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Tercera parte. El beneficio de Cristo » Tiziano » Capítulo 34

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Capítulo 34 Ravena, 10 de septiembre de 1550

Las escenas de miseria son siempre iguales. Niños enflaquecidos, harapientos. Tripas hinchadas de nada, pies descalzos. Manitas sucias pidiendo limosna. Los recién nacidos atados con mantones a la espalda, para no interrumpir el trabajo, las mujeres llenan los sacos de trigo, plantadas hasta la rodilla dentro del gran depósito que contiene la cosecha de una estación.

Unos pocos ancianos, huesudos, mutilados, bizcos.

El camino de barro seco pasada la puerta sur. Las chabolas pegadas a las murallas, como una excrecencia informe de la ciudad, y que poco a poco van disminuyendo hacia la campiña.

Ningún hombre a la vista. Probablemente están todos en los campos, embalando la paja para las yacijas de este invierno y el heno para el ganado de sus señores.

Solo tres tipos que cargan sacos en un carro, espaldas dobladas y sudor.

Las chabolas. Madera y cañas malolientes cubiertas de barro y de mosquitos.

Divido el pan y el queso que llevo en la alforja y lo reparto entre los chiquillos que se apiñan en torno a mí. Los hay muy chiquitines, que apenas si caminan, y mayores, pendientes de cazar con las hondas a los gorriones que asaltan el depósito del grano. Uno de los más avispados me regala su arma.

Saludo a todos con una sonrisa y una bendición. Leves cabeceos a modo de respuesta.

Los tres hombres me lanzan ojeadas de desconfianza. Membrudos, gruesas cabezas.

La miseria es deforme.

Un silbido del otro lado de las murallas.

Ojos pendientes de la puerta. Los tres se apresuran a cubrir el carro con una gran tela de arpillera.

La agitación se extiende, los hombres enfurecidos maldicen.

Algo está a punto de suceder.

Un destacamento de jinetes supera la arcada. Cuento una docena. Gran alarde de corazas y lanzas. Un estandarte con las insignias episcopales.

Se abren paso entre las protestas de las mujeres, se detienen, no consiguen avanzar, gritos de excitación.

Una de las mujeres que estaban llenando los sacos, la más enfurecida, se enfrenta al jefe del destacamento.

Ambos gritan en un latín plagado de errores, mezclado con la jerga de estos pagos, casi incomprensible.

—Recaudar el diezmo del grano.

—A mediados de mes.

—Cada vez más pronto.

—Ya no lo conseguimos.

—Nada de discusiones.

—Su Señoría así lo ha ordenado.

Los tres hombres se han quedado junto al carro. Miradas furtivas. Uno sube, los otros dos aseguran el toldo de cáñamo con correas muy prietas.

El recaudador los descubre.

Señala en esa dirección ordenando algo.

La mujer aferra la brida del caballo y le da unos tirones.

El muy cerdo le cruza la cara de un vergajo.

Salto poniéndome en pie sobre una banqueta insegura:

—¡Hijo de perra!

El cerdo se vuelve, lo tengo ya en el punto de mira.

La piedra le da en plena cara.

Se dobla sobre el caballo con las manos en el rostro, mientras a su alrededor se desencadena una trifulca infernal. Los chiquillos disparan a la vez como una línea de arqueros. Las mujeres se apiñan en torno a los caballos, cortando los jarretes con pequeñas hojas. El carro parte precipitadamente. El imbécil que sangra grita:

—¡Cogedlo! ¡Cogedlo!

Los caballos se encabritan, caen al suelo, una lluvia de piedras se precipita sobre los esbirros. Aparecen bastones, herramientas de trabajo. De los campos acuden los hombres alarmados por los gritos.

Los dos que cargaban el carro me hacen una seña de que los siga. Se meten por un agujero entre las chabolas. Atravesamos pasadizos cada vez más angostos, yo detrás de ellos, nos introducimos en una barraca de tablas carcomidas, salimos por el otro lado, a la orilla de un riachuelo, poco más que una acequia.

Un esquife llano y delgado, dentro, empujan como condenados, entre maldiciones que me es imposible entender.

Delante nos espera la tupida pineda.

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