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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El Verbo se hizo carne (1534) » Capítulo 32

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Capítulo 32 Münster, 27 de febrero de 1534

¿Son gélidas las llamas del infierno? ¿Hay que esperar semidesnudos, hambrientos, uno detrás de otro, mudos, la hora en que Cerbero nos arroje por la puerta al hielo eterno de la impiedad?

La era tiene que ser barrida.

¿Qué infamia, que no pueda ser borrada, estigmatiza a estos chiquillos bañados en lágrimas, estrechamente apretados a madres deshonradas, a viejos aterrorizados que se mean en sus propios harapos? ¿Quién les explicará por qué fueron arrojados del Edén?

Cabeza sobre cabeza, ha sentenciado Enoc. Cabezas apiladas en las torres, en las murallas para adornar las almenas, amontonadas ordenadamente, puestas bien visibles para el obispo y el caminante, la monja y el soldado, el pío y el ladrón, y sobre todo para el ejército de las tinieblas que pronto asediará a la Nueva Jerusalén, ha ordenado el profeta.

De manera que se diría un gesto de clemencia ese «¡Idos, hombres sin Dios! ¡Y no volváis nunca más, enemigos del Padre!» gritado por Matthys bajo la tormenta.

Pasa arrastrándose despacio por el blanco manto de nieve el éxodo de los viejos creyentes. Desnudos. La mirada en el suelo, contando los pasos que quedan antes de acabar congelados. Tal vez alguno pueda esperar alcanzar Telgte, o Anmarsch. Nadie podrá conseguirlo, tal vez los adultos más fuertes, de ir solos, pero no dejarán atrás a sus mujeres, a sus hijos, a sus padres.

—No hay nada que esperar. Ahora el Padre quiere hacer justicia.

—¿Qué quieres decir?

—Deben morir.

Casi sereno mientras lo dice, seráfico, la mirada fija.

Pasan. Lloran. Sostienen barrigas embarazadas. Papistas, luteranos: el viejo mundo sepultado por la tempestad evocada por Jan Matthys. Puede leerse la señal: la voluntad de Dios.

—Está escrito, no hay nada más que saber, ¿es lo que quieres decir? Están condenados, deben morir. ¿Quieres cortarles la cabeza a todos?

—Este es el lugar elegido. Esta, la Nueva Jerusalén: no hay sitio para los no regenerados. Aún tienen la posibilidad de elegir, de convertirse. Pero están a punto de sonar los últimos toques. Que no se duerman.

—¿Y si no lo hacen?

—Serán borrados de la faz de la tierra junto a todo lo que es decrépito.

—Entonces, mándalos lejos. Deja que al menos se vayan, que se reúnan con su jodido obispo, o sus malditos amigos luteranos.

Se consuma la rendición de cuentas ante nuestros propios ojos. Hemos vencido, por tanto. Pero ¿dónde está la indecible alegría, la risa vital, el deseo de unir los cuerpos, todos los cuerpos de las mujeres comunes y de los hombres en el abandono del abrazo y en el calor de la luz?

Nuestra tarea ha concluido: el tiempo ha tocado a su fin, ya pensará el omnipotente Dios en todo lo demás. El Apocalipsis, la revelación, llega desde lo alto, nos atrapa en una pantomima trágica y terrible a la que no es posible sustraerse, a menos que se quiera renunciar a todo aquello por lo que se ha luchado, perdiendo el sentido mismo de nuestro estar aquí, desafiando al mundo.

¿Hemos vencido? ¿Por qué invade mi boca este sabor acre? ¿Por qué evito como la peste la mirada de los hermanos?

«Que sirva de admonición, de admonición para todos».

Me parecen obscenas las invectivas de los más exaltados. Crueles los escupitajos y los puntapiés a los derrotados. No son ya los enemigos del pueblo de Münster, ni aquellos que nos han vejado durante siglos, no son ya hombres, mujeres, niños, sino criaturas deformes, monstruosas, repulsivas. Únicamente su extinción puede darnos la vida, confirmar la palabra de Dios sobre el destino que nos espera.

¿Soy yo acaso el derrotado de todo tiempo, de toda lucha?

El Santo Juglar de Leiden recorre esa fila tocando apenas las cabezas con un pequeño bastón. La cuenta se detiene en un chiquillo, la mirada de Jan está en el cielo.

—¿Por qué? ¿Por qué un inocente? —Cae de rodillas llorando—. ¡Este no tiene culpa alguna! ¡El ángel de la luz revolotea sobre él! —Se da golpes de pecho, grita más fuerte, solloza—. ¿Por qué?

El pequeño hunde el rostro en el regazo de su madre. Ella bebe en el fondo de la desesperación, dobla las rodillas, lo abraza y lo levanta hasta el pecho entre lágrimas. Luego, en un gesto definitivo, la mujer lo aleja de sí y de su propio fin, e implora:

—Sálvalo. Tómalo contigo.

El apóstol de Matthys vuelve a levantarse, se mesa la barba y vuelto hacia el ángel anuncia:

—El Padre separa el grano de la paja. —Luego desciende la mirada sobre el chiquillo—: A partir de hoy tú serás Seariasub, «el resto que retorna», aquel que se convierte y escapa así del castigo. Ven.

Lo coge consigo, mientras la puerta engulle ya el éxodo de los condenados.

La tempestad oscurece mi vista como el más sombrío de los presagios.

El Carnaval ha terminado.

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