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Mar del Norte. Océano Atlántico. 1939

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Mar del Norte. Océano Atlántico. 1939

Llegué al puerto solo, con una pequeña valija, para no llamar la atención. En todos los puertos y fronteras de Alemania están deteniendo a los judíos que intentan escapar. El barco en el que el padre de Kristen me consiguió sitio es un carguero sueco que se dirige a América Latina en busca de materias primas. En su bodega, escondidos, hay otros exiliados de “privilegio” que se amontonan unos contra otros. Debemos permanecer escondidos hasta que el barco alcance aguas abiertas, lejos de los controles de rutina de las SS.

La tripulación está compuesta en su mayoría por marineros suecos y noruegos, que parecen comprender perfectamente de qué se trata esta horda de hombres y mujeres que embarcamos casi siempre solos y con pánico en el rostro. Desde una pequeña ventana circular puedo ver una patrulla conversando con el capitán que, con sigilo, les entrega un sobre con el dinero del soborno que nos permitirá escapar sin ser detenidos. Sólo debemos esperar que el barco se ponga en marcha.

De pronto veo a Kristen junto a su padre. Es una temeridad, pero necesito decirle que la amo y que regresaré pronto. Por eso dejo la bodega y subo a cubierta. Sin embargo, cuando la brisa del mar me da en el rostro, veo que el padre de Kristen la sujeta del brazo y la arrastra fuera del embarcadero. Entre ellos y yo está la patrulla de las SS fingiendo esa autoridad que el capitán compró con nuestro dinero. Los motores del barco agitan las aguas, la cubierta comienza a vibrar y ya no puedo contener las lágrimas. A mi alrededor, los marineros gritan cosas incomprensibles y me señalan la trampilla que conduce a la bodega. Miro por última vez a Kristen, que se aleja, y deseo con todas mis fuerzas que la guerra acabe pronto para poder regresar y reunirme con ella y con el necio de Jean Paul, que no quiso escaparse conmigo porque está convencido de que hay que resistir al Monstruo.

El barco se mece dulcemente en el mar del Norte, y nadie habla. Entre la veintena de pasajeros escondidos sólo hay dos familias completas, pero todos tenemos la misma cara de desolación e impotencia. La mayoría son mujeres con sus hijos, o hijos de amigos, o hijos de hermanos. Me avergüenza saber que yo y otros dos somos los únicos hombres que escapamos solos, y me angustia la idea de empezar de nuevo, en otra cultura, otro idioma y tan lejos de mis padres, de mi hermano, de mi mujer.

El viaje es eterno. Los días y las noches resultan interminables. Anoche, en el vaivén del océano me arrepentí de lo que estoy haciendo. Por eso decidí que, al llegar a destino, voy a esperar que el barco cargue sus mercancías para regresar de nuevo a Alemania. No puedo vivir sin Kristen. No quiero ser un cobarde.

Durante varios días fantaseé con la idea de ver la sorpresa en el rostro de Kristen cuando golpeara la puerta de su casa. Pero esta última semana que pasó se llevó todas mis esperanzas. Observando por primera vez las estrellas del hemisferio sur, empiezo a comprender lo difícil que sería volver a entrar a Alemania. No tengo más opciones que aceptar mi destino.

Río de Janeiro es el primer puerto donde atracamos. Muchos de los pasajeros bajan y se pierden entre la nube de pequeños brasileños curiosos. Alemanes, polacos, checos y húngaros desparramados por este extraño país que supo ser Imperio. Yo no puedo bajar. En realidad no puedo hacer otra cosa que permanecer en silencio, soportando mi pena.

Pasé una semana encerrado en la bodega del barco sin siquiera salir a tomar aire o tenderme al sol. No hablé con nadie. Mi única actividad fue escribir estas impresiones aisladas en los espacios en blanco de algunos diarios suecos que me prestó el capitán.

Finalmente, los pasajeros comienzan a regresar al barco. Entre ellos ahora hay varios hombres negros que el capitán ha contratado para reemplazar a los marineros europeos que desertaron apenas bajaron del barco. Nunca había visto tantos negros juntos. La humanidad es un abanico de seres distintos que sin embargo se parecen unos a otros en sus temores, necesidades, sueños y desgracias. Así, con una tripulación renovada que emite sonidos mucho más agradables que los suecos y noruegos, volvemos a navegar en dirección sur.

Con el correr de los días, empecé a prestarles más atención a los demás pasajeros. Sobre todo a uno que se diferencia del resto. Karl Slanger lleva valijas, y viaja con su mujer. Viste buena ropa, da dinero a los marineros para conseguir doble ración de comida y más de una vez lo vi con sus pasaportes en la mano. Deben ser los únicos con pasaporte. En mi caso y el de los otros pasajeros, nuestros documentos fueron incautados y destruidos por el capitán del barco como coartada para que una posible inspección nazi no descubriera nuestro origen judío. ¿Cómo hizo Slanger para conservar su identidad?

Esta mañana, cuando la costa uruguaya se dibujó en el horizonte, tuve la primera conversación de todo el viaje. Fue con la mujer de Slanger, Lara. Su cabellera roja es impresionante, como de diosa griega. Yo estaba ensimismado, comiendo una papa fría y casi cruda en la popa del barco. Se me acercó y me ofreció una papa cocida y tibia. El sabor me recordó placeres viejos. Empezamos una conversación con los recaudos que todos fuimos incorporando en los últimos años para sobrevivir a la barbarie nazi: revelando pocas cosas de nuestra identidad, estudiándonos uno al otro, midiendo las palabras, desconfiados. Luego de veinte minutos ya no hizo falta ningún cuidado. Los Slanger y yo estamos en la misma sintonía.

Cuando el mar se transformó en un río marrón, turbio, Karl Slanger se acercó con una noticia que oyeron de boca de un marinero que habla inglés. El barco tiene un serio problema en las calderas y estiman que el arreglo en el puerto de Santa María del Buen Ayre va a demorarse, por lo menos, quince días. Creo que viajamos en la nada misma. El mundo se ha convertido en un nido de ratas que es visitado por un enorme gato negro. Todos huimos, pero no está claro dónde estamos yendo ni si lograremos llegar allí.

Poco a poco hemos ido ganando intimidad con los Slanger. El doctor Slanger, así lo llaman en el barco, posee la más grande fábrica de zapatos de Europa del Este, en las afueras de Dresde. Su fábrica ha sido tomada por las SS para fabricar uniformes militares, cascos y botas. Inmediatamente, comencé a desconfiar de ese hombre fino y respetuoso. Sin embargo, Slanger me dijo que tener a su mujer, algo de dinero y sus efectos personales en este viaje no se lo debe a su fábrica sino al mismísimo Hitler. Hitler. Es sorprendente el terror que pueden provocar seis letras ordenadas en ese sonido espantoso. Slanger notó mi desconfianza rápidamente. Es un hombre muy inteligente, y decidido. ¿O será un mentiroso, un fabulador? Me ha contado que Hitler lo envía de incógnito para sondear la posición de los gobiernos latinoamericanos no sólo respecto a la guerra que se avecina, sino también a la recepción de las ideas nacionalsocialistas fuera de Alemania. Al principio, pensé que Slanger no era otra cosa más que uno de los tantos perros de presa que tiene diseminados por el mundo. Al ver mi gesto de preocupación, Slanger me tomó del brazo. Entonces me llevó aparte y me dijo que no le importa que yo fuera judío, que los seres humanos somos todos iguales. Eso me descolocó. ¿Era una estrategia para ganarse mi confianza con el objetivo de matarme al llegar a Argentina? Con un tono afable que incluso traslucía cierta vergüenza, Slanger me explicó que la confianza que el Führer ha puesto en él se debe a una razón muy simple: de todos los zapatos producidos en Austria y Alemania, a Hitler sólo le resultan cómodos los que fabricaban los Slanger, y el propio Karl en persona se ha pasado los últimos años viajando mensualmente a Berlín para renovar el calzado del Führer. De esos encuentros ha nacido una relación especial. Karl es un gran oyente para la verborrea demagógica del Führer y sabe qué palabras usar en el momento oportuno. No por nada es dueño de una de las fortunas más importantes de Alemania.

Fue en esos encuentros que Hitler le ordenó a los Slanger que se estableciera en América del Sur como parte de otro de sus tantos planes surrealistas: que su zapatero oficial pusiera las bases de un movimiento social, político y militar encubierto que se extienda desde Argentina a los países vecinos para luego, cuando Alemania gane la guerra, tome el poder de América del Sur para, desde allí, invadir a los Estados Unidos de América.

Lo que Hitler no sabe es que Slanger es también un intelectual sumamente inteligente, un humanista que intercambia información con opositores al régimen sobre la realidad del país y de Europa utilizando una falsa suela intermedia en los zapatos “especiales” que vende, como a él le gustaba llamarlos. La idea de la suela fue de su esposa, Lara Rutinztoll. Por eso, si bien están viajando por orden de Hitler, su objetivo es establecer una base de operaciones de la Resistencia en Buenos Aires y desde allí ayudar a los opositores del Führer.

Hoy al fin vimos las costas de Buenos Aires. Estos últimos días, después de escuchar la historia de Slanger y sus planes, no he podido dejar de pensar en Jean Paul, mi hermano, y su idea de enfrentar a Hitler. No tengo experiencia, no tengo contactos, quizá tampoco tenga el valor para hacerlo. Pero ya tomé una decisión: voy a sumarme a los Slanger en la lucha contra el Führer.

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