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IRRITADO

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IRRITADO

Ni mi cansancio ni mi desánimo lograron convencer a Marc de que suspendiera el partido. Ahí estábamos ahora, sudando dentro de la hermética cancha de squash. Sobre todo yo, que corría de un lado a otro tratando de devolver los golpes precisos que Marc le daba a la pelota. Al ganar el octavo punto seguido, cerró el puño, lo agitó en el aire y se volvió para mirarme. Con las manos apoyadas en las rodillas, yo intentaba recuperar el aliento.

—Cada vez jugás peor… —dijo, riendo.

—Estoy cansado… es por el viaje.

—A tu edad, nada me cansaba —dijo Marc, y se dispuso a realizar un nuevo saque.

Si bien había pasado los cincuenta, mi director tenía el cuerpo torneado y bronceado a base de squash, ciclismo y alpinismo, el cabello rubio, sin una sola cana, y unos ojos vivaces que ahora estaban fijos en la pelota, que salió impulsada por su raqueta y se estrelló en la pared del fondo. Apurado, fui tras el rebote y logré impactarla de revés. Durante unos segundos logré devolver cada golpe, hasta que al fin la pelota se dirigió directo hacia mi cabeza y sólo atiné a agacharme para evitar el golpe.

Pronto, en la pared del fondo, la única transparente, se agolparon los jugadores que tenían la cancha después de nosotros y, aliviado, los señalé diciendo:

—Ya es la hora. Ganaste.

—Otra vez. Tantos años conmigo y no aprendiste nada de squash —dijo Marc, sonriendo con cordialidad.

No mentía. Nunca le había podido ganar un solo partido. Por eso ahora Marc me abrazaba, impecable en su traje de tenis color blanco con vivos celestes, sin transpirar, sin la mínima muestra de cansancio. Eso me avergonzaba aún más que la derrota.

Después de ducharnos, fuimos a almorzar a una crepería. Mientras esperábamos, le conté a Marc mi fracaso en el congreso mientras él me escuchaba en silencio. Dos creps más tarde, dijo:

—¿Cuánto te falta para terminar la tesis?

—El último capítulo y las conclusiones —respondí.

—Y eso sería…

—Veinte, treinta páginas. La termino en un mes. Hoy mismo voy a retomar la escritura.

—Tiene que quedar perfecta, ¿lo sabés?

—Sí… ¿pero vos sabés algo más, te enteraste de algo?

—No mucho más de lo que ya sabemos. Tus investigaciones están bien, pero publicaste poco en estos años, bastante menos que algunos otros becados…

Bajé la mirada, a mi frustración ahora se sumaba la frustración de Marc.

—Pero no te deprimas. Disfrutá los meses que te quedan… ¿ya sabés qué vas a hacer si te tenés que ir?

—No —dije. La posibilidad de Harvard era tan lejana que decírselo hubiera sido una estupidez de mi parte.

—Tendrías que empezar a buscar algún destino… vos sabés que sólo van a permitirle quedarse a uno solo de los becados, los demás tienen que dejar Francia apenas reciban las notificaciones. Podés buscar algún puesto en Barcelona…

—¿En Barcelona? ¿Y ahí qué voy a hacer?

—No sé, pero al menos vas a estar cerca de Céline…

Asentí. Si bien Marc intentaba por todos los medios animarme, yo empezaba a sentirme aturdido. ¿Adónde podría ir? Quizá aquel profesor de Harvard pudiera recibirme… pero, en todo caso, tendría que dejar mi vida en Francia, mis amigos y compañeros, incluso a Céline, a quien todavía no había visto desde mi regreso de Juan Le Pin.

Como siempre, Marc se encargó de pagar el almuerzo, como también había hecho con la cancha de squash. En todos los años que llevaba junto a él, su generosidad había sido uno de los motores que me habían mantenido en movimiento. No era un gran científico, pero con los años se había ganado un nombre y, sobre todo, un sitio. Ese mismo sitio que yo debía buscar en alguna parte del mundo.

Mientras caminábamos hacia el laboratorio, bajo el sol, volví a pensar en Boulard. Budapest. Hipnosis. Estaba tan perdido y desesperado profesionalmente, que la posibilidad de encontrarme con un ex comunista convertido en hipnotizador me resultaba lo más concreto que tenía frente a mí.

Llegamos al laboratorio. Antes de entrar a su oficina, Marc me palmeó en la espalda.

—Concentrate en escribir la tesis. Falta poco para que todo se resuelva. Así que podés parar un poco con los experimentos. Con lo que tenés ya te alcanza.

Y se fue, dejándome solo con agotamiento físico y mental.

Entré al laboratorio y saludé a los asistentes. Juliette y Henry dejaron la limpieza de los elementos y se acercaron, dispuestos a asistirme en el nuevo experimento que ya no iba a hacer.

—Sigan con eso. Tengo que escribir.

—¿Un café? —preguntó Henry.

—Por favor… —dije, y ya comenzaba a extrañar todo lo que me rodeaba.

Encendí una de las computadoras y busqué el archivo con mi tesis en la red. Lo abrí, y al desplegarse el texto tuve que hacer un esfuerzo para resistir mis ganas de borrar todo. Boulard. Alex. Mi abuelo había escapado de Hitler y se había dedicado a cazar nazis. ¿Quién lo había asesinado, entonces? Basta. Tenía que terminar la tesis. Fijé los ojos en un fragmento al azar.

La entrada de los retrovirus en las células es mediada por interacciones específicas entre la proteína glicosilada ENV del retrovirus y receptores que existen en la superficie celular. Si bien un número de péptidos responsables de esta estructura han sido identificados en el pegado y la fusión de esta proteína ENV, sigue habiendo pocos datos cuantitativos concernientes al proceso de infección. Utilizando un sistema de expresión inducible, logré expresar varias cantidades de ENV ecotrópico y anfotrópico en las superficies de un vector derivado del virus de la Leukemia Murina de Moloney y luego testeados estos vectores, ya convertidos en partículas virales, su nivel infeccioso.

Pasé la tarde errando por la tesis, releyendo fragmentos del borrador del último capítulo y corrigiendo nimiedades, incapaz de conectarme verdaderamente con mi trabajo y con la mente puesta en la caja de madera que me había entregado Boulard.

Al fin, cuando se hizo la hora de salida, Henry y Juliette se despidieron y se marcharon. Marc ya se habría ido, y ahora estaría en su casa, rodeado por sus hijos, su hermosa mujer y la certeza de haber conseguido muchas cosas en la vida. En la penumbra que comenzaba a ganar el campus exterior del laboratorio, lo envidié con sinceridad. ¿Qué tenía yo, en cambio?

Regresé a mi departamento demasiado hastiado como para llamar a Céline. Sin embargo, ella tocó timbre poco después. Al entrar, me abrazó como si no nos viéramos desde hacía meses. Nos besamos largamente. Yo también la había extrañado, pero me sentía en falta con ella, como si el devenir de mi carrera y el posible final de beca fuera culpa mía y no un gaje del oficio.

En el año y medio que llevábamos viéndonos, habíamos construido un idioma propio intercalando palabras en francés y español. Era nuestra propia intimidad, pero esa noche me sentía demasiado incómodo como para estar a solas con nadie, mucho menos con una mujer de la que, de pasar lo que Marc y yo esperábamos, tendría que separarme al mismo tiempo que del laboratorio. Durante mi silencio, ella deslizó sus manos dentro de los bolsillos de mi pantalón, me besó el cuello…

—¿Querés que cocine algo rico? —preguntó, y besándome el lóbulo de la oreja izquierda, susurró—: Nos quedamos acá…

Entonces dije:

—Tengo ganas de salir. Vayamos a Palavas.

Salimos a la calle y subimos al Peugeot de Céline. Como siempre, antes de encender el motor ella puso un CD de Tryo. Sólo entonces nos dirigimos a la costa. Era una noche apacible, con un cielo oceánico cargado de estrellas. Lentamente, a medida que atravesábamos los veinte kilómetros que nos separaban del mar, esa quietud que veía a través de la ventanilla abierta fue apaciguando mis nervios. Tryo sonaba en el estéreo, y la alegría despreocupada de sus canciones alejó mis temores y me animó a pensar que esa podría ser una noche placentera. Después de todo, Céline era una mujer hermosa, inteligente, y estaba enamorada de mí.

Cuando alcanzamos la calle que separaba el mar del pueblo ella bajó la velocidad. Me detuve a observar sus muslos, desnudos bajo el vestido de tela liviana. Le acaricié una rodilla. Piel suave, tan suave como el mar calmo que se extendía ante nosotros.

Nos detuvimos en la puerta de nuestro restaurante preferido. Con su carta contradictoria, el Savoie sur mer siempre nos permitía cenar sin tener que optar entre mis gustos de montaña o los platos de mar de Céline. Entramos y elegimos una mesa distinta, ya que la que ocupábamos siempre había sido conquistada momentáneamente por una pareja de turistas italianos que no debían tener dinero para ir a un restaurante mejor.

Céline pidió mariscos, yo tartiflette savoyarde, pero coincidimos en el vino blanco bien frío.

—¿Me contás cómo te fue en Juan Le Pin?

Si había algo de lo que no quería hablar era de eso. Sin embargo, no todo había sido un fracaso en el congreso.

—Conocí a un amigo de mi abuelo —dije.

—¿En serio? —preguntó Céline, entre desconfiada y sorprendida—. ¿Cómo?

—Vino desde Niza para invitarme a cenar porque quería darme unas cartas.

—¿De verdad? El mundo es pequeño… ¿y quién es? —preguntó Céline.

—Antoine Boulard, un ex comunista que perteneció a los maquis en la segunda guerra.

—¿Y qué cuento te contó? La Resistencia francesa es un invento de posguerra… eso nos permitió dejar de pensar que entregamos el país ante el primer disparo nazi.

Céline estaba terminando un doctorado sobre las causas y consecuencias de la creación de la Unión Europea. Era politóloga, politóloga y antinacionalista.

—Pero el tipo me mostró documentos, fotos… era el encargado de coordinar la caza de nazis… —me defendí.

Sonrió como se sonríe ante alguien que dice haber tenido un encuentro con extraterrestres. En ese momento, se acercó una de las camareras, destapó el vino y sirvió en ambas copas. Cuando volvimos a estar solos, Céline tomó su copa, bebió un trago y, con los ojos entornados, dijo:

—¿Y le creíste?

—Sí. ¿Por qué no?

—No sé… —dijo Céline, al tiempo que miraba su reloj.

—Además, mi familia me confirmó todo lo que dijo el tipo. Mi abuelo trabajaba para él desde Buenos Aires. Él también cazaba nazis. ¿Te conté alguna vez que yo estaba cuando mataron a mi abuelo Alex?

—No, nunca me hablaste de él.

—Era el mejor abuelo del mundo.

—Como todos —dijo, mientras otra camarera apoyaba nuestros platos sobre la mesa.

—Gracias —le dije a la camarera, y a Céline—: Este Boulard me dijo que lo mataron unos antisemitas. Si hasta me dio algunos datos para empezar a buscar a los asesinos…

—Qué interesante. Igual, tenés que concentrarte en el futuro más que en el pasado, ¿no?

Por respuesta, pinché un trozo de champignon y me lo llevé a la boca. Mi silencio animó a Céline a continuar con su cruzada realista:

—Para empezar, creo que tendrías que pensar en dejar tu departamento…

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Para ahorrar. Podés mudarte conmigo, si querés… yo no pago alquiler. Así, con lo que ahorres vas a poder vivir unos meses cuando se termine la beca… hasta encontrar otra cosa…

—No sé qué voy a hacer si se me termina la beca.

—Pensé que habíamos decidido que te quedabas conmigo —dijo, bajando la mirada.

Su fragilidad sobreactuada me irritó.

—¿Haciendo qué?

—No sé… eso no importa, lo vamos viendo…

—¿Querés que busque trabajo de camarero, de oficinista? —pregunté.

—No, lo que digo…

—No estudié doce años para dedicarme a otra cosa… Voy a seguir investigando. Acá o en otro lado. El tema es que vos sólo querés estar conmigo acá. Ni se te ocurre pensar la posibilidad de seguirme si me tengo que ir…

Céline se separó de la mesa, apoyándose en el respaldo de la silla. Me miraba con la cabeza inclinada, como si así pudiera entender mejor lo que yo venía repitiéndole desde hacía unos meses.

—¿Vamos a discutirlo de nuevo? Nos conocimos acá… Yo soy francesa. Acá tengo casa, familia, amigos… trabajo.

—Es así: vos querés estar conmigo acá. Sólo acá.

—Ya entendí, no repitas. Mejor hoy no hablemos del tema. Estás cansado… mañana vas a poder verlo mejor… cuando vuelvas al laboratorio y estés otra vez en tu ambiente…

Los científicos podemos pasarnos años detrás de la comprobación de una hipótesis. Podemos realizar experimentos una y otra vez, invirtiendo el orden, alternando los procedimientos… Podemos releer teorías, revisar cálculos… y sin embargo, a veces, sólo a veces, la respuesta puede revelarse en nuestro cerebro por azar, por alguna conexión neuronal que se produce sin aviso. Eso mismo me pasó esa noche. Al ver a Céline observándome como si fuera un enajenado de la realidad, todo se volvió claro, transparente.

—Me voy a Budapest y después a Köln. Necesito tranquilidad para terminar la tesis —mentí.

—Esteban, ¿me estás hablando en serio? ¿Te vas a gastar una plata que podría servirte cuando se te acabe la beca?

—Sí —respondí, seguro.

Céline alzó las cejas, puso los ojos en blanco y guardó silencio.

Más tarde, cuando me dejó en casa y se marchó con la excusa de que tenía que levantarse temprano, me pregunté qué hubiera dicho Céline si hubiese sabido que me escapaba de ella y del comité del CNRS para visitar a un ex comunista devenido en hipnotizador. Pero entonces entendí que eso ya me importaba poco y nada. Céline, Montpellier, Francia… todo había comenzado a alejarse de mi horizonte. No tenía nada mejor que hacer que buscar a los asesinos de Alex. Por eso abrí la caja que me había dado Boulard, buscando a mi abuelo en sus cartas viejas venidas del pasado.

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