y nos encontramos en un chat privado, bastante parecido a este, por cierto. Allí me contó que estaba enfermo, me habló del concurso, de lo que había planeado. Le preocupaba que hubiera fallos en las puertas. Y que, tras su muerte, surgieran complicaciones que impidieran que el concurso se desarrollara tal como él lo había concebido.

—¿Se refiere a complicaciones como los sixers? —le preguntó Shoto.

—Sí, exacto. Como los sixers. De modo que Jim me pidió que supervisara todo el concurso y que interviniera si llegaba a ser necesario. —Se rascó la barba—. Si os soy sincero, yo no habría querido asumir esa responsabilidad. Pero fue el último deseo de mi mejor amigo. Y así, durante los últimos seis años me he dedicado a observar desde lejos. Y aunque han hecho todo lo que han podido por inclinar la balanza en contra de vosotros, no sé cómo, pero los cuatro habéis resistido. Pero, ahora, después de oíros describir vuestra situación actual, creo que al fin ha llegado el momento de que pase a la acción y mantenga la integridad del juego de Jim.

Art3mis, Shoto, Hache y yo intercambiamos miradas de asombro, como si quisiéramos confirmar en los demás que aquello estaba ocurriendo en realidad.

—Quiero ofreceros refugio a los cuatro, en mi casa, en Oregón —prosiguió Og—. Desde aquí podréis ejecutar vuestro plan y terminar la competición con garantías de seguridad, sin tener que preocuparos por si los agentes sixers os persiguen y entran en vuestras casas. Puedo proporcionaros a todos equipos de inmersión de última generación, conexión de fibra óptica a Oasis y cualquier otra cosa que necesitéis.

Otro silencio prolongado, de incredulidad.

—¡Gracias, señor! —solté al fin yo, controlando el impulso de arrodillarme y dedicarle una reverencia.

—Es lo menos que puedo hacer.

—Es usted muy amable, señor Morrow —dijo Shoto—. Pero yo vivo en Japón.

—Ya lo sé, Shoto —le respondió Ogden—. He enviado un jet privado que te espera en el aeropuerto de Osaka. Si me proporcionas tu ubicación exacta, haré que una limusina vaya a buscarte y te lleve hasta la pista.

Shoto permaneció sin habla unos segundos y, entonces, él sí, se inclinó ante Morrow en señal de agradecimiento.

Arigato, Morrow-san.

—De nada, chico. —Se volvió hacia Art3mis—. Señorita, por lo que he oído, se encuentra usted en el aeropuerto de Vancouver. También he dispuesto preparativos en su caso. En este momento, un chófer la espera en las cintas de equipajes, con un cartel que lleva escrito el nombre de «Benatar». Él la conducirá hasta el avión que he fletado para usted.

Por un momento me pareció que ella también le iba a dedicar una reverencia. Pero lo que hizo fue correr hacia él y abrazarlo con fuerza.

—Gracias, Og —le dijo—. Gracias, gracias, gracias.

—De nada, querida —respondió él, entre risotadas de timidez. Cuando al fin ella lo soltó, se volvió hacia Hache y hacia mí—. Hache, por lo que he oído, dispones de vehículo y te encuentras cerca de Pittsburgh. ¿Es así? —Hache asintió—. Si no te importa, acércate hasta Columbus para recoger a tu amigo Parzival y yo os enviaré un jet al aeropuerto para que os recoja. Siempre que no os importe compartir vuelo, claro.

—No, no, por mí perfecto —se apresuró a responder Hache, mirándome de reojo—. Gracias, Og.

—Sí, gracias —insistí yo—. Nos has salvado la vida.

—Eso espero. —Me dedicó una sonrisa preocupada, y se volvió para dirigirse a todos—. Que tengáis buen viaje. Nos vemos muy pronto.

Y entonces desapareció tan deprisa como había aparecido.

—Esto es el colmo —dije yo, volviéndome hacia Hache—. Art3mis y Shoto van en limusina, y yo tengo que esperar a que me vengas a buscar en tu mula apestosa para ir al aeropuerto. En tu apestosa casa rodante.

—No es apestosa —se defendió Hache, riéndose—. Pero si lo prefieres, pilla un taxi, capullo.

—Esto va a ser interesante —añadí, mirando de reojo a Art3mis apenas un segundo—. Al fin los cuatro nos vamos a conocer en persona.

—Para mí será un honor —sentenció Shoto—. Ya tengo ganas de que llegue el momento.

—Claro, claro —se sumó Art3mis, mirándome fijamente—. Yo también estoy impaciente.

Una vez que Art3mis y Shoto se desconectaron, indiqué a Hache dónde me encontraba.

—Es un local de la franquicia Plug. Cuando llegues me llamas y salgo.

—Eso haré. Oye. Debo advertirte… No me parezco en nada a mi avatar.

—¿Y? ¿Quién se parece a su avatar? Que sepas que yo no soy tan alto… ni tan musculoso. Y mi nariz es un poco más grande…

—Solo te lo advierto. Conocerme en persona puede suponer cierta… sorpresa para ti.

—Está bien. Entonces ¿por qué no me dices de una vez qué aspecto tienes?

—Ya estoy en marcha. Estoy en la carretera —dijo él, ignorando mi pregunta—. Nos vemos en unas horas. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Conduce con cuidado, amigo.

A pesar de las palabras que acababa de intercambiar con Hache, saber que estaba a punto de conocerlo en persona después de todos estos años me alteraba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Pero eso no era nada comparado con el temor que me provocaba la idea de conocer personalmente a Art3mis cuando llegáramos a Oregón. Imaginar el momento me llenaba de una mezcla de impaciencia y terror. ¿Cómo sería en persona? ¿Podía ser falsa la foto del expediente académico que había visto? ¿Tenía alguna posibilidad de llegar a algo con ella?

Realizando un esfuerzo titánico logré quitármela de la cabeza, lo que conseguí concentrándome en la inminente batalla.

Tan pronto como me desconecté de El Sótano de Hache, envié mi e-mail de «Llamada a las Armas» a todos los usuarios de Oasis. Consciente de que la mayoría de aquellos mensajes no pasaba los filtros de defensa contra el spam, lo colgué también en todos los muros de gunters que encontré. Después grabé un vídeo breve de mi avatar leyendo el texto en voz alta, y lo colgué en mi canal privado en modo de emisión sin fin.

La noticia se propagó rápidamente. En cuestión de una hora, nuestro plan de asalto al Castillo de Anorak era la información principal de los canales de noticias, con titulares como «Los gunters declaran la guerra total a los sixers», «Los gunters mejor situados acusan a IOI de secuestro y asesinato» e «¿Inminente fin de La Cacería por el Huevo de Pascua de Halliday?».

En algunas de las páginas de noticias ya habían empezado a emitir el vídeo del asesinato de Daito que yo les había remitido, así como el texto del informe de Sorrento. En ambos casos citaban una fuente anónima. Hasta el momento, IOI había declinado ofrecer declaraciones sobre ninguno de los dos. Sorrento sabría ya que, de algún modo, yo había tenido acceso a la base de datos privada de los sixers. Me habría encantado poder verle la cara en el momento en que hubiera sabido cómo lo había logrado, que había pasado una semana entera unas pocas plantas por debajo de su oficina.

Dediqué las horas siguientes a equipar a mi avatar y a prepararme mentalmente para lo que estaba por venir. Como me sentía agotado y se me cerraban los ojos, decidí echar una cabezada mientras esperaba a que llegara Hache. Desactivé la función de desconexión automática de mi cuenta, y me eché hacia atrás en la silla háptica, tapado con mi chaqueta nueva, a modo de manta, sosteniendo con fuerza la pistola que acababa de comprar.

Me desperté sobresaltado, poco después, al oír la llamada de Hache, que me informaba de que ya estaba afuera. Me levanté de la silla, recogí mis cosas y devolví el equipo en el mostrador. Al salir a la calle me di cuenta de que había anochecido. El aire polar cayó sobre mí como un cubo de agua helada.

La diminuta casa rodante de Hache se encontraba aparcada a pocos metros, en la acera. Se trataba de un SunRider color café, de unos seis metros de largo y al menos dos décadas de antigüedad. Un entramado de placas solares cubría el techo y casi toda la carrocería, por lo demás muy oxidada. Las ventanas estaban tintadas de negro y me impedían ver el interior.

Aspiré hondo y crucé la calle cubierta de nieve medio derretida, invadido por una mezcla de temor y emoción. Cuando me acerqué al vehículo una de las puertas correderas del lado derecho, en el centro, se abrió y una escalera se deslizó hasta el suelo. Subí al coche y la puerta corredera se cerró al momento. Había accedido a la pequeña cocina de la casa rodante. Estaba en penumbra, su única iluminación provenía de los focos ocultos en el suelo enmoquetado. A mi izquierda, al fondo, estaba el área del dormitorio, que encajaba sobre el compartimento de las baterías de la casa rodante. Me di la vuelta, crucé la cocina oscura y descorrí la cortina que separaba el espacio habitable de la cabina del conductor.

Y allí descubrí, sentada al volante, a una robusta joven afroamericana que mantenía la mirada fija al frente. Tenía aproximadamente mi misma edad, el pelo corto y rizado, y una piel color chocolate que parecía iridiscente, iluminada por las luces tenues del salpicadero. Llevaba una camiseta vintage del concierto 2112 de Rush, cuyos números oscilaban amoldándose a la forma de su generoso pecho. También tenía puestos unos vaqueros y unas botas de combate viejas, con tachuelas. Aunque la temperatura era agradable en el interior de la cabina, ella parecía temblar.

Permanecí un momento en silencio, de pie, contemplándola, esperando a que me demostrara de algún modo que sabía que me encontraba allí. Finalmente se volvió y me dedicó una sonrisa, y yo la reconocí al momento: era el mismo rictus de gato de Cheshire que había visto miles de veces dibujado en el rostro del avatar de Hache, durante las incontables noches que habíamos pasado juntos en Oasis, explicándonos chistes malos y viendo películas baratas. Su sonrisa no era lo único que me resultaba familiar. También reconocía la forma de sus ojos, las líneas del rostro. Para mí no había ninguna duda: la joven que estaba sentada frente a mí era mi mejor amigo, Hache.

Me invadió una emoción profunda. La sorpresa y el asombro dieron paso a una sensación de traición. ¿Cómo había podido engañarme él…, ella, durante tantos años? Noté que me sonrojaba de vergüenza al recordar todas las confidencias adolescentes que había compartido con Hache, una persona en la que había confiado siempre. Alguien a quien creía que conocía.

Al darse cuenta de que no le decía nada, clavó la mirada en la punta de sus botas y la mantuvo ahí. Yo me senté a su lado, sin dejar de mirarla, sin saber qué decir. Ella me observaba de reojo cada cierto tiempo, pero apartaba la mirada nerviosa. Seguía temblando.

La sensación de traición que pude haber sentido se esfumó rápidamente.

Y, sin poder evitarlo, me eché a reír. Era una risa absurda, sin sentido, y sabía que ella se daba cuenta, porque al momento vi que relajaba un poco los hombros y soltaba un suspiro de alivio. Y entonces ella también soltó una carcajada que, en realidad, era mitad risa y mitad llanto. O eso me pareció.

—Eh, Hache —le dije, cuando dejé de reírme—. ¿Cómo te va?

—Me va bien, Zeta —contestó ella—. Con nubes y claros.

También su voz me resultaba familiar, aunque no fuera tan grave como la de su avatar. Durante todo aquel tiempo había estado usando un programa para disimularla.

—Bueno —continué yo—. Míranos. Aquí estamos.

—Sí. Aquí estamos.

Entre nosotros se hizo un silencio incómodo. Yo vacilé un momento, sin saber bien qué hacer. Pero decidí obedecer a mi instinto, que me llevó a vencer el pequeño espacio que quedaba entre los dos y a abrazarla.

—Me alegro de verte, viejo amigo —le dije—. Gracias por venir a recogerme.

Ella me devolvió el abrazo.

—Yo también me alegro —contestó, y supe que era sincera.

La solté y me retiré un poco.

—Joder, Hache —le dije, sonriendo—. Sabía que ocultabas algo, pero nunca imaginé que…

—¿Qué? —preguntó ella, un poco a la defensiva—. ¿Nunca imaginaste qué?

—Que el famoso Hache, reconocido gunter y el más temido e implacable luchador de todo Oasis fuera, en realidad…

—¿Una negra gorda?

—Yo iba a decir una afroamericana gorda.

Le cambió el gesto, y se puso seria.

—Si no te lo dije nunca es por algo.

—Estoy seguro de que existe una buena razón —contesté—. Pero en realidad no importa.

—¿No?

—Claro que no. Eres mi mejor amiga. Mi única amiga, para serte sincero.

—Pero yo quiero explicártelo de todos modos.

—De acuerdo, pero ¿no puedes esperar a que estemos volando? Nos queda un largo viaje y me sentiré mucho más a salvo cuando hayamos dejado atrás esta ciudad.

—Pues ya nos vamos, amigo —dijo Hache, poniendo en marcha la casa rodante.

Hache siguió las indicaciones de Og y llegamos a un hangar privado contiguo al aeropuerto de Columbus, donde nos esperaba un pequeño jet de lujo. Ogden también había dispuesto que la casa rodante de Hache quedara en un depósito cercano, pero había sido su casa desde hacía años y a Hache se le notaba que le producía inquietud desprenderse de ella.

Los dos contemplábamos el jet mientras nos aproximábamos a él. Yo había visto aviones en el cielo antes, claro, pero nunca desde tan cerca. Viajar en jet era algo que solo podían permitirse los millonarios. Que Og hubiera fletado tres sin parpadear siquiera para reunirnos indicaba lo inmensamente rico que debía de ser.

El jet funcionaba de un modo absolutamente automatizado y, por tanto, sin tripulación. La voz plácida del piloto automático nos dio la bienvenida a bordo y nos pidió que nos abrocháramos los cinturones y nos preparáramos para el despegue. En cuestión de minutos, nos encontrábamos en pleno vuelo.

Era la primera vez que tanto Hache como yo viajábamos en avión y nos pasamos la primera hora mirando por las ventanillas, impresionados con las vistas, mientras nos desplazábamos en dirección oeste a diez mil pies de altura, camino de Oregón. Finalmente, cuando parte de la novedad remitió, me di cuenta de que Hache estaba lista para hablar.

—Está bien, Hache —le dije—. Cuéntame tu historia.

Ella me dedicó una vez más su sonrisa de gato de Cheshire y aspiró hondo.

—En un principio todo fue idea de mi madre —empezó, y a continuación me explicó una versión resumida de su vida.

Según dijo, su verdadero nombre era Helen Harris y era apenas unos meses mayor que yo. Se había criado en Atlanta, hija de madre viuda. Su padre murió en Afganistán cuando ella no había cumplido un año. Su madre, Marie, trabajaba desde casa, en un centro online de procesamiento de datos. En opinión de Marie, Oasis era lo mejor que les había ocurrido a las mujeres y a las personas negras. Desde el principio ella había usado un avatar masculino y de raza blanca para realizar todas sus transacciones, porque de ese modo conseguía que la trataran bastante mejor y obtenía mejores oportunidades.

Cuando Hache se conectó por primera vez a Oasis, siguió los consejos de su madre y creó un avatar masculino y blanco. Desde su nacimiento, su madre la llamaba «Hache», por lo que decidió usar ese apodo cariñoso como apodo de su otro yo en internet. Años después, cuando empezó a asistir a la escuela online, su madre mintió sobre la raza y el género de su hija en el impreso de la matrícula. Le exigieron que presentara una foto de su ficha escolar y ella entregó una copia realista del rostro de su avatar, que creó a partir de sus propios rasgos.

Hache me explicó que, desde que a los dieciocho años se había ido de casa, no había vuelto a ver a su madre. Fue el día en que, finalmente, decidió sincerarse con ella en relación con su sexualidad. Al principio se negaba a creer que su hija fuera lesbiana. Pero Helen le contó entonces que llevaba casi un año saliendo con una chica a la que había conocido online.

Mientras me contaba aquello, era evidente que me miraba y estudiaba mi reacción. A mí, de hecho, no me sorprendió demasiado. En los años anteriores, Hache y yo habíamos hablado muchas veces de la admiración que sentíamos por las formas femeninas. Y me aliviaba saber que no me había engañado, al menos en ese aspecto.

—¿Y cómo reaccionó tu madre cuando supo que tenías novia? —le pregunté.

—Pues resultó que ella también tenía sus prejuicios muy arraigados —me respondió Hache—. Me echó de casa y me dijo que no quería volver a verme nunca más. Durante un tiempo no tuve adónde ir, viví, en realidad, en distintos refugios. Pero al final, compitiendo en las ligas de lucha de Oasis, conseguí ganar lo bastante para comprarme la casa rodante, que desde entonces ha sido mi domicilio. Por lo general solo dejo de moverme cuando hay que recargar las baterías.

Siguió hablando, contándome cómo llegó a conocerme, y yo me di cuenta de que, de hecho, ya nos conocíamos, al menos tanto como pueden conocerse dos personas. Manteníamos contacto desde hacía años, compartíamos un grado muy elevado de intimidad. Nuestra conexión se había establecido a un nivel puramente mental. Yo la comprendía, confiaba en ella y la apreciaba como amiga. Nada de todo eso había cambiado, ni cambiaría por algo tan circunstancial como era el sexo, el color de la piel o la orientación sexual.

El resto del vuelo se nos hizo cortísimo, Hache y yo recuperamos enseguida nuestro viejo ritmo y sin darnos cuenta todo volvió a ser como en El Sótano, cuando jugábamos a Quake o a La justa mientras hablábamos de tonterías. Todos los temores que había albergado sobre la resistencia de nuestra amistad en el mundo real se habían disipado, cuando el jet tomó tierra en la pista privada de Og, en Oregón.

Habíamos viajado en dirección oeste, adelantándonos unas horas a la salida del sol, y todavía era de noche cuando aterrizamos. El frío nos envolvió apenas descendimos del avión y contemplamos con asombro el paisaje que nos rodeaba. Aun a la luz tenue de la luna, el espectáculo era sobrecogedor. Las siluetas sombrías e imponentes de las montañas Wallowa nos rodeaban por todas partes. Las hileras de luces azules de la pista de aterrizaje se perdían en el valle, a nuestra espalda, delimitando el aeródromo privado de Og. Frente a nosotros, una escalera empinada y empedrada conducía a una mansión inmensa e iluminada, que se alzaba sobre la llanura, a los pies de las montañas. A lo lejos se divisaban varias cascadas, que se descolgaban de las cimas, más allá de la casona de Morrow.

—Es igual a Rivendell —dijo Hache, adelantándose a mis propios pensamientos.

—Sí, es idéntico al Rivendell de las películas de El Señor de los Anillos —coincidí, alzando la vista, impresionado—. La esposa de Ogden era una gran fan de Tolkien, ¿te acuerdas? Y él construyó todo esto para ella.

Oímos un rumor eléctrico a nuestras espaldas: la escalerilla del avión se replegaba y la escotilla se cerraba. Los motores volvieron a encenderse, el jet viró y se preparó para despegar de nuevo. Lo vimos elevarse por el aire limpio, estrellado. Después enfilamos hacia la escalera que conducía a la casa. Cuando finalmente llegamos a lo alto, descubrimos que Ogden Morrow ya nos esperaba.

—¡Bienvenidos, amigos! —nos gritó, extendiendo las manos a modo de saludo. Llevaba puesto un albornoz de cuadros y unas zapatillas con forma de conejo—. ¡Bienvenidos a mi casa!

—Gracias, señor —dijo Hache—. Gracias por invitarnos.

—Tú debes de ser Hache —respondió él, agarrándole la mano. Si su aspecto le causó alguna sorpresa, lo disimuló muy bien—. Reconozco tu voz. —Le guiñó un ojo y le dio un abrazo paternal. Después se volvió para abrazarme a mí también—. Y tú tienes que ser Wade…, quiero decir Parzival. ¡Bienvenido! ¡Bienvenido! Es todo un honor conoceros a los dos.

—El honor es nuestro —dije—. Nunca le agradeceremos lo bastante que haya decidido ayudarnos.

—Ya está, ya me habéis dado bastante las gracias, o sea que basta ya —dijo y, dando media vuelta, nos condujo por una vasta extensión de césped en dirección a su enorme casa—. No os imagináis lo mucho que me gusta recibir visitas. Por triste que sea decirlo, he estado solo aquí desde que murió Kira. —Se mantuvo en silencio unos instantes, antes de echarse a reír—. Bueno, solo no: con mis cocineros, mis doncellas y jardineros, claro. Pero ellos también viven aquí, o sea que no cuentan como visitas.

Ni Hache ni yo sabíamos qué responder y nos limitamos a sonreír y a asentir. Finalmente, yo me armé de valor y logré decir algo.

—¿Los otros ya han llegado? ¿Shoto? ¿Art3mis?

Algo en mi manera de pronunciar «Art3mis» hizo que Morrow se echara a reír escandalosamente. Al cabo de unos segundos, Hache se sumó a las carcajadas.

—¿Qué? —pregunté—. ¿Qué he dicho que sea tan gracioso?

—Sí —respondió Og, sonriendo—. Art3mis ha llegado primero, hace varias horas. Y el avión de Shoto ha aterrizado treinta minutos antes que el vuestro.

—¿Vamos a reunirnos con ellos ahora mismo? —pregunté, disimulando muy mal mi temor creciente.

Og negó con la cabeza.

—A Art3mis le ha parecido que conoceros ahora en persona supondría una distracción innecesaria. Prefiere esperar a que termine el «gran acontecimiento». Y al parecer Shoto se ha mostrado de acuerdo. —Me observó fijamente durante un instante—. Seguramente es mejor así, ¿no crees? Todos tenéis un gran día por delante.

Asentí, sintiendo una mezcla rara de alivio y decepción.

—¿Dónde están ahora? —preguntó Hache.

Og levantó un puño al aire, en señal de triunfo.

—Ellos ya están conectados, preparándose para vuestro asalto a los sixers. —Su voz resonó en la noche y se perdió por los caminos de piedra de su mansión—. Seguidme. La hora se acerca.

El entusiasmo de Og me devolvió al presente, y sentí que se me formaba un nudo en la boca del estómago. Seguimos a nuestro benefactor que, vestido con su albornoz, cruzaba un gran patio iluminado por la luna. Al acercarnos al edificio principal, pasamos junto a un pequeño jardín vallado lleno de flores. Se encontraba en una ubicación rara y no comprendí qué hacía allí hasta que vi que, en el centro, había un gran sepulcro. Supuse que debía de ser la tumba de Kira Morrow. Pero a pesar de la luna, la luz era escasa y no pude leer la inscripción de la lápida.

Og nos condujo a través de la lujosa entrada principal. Las luces, en el interior, estaban apagadas, pero Morrow, en lugar de encenderlas, agarró una antorcha de las de verdad fijada a la pared y la usó para iluminar nuestro avance. Incluso a aquella luz tenue, la grandiosidad del lugar me impresionaba. Las paredes estaban cubiertas de tapices gigantes, así como de una colección enorme de obras de arte de fantasía; las gárgolas y las armaduras se alternaban en los pasillos.

Mientras seguíamos a Og, me armé de valor para dirigirme a él.

—Ya sé que este no es el mejor momento, seguramente —le dije—. Pero yo soy un gran admirador de su obra. Crecí jugando a los juegos educativos interactivos de Halcydonia. Gracias a ellos aprendí a leer, a escribir, a resolver enigmas, las matemáticas que sé…

Mientras recorríamos la casa yo seguía hablando, cantando las excelencias de los títulos de Halcydonia, adulando a Og hasta avergonzarlo.

Supongo que a Hache le pareció que me estaba pasando de pelota, porque no dejó de sonreír, burlona, mientras duró mi monólogo. Og, en cambio, se lo tomó con gran naturalidad.

—Me encanta oírlo —dijo, sinceramente complacido—. Mi esposa y yo estábamos muy orgullosos de esos juegos. Me alegra mucho que conserves buenos recuerdos de ellos.

Doblamos una esquina y Hache y yo nos quedamos de piedra al contemplar la entrada de una sala gigantesca donde se sucedían hileras y más hileras de videojuegos antiguos. Supusimos que debía de tratarse de la colección de clásicos de Halliday, la que había heredado Morrow tras su muerte. Og miró hacia atrás, vio que nos habíamos rezagado junto a la entrada, y retrocedió para sacarnos de allí.

—Os prometo que más tarde os ofreceré una visita guiada, cuando todo este lío haya terminado —dijo, respirando con cierta dificultad.

Teniendo en cuenta su edad y tamaño, se movía bastante deprisa. Nos hizo descender por una gran escalera de caracol, de piedra, hasta un ascensor que nos llevó varios pisos más abajo, hasta un sótano. Allí la decoración era mucho más moderna. Lo seguimos a través de una serie de pasillos enmoquetados hasta alcanzar un panel con siete puertas circulares, todas ellas numeradas.

—¡Ya hemos llegado! —dijo, señalándolas con la antorcha—. Aquí están mis equipos de inmersión de Oasis. Son de la marca Habashaw, de última generación. OIR-Noventa-Cuatrocientos.

—¿Noventa-Cuatrocientos? ¿En serio? —Hache soltó un silbido—. ¡Qué fuerte!

—¿Dónde están los otros? —pregunté yo, mirando a mi alrededor, nervioso.

—Art3mis y Shoto ya están instalados en las cabinas dos y tres —me respondió—. La uno es la mía. Vosotros dos podéis disponer de las otras.

Miré las puertas, preguntándome tras cuál de ellas se encontraría Art3mis.

Og señaló el fondo del pasillo.

—Encontraréis trajes hápticos de todas las tallas en el vestidor. ¡De modo que a vestirse y a conectarse!

Sonrió de oreja a oreja cuando nos vio salir de los vestidores minutos después, cubiertos con nuestros flamantes trajes y guantes.

—¡Excelente! —dijo—. Y ahora, escoged cabina y conectaos. ¡El tiempo apremia!

Hache se volvió para mirarme. Me di cuenta de que quería decirme algo, pero parecía que no le salían las palabras. Transcurridos unos segundos, extendió la mano enguantada. Yo se la estreché.

—Buena suerte, Hache —dije.

—Buena suerte, Zeta —replicó ella que, volviéndose hacia Og, añadió—: Gracias una vez más, Og.

Y sin darle tiempo a nada, se puso de puntillas y le plantó un beso en la mejilla, antes de desaparecer tras la puerta de la cabina cinco, que se cerró a su paso, emitiendo un leve silbido.

Og sonrió y se volvió a mirarme.

—El mundo entero depende de vosotros cuatro. Intentad no decepcionarlo.

—Haremos lo que podamos.

—Eso lo sé.

Nos dimos la mano.

Avancé un paso más en dirección a mi cabina, pero me detuve y volví la cabeza.

—Og, ¿puedo preguntarle algo?

Él arqueó una ceja.

—Si quieres saber qué hay tras la Tercera Puerta, no tengo ni idea —dijo—. Pero aunque lo supiera, no te lo diría. Eso ya deberías saberlo.

Negué con la cabeza.

—No, no es eso. Quería preguntarle qué fue lo que hizo que su amistad con Halliday terminara. En todas las investigaciones que he realizado, nunca he logrado encontrar nada. ¿Qué ocurrió?

Morrow permaneció unos instantes observándome fijamente. Le habían formulado aquella pregunta muchas veces en entrevistas y él nunca la había respondido. No sé por qué decidió sincerarse conmigo. Tal vez llevaba todos esos años esperando el momento de contárselo a alguien.

—Fue por Kira, mi mujer. —Hizo una pausa, carraspeó y siguió hablando—. Como yo, él también estaba enamorado de ella desde la época del instituto. Jamás tuvo el valor de hacer nada al respecto, por lo que ella no supo nunca cuáles eran sus sentimientos. Y yo tampoco. No me contó nada hasta que volvimos a hablar, poco antes de su muerte. Incluso en ese momento le costó comunicarse conmigo. A Jim no se le dio nunca muy bien la gente, ni expresar sus emociones.

Asentí en silencio, y esperé a que continuara.

—Incluso después de que Kira y yo decidiéramos casarnos, creo que Jim seguía albergando, de algún modo, la fantasía de que podría robármela. Pero una vez que nos vio convertidos en marido y mujer, abandonó la idea. Me dijo que había dejado de relacionarse conmigo porque estaba muy celoso. Kira fue la única mujer a la que amó. —A Morrow le costaba hablar, tenía un nudo en la garganta—. Entiendo que Jim sintiera lo que sentía. Kira era muy especial. Era imposible no enamorarse de ella. —Me sonrió—. Tú sabes bien qué es eso de conocer a alguien así, ¿verdad?

—Lo sé —admití. Y entonces, al ver que no añadía nada más, le dije—: Gracias, señor Morrow. Gracias por contármelo.

—De nada —me dijo, al acercarse a su cabina.

La puerta corredera se abrió deslizándose silenciosamente. Vi que el equipo que se adivinaba en su interior había sido modificado para incluir varios componentes raros, entre ellos una consola personalizada de Oasis para que pareciera una vieja Commodore 64. Se volvió para mirarme.

—Buena suerte, Parzival. Vas a necesitarla.

—¿Qué va a hacer usted? ¿Durante el combate?

—¡Sentarme a mirar, claro! —respondió—. Parece que esta va a ser la batalla más épica de toda la historia de los videojuegos.

Me sonrió por última vez, entró en la cabina y desapareció, dejándome solo en el pasillo en penumbras.

Pasé varios segundos allí, pensando en todo lo que me había dicho Morrow, antes de entrar en mi cabina. Se trataba de un cubículo esférico. Una reluciente silla háptica estaba suspendida de un brazo hidráulico articulado fijado al techo. Allí no había cinta para correr sobre ella, la cabina en su totalidad cumplía con esa función. Mientras estabas conectado podías caminar o correr en cualquier dirección y la esfera rodaba a tu alrededor, bajo tus pies, e impedía que rozaras las paredes. Era como encontrarse en el interior de una gigantesca rueda de hámster.

Me senté en la silla y sentí que se adaptaba a los contornos de mi cuerpo. Un brazo robótico se extendió desde ella y me colocó sobre el rostro un visor Oculance de última generación, que también se adaptó a su forma. El visor escaneó mis retinas y el sistema me pidió que pronunciara una nueva contraseña: «Reindeer Flotilla Setec Astronomy», dije como Jeff Bridges en el papel de Kevin Flynn en Tron.

Aspiré hondo y me conecté.

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