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Segunda parte. Un Dios, una Fe, un Bautismo » El Verbo se hizo carne (1534) » Capítulo 33

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Capítulo 33 Münster, 6 de marzo de 1534

Mal asunto. Ruecher, el herrero, atado a una gran rueda de carro con unas pesadas cadenas, probablemente forjadas por él mismo, está rodeado por cuatro soldados de la guardia improvisada, como todo lo demás en estos días, y espera.

La población, con los recién llegados que aumentan de día en día, es llamada a reunirse a segunda hora, por el sumo Profeta: airado, desilusionado, triste, hecho una furia por el comportamiento de sus santos súbditos.

Ruecher, el herrero, ese grandísimo pedazo de mierda, se ha atrevido a proferir duros comentarios de censura sobre el resultado de tres días de meditación, total abandono y descenso pleno de la luz del Altísimo al interior del cuerpo mortal del Gran Matthys, que habían producido importantes decisiones.

Qué coño va a ir todo bien, dijo el herrero haciéndose eco de lo que muchos pensaban, la abolición de toda propiedad, la plena comunión de todo lo que está disponible, riqueza de nadie y para todos, por supuesto, eso ya lo habíamos pensado nosotros, y antes incluso, el fondo para los pobres, que era sacrosanto, unas reglas nuevas, pero, coño, mira que ir a nombrar a siete diáconos para la administración y el reparto de todos los recursos, para la solución de cualquier conflicto o necesidad, sin que ni uno, ni siquiera uno, haya nacido y vivido en la ciudad que fue Münster, todos holandeses, todos discípulos suyos, y coño, ha dicho, hemos arriesgado nuestras vidas por las libertades municipales, poco ha faltado para que nuestras cabezas fueran a adornar las almenas de las murallas, coño, y luego llega uno, sí, un gran profeta, todo lo que quieras, iluminado por la palabra santa, es cierto, pero qué coño, no uno, sino todos holandeses, y además tampoco estaba cuando nosotros tomamos la ciudad, ¿así es como funciona esto?, llega uno, se lo encuentra todo hecho y a mandar, a mandar y a poner a los suyos a dar órdenes, se pone a mandar y a nosotros que nos den de nuevo por culo.

Arrestado de inmediato.

Hubert Ruecher. Herrero. Münsterita. Baptista. Héroe de las barricadas del 9 de febrero. Hubert Ruecher. Hijo de la causa. Forjador de proyectiles. Combatiente por la liberación de Münster de la tiranía del obispo.

Hubert Ruecher arrastrado cubierto de cadenas por la plaza del Mercado: un traidor, un infame, que ha planteado una duda, ha hablado en contra, ha dicho que Matthys estuvo rezando tres días para luego nombrar diáconos a sus más fieles. La comunión de todos los bienes, de acuerdo: recogerlos en esos almacenes grandes, uno por cada barrio, y repartirlos entre quienes tengan necesidad de ellos, sí, pero ¿por qué poner a la cabeza a siete holandeses? ¿Por qué? ¿Por qué excluir a los münsteritas? Una tontería, Jan, una tontería imperdonable. ¿Acaso tienes miedo? ¿Y de qué? ¿De quién? Somos todos santos, lo has dicho tú, hemos sido elegidos, somos hermanos. ¿Crees que concentrando todo el poder en tus manos vas a impedir que surja la duda en alguien? Alguien que ha luchado por liberar su ciudad y ahora, tras la elección de esos siete holandeses, puede pensar que lo ha hecho por nada, para no ser dueño siquiera de decidir en su propia casa.

Alguien como Hubert Ruecher.

Te lo han contado todo —¿acaso has mandado espías por la ciudad?—, has enviado a tus esbirros a apresarlo por la fuerza. Encadenado, ahora, echando espumarajos de rabia: una amonestación para todo el mundo. Te has vuelto loco, Jan, no es por esto por lo que han luchado.

Te veo, mientras subes imponente al tablado, ojos de hielo y barba más puntiaguda que nunca.

Te veo, mientras hablas de la falta de fe, agitando el aventador.

Te veo.

—El Señor está airado, porque alguien ha planteado la duda sobre la tarea de Su profeta.

Ese hombre ha luchado conmigo, ha obedecido mis órdenes, y ahora sé que está arrepentido de ello, que muy probablemente aborrece lo que hizo, me gustaría ver su mirada, para comprender: pero tal vez es mejor que no. Está allí, de pie y paralizado por las cadenas, aguardando que Dios le sugiera a Jan Matthys el Profeta cómo comportarse.

—El tiempo ha tocado a su fin. La elección ha sido llevada a cabo. Quien abandona la bandera del Señor revela que siempre ha estado inseguro, que ha seguido a los demás sin haber recibido en realidad la llamada interior a las armas santas: es un enemigo. Y hoy deja infiltrar su incertidumbre entre las filas de los santos para minar nuestra victoria. Pero esta es inevitable, porque nos guía el Señor.

Eres un loco, un panadero loco e inicuo, y también yo soy un loco, porque sí, he sido yo quien te ha proporcionado todo esto.

—Si no quitamos inmediatamente al pecador de en medio del pueblo de los santos, la ira del Señor caerá sobre todos.

Espada en mano, da vueltas en torno a Ruecher, el rostro amoratado y aterrado.

El leguleyo Von der Wieck, junto con otros tres notables, objeta que en Münster nadie ha sido ajusticiado nunca sin el debido proceso, hacen falta testigos, un abogado…

Matthys da vueltas y más vueltas en silencio, sopesa aquellas palabras, continúa dando vueltas, la tensión sube hasta más allá de las cabezas, llega hasta él. Se detiene.

—El debido proceso. Testigos, un abogado. Venid para acá, entonces.

Miradas titubeantes que se cruzan, con paso inseguro llegan al tablado.

¿Qué demonios haces, Jan? Me doy cuenta de que he empuñado la pistola. Pocas cabezas más allá, Gresbeck me mira, con cara inexpresiva, impasible, la cicatriz que vibra en el entrecejo, único signo de nerviosismo.

Cuidado, Jan, estos hombres han aprendido a combatir.

—Hoy sois testigos del más grande de los acontecimientos. Testigos del nacimiento de Jerusalén: Münster ya no existe, en la ciudad de Dios Su palabra es la única ley. Y Él habla y actúa por medio de Su profeta. Vosotros sois sus testigos.

La hoja voltea en lo alto y cae sobre la garganta de Ruecher, para cercenarla de un golpe.

Espanto.

Von der Wieck, manchado por el chorro de sangre, está anonadado en el centro de la plaza, Knipperdolling y Kibbenbrock miran al suelo, Rothmann mueve los labios en oración, Gresbeck inmóvil.

Un silencio que hiela hasta los tuétanos más que el frío invernal, roto tan solo por quedas invocaciones de la voluntad de Dios: alguien se postra de rodillas.

Beuckelssen se hace dueño de la escena:

—¡Qué inmenso privilegio ofrecer la sangre que purifica al pueblo de los santos de la vergüenza de la duda! —Coge un arcabuz, avanza, acaricia ligeramente la cara de Von der Wieck para recoger la sangre de Ruecher. Se la extiende por el rostro—: A este bastardo. A este gusarapo inmundo le ha tocado el más alto de los honores. ¿Por qué? ¿Por qué a él?

Dispara en el pecho del cadáver a bocajarro, moja las manos en las heridas y bendice a la multitud con amplias salpicaduras:

—¡Os bendigo en sangre y espíritu, santísimos hermanos míos!

Nadie se mueve.

Matthys abre los brazos para abarcar a todo el mundo:

—Grey de Dios, nos ha sido dada una gran lección por el Padre. Él ha desvelado la impureza, ha indagado a fondo el ansia de privilegio y de posesión que pervive aún entre nosotros, y nos ha limpiado de ella. Todavía había quien pensaba que el espíritu podía encontrarse en los mezquinos privilegios municipales de una ciudad. No. La Nueva Jerusalén es hoy un faro para todo el pueblo de los santos, que llega hasta aquí de todas partes para compartir la gloria del Altísimo. Nosotros no combatimos por el privilegio de unos pocos, sino por el reino de Dios. Y en verdad he aquí el maravilloso anuncio: yo os digo que la Pascua de este año saludará un cielo y una tierra nuevos, y será el inicio del reino de los santos. El Padre llegará y barrerá cada palmo de tierra más allá de estas murallas. En el breve espacio de tiempo que queda, no yo, no seré yo quien guarde la grey de las tentaciones del viejo mundo. El Padre dice que está bien, que quien ha sido nombrado por los hombres para esta tarea la desempeñe también en su nombre —alarga la espada a Knipperdolling—. No vaciles, hermano, es la voluntad del Padre.

El burgomaestre la coge incómodo, incrédulo, luego busca ayuda en el rostro de Matthys, que no le deja escapatoria:

—No somos nada más que su instrumento.

El Profeta entona el salmo y poco a poco todos lo siguen…

Mostrose Yahvé; ha hecho justicia,

quedó preso el impío en la obra de sus manos.

¡Que se vuelvan los impíos al infierno,

todas las gentes que de Dios se olvidan!

Que no queda olvidado el indigente eternamente,

no se pierde por siempre la esperanza de los pobres.

Álzate, ¡oh Yahvé!, no triunfe el hombre;

sean juzgadas ante ti todas las gentes.

Golpes en la puerta. No me muevo. Estoy cansado, en la oscuridad. Golpes secos, repetidos.

—Gert, abre. Abre esta mierda de puerta.

Más golpes. Me levanto, lentamente. No se irá.

Abro.

Envuelto totalmente en una pesada capa oscura, de viaje, tengo a Redeker delante.

Va a partir.

Me arrellano en el sillón con la cabeza ladeada. Como poco antes de que entrara. Como en las últimas tres horas. ¿Qué tengo que decirte ahora? El cerebro no responde. Un susurro sin convicción:

—No creía que fuera a terminar así.

—¿Qué creías? Pero qué cojones dices, si lo trajisteis vosotros.

Balbuceo algo. La rabia de Redeker me corta las palabras.

—He creído en vuestro Dios, Gert, porque subía a las barricadas y se desfogaba en las tabernas, saqueaba las iglesias y espantaba a los caballeros. Creo aún, por si quieres saberlo. ¿Sabes por casualidad adónde se ha ido al salir de aquí?

El eco de las frases que resuenan en la cabeza desde la llegada de Jan de Haarlem.

—Matthys es un imbécil, Gert. Los jueces, los esbirros y el verdugo son los peores enemigos de los pobres que han luchado con nosotros. Ese hijo de perra habla del Dios de la canalla. Pero ¿quién es su Dios? También un juez, un esbirro, un verdugo.

Hace tres horas, en la plaza, la pistola apretada en la mano. Tragaba saliva y aire. Esperaba.

Eran los otros los que esperaban. A mí.

—Ese jodido loco lo ha arruinado todo. Me ha helado la sangre.

—¿Y por qué te quedas aquí parado? ¿Por qué no acabas con él, con ese hijo de puta? ¡Hazlo ahora, Gert del Pozo, a tomar por culo! Vosotros sois los santos, recuerda, yo el ladrón. He pillado lo mío. Cuando salga de aquí me largo.

Aprieto la empuñadura, las uñas clavadas en la palma de la mano. No tengo respuesta.

Una débil luz sobre un hombre que no parece de estas tierras, un ser de fiera mirada, canijo y nervioso, con unas polainas resistentes, sucias y ligeras, única protuberancia, en los pies. Intuyo el bulto de las pistolas y de la pequeña alforja, repleta, el pelo crespo y corto en su extraña barba, rala, esmerado marco hasta la perilla, afilada hoja negra que mira al suelo, los bigotes finos para dibujar el arco de unión con la barbilla, extraña geometría de mestizo, una puntiaguda arista que es mejor no encontrarse en las inseguras noches de estas landas.

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