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Primera parte. El acuñador » La alforja, los recuerdos » Capítulo 22

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Capítulo 22 Mühlhausen, 1 de diciembre de 1524

Artículo séptimo: De ahora en adelante un señor no debe aumentar ya los gravámenes a su antojo […] Sin embargo, cuando el señor tenga necesidad de un servicio, el campesino se lo proporcionará obedientemente y de buen grado; mas lo hará en los días y en las horas en que ello no pueda causarle ningún perjuicio a él, y recibiendo a cambio la adecuada compensación económica.

Artículo octavo: […] Pedimos que el señor haga examinar estos bienes [que usufructuamos] por gente de confianza, a fin de decidir cuál es el canon justo, para que el campesino no haga un trabajo sin paga ninguna, puesto que si hubo un trabajo es su derecho verse recompensado.

Artículo noveno: […] Es convicción nuestra que hay que atenerse a las penas del viejo ordenamiento jurídico escrito, que prevé un juicio objetivo y no uno dictado por su simple albedrío.

El olor penetrante y desagradable de las sustancias utilizadas para curtir las pieles hace que la guardia que protege la puerta se dé prisa. Se deja pasar al curtidor tras un control muy expeditivo, y junto con él también a su nutrido acompañamiento, en el que nadie tiene ocasión de identificar a un viejo conocido de la ciudad imperial, a un ex estudiante de Wittenberg, a un minero descomunal y a una joven de ojos de jade.

Las calles de Mühlhausen están atestadas de carros, tirados en medio de aquel atolladero de gente por bueyes, caballos, mulos cansados y, no raramente, humanos. Enormes balumbas, aplastadas por un enredijo de cuerdas y cordeles, a menudo tan altas que oscurecen las ventanas de las casas. Cargados de útiles de toda clase de oficios, muebles para todo tipo de habitaciones, ropas para individuos de todo género. Asoman por cada esquina, cuando menos se lo espera uno, precedidos por los gritos del carretero que pide que se le deje libre el paso, a una velocidad cada vez mayor para no dar lugar a empujones, choques y pisotones.

En las calles más anchas, a ambos lados, tienen sus puestos los vendedores peor equipados, con la mercancía colocada en el mismo suelo; mientras que en la plaza están los que por lo menos cuentan con dos palos y un toldo de protección o carros lujosos que con juegos de bisagras y ensambladuras se transformaban en tiendas propiamente dichas. Hay quien ilustra a fuerza de gritos las cualidades de sus productos y quien prefiere llamarte con un cuchicheo, como si hubiera intuido que eres precisamente tú quien sabrá apreciar su increíble oferta; tampoco faltan quienes mandan aquí y allá a sus mozos para abordar a los clientes y ofrecen cerveza a quien se entretiene para hacer un trato. Muchas familias dan vueltas cogidas a una cuerda, temerosas de que la confusión y el caos arrastre a alguno.

Elias escruta a la multitud. En la zona de los vendedores de objetos de alfarería ha reconocido ya a los de Allstedt. Una mirada a la parte de los vidrieros confirma la llegada de los campesinos del Hainich. Más allá, los que saludan alzando la Biblia deben de ser de Salza.

Ottilie levanta la vista, en espera de la señal. Ha identificado ya al gaznápiro, uno del Consejo de la ciudad, que le ha indicado Pfeiffer. Tenemos que esperar a los mineros de Mansfeld, que no se han dejado ver aún. Sin ellos, no se hace nada.

Un chiquillo se abre paso entre el gentío:

—¡Señor, necesitáis un traje nuevo! Venid a visitar la tienda de mi padre, os llevaré yo, señor…

Se agarra a mi casaca.

Me vuelvo molesto, y él susurra:

—Los hermanos mineros ya están aquí, detrás del carro de los ladrillos.

Doy un tirón a Elias:

—Empecemos, estamos todos.

Dejo caer una moneda en la palma abierta del pequeño mensajero, una caricia en la frente, y me preparo a disfrutar de la escena.

Ottilie se acerca a su hombre, en el punto de mayor gentío, frente a un luthier. Se pone detrás de él y aprieta ligeramente el pecho contra su espalda, bisbisea algo acercando los labios a su oído y dejando que sus rubios cabellos le rocen un hombro. Luego, con una mano, comienza a trabajarle la entrepierna. Veo la nuca del pobre bobo ponerse del color de la grana. Se alisa la barba nervioso: no resiste. Permaneciendo vuelto, se dobla ligeramente y comienza a meterle el brazo por debajo de la falda. Cuando ha alcanzado ya las zonas altas, Ottilie levanta la mano tentadora, se echa hacia atrás y, bloqueándole el brazo en esa escandalosa postura, comienza a gritar, mientras con la otra mano lo abofetea hasta decir basta.

—Bastardo, gusarapo, gusarapo asqueroso. ¡Que Dios te maldiga!

Es la señal. En torno a Ottilie prende la refriega, mientras desde las cuatro esquinas de la plaza comienzan a avanzar, compactos, nuestros hermanos. Derriban las mercancías, agreden a los vendedores, pisotean a los cerveceros.

—Las manos debajo de las faldas, ¿esto es lo que saben hacer los señores de Mühlhausen?

El primero en llegar hasta nosotros es un campesino, que se ha abierto paso como un ariete, cogiendo a los burgueses que se le ponían a tiro de la pechera y partiéndoles la cara a cabezazos. Inmediatamente después llega uno de los mineros, con una brazada de arcabuces, garrotes y cuchillos robados a un armero.

—Esto es para vosotros —dice—. ¡Y hay bastantes más!

—Maldito cervecero —continúa gritando Ottilie—. Lo reconozco: ¡es uno del Consejo!

Grito a voz en cuello:

—¡Nos han vendido a los vendedores de cerveza!

Las voces se multiplican y aumentan de volumen:

—¡Consejeros bastardos, vendidos, fuera de Mühlhausen!

Muchos de los que gritan ni siquiera han asistido a la puesta en escena y creen que se trata de un motín para suplantar al Consejo. Y no les falta razón.

Todo ocurre con la máxima rapidez. La marea humana, como atraída por un misterioso imán, comienza a invadir la Kilansgasse, que lleva de la plaza del mercado hasta el Ayuntamiento. Algunos arroyuelos se dispersan aquí y allá: almas piadosas necesitadas de hacer una visita a las iglesias.

De golpe miro a mi alrededor y descubro que me he quedado solo; Elias, Heinrich y Ottilie han desaparecido. A mi lado un campesino manda al suelo a su adversario, hasta demasiado bien vestido, con un codazo en la mandíbula y un puñetazo bajo las costillas.

—¡Sí, hermano, machaquemos a los impíos como si de perros se tratara! —le grito exaltado.

La guardia procura por todos los medios no dejarse ver. La ciudad es nuestra.

Suena la primera campanada del toque de queda. Encuentro a los demás en el Pozo del Arcángel, donde nos hemos dado cita por si nos perdíamos de vista. Hay otros dos que no me parece conocer.

Pfeiffer hace los honores de casa:

—¡Oh, aquí tenemos a nuestro estudiante rebelde! Estos son Briegel y Hülm, dos de los ocho representantes del pueblo de Mühlhausen.

—¡Y estas —me dice uno de ellos dos, agitando lo que parece una gran sonaja— son las llaves de nuestra ciudad!

—… Es decir —completa el otro—, el derecho a decidir quién debe quedarse fuera y quién puede entrar.

—Lo hemos conseguido. Thomas podrá volver —anuncia Ottilie con una sonrisa.

—En cuanto a vosotros —prosigue dirigiéndose a Briegel y a Hülm—, la libre ciudad imperial de Mühlhausen os da la bienvenida.

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