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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » El diario de Q.

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El diario de Q.

Amberes, 7 de septiembre de 1550

El enigma me lleva atrás. Extramuros de Münster.

Tal vez sea una alucinación, noticias que asocio arbitrariamente. Persiguiendo a un muerto.

¿Quién? Podría ser yo mismo. La última caza, para alejar el final inminente. ¿Qué hace un hombre cuando sabe que está muerto? Hay que pagar un precio por el pasado. A partir de los recuerdos que la mente había borrado. Extramuros.

Dentro de un foso fangoso, la vida pendiente de las sucias manos que plasman la arcilla. Los bigotes arrogantes del mercenario que mantiene la hoja en el cuello.

El olor a hierba mojada, echado como un insecto en una tierra de nadie, entre la ciudad y el resto del mundo. No hay vuelta atrás. Por delante lo desconocido: un ejército de soldados pagados dispuestos a disparar sobre quien cruce esas murallas.

Barro que resbala entre los dedos: los torreones, los puntos más fáciles de asaltar.

Tu vida no vale un pitoche, me dice, date ya por muerto.

Le describo excitado cada fortificación, cada lugar de entrada, los turnos de guardia, cuántos centinelas hay en cada puerta.

Puedes alargar la vida hasta la tienda del capitán, dice y se ríe. Me golpea y me arrastra.

El capitán Von Dhaun me salvó la vida y me dio una oportunidad.

Las palabras exactas: si esta noche consigues volver a subir a las murallas y volver aquí sin que te maten, me habrás demostrado que puedo fiarme de ti.

Así se llevó a cabo la traición, planeada y guardada en secreto desde la llegada a la ciudad de los locos, codo con codo con ellos, durante más de un año.

Los últimos meses de hambre y delirio son una negra mancha que la mente ha borrado. No he vuelto nunca la mirada atrás en todo este tiempo, quince años, tratando de recordar los rostros y las palabras de aquellos hombres. Tal vez porque he querido ocultarme a mí mismo el haber estado a punto de caer yo también, por un instante, en aquel foso, como si la locura se me hubiera contagiado también a mí, apartando mi mente de la tarea que me había sido encomendada. Tal vez porque aquel día estuve a punto de fracasar miserablemente, al haberme echado el guante los mercenarios episcopales, que por alguna casualidad del destino optaron en cambio por llevarme ante su capitán.

En los días siguientes, tras la matanza, el obispo Von Waldeck, convertido en señor absoluto de Münster, por trono un montón de cadáveres, iba diciendo que esos como yo, héroes guerreros de la Cristiandad, no serían nunca olvidados, en obras y efigies.

Sabía mentir, el muy bastardo. Es precisamente de esos como yo de quienes se pierde todo rastro. Los ejecutores, listos para ser arrojados dentro de la sentina donde los nobles señores los encerraron para confiarles sus sucias misiones.

Entonces le rogué a mi señor, el adalid negro de Cristo, que me llevara lejos de aquellas tierras, de aquel horror que había desgarrado mis carnes y minado mi fe.

Hoy es allí adonde he de volver, sin ninguna fe, a reabrir las heridas.

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