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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » Capítulo 19

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Capítulo 19 Padua, 22 de enero de 1547

—Ayer le pregunté a un niño de cinco años quién era Jesús. ¿Y sabéis qué me respondió? Una estatua.

Rostros llenos de curiosidad apenas iluminados por la candela. Una docena de estudiantes apretujados en torno a la luz, los únicos en desafiar el sueño y las rígidas reglas del internado. A un par de ellos los he conocido esta tarde en el gabinete anatómico, después de la clase de teología. Unas pocas charlas en los pasillos han bastado para que me propusieran que los siguiera al internado de los benedictinos para pasar allí la noche.

—¿Qué es Cristo para una mente elemental? Una estatua. ¿Es esto una blasfemia? No, porque le falta toda voluntad de ofender. ¿Es la mentira de un ignorante, entonces? Tampoco. Yo os digo que ese niño no ha mentido, o mejor, ha dicho la verdad por partida doble. La primera, porque ante sus ojos, mientras le enseñaban a arrodillarse, había un crucifijo de piedra. ¿Qué infunde vida a esa piedra? ¿Qué la vuelve distinta de las otras? El conocimiento de lo que representa. El conocimiento: es lo que da un significado a las cosas, al mundo y también a las estatuas. Así pues, para hacer vivir a esa estatua hemos de conocer a Cristo. ¿Podemos decir con pocas y simples palabras quién es Cristo? Sí, amor y gracia. Es Dios, que por amor a los hombres se inmola en la cruz, liberándolos del pecado, salvándolos de las tinieblas. Y la fe en este solo acto justifica ya de por sí a los hombres ante Dios: este es el beneficio que Cristo nos trae. El beneficio de Cristo.

»Por consiguiente, si el conocimiento y el amor infunden vida a esa estatua, nuestra tarea consistirá en cultivarlos como el más precioso de los dones y rehuir, mejor dicho, combatir, a quien se aparte de ellos.

»Esto nos lleva a la segunda verdad del niño. Hoy asistimos verdaderamente a la agonía de Cristo. Ni con el amor ni con el conocimiento vuelve la Iglesia vivo al Cristo al que se acercan los niños. Él se convierte en obediencia incondicional a la autoridad secular, a la jerarquía corrupta de Roma, al Papa simoníaco, se convierte en temor al castigo divino escenificado por el Santo Oficio. Todo esto no es el Dios vivo, sino realmente una estatua inerte y muda.

»Por eso es preciso, entonces, volverse de nuevo niños, volver a tener la mente simple de ese niño lleno de sabiduría, y reconocer nuevamente el descenso de la gracia sobre nosotros. Un nuevo bautismo, que nos haga partícipes otra vez del beneficio de Cristo.

»Con esta renovada certeza no podemos temer el profesar la verdadera fe, incluso contra la hipocresía de los tribunales y de los hombres corruptos. He aquí por qué os digo que, si alguna vez alguien os pregunta quién os ha hablado de este modo, no temáis decirle que he sido yo, Tiziano el baptista.

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