Random

Random


ENTUSIASMADO

Página 17 de 61

ENTUSIASMADO

“El museo Provand’s Lordship en 3 Castle Street, Glasgow, es la casa más antigua de esta ciudad. Construida en 1471 por Saint Nicholas Hospital, posee un maravilloso jardín medieval.” La descripción del folleto era tentadora, pero todavía faltaban varias horas para encontrarme con Fernando y tenía que aprovechar el tiempo para terminar la bendita tesis. Así estaba desde hacía dos días, con los ojos apuntando a mi notebook y el cerebro en cualquier parte. Sin embargo, los años me habían profesionalizado tanto como para poder trabajar en un hostel como ese, rodeado de jóvenes dispuestos al turismo y a la fiesta, y una bella ciudad esperándome al otro lado de la ventana.

Después de varias horas de trabajo exitoso, llegué a escribir el final de la tesis. Ni yo podía creerlo. Me sentía tan bien que decidí enfrentar eso que venía postergando desde hacía varias semanas. Salí a la calle y busqué un cyber café. Me senté delante de una computadora con conexión a internet y abrí el buscador de Google. Pero, ¿dónde empezar? Durante varios minutos me dediqué a leer los titulares de los diarios de Argentina: Boca se preparaba para jugar por la Copa Libertadores, el gobierno de la Alianza era ridiculizado por los humoristas argentinos mientras el país comenzaba a caerse a pedazos y yo leía cualquier cosa con tal de no hacer lo que tenía que hacer. Pero al fin lo hice: tipeé el nombre del profesor de Harvard que había conocido unas semanas antes en Juan Le Pin como quien recita un conjuro esperando la salvación.

Eric Foreman era profesor de Genética y Pediatría del Hospital de Niños de Boston. Por lo que sabía hasta entonces, ese hospital competía constantemente con el de Filadelfia y ambos se alternaban año tras año el ser el mejor y el segundo mejor hospital de niños del mundo. Animado con cada click, seguí armando el perfil de Foreman. En 1988 Foreman había descubierto la causa de la distrofia muscular de Duchenne identificando el gen de la distrofina, dañado en los pacientes con esa enfermedad. Poco a poco, el científico que yo era dejó de buscar un salvavidas para interesarse de verdad en los trabajos de Foreman. La distrofina es muy particular porque es el gen más grande y largo de todo el genoma humano. Ese detalle lo convierte en el gen con más chances de romperse, de sufrir daños. Esto no lo sabía hasta entonces, ya que mis conocimientos sobre la distrofia muscular de Duchenne eran más bien enciclopédicos, como los de tantas enfermedades en las que no había trabajado con profundidad. Foreman, en cambio, había logrado cosas importantes con eso: al clonar el gen, había logrado identificar todas las bases de su ADN, demostrando que los pacientes lo tienen dañado en distintas partes. “El daño de ese gen le impide al cuerpo la fabricación de la proteína distrofina, encargada de asegurar la correcta formación y función del músculo esquelético. Y cuando esta proteína no está, el músculo comienza a morir…”.

Alcé la cabeza. Miré el reloj del cyber: ya tendría que haber salido a encontrarme con Fernando. Sin embargo, quería llegar a las conclusiones de Foreman. Volví a bajar la cabeza, y me concentré en la pantalla mientras, a mi alrededor, conectados a un juego en red, gritando y festejando, cinco adolescentes se enfrentaban con un ejército de zombis.

Con su descubrimiento, Foreman había abierto una ventana enorme para seguir investigando y así entender la enfermedad y buscar potenciales curas. En un segundo momento, en su propio laboratorio de Harvard fabricó por ingeniería genética la microdistrofina, un gen pequeño pero poseedor de las partes necesarias para construir una proteína lo suficientemente sana y de correcto funcionamiento.

No tenía idea de qué podría ofrecerle yo a Foreman, pero sabía muy bien que si él me aceptaba podría dar un paso fuerte en mi carrera. Mi ego, maltratado por las dudas de los últimos tiempos, necesitaba un horizonte alternativo como ese, quizá ficticio, pero tan seductor. Harvard, la Meca de todos los sueños. Así que le escribí un largo mail recordándole nuestro encuentro en Juan Le Pin y preguntando si existía la posibilidad de trasladarme a Boston. Adelantándome a su pedido de referencias, le adjunté mi CV y agregué los datos y cargos de Marc, explicando quién era y el objeto de sus investigaciones. Me arrepentí apenas el mail desapareció de la bandeja de salida.

Siempre le había gustado la Coca-Cola. Pero su adicción se había manifestado poco después del atentado a la AMIA. Y aunque yo lo criticaba por eso, él siempre ponía de excusa que el azúcar lo ayudaba a mantenerse despierto para continuar investigando cualquier cosa. En 1994 Fernando era un novato lleno de optimismo. Acababa de terminar abogacía en tiempo record pero aún no había decidido en qué especializarse. El atentado, donde murió su única hermana, le esclareció su propio futuro. Se dedicó a estudiar Derecho Internacional, especializándose en terrorismo y grupos de ultraderecha. Al mismo tiempo que avanzaban sus estudios, por su cuenta y con cierto apoyo de un contacto israelí, Fernando había investigado la conexión local en Argentina con los autores del atentado. Durante tres o cuatro años, había rastreado ciertos datos enviados por los israelíes que sugerían la participación de la Policía Bonaerense, imprescindible para realizar la logística previa, que implicaba la compra de una camioneta y el material explosivo de Fabricaciones Militares que, si bien se había hallado entre los escombros y los cadáveres, los servicios de inteligencia argentinos se habían encargado de hacer desaparecer. Poco después encontró otra conexión, más peligrosa todavía: Policía Bonaerense, Policía Federal, diferentes grupos terroristas instalados en la Triple Frontera y el Gran Buenos Aires y un número importante de políticos argentinos de diferentes partidos. Entonces llegaron las amenazas de muerte, los llamados intimidatorios, la desaparición de uno de sus testigos… Y la Coca-Cola, que tarde o temprano se convertiría en diabetes. Fueron días complicados para él, sobre todo porque eran policías, servicios y fiscales quienes lo “prevenían” de que estaba marcado, de que lo iban a matar. Yo fui uno de los que lo intentó disuadir. Le pedí que dejara todo, que se dedicara a otra cosa. Pero él ya no podía parar.

Decidió un exilio preventivo para continuar con las investigaciones. Primero se estableció en Tel Aviv y luego, hastiado de la persecución que sufrían los palestinos, se trasladó a Londres, donde consiguió trabajo en un importante estudio internacional. Sin embargo, Fernando había continuado colaborando con Amnesty y con su pesquisa privada sobre el atentado. Era un tipo temerario, pero un gran amigo que en los últimos días se había dedicado a hacer llamados, a revisar material de archivo para rastrear al Sector B del que Boulard me había hablado y de los McArthur, ese clan sugerido por el extraño Pataki.

Y ahí estaba, de pie frente a la reja de Provand’s Lordship, con una lata de gaseosa en la mano. Al verme, vació la lata de un trago y la depositó en un cesto de basura.

—¿Cómo estás?

—Bien… —dije, sonriendo. Con sólo ver a mi amigo me sentía mejor.

—Todavía no puedo creer lo de Alex… te juro.

—¿Averiguaste algo?

—Mucho.

—¿Y por qué nos encontramos acá? —pregunté. Y mirando a un grupo de estudiantes que entraban al museo, insistí—: ¿Querés que hagamos turismo?

—Ya entré. Hice la visita guiada. Vine temprano para eso. Esta casa la construyó Saint Nicholas Hospital en el siglo XV. Los Hospital y los McArthur son dos familias muy antiguas de Glasgow, y se fueron casando entre ellos desde hace siglos. Ahí están los escudos de las dos familias…

Desconcertado por tanta explicación, seguí con los ojos el dedo de Fernando, que apuntaba hacia las rejas por las que se accedía al hermoso jardín. En el borde superior, dos escudos.

—El de la derecha es el de los Hospital.

Fernando se refería a uno que mostraba dos sables, uno más grande que el otro, atravesando una mano. El de la izquierda, el de los McArthur, tenía una cabeza de león con los ojos rojos al frente de un barco en alta mar.

—No entiendo nada. ¿Quiénes son los McArthur?

—El que nos importa es Charle McArthur. Nació en los años cincuenta. Se creía que era la reencarnación de Hitler.

—¿Cómo sabés?

—Fuentes. Amiguitos skinheads que me pasan data.

—¿Vos con skinheads?

—Sin ellos no puedo hacer lo que hago. McArthur aportó guita a la causa antisemita en Sudamérica.

—¿Y sigue vivo? ¿Vive acá en Glasgow?

—No, de esas dos familias no queda nadie en Escocia. Los Hospital se fueron a Francia y Alemania. Los McArthur se fueron a Estados Unidos. Boston para ser más preciso.

Solté una carcajada.

—Me estás jodiendo.

—¿De qué te reís?

—Es que estuve viendo la posibilidad de irme a Harvard…

—Epa —se admiró Fernando—, mi amigo el científico apunta alto.

—Conocí a un tipo y... —dije, y me detuve. Hacía casi una hora que estábamos hablando, parados en medio de la vereda—: ¿Podemos sentarnos en algún lado?

—Ahí hay un bar.

Cruzamos la calle.

—Viste cómo se llama, ¿no? —dijo Fernando, sonriendo, mirando el cartel.

Alcé la vista: MacArth Pub.

—¿Querés ir a otro? —pregunté.

—No, hasta los nazis pueden servir buen whisky —dijo Fernando, pasándome un brazo por sobre los hombros.

Nos ubicamos en una mesa apartada del resto y pedimos el mejor whisky que había. Lo saboreamos en silencio durante unos segundos. Luego, Fernando volvió a llamar al mozo y le pidió una Coca-Cola que vertió dentro del vaso de whisky.

—Estás arruinando cien dólares —le dije.

—Lo paga el Estudio. No te preocupes.

—Y tu cuerpo también. ¿Ya te detectaron diabetes tipo 2?

—¿Querés que te cuente lo que averigüé de tu abuelo o me querés denunciar con la OMS?

—Te escucho —dije, sonriendo.

Abrió su mochila y retiró una carpeta llena de papeles de distintos tamaños y tonalidades de blancos y ocres, lo que sugería que databan de distintas fechas.

—Lo primero que tenés que saber es que nunca hubo una investigación oficial sobre la muerte de tu abuelo. Incluso ni siquiera confirmaron la identidad del Martillero. Dijeron que lo habían encontrado después de matar un gay de Olivos, y lo balearon ahí mismo. Armaron toda la escena. Sin testigos, los dos muertos… dos cuatro de copas sin antecedentes ni familia que los reclamara.

—Durante un tiempo a mi viejo se le acercaron varios canas que le dijeron que no había sido el Martillero, hasta ofrecieron ayuda a cambio de guita —dije.

—Diez mil dólares, para ser exactos —dijo Fernando, y al ver mi cara de sorpresa, aclaró—: Hablé largo y tendido con Jorge y con tu mamá. Están muy preocupados por vos.

—Siguen cuidándome como si tuviera once años —dije, agobiado.

Fernando puso los ojos en blanco, alzó las cejas y se encogió de hombros.

—Quizá cuando tengamos hijos hagamos lo mismo. En fin… Tu viejo nunca aceptó ese tipo de ayuda porque suponía que era una encerrona, que esos mismos tipos tenían algo que ver con el asesinato. Fueron varias visitas, que duraron hasta 1985. En los registros oficiales no hay nombres ni nada, porque, obviamente, tu viejo no hizo ninguna denuncia. Por eso el discurso oficial sobre el Martillero quedó como única respuesta.

—Pero, ¿qué tienen que ver los asesinos de la Federal con Escocia?

—No sólo de la Federal. El Sector B estaba formado por tipos de todas las fuerzas: Ejército, Marina, Aeronáutica, Prefectura, la Bonaerense, la Federal… sólo faltaban los Boy Scouts. Era internacional, porque en cada país de Sudamérica había una sucursal de estos hijos de puta.

Lo escuchaba con atención, y con la sensación de que todo aquello era más peligroso de lo que yo había imaginado desde mi ignorancia. Sin embargo, Fernando estaba excitado, me mostraba papeles membretados, órdenes bajadas desde las Fuerzas pero sin firmas detalladas, lo cual, según él, le impedía avanzar en la búsqueda del nombre de los responsables directos.

—La muerte de Alex no fue la única. Estos tipos del Sector B eran la retaguardia de las dictaduras sudamericanas, y ya en democracia se dedicaron a limpiar su propio rastro y a tachar los nombres que quedaban de la lista que les habían mandado sus jefes de Argentina, Brasil, Paraguay… y algunos nombres que, si bien no tenían nada que ver con la militancia política o la lucha armada, estaban condenados desde antes de que los milicos gobernaran.

—No entiendo…

—Guita. ¿O vos te creés que a los milicos les importaba tu abuelo? El mundo se mueve por guita. Algunos tienen ideas buenas o malas que llevan a la práctica otros que sólo quieren cobrar un precio. Y tu abuelo y otros más figuraban en una lista que se había ido escribiendo desde el final de la guerra. No todo fue por antisemitismo o anticomunismo, Esteban. El mundo se mueve por guita. Vos te movés por guita. Yo también, aunque nos hagamos tiempo para hacer cosas sólo por placer o ideología. En el Sector B había antisemitas, pero otros sólo eran sicarios que podían matar judíos, católicos, hare Krisnas o rastafaris.

—Pero… ¿y McArthur qué tiene que ver?

—Este país nunca estuvo relacionado directamente con grupos nazis. Desde que terminó la guerra, se convirtió en un lugar interesante y libre de sospechas para ser la base económica y logística de todos estos grupos desparramados por el mundo. Nadie iba a investigar cuentas bancarias acá. Se supone que la UK era el primer enemigo del nazismo, así que esa fachada fue perfecta. Y en los setenta, Charle McArthur se hizo cargo de todo. Acá, lo único que les importaba era combatir al IRA, así que McArthur podía estar seguro siempre y cuando se mostrara en contra de los irlandeses. Pero al mismo tiempo les pasaba plata a escondidas para los atentados que a él le servían de cortina de humo para su verdadera vocación.

—¿Vocación?

—Él soñaba con una sociedad más limpia que la que imaginaba Hitler. Hay algunos escritos suyos, no están firmados, pero circulan entre los neonazis de Inglaterra, de Estados Unidos…

—Me suena a argumento de película.

—La humanidad es una película de terror. Judíos y católicos creemos en un Dios que creó una especie que, en su primera generación, Adán y Eva robaron y, en la segunda, sus hijos se mataron entre ellos. Desde entonces, todo es una mierda. Y a mí me gusta escarbar entre la mierda.

Lo miré durante unos segundos. Ya no creía en nada, más que en él mismo y en sus seres cercanos. Quizá por eso no me animé a decir nada cuando pidió la tercera botella de Coca-Cola.

—Pero, entonces no tenés ningún dato concreto de los asesinos.

—No. Pero podría haber sido parte de un plan de McArthur o de uno de los tantos antisemitas que habitan este hermoso mundo.

Se hizo un silencio entre los dos. Por su gesto, Fernando esperaba que dijera algo, pero yo no sabía bien qué tenía que decir. En verdad no sabía qué hacer. De pronto empecé a extrañar la soledad del laboratorio. Ningún virus podía ser peor que el peor ser humano.

—¿Y vos? ¿Cómo te fue con el místico ese que viste en Albania?

—Budapest.

Cuando terminé de contarle mi experiencia con Joseph Pataki, Fernando me pidió que le mostrara los identikits de los asesinos. Juntos, los miramos durante un buen rato, en silencio.

—Todo esto me parece una locura. Me dieron un ácido e imaginé estas dos caras. Vos sos abogado y yo científico. Sabemos que sin pruebas no se puede confiar en ninguna idea… ¿Qué le voy a decir a la policía: “Me tomé un ácido y encontré a los asesinos de mi abuelo, ahora búsquenlos”?

—A la cana no le podés decir nada. Las cosas siguen igual que siempre, aunque ahora supuestamente existan los habeas corpus y esté prohibida la tortura. Pero podemos publicarlas en internet y ver qué pasa.

—¿En internet? ¿Cómo?

—Tu hermano sabe de esas cosas… ¿por qué no le preguntás? Yo, igual, quiero un par de copias para pasarles a unos amigos del archivo de Tel Aviv y a otros de Bruselas...

Lo miré apelando a toda la confianza que sentía en él.

—¿Vos creés que todo esto es cierto? No encontraste nada que sostenga la teoría esta del Sector B matando a mi abuelo. ¿Y si a mi abuelo lo mató el Martillero? Porque de ese tipo salieron cosas hasta en los diarios…

—Sí. Leí varias notas. Los diarios sólo reproducen lo que les dicen las fuentes, al margen de lo que ellos mismos inventan por decisión propia o por marketing. Y los únicos que hablaron después de la muerte de Alex fueron los canas, que cerraron el caso en dos semanas. Igual, tenés razón. No tengo nada firme. Pero voy a seguir buscando…

—Ya hiciste bastante. Apenas tenga algo de plata, te juro que te voy a devolver lo que me…

Fernando sacudió las manos para hacerme callar.

—¿Cómo anda Céline?

—Bien… indignada porque prefiero seguir mi carrera en otro lado y no quedarme lavando copas en Montpellier para estar con ella. ¿Y vos? ¿Edward?

Esta vez, Fernando se limitó a sonreír y bajó la mirada.

—Bien, muy bien. El mes que viene nos mudamos juntos. 

Alcé el vaso diciendo:

—Felicidades. Siempre confié en esa relación.

—Cuando te lo presenté me dijiste que no íbamos a durar ni dos meses.

—A veces las hipótesis se refutan.

—Un judío y un negro protestante. Somos la pareja perfecta. ¿Terminaste la tesis?

—Sí. Quedó bastante bien. Ahora tengo que buscar otro lugar.

—Boston. Tenés que ir a Boston. El último dato que encontré de Charle McArthur es que se fue a Boston en los ochenta.

—Pero no sabemos si McArthur tuvo algo que ver con la muerte de Alex…

—No importa. Si no mató a Alex, a algún otro judío habrá matado. Tenés que ir a Harvard…

—Es muy difícil entrar ahí, y vos lo sabés. Pero la verdad que es una casualidad que este McArthur…

—Las casualidades no existen. Es el destino.

—¿Y desde cuándo creés en esas cosas?

Fernando miró su reloj.

—Desde hace dos horas y veintitrés minutos… —dijo Fernando y los dos, con tres whiskies encima y la satisfacción de aquella amistad intacta, nos empezamos a reír como los dos chicos inocentes que habíamos sido y ya nunca más volveríamos a ser.

Ir a la siguiente página

Report Page