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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » Capítulo 20

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Capítulo 20 Rovigo, 30 de enero de 1547

—Precisamente ayer, a la salida de una iglesia, me encontré a un niño de cinco años y le pregunté quién era Jesús. ¿Sabéis qué me respondió? Una estatua.

Fray Vittorio se encoge de hombros y deja entrever una sonrisa bajo la espesa barba:

—Por si os sirve de consuelo, os diré que hay un hombre de mi pueblo, un carpintero que debe de rondar los cuarenta años, que se presentaba diariamente tres veces en la iglesia, rezaba un padrenuestro ante el crucifijo y luego se volvía al trabajo. Yo le pregunté cómo es que se había vuelto tan asiduo en sus visitas al Señor, a lo que él me respondió que había sido yo quien le había dicho que rezando tres oraciones al día a Jesús se le pasaría el dolor de espalda. Y este es el lugar más próximo que conozco donde encontrar a Jesús, añadió. No os digo la cara que puso cuando traté de explicarle que Jesús puede encontrarse en cualquier parte: en las mujeres y en los niños, en el aire y en el arroyo, en la hierba y en los árboles.

Aplaudo y abro las manos en señal de resignación. El gesto atrae la atención de otros dos frailes, que se acercan para enterarse de lo que estamos hablando.

—Vuestro ejemplo no me consuela en absoluto, hermano. Si un hombre de cuarenta años cree que Jesús es una estatua, exactamente como hace un niño de cinco, significa que treinta y cinco años de normas y preceptos, dogmas y castigos, no aumentan ni pizca la fe del cristiano. ¿Cómo es posible, os pregunto yo, que un niño se vea obligado a recibir los sacramentos, a arrodillarse delante de aquella que para su mente simple no puede ser nada más que una estatua, para escuchar el Evangelio cuando para él este no es más que una conseja no mucho mejor que las que se cuentan a los niños al amor del fuego? ¿Os parece razonable? Yo digo que esto no solo es absurdo, hermanos, sino hasta peligroso. ¿Qué creyente vamos a crear, en realidad? ¿Qué sincera devoción a Cristo cabe esperar ver madurar en ese pequeño ser, si desde su más tierna infancia lo acostumbramos a aceptar pasivamente cosas que no comprende? ¿A arrodillarse delante de las estatuas? Yo digo, hermanos míos, que Cristo no puede ser sino una elección consciente y motivada, y no una conseja inculcada a los cándidos. Pero hoy se nos pide justamente esto. Se nos pide que creamos sin comprender, que obedezcamos calladamente, hasta temer, viviendo en el terror a ser castigados, procesados, encarcelados. ¿Puede nacer una verdadera fe de sentimientos semejantes? Seguro que no, hermanos.

Los tres franciscanos intercambian una mirada insegura. Se esfuerzan por romper el silencio que sigue a las últimas palabras. Uno de ellos hace un gesto a los otros de que se acerquen a él.

Soy Tiziano, peregrino alemán que se dirige a San Pedro. Los franciscanos de este pequeño convento campestre me han recibido amablemente y hospedado con gran cortesía.

Parlotean quedamente entre sí: el resumen para los recién llegados.

Fray Vittorio se queda inmóvil en una pose estatuaria, luego no puede contener la carcajada:

—No os pongáis así, hermano Tiziano. Pensad más bien en esto: cerca de una aldea de nuestra diócesis hay un álamo secular, el árbol tal vez más imponente que he tenido ocasión de ver en toda mi vida. Pues bien, los campesinos sostienen que durante el plenilunio de octubre, todo aquel que se ponga debajo del árbol y reciba entre las manos una hoja suya traída por el viento, si se la come, gana en fortaleza y longevidad.

Una mirada ceñuda:

—No comprendo adónde queréis ir a parar.

—Hace veinte años vino un peregrino como vos —prosigue cruzando sus manos a la espalda— a descansar a este convento. Le contamos la historia del álamo y le explicamos dónde se encontraba. Él estaba convencido de que en los lugares donde la Virgen desea aparecerse a sus hijos se producen prodigios naturales. Fue allí y se le apareció la Virgen diciendo: «El cuerpo y la sangre de mi Hijo otorgan la vida eterna». Desde entonces, en el plenilunio de octubre, festejamos la Virgen del Álamo, y los campesinos vienen a tomar la Eucaristía, y las hojas del árbol que caen sobre el altar son bendecidas y repartidas entre todos los fieles.

Me siento en uno de los poyos de piedra adosados a la pared. Los frailes se han multiplicado: una decena por lo menos. Los mayores se sientan a mi lado, los otros se acuclillan en el suelo.

—Entonces —pregunto dirigiéndome a todo el grupo—, ¿qué ha querido decir vuestro hermano con la historia del álamo?

Responde un joven fraile, todo nariz y pómulos huesudos:

—Que para llevar a Cristo a la gente del campo, no se puede andar con tantas sutilezas: algunos creerán que Él es una estatua, otros se comerán su cuerpo igual que de jóvenes se comían hojas de árbol.

Ahora que les he hecho sentarse a todos, me pongo en pie de golpe:

—«El cuerpo y la sangre de mi Hijo otorgan la vida eterna». La Virgen del Álamo anunció al peregrino el fundamento de la fe cristiana. La gente de campo no comprende a Cristo porque vosotros lo volvéis demasiado complicado. He aquí por qué tienen necesidad de una estatua o de una antigua leyenda para acercarse a Él. Dios se hizo hombre y murió en la cruz para que también nosotros pudiéramos resucitar a la vida eterna. Esta es la fe que salva: nada más sirve. Esta es la fe que ningún recién nacido puede profesar: por esto os digo que bautizar a un recién nacido no tiene más valor que lavar a un perro. ¡El único bautismo es el de la fe en el beneficio de Cristo!

Se pone en pie de un brinco y casi se enreda con su largo hábito, pobladas cejas negras y barba cerrada hasta debajo de los ojos. Me abraza en un arrebato, me besa, luego me mira fijamente con mirada incandescente:

—Adalberto Rizzi te da las gracias, hermano alemán. Hace veinte años que vivo aquí dentro, desde que la Virgen se me apareció entre las hojas del álamo y con gran número de señales me dio prueba de su presencia. —Los hermanos más jóvenes lo miran estupefactos—. Sí, sí, preguntadle si lo que digo no es cierto al hermano Michele, aquí presente. Tras la aparición comencé a predicar las mismas cosas que tú, hermano Tiziano, has dicho en el día de hoy. Palabra por palabra, te lo aseguro. Pero me dijeron que estaba mal de la cabeza, que lo que necesitaba era reposo y meditación, que la Virgen no me había pedido que dijera las cosas que iba diciendo. Me convencieron. Pero ahora, ¡siento que tú me has vuelto a dar aquello que me fue sustraído y con lengua de fuego proclamaré al mundo la fe en el nuevo bautismo y en el beneficio de Cristo!

Se deja caer de rodillas, como si las piernas no lo sostuvieran ya.

—Bautízame, hermano Tiziano, porque la ablución que me dieron de niño no cuenta ya nada para mí. Bautízame, aunque sea con el agua sucia de ese charco: mi fe bastará para purificarla.

Miro alrededor: todos inmóviles, boquiabiertos, excepto fray Vittorio, que sacude la cabeza desconsolado. Ya he hecho bastante, para el lugar en el que me encuentro. Mejor no arriesgar con actitudes demasiado teatrales.

—Tú mismo puedes bautizarte, hermano Adalberto. Tú eres el testigo de tu conversión.

Me mira durante un instante con rostro extasiado, luego se arroja de cabeza con la cara dentro del agua fangosa y comienza a revolcarse en ella mientras grita a voz en cuello.

En resumidas cuentas, algo más bien histriónico.

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