Ready Player One

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NIVEL TRES » 0034

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Estaba listo.

Mi avatar iba equipado hasta las cejas y armado hasta los dientes. Llevaba tantos artículos mágicos y tanta munición como cabía en el inventario.

Todo estaba en su sitio. Nuestro plan, en marcha. Era hora de partir.

Me dirigí al hangar de mi fortaleza y pulsé un botón para abrir las compuertas de lanzamiento. Se abrieron al instante, revelando, poco a poco, el túnel que conducía a la superficie de Falco. Caminé hasta el final de la pista, dejando atrás mi Ala-X y Vonnegut. Aunque eran buenas naves y estaban dotadas de armas y defensas excelentes, no iba a usarlas en esa ocasión, ninguna de las dos me ofrecería protección suficiente ante la épica batalla que estaba a punto de tener lugar en Ctonia. Afortunadamente, contaba ya con un nuevo medio de transporte.

Separé de mi inventario el robot Leopardon de treinta centímetros y lo dispuse con cuidado sobre la pista. Poco antes de que me detuvieran los de IOI, había dedicado cierto tiempo a examinar aquel juguete para verificar cuáles eran sus poderes. Como sospechaba, en realidad se trataba de un artilugio de gran poder mágico. No tardé en averiguar cuál era la palabra que había que pronunciar para activarlo. Como en la serie original de Supaidaman, bastaba con gritar el nombre del robot. Eso fue lo que hice entonces, tomando la precaución de ponerme a una distancia prudencial antes de gritar: «¡Leopardon!».

Oí un chirrido desgarrador, como de metal rasgándose. Un segundo después, el robot, hasta ese momento diminuto, creció y alcanzó una altura de casi cien metros. Su cabeza sobresalía a través de las puertas abiertas del techo del hangar.

Observé el robot gigante, admirando los detalles con que Halliday lo había creado. Había recreado todas las características de mecano original japonés, incluida su inmensa espada centelleante y su escudo, en el que había grabado una telaraña. En el enorme pie izquierdo del robot se distinguía una pequeña puerta de acceso, que se abrió en cuanto me aproximé. En su interior había instalado un pequeño ascensor, que me transportó por el interior de la pierna y el torso del robot hasta la cabina de mando, situada en el pecho blindado. Tras sentarme en la silla del capitán, descubrí, en un cajón transparente fijado a la pared, un brazalete plateado de control, que extraje e instalé en la muñeca de mi avatar. El dispositivo me permitiría usar órdenes de voz para controlar al robot desde el exterior.

Había varias hileras de botones en la consola de mando, frente a mí, todas ellas etiquetadas en japonés. Pulsé uno de ellos y los motores se pusieron en marcha. Después pulsé el acelerador y los cohetes gemelos situados en los pies de robot iniciaron la ignición y lo elevaron, alejaron de mi fortaleza y lanzaron al cielo estrellado de Falco.

Me di cuenta de que Halliday había añadido un viejo reproductor de cintas de ocho pistas y de que a mi derecha había varios casetes. Agarré uno al azar y lo metí en la ranura. Por los altavoces internos y externos del robot empezó a sonar Dirty Deeds Done Dirt Cheap, de AC/DC, a un volumen tan exagerado que la silla en la que iba sentado empezó a vibrar.

Tan pronto como el robot se alejó del hangar, grité en dirección al brazalete: «¡Cambio a Marveller!» (las órdenes de voz solo parecían funcionar si se gritaban). Las piernas, los brazos y la cabeza del robot se plegaron hacia dentro y quedaron recogidas en nuevas posiciones, transformando el robot en una nave espacial conocida como Marveller. Finalizada la metamorfosis, abandoné la órbita de Falco y puse rumbo a la puerta estelar más cercana.

Cuando salí de ella, en el Sector 10, la pantalla de mi radar se iluminó como un árbol de Navidad. Miles de vehículos espaciales de todos los modelos y las marcas pululaban a mi alrededor, por la negrura estrellada; desde naves unipersonales hasta cargueros gigantes del tamaño de la Luna. Nunca había visto tantas naves en un mismo lugar. Un flujo constante de vehículos abandonaba la puerta estelar, mientras otros convergían en la zona desde distintos puntos del firmamento. Poco a poco, todos se encontraban y se agrupaban en una larga y desigual caravana de naves que se dirigían a Ctonia, una esfera diminuta, marrón azulada, suspendida en la distancia. Era como si todas y cada una de las personas conectadas a Oasis se estuvieran dirigiendo al Castillo de Anorak. Sentí un breve estallido de entusiasmo, a pesar de saber que la advertencia de Art3mis era, probablemente, muy cierta, y que la mayoría de aquellos avatares se habían congregado allí solo para presenciar el espectáculo y no tenían la menor intención de arriesgar sus vidas para luchar contra los sixers.

Art3mis. Después de tanto tiempo, en ese preciso instante se encontraba en una cabina a escasos metros de mí. La mera idea debería de haberme aterrado, pero lo cierto era que sentía una especie de calma zen que me invadía por dentro: pasara lo que pasase en Ctonia, todo lo que había arriesgado, a esa altura, había merecido la pena.

Devolví a la Marveller a su configuración de robot y me uní al largo desfile de naves espaciales. La mía se destacaba en medio de toda aquella gran diversidad, pues era la única con forma de robot gigante. Al poco tiempo, a mi alrededor se formó una nube de naves de menor tamaño, pilotadas por avatares curiosos que deseaban contemplar de cerca el Leopardon. Tuve que desconectar mi intercomunicador, porque todo el mundo parecía querer pararme para preguntarme de dónde había sacado esa maravilla.

A medida que el planeta Ctonia iba haciéndose mayor en la ventanilla de la cabina de mando, la densidad y el número de naves que me rodeaban parecía crecer a un ritmo acelerado. Cuando al fin penetré en la atmósfera del planeta e inicié el descenso hacia su superficie, fue como volar a través de un enjambre de insectos metálicos. Y al aproximarme a la zona del Castillo de Anorak me costó creer lo que veía: una masa viva, concentrada, de naves y avatares que cubría el suelo e inundaba el aire. Algo así como una especie de Woodstock planetario. La visión de avatares apretujados se perdía en el horizonte, en todas direcciones. Otros miles flotaban y volaban por los aires, esquivando el flujo constante de naves. Y en el centro de toda aquella locura se alzaba el Castillo de Anorak, la joya que resplandecía bajo el escudo esférico y transparente de los sixers. Cada pocos segundos, un avatar o una nave chocaba por descuido contra el escudo y se desintegraba, como una mosca al contacto con una resistencia eléctrica.

Al aproximarme más, divisé una extensión de tierra frente a la entrada principal del castillo, que llegaba hasta el borde mismo del escudo. En el centro de aquel claro, tres figuras gigantescas, juntas. La multitud que los rodeaba entraba y salía del círculo, creado a empujones por los propios avatares con la idea de dejar un respetuoso espacio entre ellos y Art3mis, Hache y Shoto, que aguardaban sentados al mando de sus respectivos y brillantes robots gigantes. Era la primera ocasión que tenía de ver cuáles habían seleccionado tras franquear la Segunda Puerta, y reconozco que tardé un poco en situar a la inmensa robot que pilotaba Art3mis. Negra y plateada, con un complejo tocado en forma de boomerang, llevaba unos petos simétricos que recordaban a una versión femenina de Tranzor Z. Pero entonces caí en la cuenta de que, de hecho, era la versión femenina de Tranzor Z, el poco conocido personaje de Mazinger Z llamado Minerva X.

Hache había escogido un mecano Gundam RX-78 de la serie, anime, Mobile Suit Gundam, por el que «él» siempre había sentido debilidad. (A pesar de saber que Hache era mujer en la vida real, su avatar seguía siendo hombre, por lo que había optado por referirme a él en masculino).

Shoto sobresalía medio metro por encima de los otros dos, oculto en el interior de la cabina de Raideen, el enorme robot azul y rojo de unos dibujos animados japoneses de mediados de los setenta, Brave Anime. El inmenso mecano sostenía su característico arco dorado con una mano y un gran escudo puntiagudo en la otra.

Cuando sobrevolé la cúpula protectora y quedé suspendido en el aire sobre los demás se oyó un clamor popular. Roté para variar de orientación y lograr que Leopardon quedara recto, y luego apagué los motores y descendí suavemente a la superficie. Mi robot aterrizó plantando una rodilla en el suelo y el impacto hizo temblar el suelo. Mientras me enderezaba, el mar de espectadores empezó a corear el nombre de mi avatar. «¡Par-zi-val, Par-zi-val!».

Mientras los vítores se apagaban y se transformaban de nuevo en un clamor difuso, me volví para observar a mis compañeros.

—Una entrada espectacular para un gran fanfarrón —soltó Art3mis a través de nuestro canal de comunicación privado—. ¿Has llegado tarde a propósito?

—No ha sido culpa mía, lo juro —respondí, intentando no perder la calma—. Había mucha cola en la puerta estelar.

Hache asintió con la cabeza gigantesca de su robot.

—Todas las terminales de transporte del planeta llevan desde anoche vomitando avatares —dijo, señalando lo que nos rodeaba con la descomunal manaza de Gundam—. Esto es increíble. Nunca había visto a tantos juntos en un único lugar.

—Yo tampoco —admitió Art3mis—. Me sorprende que los servidores de GSS puedan soportar tanta carga, con tanta actividad en un solo sector. Pero no parecen estar colgándose.

Me fijé un buen rato en los numerosos avatares que nos rodeaban y después en el castillo. Miles de personajes voladores y naves seguían revoloteando alrededor del escudo, disparándole, en ocasiones, balas, rayos láser, misiles y otros proyectiles que impactaban en su superficie sin causarle el menor daño. En el interior de la esfera transparente, miles de avatares sixers fuertemente armados permanecían en silenciosa formación, rodeando por completo la fortaleza. Intercaladas entre ellos se distinguían filas de tanques y cazas. En cualquier otro escenario, el ejército sixer habría parecido imponente. Tal vez invencible. Pero a la vista de la muchedumbre sin fin que los rodeaba, los sixers se veían superados en número, empequeñecidos.

—Y bien, Parzival —dijo Shoto, haciendo girar la cabeza de su inmenso robot en dirección a mí—. Empieza el espectáculo, amigo mío. Si esa esfera no se derrumba como nos has prometido, la situación se va a poner bastante difícil.

—«Han abatirá el escudo —pronunció Hache, citando una frase de El retorno del Jedi—. ¡Debemos concederle algo más de tiempo!».

Me eché a reír, y usé la mano derecha de mi robot para darle unas palmadas en su muñeca izquierda, indicándole la hora.

—Hache tiene razón. Faltan seis minutos para las doce del mediodía.

El final de mi frase se vio puntuada por otro rugido de la multitud. Frente a nosotros, en el interior de la esfera, las inmensas puertas principales del Castillo de Anorak habían empezado a abrirse y un solo avatar sixer emergía de ellas.

Sorrento.

Sonriendo ante el estruendo de silbidos y abucheos con que fue recibida su llegada, Sorrento agitó una mano y sus tropas, que formaban frente al castillo, inmediatamente, se dispersaron, dejando libre un gran espacio abierto. Sorrento se adelantó y se plantó ante él, frente a nosotros, a apenas unos metros de distancia, del otro lado del escudo. Diez sixers más abandonaron el castillo y se situaron tras Sorrento, dejando entre uno y otro una separación considerable.

—Esto no me gusta nada —susurró Art3mis por el intercomunicador.

—A mí tampoco —dijo Hache.

Sorrento observó la escena y nos dedicó otra sonrisa. Al hablar, su voz llegaba amplificada por unos altavoces instalados en los tanques y los cazas, lo que le permitía transmitir su mensaje a los presentes en la zona. Y como había cámaras y reporteros de los principales canales de noticias, yo sabía que sus palabras iban a ser transmitidas a todo el mundo.

—Bienvenidos al Castillo de Anorak —dijo Sorrento—. Os esperábamos. —Dibujó un gesto amplio con la mano, señalando con ella a la multitud airada que lo rodeaba—. Debo admitir que nos ha sorprendido un poco la cantidad de gente que se ha congregado aquí hoy. Pero a estas alturas ya debe de resultar bastante obvio, incluso para el más ignorante de vosotros, que no hay nada que pueda traspasar nuestro escudo.

Su declaración fue recibida con un rugido ensordecedor de amenazas, insultos y obscenidades diversas. Yo aguardé un momento antes de alzar mis dos manos de robot, pidiendo calma. Una vez que algo parecido al silencio se hizo entre los congregados, conecté el canal de comunicación público, lo que tuvo el mismo efecto que si hubiera conectado un sistema de megafonía gigante. Bajé el volumen de mis auriculares para evitar acoplamientos y dije:

—Se equivoca, Sorrento. Nosotros vamos a entrar. A mediodía. Todos nosotros.

Otro rugido se elevó entre los gunters. Sorrento no se molestó siquiera en esperar a que se callaran.

—Podéis intentarlo, si queréis —añadió, sin dejar de sonreír.

Y entonces sacó un objeto de su inventario y lo colocó en el suelo, frente a él. Amplié la imagen para ver mejor y noté que se me agarrotaba la mandíbula. Se trataba de un robot de juguete. Un dinosaurio bípedo con piel de armadura y dos grandes cañones montados sobre los hombros. Lo reconocí de inmediato de varias películas japonesas de finales del siglo pasado.

Era Mechagodzilla.

—¡Kiryu! —gritó Sorrento, con la voz amplificada.

Al sonido de su orden, el pequeño robot creció hasta alzarse casi tanto como el propio Castillo de Anorak, dos veces más que los robots «gigantes» que nosotros pilotábamos. La cabeza blindada de aquel lagarto mecánico rozaba prácticamente lo alto del escudo protector esférico.

Un silencio temeroso se extendió entre la multitud, seguido de un murmullo de reconocimiento de los miles de gunters presentes. Todos sabían quién era aquel coloso metálico. Y que era probable que resultara indestructible.

Sorrento se introdujo en el mecano a través de la puerta de acceso, situada en uno de sus talones. Segundos después, los ojos de la bestia empezaron a emitir unos destellos intensos, amarillentos. Echó hacia atrás la cabeza, abrió sus fauces y dejó escapar un rugido metálico, desgarrador.

Al momento, los diez avatares sixers que montaban guardia detrás de Sorrento también extrajeron sus robots de juguete y los activaron. Cinco de ellos poseían los inmensos leones robóticos que podían convertirse en Voltron. Los otros cinco, unos mecanos gigantes de Robotech y el Neon Genesis Evangelion.

—Mierda —oí susurrar a Art3mis y a Hache al unísono.

—¡Vamos! —exclamó Sorrento, desafiante. Su reto resonó en la vasta extensión atestada de gunters.

Muchos de los avatares situados en primera línea dieron, involuntariamente, un paso atrás. Otros se volvieron y huyeron. Pero Hache, Shoto, Art3mis y yo permanecimos donde estábamos.

Consulté la hora en mi visualizador. Quedaba menos de un minuto. Pulsé un botón en el panel de control de Leopardon, y mi robot gigante desenvainó su reluciente espada.

Yo no llegué a presenciarlo de primera mano, pero puedo contaros con bastante exactitud lo que sucedió a continuación:

Los sixers habían erigido un gran búnker blindado tras el Castillo de Anorak, lleno de cajas de armamento y equipo de batalla que habían teletransportado hasta allí antes de activar el escudo. También había una larga hilera formada por treinta Androides de Suministros, ubicados a lo largo del muro oriental del búnker. A causa de la falta de imaginación del diseñador de los Androides de Suministros, todos tenían un aspecto idéntico al del robot Johnny Five de la película Cortocircuito, de 1986. Los sixers usaban a aquellos androides como chicos de los recados y para que se encargaran de reponer los equipos y las municiones de las tropas apostadas en el exterior.

Cuando faltaba exactamente un minuto para las doce, uno de los androides, de nombre SD-03, se activó y desenganchó de su punto de carga. Avanzó sobre las cintas del tanque, cruzó el suelo del búnker y llegó junto a la armería situada en el otro extremo. Dos centinelas robotizados montaban guardia a ambos lados. SD-03 les transmitió su solicitud de equipo —una orden que yo mismo había remitido por la intranet de los sixers dos días antes—. Los centinelas comprobaron la solicitud y se apartaron, permitiendo que SD-03 entrara en el cubículo. El androide fue dejando atrás estantes llenos de una amplia variedad de armamento: espadas mágicas, escudos, poderosas armaduras, rifles de plasma, cañones de riel, entre muchas otras. Finalmente, se detuvo. El estante que tenía delante contenía cinco grandes dispositivos con forma de octaedro, del tamaño de un balón de fútbol. Cada uno de ellos contaba con un pequeño panel de control instalado en uno de sus ocho lados, junto a un número de serie. SD-03 encontró el número de serie que coincidía con el de la solicitud. Entonces, siguiendo la secuencia de instrucciones que yo había programado, el pequeño androide usó su dedo índice, diseñado como una garra, para introducir una serie de comandos en el panel de control del dispositivo. Cuando hubo terminado, una de las luces encendidas sobre el panel pasó del verde al rojo. SD-03 levantó el octaedro y lo sostuvo entre sus manos. Al salir de la armería, una bomba antimateria de fricción inducción quedó descontada automáticamente del inventario de los sixers.

SD-03 abandonó el búnker y fue subiendo una serie de escaleras y rampas que los sixers habían construido en los muros exteriores del castillo para facilitar su acceso a los niveles superiores. De camino, el androide se encontró con varios controles de seguridad. En todos los casos, unos centinelas robóticos escaneaban su permiso de paso y comprobaban que el androide estaba autorizado para desplazarse donde le diera la gana. Cuando llegó al nivel superior del Castillo de Anorak, se dirigió a una gran plataforma de observación situada en él.

Es posible que, llegado a ese punto, SD-03 suscitara alguna mirada curiosa de los miembros del escuadrón de elite allí situado, formado por avatares sixers. No tengo modo de saberlo. Pero incluso si, de algún modo, los guardias intuyeron lo que estaba a punto de suceder y abrieron fuego sobre el pequeño androide, ya era demasiado tarde para detenerlo.

SD-03 siguió avanzando hacia el centro del tejado, donde un hechicero de alto nivel de los sixers permanecía en su asiento, sosteniendo el Orbe de Osuvox entre sus manos, el artefacto que generaba el escudo esférico alrededor del castillo.

Entonces, ejecutando la última de las instrucciones que había programado dos días antes, SD-03 levantó la bomba antimateria de fricción inducción por encima de su cabeza y la hizo detonar.

La explosión volatilizó al androide de suministros, así como a los avatares situados en la plataforma, entre ellos el hechicero sixer que operaba el Orbe de Osuvox. En el preciso instante en que este murió, el artefacto se desactivó y cayó sobre la plataforma vacía.

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